Descripción de una gran tempestad. Mandan una lancha por agua, el autor va en ella para explorar la región. Es abandonado en la playa, apresado por los naturales, y llevado a casa de un campesino. Su acogida, con varios percances que allí le ocurren. Descripción de los habitantes.
Condenado por la naturaleza y la fortuna a una vida activa e inquieta, a los dos meses de regresar abandoné mi país natal y embarqué en las Lomas el día 20 de junio de 1702 en el Adventure, mandado por el capitán John Nicholas, de Cornualles, con destino a Surat. Tuvimos muy favorable viento hasta que llegamos al Cabo de Buena Esperanza, donde bajamos a tierra para hacer aguada; pero al descubrir una vía de agua desembarcamos las mercancías y pasamos allí el invierno, ya que el capitán había contraído unas fiebres intermitentes, y no pudimos abandonar el Cabo hasta finales de marzo. Entonces pusimos vela, y tuvimos buen viaje hasta que pasamos el estrecho de Madagascar; pero al llegar al norte de esta isla, y encontrarnos a cinco grados de latitud Sur aproximadamente, los vientos, que en esos mares se ha observado que soplan constantemente fuertes entre norte y oeste desde primeros de diciembre a primeros de mayo, el 19 de abril empezaron a soplar con mucha más violencia, y más del oeste que lo habitual, y de la misma manera continuó durante veinte días, tiempo en el cual nos abatió un poco al este de las Molucas, unos tres grados al norte de la línea, como nuestro capitán descubrió por una observación que tomó el 2 de mayo, momento en que cesó el viento, y sobrevino una calma total, de lo que me alegré no poco. Pero como él tenía mucha experiencia en esos mares, mandó que nos preparásemos para un temporal, como efectivamente se presentó al día siguiente; porque empezó a soplar un viento del sur llamado monzón meridional.
Comprendiendo que iba a arreciar, metimos la cebadera y nos preparamos para aferrar el trinquete; pero como el tiempo era malo, nos ocupamos de trincar los cañones, y aferramos la mesana. El barco iba muy abierto respecto del viento; así que pensamos que era mejor navegar empopados, que pairear o correrlo a palo seco. Arrizamos y mareamos el trinquete, y cazamos a popa su escota; metimos el timón todo a sotavento. El barco arribó con valentía. Amarramos la cargadera del trinquete; pero la vela se había rifado, así que arriamos a cubierta la verga correspondiente, y quitamos la vela. El temporal era horroroso; la mar rompía extraña y peligrosa. Halamos del acollador de la barra, y ayudamos al que iba al timón. No calamos el mastelero, sino que dejamos toda la arboladura, ya que corríamos muy bien la mar de popa, y sabíamos que con el mastelero arriba el barco iba más equilibrado y abría mejor el agua, dado que teníamos franquía. Cuando disminuyó el temporal, largamos el trinquete y la mayor, y pairamos. A continuación largamos la mesana, el juanete mayor y el de trinquete. Nuestro rumbo era este-noreste, con viento del sudoeste. Amuramos las velas por estribor, amollamos las brazas y amantillos de barlovento; halamos a proa las bolinas de barlovento, las llevamos a la cuadra, y las trincamos; cazamos la amura de mesana a barlovento, y mantuvimos el barco todo lo ceñido al viento de que era capaz.
Durante este temporal, al que siguió un viento fuerte del oeste-sudoeste, fuimos abatidos según mis cálculos unas quinientas leguas al este, de manera que el marinero más veterano a bordo no sabía en qué parte del globo estábamos. Las provisiones duraban bien, el barco resistía firme y la tripulación estaba sana; pero padecíamos la más angustiosa escasez de agua. Consideramos que era mejor mantener el mismo rumbo, antes que meter más al norte, lo que podría llevarnos a las regiones noroeste de la Gran Tartaria y a los mares helados.
