Capítulo VI

De los habitantes de Liliput, su saber, sus leyes y costumbres, y manera de educar a sus hijos. Forma de vida del autor en ese país. Su vindicación de una gran dama.

Aunque tengo intención de reservar la descripción de este imperio para un tratado aparte, me complace satisfacer al lector curioso con alguna idea general. Si el tamaño de los naturales es algo menor de seis pulgadas, todos los demás animales, así como las plantas y los árboles, guardan exacta proporción; por ejemplo, los caballos y los bueyes más altos están entre las cuatro y las cinco pulgadas, las ovejas tienen una pulgada y media más o menos; los gansos son como del tamaño de un gorrión, y así van disminuyendo los diversos grados, hasta los seres más pequeños, que eran casi invisibles para mí; en cambio la naturaleza ha adaptado los ojos de los liliputienses para captar objetos apropiados a ellos; ven con gran exactitud, aunque no a mucha distancia. Y para dar una idea de la agudeza de su visión de lo que tienen cerca: he tenido el placer de observar cómo un cocinero desplumaba una alondra más pequeña que una mosca corriente, y a una muchacha enhebrar una aguja invisible con un hilo de seda invisible. Sus árboles más grandes medirían unas siete pulgadas; me refiero a los que hay en el gran parque real, a cuyas copas podía llegar yo con el puño cerrado. El resto de la flora guarda la misma relación; pero esto lo dejo a la imaginación del lector.

De momento no me voy a referir al saber, que durante muchos siglos ha florecido entre ellos en todas las ramas; pero su manera de escribir es muy peculiar, ya que no va ni de izquierda a derecha como la de los europeos, ni de derecha a izquierda como la de los árabes, ni de arriba abajo como la de los chinos, sino en diagonal, de una esquina del papel a la otra, como escriben las damas inglesas.

Entierran a sus muertos cabeza abajo porque tienen la teoría de que resucitarán dentro de once mil lunas, término en el que la tierra (que ellos conciben plana) se dará la vuelta y, por este medio, el momento de la resurrección los encontrará preparados y en pie. Los sabios reconocen el absurdo de esta doctrina, pero su práctica continúa para seguirle la corriente al vulgo.

Hay leyes y costumbres muy singulares en este imperio; y si no fueran totalmente contrarias a las de mi querido país, habría estado tentado de decir algo en su justificación. Sólo sería de desear que fueran igualmente aplicadas. La primera que citaré se refiere a los delatores. Todo delito contra el estado se castiga aquí con el máximo rigor; pero si el acusado demuestra claramente su inocencia ante el tribunal, el acusador es ejecutado inmediatamente de manera ignominiosa, y de sus bienes o tierras, la persona inocente recibe cuádruple compensación por la pérdida de su tiempo, el peligro que ha corrido, las penalidades de su reclusión, y las costas que ha tenido en su defensa. Pero si ese fondo resulta insuficiente, la corona se encarga de resarcirle ampliamente. Asimismo, el emperador le concede algún signo público de su favor, y manda que se pregone un bando en toda la ciudad proclamando su inocencia.

Consideran el fraude un delito más grave que el robo, por lo que rara vez se deja de castigar con la muerte; porque alegan que con cuidado y vigilancia, y una inteligencia normal, un hombre puede preservar sus bienes de los ladrones, pero la honradez carece de barreras frente a una astucia superior; y dado que es necesario que exista constante relación de compra y venta, y de comercio a crédito —donde se permite o tolera el fraude, o no hay una ley que lo castigue—, el perjudicado es siempre el comerciante honrado, y el granuja el que saca provecho. Recuerdo que una vez intercedí cerca del rey en favor de un delincuente que había quitado a Su señor una gran suma de dinero que había recibido por orden y había huido con ella; y al decirle a su majestad, a manera de atenuante, que se trataba sólo de un abuso de confianza, el emperador consideró una monstruosidad por mi parte proponer como defensa el más grande agravante del delito; y, sinceramente, no supe qué replicar, quitando la respuesta normal de que diferentes naciones tienen diferentes costumbres; porque confieso que me sentí totalmente avergonzado.

