Descripción del país. Proposición para corregir los mapas modernos. El palacio del rey y breve relación sobre la metrópoli. Manera de viajar del autor. Descripción del principal templo.
Es ahora mi propósito ofrecer al lector una breve descripción de este país, hasta donde lo recorrí, que no fueron más allá de dos mil millas alrededor de Lorbrulgrud, la metrópoli. Porque la reina, a la que acompañaba siempre, jamás rebasaba esa distancia cuando acompañaba al rey en sus viajes, y se quedaba ahí hasta que su majestad regresaba de inspeccionar sus fronteras. La extensión entera de los dominios de este príncipe tiene unas seis mil millas de longitud, y de tres a cinco mil de anchura; de lo que no puedo por menos de concluir que nuestros geógrafos de Europa yerran grandemente al suponer que entre Japón y California sólo hay mar; porque yo siempre he sido de la opinión de que debe de haber un equilibrio de tierra que compense el gran continente de Tartaria; y por tanto deberían corregir sus mapas añadiendo esta vasta porción de tierra a las regiones noroccidentales de América, tarea en la que estoy dispuesto a prestarles ayuda.
El reino es una península limitada al noreste por una cordillera de treinta millas de altura, totalmente infranqueable debido a los volcanes de las cimas. Los más versados no saben qué clase de mortales habitan al otro lado de esas montañas, ni si están estas habitadas. Los otros tres confines los limita el océano. No hay un solo puerto de mar en todo el reino, y los litorales en los que desaguan los ríos están tan llenos de escollos afilados y el mar se encuentra generalmente tan tumultuoso que nadie se atreve a desafiarlo con la más pequeña embarcación, así que esta gente se halla excluida de cualquier comercio con el resto del mundo. En cambio los grandes ríos están llenos de naves, y abundan en excelente pescado, ya que rara vez pescan en el mar, porque los peces marinos son del mismo tamaño que los de Europa, y por consiguiente no valen el trabajo de pescarlos; por donde es manifiesto que la Naturaleza, tocante a producción de plantas y animales de tan extraordinario tamaño, se limita estrictamente a este continente, cuyas razones dejo que determinen los filósofos. Sin embargo, a veces cogen alguna ballena, cuando por azar se estrellan contra los escollos, y el pueblo las come con gusto. Estas ballenas que he visto son tan grandes que un habitante no podía cargárselas al hombro; y a veces las han llevado en cestos a Lorbrulgrud como curiosidad. Vi una en un plato, en la mesa del rey, que pasaba por un manjar especial; aunque no observé que le gustara excesivamente, sino más bien me dio la impresión de que le desagradaba el tamaño; aunque he visto una más grande en Groenlandia.
El país está bastante poblado, dado que comprende cincuenta y una ciudades, cerca de cien pueblos amurallados, y gran número de aldeas. Para satisfacer a mi curioso lector, bastará con que describa Lorbrulgrud. Esta ciudad la forman dos partes casi iguales a uno y otro lado del río que la atraviesa. Contiene más de ochenta mil casas, y unos seiscientos mil habitantes. Su longitud es de tres blomgluns (que equivalen a unas cincuenta y cuatro millas inglesas) y su anchura de dos y media, según la medí yo, por orden del rey, en el mapa real que desplegaron en el suelo para mí, y que tenía cien pies de extensión; medí descalzo los pasos de su diámetro y su circunferencia, y cotejándolos con la escala, hice su medición con bastante exactitud.
El palacio del rey no es un edificio regular, sino un apelotonamiento de edificios que ocupan unas siete millas en total: los aposentos principales tienen por lo general una altura de doscientos cuarenta pies y una anchura proporcional. Nos asignaron un coche a Glumdalclitch y a mí, en el que su institutriz la llevaba a menudo a visitar la ciudad o de compras; yo siempre formaba parte del grupo, metido en mi caja, aunque la niña me sacaba cada vez que se lo pedía, y me tenía en la mano, a fin de que pudiera ver con más comodidad las casas y la gente cuando recorríamos las calles. Calculo que nuestro coche era del tamaño de Westminster Hall aunque no tan alto; pero no puedo precisarlo con exactitud. Un día la institutriz ordenó a nuestro cochero que parase en varias tiendas, donde los mendigos, al ver la ocasión de pedir, se agolparon a los lados del coche, y me ofrecieron el más horrible espectáculo que hayan podido contemplar unos ojos europeos. Había una mujer con un cáncer en el pecho, hinchado de manera monstruosa, lleno de agujeros, en dos o tres de los cuales habría podido meterme yo y caber entero. Había un individuo con un lobanillo en el cuello más grande que cinco balas de lana, y otro con dos patas de palo: cada una medía unos veinte pies. Pero la visión más odiosa fueron los piojos que pululaban por sus ropas. Pude distinguir claramente las patas de estos bichos a simple vista, mucho mejor que los de un piojo europeo con el microscopio, así como el hocico con que hozaban como los cerdos. Eran los primeros que veía, y habría tenido la curiosidad suficiente para disecar uno, si hubiese contado con los instrumentos adecuados (que por desgracia había dejado en el barco); aunque la verdad es que su visión era tan repugnante que me revolvió totalmente el estómago.