El día 16 de junio de 1703, un grumete que iba en la cofa avistó tierra. El 17 llegamos a plena vista de una gran isla o continente (no sabíamos qué), en cuya parte sur había una pequeña punta de tierra que sobresalía en el mar, con una cala demasiado somera para dar abrigo a un barco de más de cien toneladas. Largamos ancla a una lengua de esta cala, y nuestro capitán mandó una docena de hombres bien armados en la lancha, con recipientes para agua, por si encontraban. Le pedí licencia para ir con ellos, a fin de reconocer la comarca, y efectuar los descubrimientos que pudiese. Al llegar a tierra, no encontramos ningún río ni fuente, ni el menor vestigio de habitantes. Así que nuestros hombres se pusieron a vagar por la playa para ver si topaban con agua dulce cerca del mar, en tanto yo me alejaba solo una milla en la otra dirección, donde observé que el campo era árido y rocoso. Empezaba a sentirme cansado; y dado que no había nada que despertase mi curiosidad, emprendí el regreso despacio hacia la cala; y cuando tenía el mar totalmente a la vista, vi que nuestros hombres habían subido al bote y bogaban con todas sus fuerzas hacia el barco. Iba a llamarlos a gritos (aunque habría sido en balde), cuando vi a un ser inmenso que iba tras ellos, metido en el mar, lo deprisa que podía; el agua no le llegaba mucho más arriba de las rodillas, y sus pasos eran prodigiosos; pero nuestros hombres le llevaban media legua de ventaja, y como el mar en ese paraje está plagado de rocas afiladas, el monstruo no pudo dar alcance al bote. Esto me lo contaron después, porque yo no me atreví a quedarme a ver en qué paraba la aventura, sino que eché a correr lo más deprisa que podía en la dirección por la que había vuelto, y luego me subí a un cerro empinado que me proporcionó cierta Perspectiva del campo. Lo descubrí enteramente cultivado; pero lo primero que me llamó la atención fue la altura de la hierba, que en el terreno que parecía reservado para heno alcanzaba unos veinte pies de altura.
Topé con un camino real, porque eso es lo que me pareció, aunque a los habitantes les servía sólo de sendero en mitad de un campo de cebada. Avancé por él un raro, aunque veía poca cosa a uno y otro lado, dado que era ya casi época de la siega, y el cereal se alzaba lo menos a cuarenta pies. Tardé una hora en llegar al final de este campo, que estaba cercado por un seto de lo menos ciento veinte pies de alto; y los árboles eran tan gigantescos que me sentí incapaz de calcular su altura. Había una escala pasadera para cruzar de un campo a otro. Tenía cuatro escalones, y una piedra encima para cruzar cuando llegabas arriba. Me fue imposible subir por esa escala, porque cada escalón tenía seis pies de alto, y la piedra de arriba más de veinte. Estaba intentando encontrar alguna abertura en el seto, cuando descubrí en el campo vecino a un habitante que se dirigía a la escala; era igual de grande que el que había visto en el mar persiguiendo al bote. Tenía la altura de un campanario corriente, y cubría unas diez yardas con cada paso que daba, según pude calcular. Dominado por el miedo y el asombro, corrí a esconderme en el trigo, desde donde lo vi en lo alto de la escala, oteando el campo contiguo, a la derecha, y le oí llamar con una voz muchísimo más fuerte que una bocina; pero se elevó con tal fuerza en el aire que al principio creí que se trataba de un trueno. A lo cual acudieron siete monstruos como él, con hoces en la mano, cada una del tamaño de seis guadañas. Esta gente no iba tan bien vestida como el primero, sino que parecían criados o peones del que los llamaba; porque, por algunas palabras que este dijo, se pusieron a segar el campo donde yo me había tumbado. Me alejé de ellos lo más que pude, aunque tenía que moverme con extrema dificultad, porque los tallos de las plantas no distaban a veces unos de otros ni siquiera un pie, de manera que apenas podía deslizarme entre ellos. Sin embargo, logré seguir adelante, hasta que llegué a una parte del campo donde el viento y la lluvia habían abatido el trigo. Aquí me fue imposible dar un paso; porque los tallos estaban tan enmarañados que no había forma de abrirme paso, y las raspas de las espigas eran tan fuertes y puntiagudas que me atravesaban la ropa y me herían la carne. A todo esto oía a los segadores a no más de cien yardas detrás de mí.
