INTRODUCCIÓN
El 22 de diciembre de 1938, el día antes de que diera comienzo la ofensiva final de los franquistas en Cataluña, Ramón Serrano Suñer, cuñado de Franco y ministro del Interior, anunció el nombramiento de una comisión especial[1]. Presidida por Ildefonso Bellón, presidente del Tribunal Supremo de los franquistas, sus veintidós miembros, entre los que se incluían quince exdiputados a Cortes y diez exministros, reflejaban la diversidad de la derecha española en la Guerra Civil. La Falange estaba representada por un «camisa vieja», Rafael Garcerán; el ejército, por un capitán de su cuerpo jurídico, José Luis Palau; y los carlistas, por su portavoz de educación primaria durante la República, Romualdo de Toledo y Robles. No se olvidó a los monárquicos alfonsinos: Antonio Goicoechea, exlíder de Renovación Española, también había sido nombrado miembro de aquella comisión. Algunos provenían de la CEDA: era el caso de Rafael Aizpún Santafé, quien había sido protagonista de uno de los tres nombramientos ministeriales que provocaron la insurrección socialista de octubre de 1934[2]. Otros, como Eduardo Aunós, habían ejercido cargos de responsabilidad en los años veinte bajo la dictadura de Primo de Rivera[3]. No obstante, la figura más distinguida de la Comisión Bellón era, sin duda, la de Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones. Tres veces primer ministro durante el sistema constitucional liberal abolido por Primo de Rivera en 1923, Romanones se había vuelto un apasionado partidario de Franco durante la Guerra Civil[4].
La tarea encomendada a la Comisión Bellón «no [era] difícil», en opinión de Serrano Suñer. Se le ordenó reunir las pruebas necesarias para «demostrar plenamente la ilegitimidad de los poderes actuantes en la República española el 18 de julio de 1936». Dicho de otro modo, lo que se esperaba de ella era que probara que quien se había sublevado en julio de 1936 había sido el gobierno republicano elegido democráticamente, y no el ejército. Tanto confiaba Serrano Suñer en que tan extraordinaria tesis se vería fácilmente confirmada que dio a la Comisión Bellón menos de seis semanas para llevar a cabo sus investigaciones; Bellón recibió la orden de publicar los resultados no más tarde del 30 de enero de 1939.
El informe no le fue remitido finalmente a Serrano Suñer hasta el 15 de febrero de 1939[5]. Sus conclusiones, aprobadas por aclamación unánime, no decepcionaron al cuñado de Franco. La rebelión militar de julio de 1936, se dictaminaba allí, «no puede ser calificada, en ningún caso, de rebeldía»; el gobierno republicano era «sustancial y fundamentalmente ilegítimo». En apenas un centenar de páginas, la Comisión trataba de justificar su dictamen afirmando, por ejemplo, que la ilegalidad del gobierno republicano era patente antes del golpe de Estado de julio de 1936. De hecho, se juzgaba como cuestionable la legitimidad de la República desde su nacimiento mismo en abril de 1931; el rey Alfonso XIII había sido derrocado después de que los monárquicos hubieran vencido en las elecciones municipales. Aseguraba, además, que el izquierdista Frente Popular había falseado los resultados de las elecciones de febrero de 1936: en vez de una victoria por un margen estrecho aunque claro del propio frente de izquierdas, la derecha habría «ganado» en realidad por una diferencia superior a los 400 000 votos.
En la base misma del análisis de la Comisión latía el convencimiento de que las organizaciones republicanas eran esencialmente «criminales». El estatuto catalán de autonomía de 1932 fue considerado una «negación de toda la historia nacional». La insurrección revolucionaria de octubre de 1934 fue una intentona «disgregadora» de España. La criminalidad de la República volvió a quedar demostrada, según el dictamen, por el asesinato del líder derechista Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936. Ese atentado fue llevado a cabo, según la Comisión, a instancias directas del gobierno republicano con el objeto de eliminar a un peligroso oponente a la «inminente» revolución comunista. La rebelión militar del 18 de julio de 1936 era descrita, por lo tanto, como un movimiento que no solo «restableció» el imperio de la ley, sino que «salvó a España y quizá a la Humanidad civilizada». Aquella reacción contrastaba con la «ilegalidad» del gobierno de la República, a quien se responsabilizaba no solo de la «anarquía» vivida en la zona republicana durante el verano de 1936, sino también de los asesinatos de «más de 500 000» españoles, de ellos, 60 000 en Madrid[6].
Pocos historiadores (suponiendo que haya alguno) considerarán la interpretación que la Comisión Bellón hizo de la España de los años treinta como otra cosa que no sea una tergiversación paródica de la verdad. Es curioso que Romanones, una figura destacada del último gobierno de Alfonso XIII (presidido por el almirante Aznar), hiciera caso omiso de su propio papel en la marcha del monarca en abril de 1931 tras los resultados de las elecciones municipales, cuando él mismo había aconsejado al rey que abandonara España de inmediato nada más saberse que los republicanos habían obtenido una victoria aplastante en las zonas urbanas[7]. Y no hay duda de que el Frente Popular venció en las elecciones de febrero de 1936, aunque fuera por una diferencia estrecha de votos[8].