Además de la caja grande en la que me llevaban normalmente, la reina mandó que me hicieran otra más pequeña, de unos doce pies cuadrados y diez de altura, para comodidad del viaje, porque la otra era algo grande para llevarla Glumdalclitch en el regazo, y molesta en el coche; la hizo el mismo artista, al que dirigí yo en toda su construcción. Este gabinete de viaje era un cubo exacto con una ventana en el centro de tres de los cuadrados, y las tres enrejadas con alambre por fuera, para evitar accidentes en los viajes largos. La cuarta pared, que carecía de ventana, tenía clavadas dos fuertes grapas por las que la persona que me llevara, cuando me apeteciera ir a caballo, podía pasarle una correa y abrochársela alrededor de la cintura. Esta era siempre misión de algún criado serio y formal en el que yo podía confiar, ya acompañase al rey o a la reina en sus viajes, o quisieran pasear por el parque, o efectuar una visita a alguna gran dama o ministro de la corte, si por causalidad Glumdalclitch no estaba disponible; porque pronto empecé a ser conocido y estimado entre las grandes personalidades; más porque gozaba del favor de sus majestades que por ningún mérito mío, supongo. En los viajes, cuando me cansaba del coche, un criado a caballo se ceñía la caja, la colocaba sobre un cojín delante de él, y allí gozaba yo de una completa perspectiva del campo a los tres lados, desde las tres ventanas. En este gabinete tenía un cama de campo y una hamaca colgada del techo, dos sillas y una mesa bien atornilladas al piso para impedir que fueran de un lado para otro con la agitación del caballo o del coche. Y como estaba acostumbrado desde hacía mucho a los viajes por mar, estos movimientos, aunque a veces eran muy violentos, no me alteraban.
Cada vez que me apetecía visitar la ciudad, lo hacía siempre en mi gabinete de viaje, que Glumdalclitch llevaba sobre el regazo en una especie de silla de manos abierta, a la manera del país, transportada por cuatro hombres y escoltada por otros dos con librea de la reina. La gente, como oía hablar de mí con frecuencia, se apiñaba alrededor de la silla de manos, y la niña era lo bastante complaciente para ordenar a los silleteros que se detuviesen, y cogerme en su mano para que me viesen mejor.
Yo tenía muchas ganas de ver el templo principal, y sobre todo la torre adosada a él, que se decía que era la más alta del reino. Así que un día mi niñera me llevó allí; pero con sinceridad puedo decir que regresé decepcionado; porque no llegaba a los tres mil pies de altura, contando desde el suelo a la punta del pináculo más alto; lo que, teniendo en cuenta la diferencia de tamaño entre esta gente y la nuestra de Europa, no es de admirar tanto, ni iguala (si no recuerdo mal) en proporción a la torre de la catedral de Salisbury. Pero para no quitar mérito a una nación a la que durante toda la vida me consideraré agradecido, he de reconocer que, le falte lo que le falte en altura a esa famosa torre, lo tiene sobradamente compensado en belleza y solidez. Porque los muros tienen cerca de cien pies de grosor, y están hechos con sillares de piedra, cada uno de ellos de unos cuarenta pies cuadrados, y están adornados en todos los lados con estatuas de dioses y emperadores talladas en mármol a tamaño más grande que el natural, y alojadas en sus correspondientes hornacinas. Medí un dedo meñique de una de estas estatuas a la que se le había caído y encontré inadvertido entre escombros, y vi que medía exactamente cuatro pies y una pulgada de largo. Glumdalclitch lo envolvió con su pañuelo, se lo metió en el bolsillo y se lo llevó para guardárselo junto a otras chucherías, a las que la niña era muy aficionada, como suelen serlo todos los niños de su edad.
La cocina del rey es un edificio realmente noble, abovedado, y de unos seiscientos pies de alto. Al gran horno le faltan diez pasos para ser como la cúpula de san Pablo de ancho; porque a mi regreso fui expresamente a medirla. Pero si tuviera que describir la parrilla del fogón, las prodigiosas ollas y cazuelas, los asados dando vueltas en los espetones, y multitud de otros detalles, quizá no se me creería; un crítico riguroso, al menos, tendería a pensar que exagero, como a menudo se sospecha que hacen los viajeros. Intentando evitar este reproche, me temo que me he ido demasiado al otro extremo, y que si este tratado fuera a traducirse a la lengua de Brobdingnag (que es el nombre general de dicho reino) y llevado allí, el rey y su pueblo tendrían razón en quejarse de que he sido injusto con ellos al dar una descripción falsa y disminuida.
Raramente guarda su majestad en sus cuadras más de seiscientos caballos, que por lo general tienen de cincuenta y cuatro a sesenta pies de altos. Pero cuando sale en los días solemnes, se hace acompañar de una escolta militar de quinientos a caballo, lo que sinceramente me parecía el espectáculo más espléndido jamás contemplado, hasta que vi parte de su ejército en formación, de lo que tendré ocasión de hablar más tarde.