Totalmente desalentado por el esfuerzo, y dominado por la angustia y la desesperación, me tumbé entre dos caballones, y deseé fervientemente acabar allí mis días: compadecí a mi desconsolada viuda y a mis hijos huérfanos, y lamenté mi insensatez y terquedad en intentar un segundo viaje desoyendo el consejo de todos mis amigos y parientes; y en esta terrible tribulación espiritual no pude por menos de pensar en Liliput, cuyos habitantes me habían tenido por el más grande prodigio aparecido en el mundo, donde pude llevarme una flota imperial con una mano, y realizar otras acciones que habrán quedado consignadas para siempre en los anales de ese imperio, aunque la posteridad apenas las creerá, pese a estar atestiguadas por millones; pensé en la humillación que sería para mí parecer tan insignificante ante esta nación como lo sería un liliputiense ante nosotros. Pero esta, pensaba, sería sin duda la menor de mis desdichas; porque dado que se ha observado que los seres humanos son tanto más crueles y salvajes cuanto más aumente su tamaño, ¿qué podía esperar yo sino ser un bocado para las fauces del primero de estos bárbaros gigantes que consiguiera atraparme? Sin duda están en lo cierto los filósofos cuando nos dicen que nada es grande ni pequeño sino por comparación. Igual podría la fortuna disponer que los liliputienses descubriesen una nación cuya gente fuera tan diminuta para ellos como ellos lo habían sido para mí. Y quién sabe si incluso esta raza prodigiosa de mortales era igualmente superada en alguna remota región del mundo de la que aún no tenemos noticia.
Asustado y confundido como estaba, no paraba de darle vueltas a estas cosas, cuando un segador se acercó a unas diez yardas del surco donde yo estaba tumbado, lo que me hizo comprender que si daba un paso más me aplastaría con el pie, o me cortaría en dos con la hoz. Así que, cuando vi que iba a avanzar de nuevo, di un alarido que me salió del alma. Esto hizo que el gigantesco ser contuviera el paso, y tras escrutar el suelo a su alrededor unos momentos, acabó por descubrirme tumbado. Me observó un rato, con la cautela del que se dispone a atrapar una bestezuela peligrosa de forma que no le pueda arañar ni morder, como he atrapado yo a veces una comadreja en Inglaterra. Finalmente me cogió por la mitad, con el pulgar y el índice, y me acercó a menos de tres pulgadas de sus ojos, a fin de examinarme con más detalle. Adiviné su intención, y mi buena estrella me dio tal presencia de ánimo, que decidí no forcejear lo más mínimo mientras me tuviera en el aire, a unos sesenta pies del suelo, aunque me hacía bastante daño la manera en que me apretaba los costados, por temor a escurrirme entre sus dedos. A lo más que me atreví fue a alzar los ojos hacia el sol, juntar las manos en actitud suplicante, y proferir unas palabras en tono humilde y compungido, en consonancia con la situación en que me hallaba. Porque comprendía que en cualquier momento podía arrojarme contra el suelo, como solemos hacer con un bicho asqueroso cuando decidimos acabar con él. Pero mi buena estrella hizo que le agradaran mi voz y mis gestos, y se quedó mirándome con curiosidad, maravillado de oírme articular palabras, aunque no las comprendía. Entretanto, yo no dejaba de gemir y derramar lágrimas, y señalarme los costados con la cabeza, dándole a entender como podía cuán cruelmente me dolía la opresión de sus dedos. Pareció comprender lo que intentaba decirle; porque se levantó la tapa del bolsillo de la casaca, me metió dentro con suavidad, y corrió conmigo a su amo, que era un importante agricultor, y la persona que yo había visto al principio en el campo.
Tras dar el criado cuenta de mí al agricultor (como supongo por su conversación), este cogió una pajita, como del tamaño de un bastón, y me levantó con ella las solapas, al parecer creyendo que era una especie de envoltura que la naturaleza me había dado. Me apartó el pelo hacia los lados con un soplido para verme mejor la cara. Llamó a los mozos junto a él, y les preguntó (como me enteré después) si habían visto en los campos algún ser parecido a mí; después me depositó suavemente en el suelo, a cuatro patas, pero me incorporé inmediatamente y me puse a andar despacio, arriba y abajo, para hacer ver a esta gente que no tenía intención de huir. Entonces se sentaron todos en círculo a mi alrededor, para observar mejor mis movimientos. Me quité el sombrero e hice una inclinación ante el agricultor. Caí de rodillas, alcé las manos y los ojos, y proferí unas palabras lo más alto que pude: saqué una bolsa de oro del bolsillo, y se la ofrecí humildemente. Él la recibió en la palma de su mano, luego se la llevó a los ojos, para ver qué era, y seguidamente la volvió varias veces con la punta de un alfiler (que se sacó de una manga); pero no comprendió de qué se trataba. Así que le hice seña de que pusiese la mano en el suelo. Entonces cogí la bolsa, y abriéndola, le vertí todo el oro en la palma. Había seis piezas españolas de cuatro doblones cada una, además de veinte o treinta monedas más pequeñas. Vi que se mojaba la punta del dedo con la lengua y cogía una de las piezas grandes, y luego otra, aunque parecía ignorar qué eran. Me hizo seña de que las volviera a meter en la bolsa y me la guardara otra vez en el bolsillo, lo que, tras ofrecérsela varias veces, concluí que era lo mejor.