Aunque normalmente hacemos del premio y el castigo los dos goznes sobre los que gira la acción de todo gobierno, sin embargo tengo observado que en ninguna nación se practica más esta regla que en Liliput. Cualquier habitante capaz de aducir pruebas suficientes de que ha observado estrictamente las leyes de su país durante setenta y tres lunas tiene derecho a ciertos privilegios, de acuerdo con su categoría social y condición de vida, además de recibir una cantidad proporcional de dinero de un fondo destinado a tal uso: asimismo, recibe el título de snilpall, o legal, que se añade a su nombre, aunque no es transmisible a sus descendientes. Y esta gente juzgó un enorme defecto de nuestra política lo que les conté de nuestras leyes, que sólo imponen castigos y no hablan para nada de premios. Esta es la razón por la que la efigie de la Justicia, en los juzgados, se represente con seis ojos, dos delante, otros dos detrás y uno a cada lado, para significar circunspección, con una bolsa de oro abierta en la mano derecha y una espada en la izquierda para indicar que está más dispuesta a premiar que a castigar.

A la hora de elegir a alguien para cualquier puesto tienen más en cuenta su moralidad que su gran inteligencia; porque como la humanidad necesita de gobierno, creen que la dimensión común del entendimiento se ajusta a un puesto o a otro, y que la Providencia jamás ha pretendido hacer de la gestión de los asuntos públicos un misterio inteligible sólo para unas pocas personas de genio sublime, de las que rara vez nacen tres en un siglo, sino que afirman que la verdad, la justicia, la templanza y demás son accesibles a todo hombre, y la práctica de estas virtudes, asistida por la experiencia y la buena intención, capacitan a cualquiera para servir a su país, salvo donde se requiera un estudio de especialización. Pero piensan que la falta de virtudes morales está tan lejos de poderse suplir con dotes intelectuales superiores, que las plazas jamás han de ponerse en manos tan peligrosas como las de personas así dotadas; y que al menos las faltas cometidas por ignorancia, con una disposición virtuosa, jamás tienen fatales consecuencias para el bienestar público como las prácticas del hombre cuyas inclinaciones propenden a la corrupción, y tiene gran habilidad para utilizar y multiplicar y defender sus corrupciones.

De igual manera, no creer en la divina Providencia incapacita al hombre para ocupar un puesto en la función pública; porque, dado que los reyes se proclaman delegados de la Providencia, los liliputienses piensan que nada puede haber tan absurdo como que un príncipe utilice hombres que no reconocen la autoridad bajo la que él actúa.

Al hablar de estas leyes y de las siguientes quiero que se entienda que me refiero sólo a instituciones originales, y no a las escandalosas corrupciones en que cae esta gente por la naturaleza degenerada del hombre. En cuanto a esa infame práctica de conseguir puestos de importancia danzando sobre la cuerda, o símbolos de favor y distinción saltando por encima de un palo o gateando por debajo de él, debe saber el lector que fueron introducidas al principio por el abuelo del emperador actualmente reinante, y que aumentó hasta los actuales niveles por el gradual aumento de partido y facción.

La ingratitud es entre ellos delito capital, como leemos que lo ha sido en otros países; porque razonan que cualquiera que corresponde mal a su benefactor, por necesidad ha de ser enemigo común del resto de la humanidad, de la que no ha recibido ninguna obligación; y por tanto tal hombre no merece vivir.

