Capítulo VIII

El autor, por un feliz accidente, encuentra el medio de abandonar Blefuscu, y tras algunas dificultades regresa sano y salvo a su país natal.

A los tres días de mi llegada, paseando con curiosidad por la costa noreste de la isla, divisé en el mar, como a media legua, algo que parecía un bote vuelto del revés. Me quité los zapatos y las medias, y tras vadear doscientas o trescientas yardas, vi que el objeto se acercaba empujado por la marea; y a continuación vi claramente que era un bote de verdad, que quizá un temporal había barrido de la cubierta de algún barco. Así que regresé inmediatamente a la ciudad, y pedí a su majestad imperial que me prestase veinte barcos de los más altos que le habían quedado después de la pérdida de la flota, y tres mil marineros, bajo el mando de su vicealmirante. Esta flota dio la vuelta, mientras yo tomaba el camino más corto al lugar de la costa donde había descubierto el bote, y encontré que la marea lo había acercado aún más. Los marineros iban todos provistos de cabos, que yo había colchado previamente para que tuviesen la suficiente resistencia. Cuando llegaron los barcos, me desvestí, y vadeé hasta unas cien yardas del bote, después tuve que nadar hasta llegar a él. Los marineros me arrojaron un extremo del cabo, que amarré a un orificio que el bote tenía a proa, y el otro extremo a un buque de guerra. Pero comprobé que me valía de poco este trabajo; porque al no hacer pie, me era imposible hacer fuerza. En esta situación, me vi obligado a nadar detrás, y empujar el bote las veces que podía con la mano; y como la marea me era favorable, avancé tanto que en seguida pude sacar la barbilla y tocar fondo con el pie. Descansé dos o tres minutos; luego di otro empujón al bote, y seguí de este modo hasta que el agua me llegó a los sobacos; y ahora, concluida la parte más trabajosa, saqué los otros cables que iban en uno de los barcos, los amarré primero al bote, y después a nueve de los barcos que me acompañaban; con el viento favorable, fuimos los marineros remolcando y yo empujando, hasta que llegamos a unas cuarenta yardas de la playa; y tras esperar a que vaciase la marea, pude dejar al bote en seco, y con ayuda de dos mil marineros, con cuerdas y máquinas, conseguí darle la vuelta, y lo encontré muy poco dañado.

No molestaré al lector con las dificultades que tuve para, con ayuda de un canalete que tardé diez días en hacer, llevar el bote al puerto real de Blefuscu, donde apareció una multitud de gente a mi llegada, maravillada ante la visión de tan prodigiosa nave. Dije al emperador que mi buena estrella me había puesto este bote en el camino para llevarme a algún lugar desde el que quizá podría regresar a mi país natal, y supliqué a su majestad que diese órdenes de conseguir los materiales necesarios para aparejarlo, junto con su licencia para partir; lo que, tras alguna amable protesta, se dignó conceder.

Me extrañaba muchísimo, en todo este tiempo, no tener noticia de la llegada de ningún expreso de nuestro emperador a la corte de Blefuscu referente a mí. Más tarde me contaron confidencialmente que su majestad imperial, imaginando que ignoraba cuáles eran sus propósitos, creía que sólo había ido a Blefuscu para cumplir mi promesa conforme a la licencia que él me había concedido, lo que era bien sabido en nuestra corte, y que regresaría a los pocos días una vez concluida dicha ceremonia. Pero al final le despertó recelos mi larga ausencia; y tras consultar con el tesorero y el resto de esa camarilla, despachó a una persona de calidad con una copia de la acusación contra mí. Este enviado tenía instrucciones de exponer al monarca de Blefuscu la gran lenidad de su señor, que se contentaba con castigarme tan sólo con la pérdida de los ojos; que yo había huido de la justicia y, si no regresaba en dos horas, se me privaría de mi título de nardac y sería declarado traidor. El enviado añadió además que a fin de mantener la paz y la amistad entre los dos imperios, su señor esperaba que su hermano de Blefuscu diera orden de que se me devolviese a Liliput atado de pies y manos para ser castigado como traidor.

