Varias aventuras que le acontecieron al autor. Ejecución de un reo. El autor muestra su pericia en navegación.
Habría vivido bastante feliz en ese país si mi pequeñez no me hubiera expuesto a diversos accidentes ridículos y molestos, de los que voy a permitirme contar algunos: Glumdalclitch solía llevarme a menudo al parque de la corte en la caja más pequeña, y a veces me sacaba y me tenía en la mano, o me dejaba en el suelo para que paseara. Recuerdo que un buen día el enano, antes de que dejase a la reina, se vino con nosotros a ese parque, y habiéndome depositado mi niñera en el suelo, estábamos él y yo juntos cerca de unos manzanos enanos, cuando se me ocurrió exhibir mi ingenio con una estúpida alusión a él y a los árboles, que casualmente en su lengua tenía igual sentido que en la nuestra. Conque el malvado granuja esperó la ocasión, y cuando andaba yo debajo de uno de ellos lo sacudió justo sobre mi cabeza, con lo que cayeron a tierra una docena de manzanas gordas como barriles de Bristol; una de ellas me dio en la espalda en el momento en que me había agachado, y me tiró de bruces; pero no sufrí ningún otro daño, y el enano fue perdonado por intercesión mía, ya que era yo quien lo había provocado.
Otro día Glumdalclitch me dejó en un cuadro de suave hierba Para que me distrajese, mientras ella paseaba un poco con su institutriz. Entretanto cayó de repente una granizada tan violenta que su fuerza me derribó a la primera; y una vez en el suelo el granizo me siguió golpeando cruelmente en todo el cuerpo como si me acosasen con pelotas de tenis; sin embargo, conseguí arrastrarme a gatas, y me protegí tumbándome boca abajo, al amparo de un borde de santolina, pero quedé tan magullado de pies a cabeza que estuve sin salir diez días. Aunque no tiene esto nada de extraño, porque como la Naturaleza en ese país observa la misma proporción en todas sus manifestaciones, una piedra de granizo es casi mil ochocientas veces más grande que las de Europa, lo que puedo asegurar por experiencia, ya que he tenido la curiosidad de pesarlas y medirlas.
Más peligroso fue un percance que me ocurrió en ese mismo parque cuando mi pequeña niñera, convencida de que me dejaba en lugar seguro, como yo le pedía con frecuencia que hiciera para poder disfrutar pensando, y habiendo dejado la caja en casa para ahorrarse la molestia de cargar con ella, se alejó con la institutriz y otras damas amigas suyas. Y estando ausente y más allá del alcance de la voz, un pequeño spaniel blanco de un jardinero jefe que había entrado casualmente en el parque se puso a corretear cerca de donde yo me encontraba tumbado. El perro, siguiendo el olor, vino directamente a mí; y cogiéndome con la boca, corrió en busca de su amo meneando la cola, y me depositó suavemente en el suelo. Por suerte estaba tan bien enseñado que me llevó entre los dientes sin hacerme el menor daño ni estropearme siquiera la ropa. Pero el pobre jardinero, que me conocía y era muy amable conmigo, se asustó mortalmente. Me recogió suavemente con las dos manos, y me preguntó si me encontraba bien. Yo estaba tan afectado y sin aliento que no fui capaz de pronunciar una palabra. Cinco minutos después me había recobrado, y me llevó sin percance a mi pequeña cuidadora, que en ese momento había vuelto al sitio donde me había dejado y estaba angustiada al no verme ni oírme contestar a sus llamadas: reprendió varias veces al jardinero por dejar suelto al perro. Pero el accidente se silenció y no llegó a conocimiento de la corte; porque la niña tenía miedo de que enojara a la reina, y por lo que a mí se refería, pensé que realmente no iba a beneficiar a mi reputación que se difundiera semejante historia.