También eran falaces los argumentos con los que la Comisión Bellón trató de relacionar al gobierno republicano con los crímenes. Desde luego, es cierto que el asesinato de Calvo Sotelo fue un crimen espantoso; no solo cayó asesinado uno de los líderes de la oposición parlamentaria, sino que sus verdugos fueron policías izquierdistas que actuaron en represalia por el asesinato la noche anterior de uno de sus colegas, el teniente Castillo. Pese a ello, hay muy pocos indicios que sugieran que el gobierno republicano —que condenó públicamente el crimen— estuviera implicado en él, y menos aún de que tal acción fuera el preludio de una «revolución comunista[9]». El gobierno también expresó reiteradamente su condena de los asesinatos cometidos en la zona republicana durante la Guerra Civil; su incapacidad para impedir tales muertes era consecuencia directa del colapso de la autoridad estatal que siguió al fracaso parcial de la rebelión militar. Cuando el Estado restableció su autoridad en el invierno de 1936-1937, las ejecuciones arbitrarias (que no sobrepasaron en ningún caso las 50 000) terminaron casi por completo[10].
Sería muy fácil refutar la labor de la Comisión Bellón y tacharla de ridículo ejercicio propagandístico. Pero lo cierto es que sus labores acabarían sirviendo de prólogo para una investigación de posguerra mucho más detallada sobre la «ilegalidad» de la República. El 26 de abril de 1940, el ministro de Justicia del Estado franquista impulsó la instrucción de la llamada Causa General. El objeto de esta era proporcionar «a la Historia y al Gobierno del Estado […] una acabada y completa información de la criminalidad habida bajo el dominio marxista[11]. Los resultados iniciales de esta investigación se publicaron en 1943[12]». Aunque se introdujeron algunos cambios de énfasis (poniendo, por ejemplo, un nuevo y especial acento en la presunta implicación de los masones en el asesinato de Calvo Sotelo[13]), la Causa General vino a hacerse eco de las conclusiones de la Comisión Bellón. Allí se decía, por poner un ejemplo típico de sus afirmaciones, que, «al producirse, el 18 de julio de 1936, este legítimo movimiento de defensa, acaudillado por el general Franco, el Gobierno rojo llevó su crueldad a extremos difícilmente imaginables[14]».
La significación de esas investigaciones no radica en su «análisis» de la República, sino en su detallada exposición de los supuestos de «sentido común» que manejaba el régimen de Franco. Los orígenes de la alegación de que la rebelión militar de julio de 1936 había sido legal se remontaban al primero de los bandos promulgados por la Junta de Defensa Nacional rebelde en Burgos el 28 de julio de 1936. Aquel decreto declaró el estado de guerra no solo en aquellas zonas donde la rebelión había triunfado, sino en la totalidad del territorio español. En él se advertía de que toda resistencia contra las fuerzas rebeldes (posteriormente franquistas) sería castigada por tribunales castrenses por el delito de «rebelión militar[15]».
Aquella no era una amenaza vana. Por la época en la que la Comisión Bellón emitió su dictamen, los consejos de guerra eran ya el elemento central del sistema de justicia franquista. Nada más ocupar Barcelona el 26 de enero de 1939, por ejemplo, las autoridades militares reiteraron la vigencia del bando declaratorio del estado de guerra de 28 de julio de 1936[16]. La primera causa instruida por la jurisdicción militar en la capital catalana tuvo como imputados a nueve destacados oficiales de la Guardia Civil catalana de la preguerra, incluido su entonces comandante, el general Aranguren, por haber permanecido leales a la República en julio de 1936. Todos serían hallados culpables de «rebelión militar»; solo uno de los acusados, el comandante Espinosa, se libró del pelotón de fusilamiento en los momentos inmediatamente anteriores o posteriores al final de la Guerra Civil. Aranguren fue ejecutado el 21 de abril, apenas tres semanas después de iniciada la «paz» de Franco[17].
La derrota republicana no significó el final de la ley marcial. De hecho, esta no quedaría derogada en toda España hasta abril de 1948[18]. La justicia militar fue el principal mecanismo legal de castigo de la «criminalidad» de la Guerra Civil durante el período de posguerra. No hubo reconciliación. «Un imperativo de justicia impone —declaraba Franco en su primer mensaje de fin de año al país— no dejar sin sanción los horrendos asesinatos cometidos» en la zona republicana. El castigo era inevitable por los inestimables «daños ocasionados a la Patria [por la República y los] graves estragos causados en las familias[19]». Pero, en virtud de la inversión franquista de los términos de la legalidad, la aplicación de la justicia no podía circunscribirse únicamente a quienes tenían «las manos manchadas de sangre»: cualquiera que hubiera vivido en la zona republicana durante la Guerra Civil era un potencial delincuente. Esa redefinición a gran escala de la conducta delictiva entrañaría necesariamente la instrucción de decenas de miles de causas militares particulares. En mayo de 1940, Franco fue informado de que los tribunales castrenses habían condenado ya a 40 000 personas por «rebelión» desde abril de 1939[20]. No deja de ser irónico que la mejor descripción de la justicia militar franquista viniera de Serrano Suñer, arquitecto de la Comisión Bellón de 1938. En sus memorias, escritas en 1977, dos años después de la muerte de Franco, este antiguo ministro del Interior y de Exteriores admitió que el castigo contra los republicanos por el delito de rebelión militar era «absurdo»: se trataba sencillamente de la aplicación de «la justicia al revés[21]».