Con todo esto, el agricultor se había convencido de que yo era un ser racional. Me hablaba a menudo; pero su voz me traspasaba los oídos como un molino de agua, aunque articulaba sobradamente las palabras. Yo le contestaba lo más fuerte que podía en diversas lenguas, y él acercaba a menudo la oreja a unas dos yardas de mí; aunque en vano, porque éramos totalmente incomprensibles el uno para el otro. Entonces mandó al trabajo a sus criados y, sacándose el pañuelo del bolsillo, lo dobló y lo extendió sobre su mano izquierda, que colocó plana en el suelo, con la palma hacia arriba, y me hizo seña de que me subiese allí, lo que hice fácilmente, porque no tenía un pie de grosor. Pensé que debía obedecer; y por temor a caer, me tumbé en el pañuelo; y él me envolvió con el sobrante hasta la cabeza para mayor seguridad, y de esta manera me llevó a su casa. Una vez allí llamó a su esposa y me enseñó a ella; pero ella dio un chillido y echó a correr, como hacen las mujeres en Inglaterra al ver un sapo o una araña. Sin embargo, después de observar durante un rato mi comportamiento, y lo bien que ejecutaba las indicaciones que su marido me hacía, se reconcilió en seguida; y poco a poco se fue mostrando sumamente solícita conmigo.
Eran alrededor de las doce, y un criado sirvió la comida, consistente sólo en un abundante plato de carne (acorde con la condición sencilla de un agricultor), en una fuente de unos veinticuatro pies de diámetro. La familia la formaban el campesino y su esposa, tres hijos y una abuela. Cuando estuvieron sentados, el agricultor me colocó a cierta distancia de él, sobre la mesa que estaba a treinta pies del suelo. Yo me sentía terriblemente asustado, y me coloqué lo más alejado posible del borde, por miedo a caerme. La esposa desmenuzó un trocito de carne, luego desmigó un poco de pan en un trinchero, y lo dejó delante de mí. Yo le hice una profunda reverencia, saqué mi cuchillo y mi tenedor, y empecé a comer, lo que les produjo un indecible deleite. La señora mandó a su doncella por una copita, de unos dos galones de capacidad, y la llenó de bebida; cogí el recipiente con gran dificultad con las dos manos, y de la manera más respetuosa brindé a la salud de la dama, pronunciando las palabras lo más fuerte que podía en inglés, lo que hizo reír a los reunidos con tanta gana que casi me atronaron. Este licor sabía a una sidra floja, y no resultaba desagradable. Luego el dueño me hizo seña de que me acercase a su trinchero; pero al andar por la mesa, muy cohibido como estaba a todo esto, lo que el lector indulgente puede fácilmente imaginar y excusar, tropecé con una miga y me caí de bruces, aunque no me hice daño. Me levanté en seguida; y al notar muy alarmada a esta buena gente, cogí el sombrero —que llevaba bajo el brazo para observar los buenos modales— y alzándolo por encima de la cabeza, grité tres hurras, a fin de mostrar que ningún daño había sufrido con la caída. Pero al seguir avanzando hacia mi amo (como lo llamaré en adelante), su hijo más joven, que estaba sentado junto a él, un chico travieso de diez años, me cogió por las piernas, y me levantó tan alto en el aire que me eché a temblar; pero su padre me cogió de él, al tiempo que le daba una bofetada tal en el oído izquierdo que habría derribado a una tropa europea del caballo a tierra, y le mandó que se fuera de la mesa. Pero temiendo que el muchacho pudiera cogerme ojeriza, y recordando lo dañinos que son por naturaleza todos los niños entre nosotros con los gorriones, los conejos, los gatitos y los cachorrillos, caí de rodillas; y señalando al niño, hice comprender a mi amo, lo mejor que pude, que quería que perdonase a su hijo. Accedió el padre, y el chico volvió su sitio otra vez; y acto seguido fui y le besé la mano, que mi amo le cogió y le hizo que me acariciara suavemente con ella.