Sus ideas sobre los deberes de los padres y los hijos son muy distintas de las nuestras. Porque dado que la unión de macho y hembra se funda en la gran ley de la naturaleza, que se ordena a propagar y continuar la especie, los liliputienses sostienen que los hombres y las mujeres se unen necesariamente igual que los demás animales, por motivos de concupiscencia, y que su ternura hacia sus crías proviene del mismo principio natural; razón por la que no reconocen que un hijo tenga ninguna obligación con su padre por haberlo engendrado, ni con su madre por haberlo traído al mundo; lo que, considerando las miserias de la vida humana, no ha supuesto un beneficio en sí, ni los padres han pretendido que lo fuera, cuyo pensamiento en sus encuentros amorosos tenían puesto en otra cosa. En estos y otros razonamientos por el estilo, la opinión de esta gente es que los padres son los últimos a los que debe confiarse la educación de sus hijos; por lo que en las ciudades hay guarderías públicas a las que todos los padres, salvo los campesinos y los agricultores, tienen obligación de enviar a sus hijos de uno y otro sexo, para que sean cuidados y educados a partir de las veinte lunas, edad a la que se supone que poseen ciertos rudimentos de docilidad. Estas escuelas son de varias clases, conforme a las distintas categorías, y a uno y otro sexo. Tienen profesores muy especializados en preparar niños para la clase de vida que conviene al rango de sus padres, así como a su propio talento y aptitudes. En primer lugar diré algo sobre las guarderías para niños, y luego sobre las destinadas a las niñas.

Las guarderías para niños de familia noble o ilustre están dotadas de graves y sabios profesores, con sus diversos auxiliares. La ropa y la comida de los niños es sencilla y corriente. Se les inculcan los principios del honor, la justicia, el valor, la modestia, la clemencia, la religión y el amor a su país; los tienen ocupados siempre en alguna actividad, excepto en las horas de comer o de dormir, que son muy pocas, más dos horas de esparcimiento, que consiste en ejercicios físicos. Hasta los cuatro años son hombres los que se ocupan de vestirlos; a partir de esa edad tienen obligación de hacerlo por sí mismos, por muy alta que sea su condición; y las mujeres del servicio, cuya edad es equivalente a los cincuenta años de las nuestras, se encargan sólo de las tareas domésticas. No se permite a los niños hablar con la servidumbre, sino que se divierten siempre juntos en grupos grandes o pequeños, y siempre en presencia de un profesor o sustituto, por donde evitan esos malos impactos del desatino y del vicio a los que prematuramente están expuestos nuestros niños. A los padres se les consiente verlos sólo dos veces al año; pero la visita no debe durar más de una hora. Se les permite besar al niño al llegar y al despedirse; pero un profesor, que siempre está presente en esas ocasiones, no consentirá que le susurren o digan palabras cariñosas, ni que le den juguetes, golosinas ni nada parecido.

Cuando no es debidamente abonada la pensión que cada familia debe pagar para la educación y hospedaje del hijo, se encargan de recaudarla los funcionarios del emperador.

Las guarderías para hijos de caballeros, comerciantes, empresarios y artesanos corrientes se administran proporcionalmente de la misma manera; sólo que a los destinados a oficios se les saca para colocarlos de aprendices a los siete años, mientras que las personas de calidad continúan en su internado hasta los quince, que corresponden a nuestros veintiún años; aunque su encierro se va suavizando gradualmente a lo largo de los tres últimos años.

En las guarderías femeninas, las niñas de calidad son educadas casi igual que los varones, sólo que las visten personas disciplinadas de su mismo sexo, aunque siempre en presencia de una profesora o una auxiliar, hasta que se visten ellas solas, lo que hacen a partir de los cinco años. Y si se descubre que estas niñeras osan entretener a las pequeñas con cuentos horripilantes o con las bobadas que acostumbran contar las doncellas entre nosotros, son azotadas públicamente tres veces en la ciudad, encarceladas durante un año, y desterradas de por vida a las regiones más desoladas del país. Así que allí a las señoritas les da tanta vergüenza ser cobardes o tontas como a los varones, y desdeñan todo adorno personal fuera del decoro y la limpieza: tampoco noté que hubiera ninguna diferencia en la educación por la diferencia de sexo; sólo que los ejercicios de las niñas no eran tan vigorosos; y que se les daba alguna noción sobre la vida doméstica, y se les enseñaba un ciclo de materias más reducido: porque su máxima es, entre personas de calidad, que una esposa debe ser siempre una compañera sensata y agradable, porque no siempre será joven. Cuando las muchachas llegan a los doce años, que entre ellos es la edad de casarse, sus padres o tutores se las llevan a casa con grandes muestras de agradecimiento a los profesores, y rara vez sin lágrimas por parte de la jovencita y de sus compañeras.