Serrano Suñer acompañaba, sin embargo, aquella admisión tardía de la realidad de la justicia militar franquista de su propia negativa a aceptar cualquier responsabilidad por la represión de posguerra. Argumentaba en concreto que no había tenido nada que ver en ella porque había sido una cuestión estrictamente militar. Para empezar, tal idea es del todo incongruente (aunque solo sea por el hecho de que, como primer ministro del Interior de Franco que fue, Serrano Suñer era la autoridad responsable de la temida y brutal policía política, la Brigada Político-Social). Pero, además, el «Cuñadísimo» olvidó mencionar que la justicia militar era solamente uno de los elementos de una represión de múltiples brazos, dirigida por el Estado y puesta en práctica en toda España tras la derrota de la República en 1939.
Los otros elementos de la represión de la posguerra se basaron también en esa lógica de la «justicia al revés». Así, si, por un lado, el sistema judicial militar determinaba cuáles habían sido las conductas criminales de la Guerra Civil, por otro lado, los convictos tenían la posibilidad de «redimir» sus delitos realizando trabajos forzados en un sistema llamado de Redención de Penas por el Trabajo, vigente a partir del 1 de enero de 1939[22]. El principio de reparación o resarcimiento es también evidente en la jurisdicción especial para dirimir responsabilidades políticas que se creó por decreto (en forma de Ley de Responsabilidades Políticas o LRP) el 9 de febrero de 1939. La culpabilidad con arreglo a la LRP estaba peor definida aún que bajo la justicia militar; el Estado franquista exigía una compensación económica no solo de parte de quienes se habían opuesto realmente a su régimen durante la Guerra Civil, sino también de cualquiera que hubiera hecho «necesaria» la existencia del «Movimiento Nacional» (como las autoridades franquistas dieron en llamar a la rebelión militar[23]). Además de las ejecuciones, los encarcelamientos y las multas, el régimen de Franco instituyó también una purga generalizada del mundo laboral, profesional y funcionarial: una ley de 10 de febrero de 1939 estipuló el despido o la destitución de todo funcionario culpable conforme a los nebulosos criterios establecidos por la LRP[24]. La Ley sobre Represión de la Masonería y del Comunismo (LRMC) completó ese entramado de jurisdicciones represivas especiales a partir del 1 de marzo de 1940. Los dos movimientos internacionales contra los que se promulgó esta última norma fueron criminalizados de forma específica, según el preámbulo de la ley, por ser considerados los máximos responsables de la «decadencia de España […] [que] culmina en la terrible campaña atea, materialista, antimilitarista y antiespañola que se propuso hacer de nuestra España satélite y esclava de la criminal tiranía soviética[25]». Para el régimen, la masonería y el comunismo formaban parte de una conspiración internacional secreta en contubernio con el judaísmo, si bien el castigo de este último se hacía innecesario porque pocos eran los judíos que quedaban en el país tras la expulsión de 1492[26].
Como se puede apreciar con claridad, esa lógica invertida se fundaba sobre una visión excluyente de la «nación» española: los republicanos habían defendido ideas liberal-democráticas o revolucionarias y, con ello, se habían expulsado a sí mismos de la comunidad nacional franquista. Representaban una tradición «antiespañola» que había causado la «decadencia» de España desde los tiempos de la grandeza imperial de los siglos XVI y XVII. Cuando Franco explicó en 1943 al pretendiente al trono español, Juan de Borbón, por qué no se podía restaurar la monarquía en aquel momento, le recalcó que la monarquía borbónica del siglo XVIII había auspiciado la entrada en el país de las ideas ilustradas y «masónicas» que fueron directamente responsables de la caída de la monarquía y la proclamación de la República en 1931, así como del posterior crecimiento del marxismo y el comunismo, y de «la consiguiente rebelión de las masas[27]». Franco creía que era necesario purgar aquella tradición del seno mismo de la sociedad española para que la victoria en la Guerra Civil no fuera en vano. En enero de 1939, comentó a Manuel Aznar —periodista afín a su causa que sería más tarde su jefe de prensa en Madrid— que era imposible «devolver a la sociedad, o como si dijéramos, a la circulación social, elementos dañados, pervertidos, envenenados política y moralmente» sin antes tomar «precauciones», pues representarían «un peligro de corrupción y de contagio para todos, al par que el fracaso histórico de una victoria alcanzada a costa de tanto sacrificio[28]».