Este percance decidió de manera radical a Glumdalclitch a no perderme de vista en lo sucesivo. Yo temía desde hacía tiempo que acabase adoptando esta resolución, y por eso le ocultaba algún que otro pequeño tropiezo que me ocurría en los momentos en que estaba solo. Una vez, un milano que sobrevolaba el jardín se abatió sobre mí; y si no llego a sacar el sable con resolución y corro a meterme bajo un espeso emparrado, seguro que se me habría llevado en sus garras. En otra ocasión, al subirme a una topera reciente, me hundí hasta el cuello en el agujero por el que ese animal había estado sacando tierra, e inventé una mentira que no hace falta repetir aquí para justificar mi ropa manchada. También, me rompí la espinilla de la pierna derecha contra la concha de un caracol con que tropecé cuando caminaba pensando en la pobre Inglaterra.
No sabría decir si me resultaba grato o mortificante observar, en esos paseos solitarios, que los pajarillos no se asustaban en absoluto de mí, sino que saltaban a menos de una yarda, buscando lombrices y demás alimentos con la misma indiferencia y tranquilidad que si no hubiera ser ninguno en la cercanía. Recuerdo que un tordo tuvo incluso el atrevimiento de quitarme de la mano, con el pico, un trozo de tarta que Glumdalclitch acababa de darme para desayunar. Cuando intentaba atrapar alguno de estos pájaros se revolvían osadamente contra mí, tratando de picarme los dedos, por lo que no me atrevía a ponerme a su alcance; y luego daban un salto atrás despreocupadamente, para seguir cazando lombrices y caracoles como antes. Un día, sin embargo, cogí un garrote y se lo lancé con todas mis fuerzas a un pardillo con tal fortuna que lo derribé, lo cogí por el cuello con las dos manos, y corrí triunfal a mi niñera. Sin embargo, el pájaro, que sólo había quedado aturdido, al recobrarse, me dio tantos aletazos a un lado y al otro de la cabeza y el cuerpo, aunque lo sujetaba a la distancia de los brazos y estaba fuera del alcance de sus garras, que pensé una veintena de veces en soltarlo. Pero no tardé en ser relevado por uno de nuestros criados, que le retorció el cuello, y me lo sirvieron de comida al día siguiente por orden de la reina. Este pardillo, según puedo recordar, teñía un tamaño algo más grande que un cisne inglés.
Las damas de honor solían invitar a Glumdalclitch a sus aposentos y pedirle que me llevase con ella a fin de disfrutar viéndome y tocándome. A menudo me desnudaban de pies a cabeza y me echaban cuan largo era sobre sus pechos, lo que me daba mucho asco; porque, a decir verdad, el olor que exhalaba su piel era repugnante; y no lo digo para perjudicar a esas excelentes damas —nada más lejos de mi intención—, a las que tributo todos mis respetos; pero creo que mis sentidos corporales eran más agudos en proporción a mi pequeñez, y que sus ilustres personas no eran más desagradables para sus amantes, o recíprocamente, unas para otras, de lo que es la gente de la misma calidad para nosotros en Inglaterra. Y, en resumen, encontraba que su olor natural era bastante más soportable si no le añadían perfumes, con los que me desmayaba inmediatamente. No se me olvida que un íntimo amigo mío de Liliput, un día de calor en que yo había hecho bastante ejercicio, se tomó la libertad de quejarse del fuerte olor que yo desprendía, aunque en eso soy tan poco censurable como la mayoría de mi sexo; pero supongo que su sentido del olfato era tan fino respecto a mí, como el mío respecto al de esta gente. Sobre dicho particular no puedo por menos de hacer justicia a la reina mi señora, y a Glumdalclitch, mi niñera, cuyas personas eran tan fragantes como las de cualquier dama de Inglaterra.
Lo que más me desazonaba de estas damas de honor, cuando me llevaba mi niñera a visitarlas, era que me manipulasen sin ninguna ceremonia como si fuese un ser insignificante. Porque me dejaban en cueros, y se ponían la camisa en mi presencia, mientras me colocaban sobre el tocador, justo delante de sus cuerpos desnudos, visión que para mí, desde luego, estaba muy lejos de ser tentadora, y no me producía otras emociones que las de repugnancia y horror. Su piel parecía áspera e irregular, de gran variedad de color, cuando las veía de cerca, con lunares aquí y allá, grandes como trincheros, y pelos saliendo de ellos más gruesos que un cordel; eso por no hablar del resto de sus personas. Tampoco tenían ningún escrúpulo, estando yo delante, en aliviarse de lo que hubiesen bebido, lo que representaba una cantidad de dos toneles lo menos, en un recipiente capaz de contener más de tres tinas. La más guapa de estas damas, una joven alegre y juguetona de dieciséis años, me ponía a veces a horcajadas sobre uno de sus pezones, y me hacía otras muchas picardías, que debe excusarme el lector que no detalle. El caso es que me desagradaba todo esto de tal manera que supliqué a Glumdalclitch que ideara alguna excusa para no ver más a esta joven.