En las guarderías femeninas de las clases inferiores se instruye a las niñas en toda suerte de tareas propias de su sexo, y sus diversos grados: las que van a ser aprendizas abandonan el centro a los siete años; el resto continúa hasta los once.

Las familias modestas con hijos en esos internados, además de pagar su pensión anual, que es lo más baja posible, están obligadas a entregar al administrador del centro una pequeña cantidad de sus ingresos mensuales que constituirá una parte de la herencia para el hijo; por lo que todos los padres tienen por ley limitación en sus gastos. Porque los liliputienses piensan que nada puede haber más injusto que traer hijos al mundo, y dejar el peso de su mantenimiento al erario público. En cuanto a las personas de calidad, garantizan asignar una determinada cantidad para cada hijo, acorde con su condición; y estos fondos se administran siempre con una buena economía, y la justicia más estricta.

Los campesinos y agricultores conservan a los hijos en casa, Porque lo que les interesa es sólo labrar y cultivar la tierra, y por tanto su educación carece de relevancia para el público; pero los viejos y los enfermos son acogidos en hospitales, porque la mendicidad es algo que se desconoce en este imperio.

Y aquí, quizá divierta al lector curioso que dé alguna noticia de mi vida doméstica, y cómo me desenvolví en este país durante una estancia de nueve meses y trece días. Dada mi inclinación a lo artesanal, y empujado también por la necesidad, me había hecho una mesa y una silla bastante cómodas con los árboles más grandes del parque real. Hicieron falta doscientas costureras para confeccionarme camisas, sábanas y manteles, todo del tejido más basto y resistente que se pudo conseguir, que sin embargo se vieron obligados a acolchar con varias capas, porque el más grueso era varios grados más fino que el linón. Las piezas tienen normalmente un ancho de tres pulgadas, y un largo de tres pies. Las costureras me tomaron las medidas tumbado en el suelo, una de pie sobre mi cuello, y otra en mitad de la pierna, con una cuerda extendida que sostenían cada una de un extremo, mientras la tercera medía la longitud de la cuerda con una regla de una pulgada de larga. Me midieron después el pulgar derecho, y no necesitaron seguir; porque mediante un cálculo matemático, por el que dos veces el perímetro del pulgar equivale al perímetro de la muñeca, y lo mismo el cuello y la cintura, y con la ayuda de una camisa vieja que extendí en el suelo ante ellas para que sacaran el patrón, obtuvieron las medidas exactas.

De la misma manera se emplearon trescientos sastres para hacerme ropa; aunque para tomarme las medidas recurrieron al otro procedimiento: me arrodillé, y pusieron una escala desde el suelo a mi cuello; uno de ellos se subió a lo alto de esta escala, y dejó caer una plomada desde mi cuello al suelo, distancia que correspondía exactamente a mi casaca; pero la cintura y los brazos me los medí yo. Al terminar de coser las ropas, tarea que hicieron en mi casa (porque no habrían cabido en la más grande de las suyas), parecían un centón de esos que hacen las damas en Inglaterra, sólo que el mío era todo de un color.

Tenía trescientos cocineros que me guisaban los alimentos en prácticas dependencias construidas alrededor de mi casa, donde vivían con sus familias; y me preparaban dos platos cada uno. Tomaba a veintidós camareros en la mano, y los depositaba en la mesa; cien más atendían abajo en el suelo, unos con fuentes de comida, otros con barriles de vino y demás licores que cargaban sobre el hombro, los camareros de arriba lo iban subiendo todo a medida que yo lo pedía, mediante un ingenioso aparejo de cuerdas, como subimos nosotros en Europa el cubo del pozo. Una fuente de comida equivalía a un buen bocado, y un barril de su licor a un trago moderado. Su cordero es inferior que el nuestro, pero su vaca es excelente. He tomado un lomo tan grande que he tenido que cortarlo en tres trozos; aunque eso fue una excepción. Los criados se asombraron al vérmelo comer con huesos y todo, como nos comemos en mi país una pata de alondra. Los gansos y los pavos los solía despachar de un solo bocado; y debo confesar que son mucho mejores que los nuestros. De aves más pequeñas podía tomarme veinte o treinta, pinchadas con la punta del cuchillo.