A mitad de la comida, la gata favorita de mi ama saltó a su regazo. Detrás de mí oí un ruido como de una docena de calceteros trabajando; y al volverme, descubrí que procedía del ronroneo de dicho animal, que parecía el triple de grande que un buey, según calculé al verle la cabeza y una de las zarpas mientras su ama la acariciaba y le daba de comer. La fiereza del semblante de este ser me descompuso completamente, aunque me hallaba a más de cincuenta pies, en el otro extremo de la mesa, y aunque mi ama lo tenía sujeto por temor a que diese un salto y me atrapase con sus garras. Pero no había peligro, porque la gata no hizo el menor caso de mí cuando mi amo me colocó a tres yardas de ella. Y como he oído decir siempre, y he comprobado que es verdad en mis viajes, que huir o manifestar miedo ante un animal feroz es una manera segura de hacer que te persiga o te ataque, decidí, en esta peligrosa coyuntura, no mostrar ninguna preocupación. Me paseé con intrepidez cinco o seis veces ante la mismísima cabeza de la gata, y me acerqué a menos de media yarda de ella; lo que hizo que se retrajera como si tuviese miedo de mí. Menos temor me produjeron los perros, de los que entraron tres o cuatro en la estancia, como es habitual en casa de los campesinos, uno de ellos un mastín del tamaño de un elefante, y otro un galgo, un poco más alto que el mastín, aunque no tan corpulento.
Cuando casi había concluido la comida entró la nodriza con un niño de un año en brazos, que inmediatamente me descubrió, y empezó a chillar de tal manera que habríais podido oírlo del puente de Londres a Chelsea, con la oratoria habitual de los niños pequeños, al tomarme por un juguete. La madre, por pura indulgencia, me cogió y me acercó al niño, que en seguida me agarró por la mitad, y se llevó mi cabeza a la boca, lo que me hizo rugir de tal manera que el pilluelo se asustó y me soltó; y me habría partido el cuello infaliblemente si la madre no llega a extender el delantal debajo de mí. La nodriza, para tranquilizar al bebé, empezó a tocar un sonajero, una especie de recipiente hueco lleno de grandes piedras que el niño llevaba prendido a la cintura; pero todo fue inútil, de manera que se vio obligada a recurrir al último remedio dándole de mamar. Debo confesar que nada me ha producido nunca más repugnancia que la visión de aquel pecho monstruoso, que no sé con qué comparar para dar al curioso lector una idea de su volumen, figura y color. Sobresalía unos seis pies, y no tenía menos de dieciséis de circunferencia. El pezón era como la mitad de mi cabeza, y su color y el de la teta eran tan multivarios con los lunares, granos y pecas que nada podía resultar más repugnante: porque tenía a la matrona muy cerca, cómodamente sentada como estaba para dar de mamar, y yo de pie encima de la mesa. Esta visión me hizo pensar en la piel delicada de nuestras damas inglesas, que nos parece hermosa sólo porque son de nuestro tamaño, y sus defectos no se ven si no es con una lupa, con cuyo experimento descubrimos que la piel más tersa y blanca tiene un aspecto áspero y tosco y mal color.
Recuerdo, cuando estaba en Liliput, que la tez de aquella gente diminuta me parecía la más blanca del mundo; y hablando de esto con una persona instruida de allí, un íntimo amigo mío, me dijo que mi cara le parecía mucho más blanca y lisa si la veía desde el suelo que si la tenía cerca, cuando yo lo levantaba sobre mi mano y lo colocaba a poca distancia; y me confesó que al principio le parecía una visión estremecedora. Decía que podía distinguir grandes orificios en la piel; que los pelos de mi barba eran diez veces más fuertes que las cerdas de jabalí, y que mi piel mostraba una mezcla de colores de lo más desagradable; aunque, si se me permite hablar en mi defensa, soy de piel tan blanca como la mayoría de mi sexo y mi país, y muy poco tostado por los viajes. Por otro lado, disertando sobre las damas de la corte de aquel emperador, solía decirme que una tenía pecas, otra la boca demasiado grande, y una tercera la nariz demasiado larga; nada de lo cual conseguía distinguir yo. Confieso que esta reflexión era bastante evidente; lo que, sin embargo, no podía abstenerme de hacerla, no vaya a pensar el lector que estos seres inmensos son efectivamente deformes; porque para hacerles justicia debo decir que son una raza de gente bien parecida; y en especial los rasgos del semblante de mi amo, aunque campesino, cuando lo contemplaba desde la altura de sesenta pies, parecían bien proporcionados.