Convertir a republicanos en españoles era un importante aspecto del fenómeno represor. En él, fue fundamental la participación de la Iglesia católica. Fueron los obispos españoles, por supuesto, quienes transformaron una rebelión militar fallida en una «cruzada» en el verano de 1936. Así se expresaba, por ejemplo, Enrique Pía y Deniel, obispo de Salamanca, en su carta pastoral titulada «Las dos ciudades», publicada el 30 de septiembre, en la que declaraba que los militares rebeldes no estaban librando una guerra, sino «una Cruzada contra el comunismo para salvar la religión, la patria y la familia[29]. La Cruzada fue llevada a las prisiones franquistas por capellanes decididos a recatolizar a los “antiespañoles”. Incluso de los reos de muerte se esperaba una confesión redentora en vísperas de su ejecución[30]». La retractación sería uno de los elementos destacados también en la persecución de la masonería. De hecho, en 1941, el obispo de Madrid-Alcalá encargó la producción de formularios de confesión preimpresos que los sospechosos de masonería podían firmar antes de sus juicios con la esperanza de obtener una sentencia más indulgente[31]. La implicación episcopal en la persecución de la masonería es totalmente lógica si tenemos en cuenta que, ya desde el siglo XVIII, el papado venía considerando a los masones como los más peligrosos de los herejes[32]. Los jueces instructores antimasónicos nombrados en 1938 se sintieron obligados a solicitar una dispensa especial del propio obispo Pía y Deniel para cotejar y leer material de la masonería[33].
La de castigar y purgar a los republicanos de la sociedad española fue una inmensa tarea autoimpuesta por las autoridades franquistas. El número de ejecuciones de posguerra se situó en torno a las 50 000, el total de presos superaba los 280 000 en noviembre de 1940, y hasta octubre de 1941 se habían abierto ya 226 726 causas en la jurisdicción especial de responsabilidades políticas (en aplicación de la LRP[34]). La «limpieza» de profesiones enteras resultó en miles de investigaciones: unos 60 000 maestros y maestras de escuela tuvieron que demostrar su lealtad al régimen para que se les permitiera enseñar en la España de Franco. Mediante documentos confiscados y confesiones, el régimen compiló un registro de 80 000 personas sospechosas de masonería y susceptibles del correspondiente castigo (cuando, en realidad, en julio de 1936 no habría más de 5000 masones en toda España). Lógicamente, todas estas estadísticas frías e impersonales no pueden servir más que como un barómetro aproximado del grado de exclusión sufrido por los republicanos tras la derrota en la Guerra Civil. Los «rojos» fueron excluidos incluso de la participación en asociaciones deportivas y de ocio. Según lo explicaba un periodista deportivo del periódico falangista Arriba en junio de 1939, la purga del deporte era necesaria para eliminar «aquellos elementos que no sean dignos de alternar con nosotros por su comportamiento desleal durante el “dominio rojo”[35]».
Todo esto debe de resultar tristemente familiar a todos aquellos y aquellas que hayan estudiado la Europa de mediados del siglo XX. La simbiosis entre Estado y «nación», la amalgamación de la oposición política con la idea de criminalidad, la existencia de jurisdicciones especiales para juzgar una mal definida delincuencia política, y la exclusión (tanto social como física) de los «enemigos» de la comunidad nacional: todas estas fueron características comunes a los regímenes autoritarios de derecha y fascistas. En la Francia de Vichy, por ejemplo, el régimen responsabilizó a los judíos, los masones y los comunistas de un proceso de «declive» nacional que supuestamente culminó en la derrota militar de 1940. De ahí que fuesen castigados y excluidos de la vida nacional mediante purgas, arrestos arbitrarios practicados por brigadas policiales especiales, y juicios vistos ante tribunales especiales de emergencia[36].
Lo que llama la atención de la España de la posguerra es lo elevado del número de «antiespañoles». En otros países, la represión fue más selectiva. La dictadura de Salazar en Portugal «solo» condenó a 18 714 personas por delitos políticos entre 1932 y 1948[37]. Los tribunales especiales creados al amparo de la Ley de Defensa del Estado de 1926 en la Italia fascista con el fin de castigar la actividad política «antinacional» emitieron 3596 sentencias entre 1927 y 1939[38]. En los campos de concentración de la Alemania nazi se hallaban internadas unas 25 000 personas bajo «custodia protectora» en septiembre de 1939[39]. Además, ni los Tribunales Especiales nazis, creados en marzo de 1933 para proteger el «alzamiento nacional» tras el incendio del Reichstag, ni el Tribunal del Pueblo, fundado en abril de 1934 para juzgar los delitos más graves (los de «traición»), recurrieron apenas a la pena capital en la década de 1930 pese a que ningún obstáculo legal o administrativo les impedía dictaminarla[40]. Hasta 1941, menos del 5% de las causas abiertas ante el Tribunal del Pueblo culminaron en una sentencia de muerte[41]. Obviamente, en los casos de la Italia fascista y (sobre todo) de la Alemania nazi, el terror se expresó proyectado principalmente hacia el exterior. La construcción del imperio italiano en el norte de África supuso el empleo de gas venenoso en Libia y Abisinia durante las décadas de 1920 y 1930, y provocó la muerte de decenas de miles de personas; y la comunidad nacional alemana solo llegó a experimentar en carne propia una pequeña muestra del terror a gran escala desplegado por el régimen nazi en su intento de construcción de un nuevo orden racial en la Europa oriental cuando se hundió el nazismo en 1944-1945[42].