Un día su majestad imperial, informado de mi modo de alimentarme, quiso tener la dicha (como se dignó calificarlo) de comer conmigo él y su real consorte, con los jóvenes príncipes de sangre de uno y otro sexo. Así que vinieron, y los acomodé en sillas de ceremonia sobre la mesa, justo frente a mí, con su guardia alrededor. Flimnap, lord tesorero mayor, estaba presente también, con su bastón blanco; y observé que me miraba a menudo con una expresión desabrida que yo aparentaba no advertir, sino que comí más de lo habitual en honor a mi querido país, y también para asombrar a la corte. Tengo motivos particulares para creer que esta visita de su majestad brindó a Flimnap ocasión para hacerme disfavores con su señor. Este ministro había sido siempre secreto enemigo mío, aunque por fuera me halagaba más de lo que podía esperarse de su carácter avinagrado. Expuso al emperador la mala situación del tesoro, y dijo que se veía obligado a aceptar dinero con gran descuento; que los bonos del tesoro no circulaban a menos del nueve por ciento por debajo del par; que, en suma, yo había costado ya a su majestad más de un millón y medio de sprugs (su moneda de oro más alta, del tamaño de una lentejuela), y que, en resumen, sería aconsejable que el emperador aprovechase la ocasión que primero se presentase para librarse de mí.

No tengo más remedio que vindicar aquí la reputación de una excelente dama, que fue víctima inocente por mi causa. Le dio al tesorero por ponerse celoso con su esposa, por maldad de algunas lenguas que le insinuaron que su excelencia había concebido un apasionado afecto hacia mi persona, y durante un tiempo corrió el chisme palaciego de que una vez había acudido en secreto a mi morada. Solemnemente afirmo que esto es una falsedad infame y sin fundamento, salvo que su excelencia se complacía en tratarme con todas las inocentes muestras de despreocupación y amistad. Reconozco que venía a menudo a mi casa, pero siempre de manera abierta, y nunca sin que la acompañasen tres personas en el coche, por lo general su hermana y su hija pequeña, y alguna amiga particular; pero esto lo hacían igual muchas otras damas de la corte. Y ruego incluso a los criados que me rodeaban, que digan si alguna vez vieron un coche ante mi puerta sin saber qué personas había en él. En esas ocasiones, cuando un criado me anunciaba la llegada de un carruaje, mi costumbre era acudir inmediatamente a la puerta; y después de presentar mis respetos, coger con cuidado el coche y los dos caballos (porque si traía seis caballos el postillón siempre desenganchaba cuatro) y colocarlos sobre una mesa, a la que había adaptado un borde desmontable a todo alrededor, de cinco pulgadas de alto, para evitar accidentes. Y a menudo llegué a tener a la vez cuatro coches con sus caballos encima de la mesa llena de personas, sentado en mi silla y con la cara inclinada hacia ellos; y mientras atendía a un grupo, los cocheros paseaban a los demás plácidamente alrededor de la mesa. He pasado muchas tardes agradables en estas conversaciones. Pero desafío al tesorero, y a sus confidentes (a los que nombro, y allá se las apañen) Clustril y Drunlo, a que prueben que haya venido nadie a verme de incógnito, quitando el secretario Reldresal, enviado por orden expresa de su majestad imperial, como he contado ya. No me habría extendido en este asunto, si no afectara tan de cerca a la reputación de una gran dama, por no hablar de la mía. Aunque yo tenía el honor de ser un nardac, cosa que el tesorero no; porque todo el mundo sabe que es sólo un clumglum, título un grado inferior, como el de marqués respecto al de duque en Inglaterra; aunque reconozco que estaba por encima de mí debido a su puesto. Esas falsedades, que llegaron a mi conocimiento más tarde por un incidente que no tengo por qué citar, hicieron que durante un tiempo el tesorero pusiese mala cara a su esposa, y peor a mí; porque, aunque finalmente se deshizo el malentendido y se reconcilió con ella, yo en cambio perdí todo crédito para él, y vi cómo menguaba deprisa mi credibilidad ante el emperador, quien se deja gobernar demasiado por ese valido.