El emperador de Blefuscu, tras tomarse tres días para evacuar consultas, envió una respuesta, consistente en muchas cortesías y excusas. Decía que en cuanto a enviarme atado, su hermano sabía que era imposible; que aunque lo había privado de su flota, sin embargo estaba muy agradecido a mí por los buenos oficios que le había prestado para lograr la paz; que, no obstante, pronto iban a tener sosiego ambas majestades, porque yo había encontrado una enorme nave en la playa, capaz de transportarme, que él había dado orden de aparejarla con mi ayuda y dirección; y que en pocas semanas, esperaba, ambos imperios se verían libres de tan insoportable estorbo.

Con esta respuesta regresó el enviado a Liliput, y el monarca de Blefuscu me contó todo lo ocurrido, a la vez que me ofreció (pero en la más estricta confidencia) su graciosa protección, si decidía seguir a su servicio; aquí, aunque lo creía sincero, estaba yo decidido a no confiar más en príncipes ni en ministros siempre que pudiera evitarlo, y, por tanto, con los debidos agradecimientos por su amable intención, le supliqué humildemente que me excusase. Le dije que ya que la fortuna, fuese buena o mala, había puesto una embarcación en mi camino, estaba resuelto a aventurarme en el océano, antes que ser motivo de diferencia entre dos monarcas tan poderosos. No encontré que esto causara disgusto al emperador; al contrario, por cierta casualidad, descubrí que se alegraba muchísimo de mi decisión, y lo mismo la mayoría de sus ministros.

Estas consideraciones me movieron a decidir mi marcha algo antes de lo que había planeado; cosa a la que la corte, impaciente por perderme de vista, contribuyó de buen grado. Se emplearon quinientos obreros en confeccionar dos velas para el bote, conforme a mis instrucciones, superponiendo trece capas de su lienzo más fuerte. Yo me afané en confeccionar jarcia y cables, colchando diez, veinte o treinta de las suyas más gruesas y fuertes. Una gran piedra que encontré, después de buscar bastante por la playa, me sirvió de ancla. Me proporcionaron el sebo de trescientas vacas para calafatear el bote y otros usos. Me costó un trabajo increíble hacer remos y palos con troncos de los árboles más altos, empresa en la que sin embargo encontré no poca asistencia en los calafates de su majestad, que me ayudaron a alisarlos después que los desbastara yo.

En aproximadamente un mes, cuando todo estuvo dispuesto, mandé un mensajero para recibir órdenes de su majestad, y despedirme. El emperador y la familia real salieron de palacio; me tumbé de bruces para besarle la mano, lo que me concedió él graciosamente; y lo mismo la emperatriz, y los jóvenes príncipes sus hijos. Su majestad me ofreció cincuenta bolsas de doscientos sprugs cada una, junto con su retrato de cuerpo entero, que guardé inmediatamente en uno de mis guantes para que no sufriese daño. Fueron demasiadas las ceremonias de despedida para aburrir ahora al lector con ellas.

Cargué el bote con un centenar de canales de buey y trescientos de cordero, además de una cantidad proporcional de pan y bebida, y toda la comida que cuatrocientos cocineros pudieron preparar. Me llevé vivos dos toros y seis vacas, y otros tantos carneros y ovejas, con el propósito de introducirlos en mi país y difundir la especie. Y para alimentarlos a bordo cogí un buen brazado de heno, y un costal de avena. De buen grado me habría llevado una docena de habitantes; pero esto era algo que el emperador no estaba de ningún modo dispuesto a permitir; y además de ordenar un minucioso registro de mis bolsillos, su majestad me pidió mi palabra de honor de que no me llevaría a ningún súbdito, ni aun con el consentimiento o deseo de este.