La comparación con otros regímenes autoritarios o fascistas suscita toda clase de preguntas acerca de la represión franquista de la posguerra. ¿Representó acaso una especie de colonialismo a la inversa? ¿Las ejecuciones de la posguerra fueron el reflejo de una política de «exterminio» de enemigos ideológicos? Dado que el régimen de Franco sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, ¿cuándo tocó a su fin la represión en masa y por qué? ¿Cuál fue el papel del partido único, la Falange? ¿En qué grado fueron cómplices los españoles «de a pie»? En todo caso, al analizar la represión de la posguerra, nunca hay que perder de vista que esta estuvo basada en la victoria obtenida en una guerra civil prolongada y fratricida. ¿Qué importancia tuvieron la venganza y los recuerdos del terror republicano?
Este libro pretende abordar esas cuestiones examinando la aplicación real de la represión de la posguerra en la provincia de Madrid. El hecho de que dicha demarcación no fuera ocupada por completo por el ejército franquista hasta el 28 de marzo de 1939 —unos pocos días antes del fin de la Guerra Civil— nos permite analizar mejor cómo se llevó a la práctica esa lógica invertida del franquismo en una provincia que había estado bajo el dominio republicano (o «rebelde»). Al estallar la Guerra Civil en julio de 1936, Madrid era una de las provincias más pobladas y urbanizadas de España. En 1930, contaba con 1 383 951 habitantes, de los que 952 832 vivían en la capital[43]. Además de ser el centro administrativo del país, en la capital estaban instalados también unos nutridos sectores financiero y comercial. Según el censo de 1930, la legión de funcionarios, administrativos y comerciantes instalados en la provincia suponían, como mínimo, el 35% de la población activa ocupada[44]. Además, el primer cuarto del siglo XX fue un período de rápido crecimiento de la clase obrera en la capital como consecuencia del elevado número de trabajadores inmigrantes de otras zonas del país atraídos allí por el gran auge constructor. En 1934, el de la construcción era el sector que más empleo daba en Madrid capital, con un total estimado de 85 066 trabajadores[45]. Por su parte, el resto de la provincia era en buena medida agrícola, y su montañosa zona septentrional estaba poblada de forma más dispersa y aislada. De hecho, en 1939, todavía había 95 localidades sin conexión telefónica ni telegráfica con la capital[46].
Pese a sus orígenes como capital imperial de Felipe II en el siglo XVI, Madrid tenía reputación de «roja» desde hacía mucho tiempo. El primer parlamentario electo del partido socialista (el PSOE), Pablo Iglesias, lo fue por esta ciudad en 1910[47]. Durante la República, Madrid no dejó de ser un baluarte electoral del PSOE, que salió victorioso en ella (presentándose en solitario o en coalición) en las tres elecciones generales celebradas durante la Segunda República[48]. Durante la Guerra Civil, esa reputación de radicalismo se desdobló hasta adquirir una doble significación: Madrid se convirtió en símbolo de la resistencia republicana y, al mismo tiempo, en escenario de la frustración de las expectativas iniciales de los rebeldes[49]. No solo fracasó estrepitosamente allí la sublevación militar, sino que el (en apariencia) imparable avance insurgente se vio detenido a las puertas de la capital en el invierno de 1936-1937. El obstinado rechazo de los madrileños a aceptar la «liberación» que les ofrecían las fuerzas rebeldes asediantes y que se prolongó hasta el desmoronamiento final de la resistencia en marzo de 1939 no hizo más que reforzar la imagen «antiespañola» de la ciudad que venía ya cociéndose en la conciencia de los franquistas a raíz del llamado «Terror Rojo» de 1936. Y si bien el número de ejecuciones durante la guerra no alcanzó en ningún caso las 60 000 denunciadas por la Comisión Bellón en 1939, lo cierto es que la provincia pudo ser escenario de hasta 8815 asesinatos[50].
A pesar de la evidente importancia significativa de Madrid, la turbulenta historia de la capital durante los años treinta y cuarenta del siglo XX ha estado sorprendentemente mal atendida en la historiografía española. El mejor estudio sobre la ciudad de comienzos de la década de 1930 sigue siendo el magistral análisis de Santos Juliá sobre el resquebrajamiento del apoyo transversal que la República había obtenido inicialmente de sectores de diferentes clases sociales; aun así, ese libro (publicado en 1984) se detiene en la primavera de 1934. Hubo que esperar veinte años para que se publicara un estudio detallado de la situación de las organizaciones obreras en Madrid entre 1933 y 1936[51]. Y la investigación sobre el Madrid de la Guerra Civil es aún hoy en día ciertamente fragmentaria. Aunque el primer estudio académico de la clandestina «Quinta Columna» se publicó en 1998[52] hasta 2012 no ha aparecido el primer estudio global de la represión republicana[53].
Lo mismo se ha podido decir durante mucho tiempo de las consecuencias de la victoria de Franco en Madrid. El más importante estudio publicado (hasta la fecha) sobre la represión de la posguerra en la capital, Consejo de guerra, de Mirta Núñez Díaz-Balart y Antonio Rojas, no apareció hasta 1997. Tal y como sugiere el propio título del libro, este se concentra en la justicia militar y, en concreto, en las ejecuciones llevadas a cabo en el principal cementerio de la ciudad, el del Este[54]. De hecho, 160 de sus 251 páginas contienen una transcripción de los nombres de las 2663 personas fusiladas tras consejo de guerra entre mayo de 1939 y febrero de 1944.