Un día vino un joven caballero, sobrino de la institutriz de mi niñera, a pedirles con insistencia que asistiesen a una ejecución. Se trataba de un hombre que había matado a un amigo íntimo del caballero. Convenció a Glumdalclitch de que le acompañase, muy en contra de su inclinación, ya que era de natural compasiva; en cuanto a mí, aunque tengo aversión a esa clase de espectáculos, sin embargo me tentaba la curiosidad por ver algo que consideraba que debía de ser extraordinario. Ataron al malhechor a una silla en lo alto de un cadalso erigido a tal propósito, y le cortaron la cabeza de un tajo con una espada de unos cuarenta pies de largo. De las venas y arterias brotó una cantidad prodigiosa de sangre, y llegó tan arriba que el gran jet d’eau de Versalles no lo habría igualado en el tiempo que duró; y la cabeza, al caer del cadalso al suelo, rebotó de tal modo que me sobresaltó, pese a que me hallaba lo menos a media milla inglesa de distancia.
La reina, que solía oírme hablar con frecuencia de mis viajes por mar, y aprovechaba cualquier ocasión para alegrarme cuando me veía triste, me preguntó si sabía manejar la vela y los remos, y si no me vendría bien para la salud un poco de ejercicio de remo. Le contesté que ambas cosas las conocía bien; porque aunque mi profesión había sido de cirujano o médico de barco, sin embargo a menudo, en momentos de apuro, me había visto obligado a trabajar como simple marinero. Pero no veía cómo podía practicar lo uno ni lo otro en su país, donde el más pequeño esquife tenía el tamaño de un buque de guerra de primer orden entre nosotros, y una embarcación que yo pudiera manejar no sobreviviría en ninguno de sus ríos. Su majestad dijo que si diseñaba yo un bote, su carpintero lo haría, y que ella me proporcionaría un sitio donde navegar. El carpintero era un artesano ingenioso; y con mis instrucciones, en diez días terminó un bote de recreo, con todo su aparejo, capaz de acoger cómodamente a ocho europeos. Cuando estuvo terminado, la reina se sintió tan complacida que corrió con él en el regazo hasta el rey, quien mandó que lo pusieran en un barreño lleno de agua, conmigo en él, a manera de prueba, donde no pude manejar las dos palas, o pequeños remos, por falta de espacio. Pero a la reina se le había ocurrido ya otra idea: mandó al carpintero que hiciera un abrevadero de madera de trescientos pies de largo, cincuenta de ancho y ocho de hondo; y una vez bien calafateado para que no perdiera agua, fue colocado en el suelo junto a la pared, en un aposento exterior de palacio. Tenía un grifo cerca del fondo para soltar el agua cuando empezara a estropearse, y dos criados podían llenarlo fácilmente en media hora. Aquí solía remar a menudo para mi propia diversión, y también para la de la reina y sus damas, que se sentían gratamente distraídas con mis habilidades y mi agilidad. A veces ponía la vela, y entonces todo mi trabajo consistía en llevar el timón, mientras las damas creaban para mí un vendaval con sus abanicos; y cuando se cansaban, unos cuantos pajes soplaban sobre la vela para mover la embarcación con su aliento, mientras yo exhibía mi pericia cayendo a estribor o a babor según se me ocurría. Al terminar, Glumdalclitch se llevaba siempre el bote a su aposento y lo colgaba de un clavo a secar.
