Capítulo XI

El autor abandona Luggnagg y viaja a Japón. De allí regresa a Ámsterdam en un barco holandés, y de Ámsterdam a Inglaterra.

He creído que esta relación sobre struldbruggs podía ser de alguna distracción para el lector, dado que es algo que se aparta un poco de lo normal; al menos, no recuerdo haber encontrado nada parecido en ninguno de los libros de viajes que he tenido en mis manos; si estoy en un error, mi excusa está en que necesariamente los viajeros que describen el mismo país coinciden en extenderse en los mismos detalles sin que se les acuse de haber copiado o transcrito lo que otros escribieron antes que ellos.

Desde luego, hay un comercio constante entre este reino y el gran imperio de Japón; y es muy probable que los autores japoneses hayan dado alguna noticia de los struldbruggs; pero mi estancia en Japón fue tan breve, y me era tan completamente extraña su lengua, que no me juzgué en condiciones de hacer ninguna indagación. Pero espero que los holandeses, ante esta noticia, sientan curiosidad y sean capaces de suplir mis defectos.

Tras insistirme su majestad repetidamente que aceptase algún puesto en la corte, y hallarme totalmente determinado a regresar a mi país, tuvo a bien concederme licencia para partir, y honrarme con una carta de recomendación, de su puño y letra, para el emperador de Japón. Asimismo me hizo donación de cuatrocientas cuarenta y cuatro grandes piezas de oro (a esta nación le encantan los números pares) y un diamante rojo, que vendí en Inglaterra por mil cien libras.

El día 6 de mayo de 1709, me despedí solemnemente de su majestad y de todos mis amigos. Este príncipe tuvo la gentileza de ordenar que una guardia me llevase a Glanguenstald, puerto real situado al suroeste de la isla. A los seis días encontré un barco dispuesto a embarcarme para Japón y tardé quince días hacer en el viaje. Desembarcamos en un pueblecito marinero llamado Xamoschi, en la parte sureste de Japón; dicho pueblo está en la punta oeste, donde hay una estrecha bocana que da acceso a un largo brazo de mar, al noroeste del cual se alza Yedo, la metrópoli. Al bajar a tierra enseñé a los oficiales de la aduana la carta del rey de Luggnagg para su majestad imperial. Conocían perfectamente el sello, que era ancho como la palma de la mano. Su impresión representaba a un rey levantando del suelo a un mendigo tullido. Los magistrados del pueblo, al ser informados de mi carta, me recibieron como a un ministro público; me proveyeron de carruaje y criados, y llevaron mis bultos a Yedo, donde fui recibido en audiencia y entregué la carta, que fue abierta con gran ceremonia, y explicada al emperador a través de un intérprete, quien me pidió, por orden de su majestad, que expusiese mi petición, la cual, fuera la que fuese, me sería concedida en atención a su real hermano de Luggnagg. Este intérprete era una persona empleada en negociar asuntos con los holandeses; en seguida adivinó por mi semblante que era europeo; así que repitió la orden de su majestad en bajo holandés, lengua que hablaba perfectamente. Contesté —como había decidido de antemano— que era mercader holandés, y había naufragado en un país remoto del que había viajado por mar y por tierra hasta Luggnagg, y después había tomado pasaje para Japón, donde sabía que traficaban frecuentemente compatriotas míos, y esperaba tener ocasión de regresar a Europa con algunos de ellos; por tanto, muy humildemente suplicaba el favor real de que diese orden de llevarme a Nangasac; a esta añadí otra petición: que, en consideración a mi señor, el rey de Luggnagg, se dignase su majestad excusarme de ejecutar la ceremonia impuesta a mis compatriotas, de pisar el crucifijo; porque mis desventuras me habían arrojado a este reino sin ninguna intención de traficar. Al serle traducida esta última petición, el emperador pareció sorprenderse un poco, y dijo que creía que era el primero de mis compatriotas que manifestaba escrúpulos sobre este punto, y que empezaba a tener dudas sobre si era holandés o no, aunque sospechaba más bien que era cristiano. Sin embargo, por las razones que le había dado, pero sobre todo para agradar al rey de Luggnagg, y como muestra especial de su favor, complacería la singularidad de mi antojo; pero había que llevar el asunto con habilidad, y ordenar a sus funcionarios que me dejasen pasar como por descuido, por así decir. Porque aseguró que si mis compatriotas los holandeses llegaban a descubrir el secreto, me cortarían el cuello durante el viaje. Le di las gracias por medio del intérprete, por tan excepcional favor; y dado que había tropas que en este momento se dirigían a Nangasac, el oficial al mando recibió orden de llevarme a salvo allí, con instrucciones especiales sobre el asunto del crucifijo.

El día 9 de junio de 1709 llegué a Nangasac, tras un viaje larguísimo y molesto. No tardé en entrar en relación con unos marineros holandeses pertenecientes al Amboyna de Ámsterdam, sólido barco de 450 toneladas. Yo había vivido mucho tiempo en Holanda, ya que había cursado mis estudios en Leiden, y hablaba bien holandés. Tan pronto como supieron los marineros de dónde había llegado, me preguntaron con curiosidad sobre mis viajes, y mi clase de vida. Fabriqué una historia lo más corta y creíble que pude, y me callé la mayor parte. Conocía a muchas personas de Holanda; me inventé los nombres de mis padres, de los que dije que eran gente oscura de la provincia de Gelderland. Le habría pagado al capitán (un tal Theodorus Vangrult) lo que me hubiera pedido por llevarme a Holanda; pero al enterarse de que era cirujano se contentó con cobrarme la mitad del pasaje, a cambio de que fuese como médico en el viaje. Antes de embarcar, la tripulación me preguntó a menudo si había cumplido la ceremonia a la que me he referido antes. Sorteé la pregunta contestando de manera genérica que había satisfecho al emperador y a la corte en todos los detalles. Sin embargo, un patrón taimado y malicioso fue a un oficial de la guardia y, señalándome, le dijo que aún no había pisado el crucifijo; pero el otro, que había recibido la orden de dejarme pasar, descargó sobre los hombros del granuja veinte bastonazos con un bambú; después de lo cual dejaron de molestarme con preguntas.

No ocurrió nada digno de mención en este viaje. Navegamos con viento favorable hasta el Cabo de Buena Esperanza, donde tocamos tierra sólo para hacer aguada. El 16 de abril llegamos a Ámsterdam, con la pérdida de sólo tres hombres por enfermedad durante el viaje, y un cuarto que se cayó del palo de trinquete al mar, no lejos de la costa de Guinea. De Ámsterdam embarqué pronto para Inglaterra en una pequeña nave perteneciente a esa ciudad.

El 10 de abril de 1710 tocamos las Lomas. Salté a tierra a la mañana siguiente, y una vez más vi mi tierra natal tras una ausencia de cinco años y seis meses completos. Me dirigí directamente a Redriff, adonde llegué el mismo día a las dos de la tarde, y encontré a mi esposa y mi familia en buena salud.

FIN DE LA PARTE TERCERA