El escaso estudio de la represión de posguerra en Madrid no puede atribuirse a un supuesto «pacto del olvido» entre españoles para no rememorar el pasado a cambio de proteger la transición a la democracia tras la muerte de Franco en 1975[55]. La naturaleza de la transición afectó a la investigación sobre el tema de un modo mucho más obvio: dificultó el acceso a los archivos. El «pacto» entre la élite política franquista y la oposición que sirvió para alumbrar un sistema democrático de las entrañas mismas del Estado franquista se basó parcialmente en la aceptación por parte de esa misma oposición de una renuncia a exigir responsabilidades a dichas élites por actos cometidos en tiempos del régimen anterior[56]. Hasta 1985, el acceso a los archivos del Estado dependió del criterio arbitrario de unos funcionarios heredados del franquismo. Cualesquiera que fueran las razones —y, sin duda, el temor de los protagonistas a posibles represalias era una de ellas—, los intentos de muchos historiadores que pretendían examinar documentos franquistas se vieron sistemáticamente frustrados a finales de la década de 1970 y durante la década de 1980. A Alberto Reig Tapia se le denegaron sus solicitudes de entrada en el archivo militar de Madrid[57]. El director de la Cárcel Modelo de Barcelona informó a Josep Solé i Sabaté que los ficheros de los años cuarenta estaban vedados a los investigadores: «Todo está aquí, pero lleno de mierda[58]».
Reig y Solé i Sabaté pudieron al menos consolarse pensando que los ficheros no habían sido destruidos. Durante la transición a la democracia, muchos historiadores tuvieron constancia de que los funcionarios franquistas se habían dedicado a destruir documentos en masa[59]. Varios incendios misteriosos devastaron algunos archivos[60]. Muchos ficheros policiales y falangistas simplemente han desaparecido[61]. La escala de la destrucción ha sido considerable: pocos son los documentos de la sección de seguridad de la Falange (el Servicio de Información e Investigación) que aún perviven, pero sabemos que, hasta el final de 1940, esta organización había acumulado información sobre los antecedentes políticos de nada menos que de 2 962 853 personas[62].
Todo esto explica en parte por qué la característica más destacada de la historiografía española posterior a Franco ha sido el deseo de cuantificar el número de personas ajusticiadas en la España rebelde/franquista tras julio de 1936. Esos trabajos han sido normalmente en forma de monografías locales detalladas, que han seguido una metodología basada en el análisis de los registros de los cementerios y de los certificados de defunción[63]. En abril de 1999, fecha en que se publicó una síntesis de esas investigaciones, 24 provincias (la mitad menos una del total de España, aunque entre ellas se incluían las más pobladas) habían sido objeto de estudios detallados por parte de algún historiador local[64]. El énfasis en la cuantificación resulta más comprensible aún en vista de la determinación con la que el régimen se encargó de envolver en un halo de misterio las cifras de ejecuciones. En julio de 1937, Franco declaró en una entrevista concedida al corresponsal especial de la agencia de noticias United Press que, en la España franquista, solo se habían realizado 4500 ejecuciones hasta aquella fecha[65]. Las investigaciones locales sugieren más bien una cifra total que excedería las 70 000[66]. Incluso en fecha tan tardía como el año 1972, Ricardo de la Cierva, jefe del Gabinete de Estudios sobre Historia (Sección de Estudios sobre la Guerra de España) del Ministerio de Información y Turismo, sostenía en una biografía oficial de Franco que, a lo sumo, 10 000 personas fueron fusiladas en la España de la posguerra[67]. Como comenté anteriormente, la estimación más reciente sitúa esa cifra en torno a las 50 000.
Así pues, a pesar del limitado alcance geográfico de su objeto de estudio, las investigaciones locales de corte cuantitativo han servido para refutar cuarenta años de propaganda franquista. Y dado que muchos historiadores incluyen listas con los nombres de la víctimas en apartados anexos a sus obras, estas sirven también de homenaje conmemorativo a los muertos[68]. De todos modos, en la última década, los historiadores españoles han aprovechado la mayor facilidad de acceso a los archivos con la que se han encontrado y han producido libros y artículos sobre todos los aspectos de la represión. Hoy sabemos, por ejemplo, mucho más sobre la truculenta marcha del ejército de África por la España meridional en el verano de 1936[69], sobre los campos de concentración[70], sobre las cárceles[71], sobre el uso de mano de obra de personas condenadas a trabajos forzados[72] sobre la purga de maestros de escuela[73] y sobre las experiencias de las mujeres[74]. De todo ello cabe deducir, pues, que la destrucción de documentos durante la década de 1970 es un obstáculo serio, pero no insalvable, para la investigación.