Practicando este ejercicio tuve una vez un percance que casi me cuesta la vida: después de poner un paje el bote en el abrevadero, la institutriz que acompañaba a Glumdalclitch me cogió oficiosamente para ponerme en el bote, pero me escurrí entre sus dedos; y habría caído indefectiblemente al suelo desde una altura de cuarenta pies si, por la más feliz casualidad del mundo, no me llega a detener un alfiler que la dama llevaba prendido en el peto; la cabeza del alfiler se me enganchó entre la camisa y la pretina de los calzones, y así me quedé colgando en el aire, hasta que Glumdalclitch acudió corriendo en mi auxilio.
En otra ocasión, uno de los criados, encargado de llenar el abrevadero cada tres días con agua dulce, era tan descuidado que dejó (inadvertidamente) que una rana enorme se zambullera en el recipiente. La rana se quedó escondida hasta que me pusieron en el bote; entonces, al ver que este ofrecía buen sitio para descansar, se subió a él, inclinándolo tanto de un costado que me vi obligado a equilibrarlo con todo mi peso para evitar que zozobrara. Cuando la rana estuvo arriba, saltó de repente al centro del bote, y luego sobre mi cabeza, volviéndose adelante y atrás, y pringándome la cara y la ropa con su repugnante baba. La anchura de su cara hacía que pareciese el animal más deforme que cabe imaginar. Sin embargo, pedí a Glumdalclitch que dejase que me ocupara yo solo de ella. Le estuve pegando bastante rato con un remo, y al final la obligué a abandonar el bote de un salto.
Pero el peligro más grande que corrí en ese reino provino de un mono que pertenecía a un oficial de la cocina. Glumdalclitch me había encerrado en su aposento mientras iba a hacer un recado o una visita. Como hacía mucho calor, había dejado abierta la ventana del cuarto, así como la ventana y la puerta de la caja grande, que era la que utilizaba yo normalmente por su amplitud y comodidad. Y estaba plácidamente sentado junto a la mesa pensando, cuando oí que alguien saltaba de la ventana al interior del cuarto, y andaba de un lado para otro; y aunque me alarmé mucho, me atreví a asomarme, aunque sin moverme de la silla; y entonces vi al revoltoso animal andando y brincando arriba y abajo, hasta que finalmente llegó a la caja, pareció inspirarle gran placer y curiosidad, y miró por la puerta y por cada ventana. Retrocedí hasta el ultimo rincón de mi habitación, o caja; pero el mono, que miraba desde todos los ángulos, me asustó de tal manera que me faltó presencia de ánimo para esconderme debajo de la cama, como podía haber hecho fácilmente. Tras pasarse un rato fisgando, sonriendo y dando chillidos, me descubrió por fin; y metiendo una zarpa por la puerta, como hacen los gatos cuando juegan con un ratón, aunque yo cambiaba de sitio a menudo para evitarlo, acabó atrapándome por el faldón de la casaca (que como estaba hecha de seda de ese país era muy gruesa y fuerte) y me sacó. Me levantó con su mano anterior derecha, y me sostuvo como hacen las nodrizas con un niño cuando van a darle de mamar, y como he visto yo hacer a esa misma clase de criatura con un gatito en Europa; y cuando quise forcejear, me estrujó de tal modo que juzgué más prudente desistir. Tengo buenas razones para creer que me tomó por una cría de su especie; porque me acarició suavemente la cara muchas veces con su otra zarpa. En esta diversión estaba cuando le interrumpió un ruido en la puerta del aposento, como si alguien la abriese; a lo cual saltó de repente a la ventana por la que había entrado, y de allí a las tuberías y canalones, andando con tres patas y sujetándome con la cuarta, hasta que se subió a un tejado vecino al nuestro. Oí a Glumdalclitch proferir un grito en el instante en que salía conmigo. La pobre niña casi enloqueció; se armó un tumulto en esa parte del palacio: los criados corrieron en busca de escalas de mano; el mono fue visto por centenares de personas sentado en el borde de un edificio, sujetándome como un bebé con una de sus zarpas, y con la otra dándome de comer por el procedimiento de embutirme en la boca las vituallas que había sacado de la bolsa que tenían a un lado sus zahones, y acariciándome porque no quería comer; a lo que muchos de la multitud de abajo no pudieron por menos de echarse a reír; y no creo en justicia que se les pueda reprochar, porque evidentemente la escena era bastante cómica para todo el mundo excepto para mí. Algunos empezaron a lanzar piedras, con la esperanza de obligar a bajar al mono; pero les prohibieron inmediatamente hacer tal cosa, porque probablemente me iban a saltar los sesos.