Una vez dispuestas las cosas lo mejor que pude, puse vela el día veinticuatro de septiembre de 1701, a las seis de la madrugada; y cuando ya me había alejado unas cuatro leguas hacia el norte, con viento del sudeste, avisté a las seis de la tarde una pequeña isla como de media legua, al noroeste. Avancé, y solté el ancla a sotavento de la isla, que parecía deshabitada. A continuación tomé un refrigerio y me tumbé a descansar. Dormí bien, y calculo que unas seis horas lo menos, porque el día empezó a clarear a las dos horas de haberme despertado. Fue una noche serena. Desayuné antes de que saliera el sol; y tras levar ancla, como el viento era favorable, tomé el mismo rumbo que había seguido el día anterior, para lo que me guiaba por mi brújula de bolsillo. Mi propósito era alcanzar, si podía, una de esas islas que tenía motivos para creer que se hallaban al noreste de la tierra de Van Diemen. No descubrí nada en todo ese día; pero al siguiente, a eso de las tres de la tarde, cuando por mis cálculos había hecho veinticuatro leguas desde Blefuscu, divisé una vela que navegaba hacia el sudeste; mi rumbo era Este derecho. Lo saludé, pero no obtuve respuesta; sin embargo, me di cuenta de que le ganaba distancia, porque el viento había aflojado. Puse toda la vela que pude, y media hora más tarde me avistó; entonces izó su enseña y disparó un cañonazo. No es fácil expresar la alegría que sentí ante la súbita esperanza de ver de nuevo mi amado país y a los seres queridos que había dejado en él. Redujo vela el barco, y le di alcance entre las cinco y las seis de la tarde del 26 de septiembre; pero el corazón se me salía del pecho cuando vi los colores ingleses. Me metí las vacas y las ovejas en los bolsillos de la casaca, y subí a bordo con mi pequeño cargamento de provisiones. El barco era un mercante inglés que regresaba de Japón por los Mares del Norte y del Sur; el capitán, el señor John Bidel, de Depford, era un hombre muy cortés, y un marino excelente. Estábamos ahora en la latitud de 30 grados Sur; había unos cincuenta hombres a bordo; y aquí encontré, entre ellos, con un antiguo camarada mío, un tal Peter Williams, quien dio buena referencia de mí al capitán. Este caballero me trató con amabilidad, y me pidió que le hablase del lugar donde había estado recientemente y adónde me dirigía, lo que hice en pocas palabras; pero creyó que deliraba, y que las penalidades a que había estado sometido me habían trastornado el juicio. Así que me saqué del bolsillo las vacas y las ovejas, las cuales, tras unos momentos de estupefacción, lo convencieron plenamente de mi veracidad. Seguidamente le mostré el oro que me había dado el emperador de Blefuscu, junto con el retrato de su majestad de cuerpo entero, y algunas otras curiosidades de ese país. Le di dos bolsas de doscientos sprugs cada una, y le prometí, cuando llegara a Inglaterra, regalarle una vaca y una oveja preñadas.

No quiero molestar al lector con una relación detallada de este viaje, que fue venturoso en su mayor parte. Llegamos a las Lomas el 13 de abril de 1702. Sólo tuve un contratiempo, y es que las ratas de a bordo se me llevaron una oveja; encontré los huesos en un agujero, totalmente limpios de carne. El resto del ganado lo desembarqué sin novedad, y lo puse a pastar en un campo del juego de bochas, en Greenwich, donde la fina hierba las invitó a pacer con mucha gana, aunque yo había temido lo contrario; tampoco habría podido mantenerlas durante tan largo viaje si el capitán no me hubiera dado un poco de su mejor galleta, que, deshecha y mezclada con agua, constituyó el pienso diario. En el poco tiempo que estuve en Inglaterra, saqué buenos beneficios mostrando este ganado a multitud de personas de calidad, y a otras; y antes de emprender mi segundo viaje, las vendí por seiscientas libras. A mi último regreso me he encontrado con que han aumentado considerablemente; en especial el de ovejas, lo que espero que sea una gran ventaja para la producción de lana, por la delicadeza de su vellón.

Estuve sólo dos meses con mi esposa y mi familia; porque mi insaciable deseo de conocer países no me permitió quedarme más tiempo. Dejé a mi esposa mil quinientas libras, y la instalé en una buena casa de Redriff. El resto de mi fortuna me la llevé, parte en dinero y parte en mercancía, con la esperanza de incrementarla. Mi tío John, el más viejo, me había dejado una propiedad cercana a Epping, de unas treinta libras al año; además había arrendado para bastante tiempo el toro negro en Fetter Lane, lo que me proporcionaba otro tanto; de manera que no corría peligro de dejar a mi familia en la calle. Mi hijo Johnny, bautizado así por su tío, iba al colegio y era un chico dócil. Mi hija Betty (en la actualidad casada y con familia) estaba entonces aprendiendo costura. Me despedí de mi esposa y de los niños con lágrimas por ambas partes, y embarqué en el Adventure, mercante de trescientas toneladas, con destino a Surat, capitán John Nicholas de Liverpool al mando. Pero el relato de este viaje debo dejarlo para la segunda parte de mis Viajes.

FIN DE LA PARTE PRIMERA