Terminada la comida, mi amo salió a reunirse con sus peones y, como adiviné por su voz y ademán, dio a su esposa orden estricta de que cuidara de mí. Yo estaba cansadísimo y con ganas de dormir, y al notarlo mi ama me depositó en su cama y me cubrió con un pañuelo limpio y blanco, aunque más grande y más basto que la vela mayor de un buque de guerra.
Dormí unas dos horas, y soñé que estaba en casa con mi esposa y mis hijos, cosa que agravó mis penas al despertarme y descubrirme solo en una habitación inmensa de doscientos a trescientos pies de ancho y una altura de más de doscientos pies, y acostado en una cama de unas veinte yardas cuadradas. Mi ama había ido a ocuparse de sus obligaciones domésticas, y me había dejado encerrado con llave. La cama se hallaba a ocho pies del suelo. Ciertas necesidades del cuerpo hacían que me fuera imprescindible bajar, pero no me atrevía a llamar; y de haberlo hecho habría sido en vano, con una voz como la mía, y con tan grande distancia como había desde la habitación donde me encontraba a la cocina donde se había quedado la familia. Y estando en esta situación, treparon por las cortinas dos ratas, y empezaron a corretear olisqueando aquí y allá por la cama. Una de ellas se me acercó casi a la cara, con lo que me levanté espantado, y saqué el sable para defenderme.
Estos horribles animales se atrevieron a atacarme por los dos lados, y uno de ellos me agarró del cuello de la camisa con sus patas delanteras; pero tuve la suerte de rajarle la tripa antes de que me hiciese ningún daño. Cayó a mis pies; y la otra rata, al ver el destino de su camarada, escapó, aunque no sin una buena herida en el lomo que le hice mientras huía, dejando un rastro de gotas de sangre. Después de esta hazaña me puse a pasear despacio por la cama a fin de recobrar el aliento y el ánimo perdidos. Estos bichos eran del tamaño de un mastín grande, pero infinitamente más ágiles y feroces, de manera que, si me hubiese quitado el cinturón para acostarme, indefectiblemente me habrían destrozado y devorado. Medí la cola de la rata muerta, y comprobé que tenía dos yardas menos una pulgada; pero me revolvía el estómago echar el cuerpo de la cama, donde seguía sangrando; me di cuenta de que aún respiraba, y de un gran tajo en el cuello la despaché definitivamente.
Poco después entró mi ama en la habitación, y al verme todo ensangrentado, corrió a levantarme en su mano. Le señalé la rata muerta, sonriendo, y mediante señas le di a entender que no estaba herido, de lo que se alegró no poco, y ordenó a la doncella que cogiera la rata muerta con unas tenazas y la arrojara por la ventana. Entonces me dejó encima de una mesa, donde le enseñé el sable totalmente ensangrentado; y tras limpiarlo en el faldón de mi casaca, lo devolví a la vaina. Tenía urgencia de hacer más de una cosa que nadie podía hacer por mí, así que me esforcé en que mi ama comprendiese que deseaba que me bajara al suelo; hecho lo cual mi vergüenza no me permitió otra cosa que señalar la puerta, y hacer varias reverencias. La buena mujer comprendió finalmente, con mucha dificultad, qué quería, y cogiéndome otra vez en su mano, se dirigió al huerto, donde me dejó en el suelo. Me aparté unas doscientas yardas, y tras hacerle seña de que no mirase ni me siguiese, me oculté entre dos hojas de acedera, y allí alivié las necesidades de la naturaleza.
Espero que el amable lector me excuse por demorarme en estos y otros detalles parecidos que, por insignificantes que puedan parecer a espíritus mezquinos y vulgares, sin duda ayudará al filósofo a ensanchar sus ideas y su imaginación, y practicarlas en beneficio de la vida tanto pública como privada, lo que ha sido mi único propósito al ofrecer esta y otras informaciones de mis viajes por el mundo, donde he puesto especial cuidado en la veracidad, sin añadir ornato alguno de erudición o estilo. Pero el panorama entero de este viaje hizo tan fuerte impresión en mi espíritu, y se me quedó tan profundamente grabado en la memoria, que al llevarlo al papel no he omitido un solo detalle esencial; sin embargo, al efectuar un repaso minucioso, he tachado del primer borrador varios pasajes de poca relevancia por temor a que se me tilde de aburrido y de trivial, como son acusados a menudo, quizá no sin razón, muchos viajeros.