Empinaron ahora escalas, y subieron varios hombres; cosa que estuvo observando el mono, y al verse casi rodeado, como no podía moverse suficientemente deprisa con tres patas, me dejó sobre una teja del caballete y huyó. Aquí me quedé sentado un rato, a quinientas yardas del suelo, temiendo a cada momento que el viento me arrojara al vacío, o que el vértigo me hiciera caer rodando desde el caballete al alero; pero un muchacho valeroso, criado de mi niñera, trepó y, metiéndome en un bolsillo de sus calzones, me bajó sano y salvo.
Casi me sentía asfixiado con la porquería que el mono me había metido hasta la garganta; pero mi inestimable niñera me la sacó de la boca con una pequeña aguja, y entonces vomité; lo que me alivió mucho. Sin embargo, estaba tan débil y tenía tan magullados los costados por los estrujamientos a que me había sometido el odioso animal que tuve que guardar cama quince días. El rey, la reina y toda la corte mandaban diariamente a preguntar por mi salud, y la reina me hizo varias visitas durante mi postración. Sacrificaron al mono, y se prohibió tener animales de esos en palacio.
Cuando acudí al rey, tras mi recuperación, para darle las gracias por sus favores, se rio un montón a mi costa con esta aventura. Me preguntó cuáles habían sido mis pensamientos y especulaciones mientras estaba en las garras del mono; si me había gustado la comida de que me había dado y su manera de alimentarme, y si el aire del tejado me había abierto el apetito. Quiso saber qué habría hecho en semejante trance en mi país. Dije a su majestad que en Europa no teníamos monos, salvo los que se traían de otros lugares como curiosidades, y eran tan pequeños que podía enfrentarme con una docena a la vez si se les ocurría atacarme. Y en cuanto a ese animal monstruoso con el que había tenido que habérmelas (desde luego era del tamaño de un elefante), si mis miedos me hubieran dejado pensar en el sable (adoptando una expresión fiera y apoyando la mano en el puño mientras hablaba) cuando metió la zarpa en mi cámara, puede que le hubiera infligido tal herida que la habría sacado más deprisa de lo que la había metido. Todo esto lo dije con voz firme, como una persona celosa de que no se pusiera en duda su valor. No obstante, mi discurso no consiguió otra cosa que una risotada general de los presentes que el respeto debido a su majestad no logró contener. Esto me hizo pensar cuán vano intento es para un hombre tratar de darse importancia ante quienes no son sus iguales ni con los que se puede comparar. Y sin embargo, desde mi regreso he visto la moraleja de mi conducta muchas veces repetida en Inglaterra, donde un insignificante y despreciable lacayo, sin el más pequeño título de nacimiento, persona, inteligencia o sentido común, se atreve a darse importancia y a ponerse en pie de igualdad con los más grandes personajes del reino.
Yo proporcionaba diariamente a la corte alguna ridícula anécdota; y Glumdalclitch, aunque me quería sobremanera, era lo bastante pilluela para correr a informar a la reina, cada vez que cometía alguna estupidez que ella juzgaba que divertiría a su majestad. Como había estado indispuesta, su institutriz la había sacado a tomar el aire a una hora de distancia, o sea a tres millas de la ciudad. Se apearon del coche cerca de un pequeño sendero del campo; y tras dejar Glumdalclitch en el suelo mi gabinete de viaje, salí a dar un paseo. Había en el sendero un boñigo, y juzgué oportuno probar que me encontraba en forma intentando saltarlo. Cogí carrera, pero por desgracia el salto fue corto, fui a caer justo en medio, y me hundí hasta las rodillas. Salí de él con cierta dificultad, y un lacayo me limpió lo mejor que pudo con su pañuelo; porque estaba pringado de porquería. Mi niñera me encerró en el gabinete hasta que regresamos a casa, donde la reina fue informada en seguida de lo que había ocurrido, y los lacayos lo airearon por la corte, de manera que durante días se estuvieron riendo todos a mi costa.