Este libro es beneficiario directo de la mayor disponibilidad del material de archivo para los investigadores y las investigadoras durante la pasada década de los noventa. La fuente más importante para el estudio de la represión de la posguerra en Madrid es el Archivo General de la Administración (AGA) situado en la universitaria ciudad de Alcalá de Henares, en las inmediaciones de Madrid. Su significación se deriva en parte de la elevada interrelación entre los diferentes aspectos del proceso represor. Una condena penal emitida por un tribunal militar por delitos vinculados a la Guerra Civil conducía automáticamente a la instrucción de una causa por la jurisdicción de responsabilidades políticas[75]. Eso significaba que las autoridades aplicadoras de la LRP recibían un alud de copias de sentencias militares. En julio de 1942, los tribunales militares madrileños habían remitido ya más de 25 000 veredictos condenatorios[76]. Muchos de esos fallos se han conservado hasta la actualidad y, sumados a los expedientes sobre las causas abiertas en su momento en Madrid y a los papeles del Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas, forman parte de una inmensa colección de documentos relacionados con la LRP guardada en el AGA[77]. En el archivo de Alcalá se conservan también ficheros de otras jurisdicciones especiales. Ello se debe a la propia estructura institucional de la represión. El castigo contra los republicanos era de tal importancia para el régimen que las competencias sobre las jurisdicciones especiales de responsabilidades políticas y de represión de la masonería y del comunismo no se cedieron a los Ministerios de Justicia o de Interior, sino al departamento ministerial directamente dependiente de Franco: la Presidencia del Gobierno[78]. Precisamente de la sección de Presidencia del AGA es de donde reuní 677 sentencias dictadas contra madrileños por el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo entre 1941 (primer año de funcionamiento de este órgano) y febrero de 1945[79]. Aquí he utilizado estos fallos judiciales junto con material obtenido de la colección principal de documentos relacionados con la LRMC, incluidos los papeles del propio Tribunal Especial, almacenados en el Archivo de la Guerra Civil Española, en Salamanca.
Este estudio se ha beneficiado también del uso de otras fuentes primarias que han complementado el corpus principal de material original. Los papeles de las organizaciones nacionales de la Falange y de su Secretaría General (custodiados también en la sección de Presidencia del AGA) han sido de suma utilidad a pesar de las muestras evidentes de depuración de los mismos con anterioridad a su llegada al archivo estatal. La «Causa General» —la ya mencionada investigación franquista de posguerra sobre la «criminalidad» republicana que se halla actualmente depositada en el Archivo Histórico Nacional en Madrid— contiene amplios detalles sobre los procedimientos militares abiertos contra numerosos dirigentes republicanos, incluido el socialista Julián Besteiro[80]. Y la prensa de Madrid, pese a la censura vigente en aquel entonces, constituye otra valiosa fuente de información, especialmente a propósito de las primeras semanas de gobierno franquista en la capital, para las que el material documental existente en la actualidad es bastante exiguo[81].
Esta metodología parte del supuesto de que la represión de la posguerra estuvo fundamentada en una maquinaria administrativa pseudolegalista. Pero ¿lo estuvo de verdad? En la Alemania nazi, las actividades extra judiciales de la Gestapo se desarrollaron de forma paralela a las acciones de la justicia (tanto la ordinaria como la especial), a la que fueron suplantando progresivamente[82]. ¿Existió un sistema paralelo similar de ajusticiamientos extra judiciales en la España de la posguerra? Una posible manera de responder a esa pregunta sería discutiendo la controvertida cuestión de las ejecuciones acaecidas en Madrid inmediatamente después de la guerra. Las estimaciones al respecto son desorbitadamente variadas. A. V. Phillips, un periodista inglés que pasó varios meses en prisiones madrileñas en 1940, escribió que, hasta marzo de ese año, unas 100 000 personas habían sido ejecutadas en la capital[83]. El general franquista Ramón Salas Larrazábal, aseguró en 1977 que, en el Madrid de la posguerra, «solo» hubo 2488 ejecuciones[84]. Una estimación más reciente, basada en fuentes de origen anecdótico (entre las que se encuentran los informes de la diplomacia británica), sugiere una cifra total superior a las 15 000[85]. Como ya se ha comentado anteriormente, Núñez y Rojas, autores del estudio más importante realizado hasta el momento sobre el tema, han mostrado que en el Cementerio del Este de Madrid se efectuaron 2663 ajusticiamientos judiciales entre mayo de 1939 y febrero de 1944. Aunque esta cifra es superior a la estimación facilitada en su momento por Salas, los autores hacen hincapié en que de ella están excluidas las ejecuciones judiciales practicadas en las localidades de los alrededores de la capital[86].
Conviene recalcar que quien espere encontrar en el presente libro un número «exacto» de ejecuciones cumplimentadas durante la posguerra se sentirá decepcionado. Este estudio se ha interesado más bien por los criterios empleados por los tribunales castrenses a la hora de sentenciar a muerte a tantas personas. Su análisis se basa en 3189 veredictos de pena capital dictados durante el período 1939-1944, así como en una muestra aleatoria de otras 2000 sentencias, pues, a la hora de examinar la naturaleza de la justicia militar, las causas que no se saldaron con un veredicto de pena de muerte son tan significativas como las que sí tuvieron tal conclusión. Nadie puede pretender que la primera de esas cifras represente la totalidad de penas capitales impuestas en la provincia de Madrid tras el final de la Guerra Civil; un somero cotejo con los ficheros disponibles en torno a lo acaecido en el Cementerio del Este durante esos años pone de manifiesto que la colección de sentencias militares guardada en los archivos de Alcalá de Henares está incompleta. Pero, al menos, la información contenida en la colección del AGA implica que podemos aumentar la cantidad mínima de ejecuciones hasta las 3113 de carácter judicial de las que tenemos actualmente registro para la provincia de Madrid entre abril de 1939 y febrero de 1944. En ese número están incluidos los ya mencionados 2663 fusilamientos del Cementerio del Este, los 72 llevados a cabo en la capital en abril de 1939 y otras 378 ejecuciones en el resto de la provincia[87].
Nuestra cifra aún dista mucho de aquellas otras estimaciones que apuntaban a 15 000 personas ejecutadas (por no hablar de las que se situaban en torno a la cota de las 100 000). ¿Cabe atribuir tal diferencia a la existencia en su momento de miles de ajusticiamientos extrajudiciales? Es cierto que hubo asesinatos arbitrarios en las semanas inmediatamente posteriores a la ocupación franquista de Madrid en marzo de 1939. Eso está admitido incluso en las fuentes internas de los franquistas[88]. También es verdad que el uso generalizado de la tortura a cargo de las fuerzas de seguridad provocó bastantes muertes. Las comisarías de policía de las calles Almagro, Alcalá y Núñez de Balboa, así como el Ministerio de la Gobernación, sita en la Puerta del Sol, adquirieron una reputación particularmente truculenta en ese apartado[89]. Pero no existen pruebas irrefutables de que se produjeran ejecuciones extrajudiciales de manera sistemática a lo largo de un período prolongado. Esa impresión se ve reforzada, además, por el valioso testimonio de Cipriano Mera[90]. Mera, comandante anarquista de las fuerzas republicanas durante la Guerra Civil, huyó al África del norte francesa en marzo de 1939. Extraditado a España por la Francia de Vichy en febrero de 1942, fue condenado a muerte por un tribunal militar en Madrid en abril de 1943 (aunque su pena le sería conmutada ese mismo mes de julio). De enero de 1942 a julio de 1943, Mera estuvo encarcelado en la mayor prisión para hombres de Madrid, la de Porlier. Durante su reclusión, compiló los nombres de todos aquellos presos sacados de la cárcel y ejecutados (un total de 500 reclusos). Más del 90% de estos aparecen registrados en los ficheros sobre los fusilamientos del Cementerio del Este que están ya integrados en nuestra estimación mínima[91].
En todo caso, aunque los asesinatos arbitrarios no dejan tras de sí un rastro de papel, quedan, cuando menos, los restos de las personas muertas. Hoy sabemos infinitamente más que antes sobre los emplazamientos de fosas comunes de aquel entonces gracias a los incansables esfuerzos de una entidad ciudadana, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), creada en el año 2000 por Emilio Silva y Santiago Macías. El principal objetivo inicial de esta organización era la detección y excavación de fosas comunes, presionando al mismo tiempo al entonces gobierno conservador del Partido Popular, encabezado por José María Aznar (nieto del mencionado periodista franquista Manuel Aznar), para que se hiciera cargo de todo ese proceso[92]. Los resultados de los trabajos de la ARMH indican que las elevadas estimaciones del número de ejecuciones en el Madrid de la posguerra que se dieron en aquel momento a partir de indicios eminentemente anecdóticos son (por usar un término de Santos Juliá) «impresionistas» y poco fiables[93]. Tal es también la conclusión de la mayoría de los historiadores españoles que han estudiado ámbitos más localizados; en la provincia vasca de Guipúzcoa, por ejemplo, el cónsul británico informó en enero de 1945 que, en el período 1936-1944, se habían llevado a cabo 4596 ejecuciones[94]. La estimación actual se sitúa más bien en torno a las 600[95].
Los estudios locales sugieren también una correlación clara entre la burocratización que el régimen aplicó al proceso asesino y el descenso correspondiente en el número de ejecuciones. En aquellas provincias que estuvieron bajo control de los rebeldes desde un principio, la inmensa mayoría de ajusticiamientos se produjeron antes de que empezara a instituirse el sistema de justicia militar en el invierno de 1936-1937[96]. Por ejemplo, más del 90% de las 2789 ejecuciones registradas en la provincia de Navarra y el 80% de las casi 7000 de la de Zaragoza tuvieron lugar en 1936[97]. En términos absolutos, el número de ejecuciones fue por lo general superior en aquellas provincias donde los asesinatos arbitrarios eran ya la norma en el verano de 1936 que en aquellas otras ocupadas al final de la Guerra Civil o cuando esta estaba próxima a acabar, y ello con independencia de otros factores, como el número de habitantes o la fortaleza de las organizaciones republicanas locales. Como acabo de comentar, Navarra, la única provincia donde la rebelión militar contó con amplio apoyo popular, fue escenario de 2789 ejecuciones; comparemos esa cifra, por ejemplo, con los 1716 que se produjeron en Barcelona a partir de enero de 1939[98].
La evolución desde los ajusticiamientos arbitrarios hacia las ejecuciones por orden judicial tiene un reflejo paralelo en la modificación de la lógica aplicada durante ese proceso. En el verano de 1936, el simple hecho de que una persona estuviera asociada a una organización del Frente Popular era motivo más que suficiente para darle muerte; sin embargo, si analizamos con detalle las penas capitales dictadas en Madrid a partir de marzo de 1939, veremos que las ejecuciones estaban reservadas fundamentalmente ya por aquel entonces a aquellas personas que las autoridades castrenses consideraban responsables de «crímenes de sangre» cometidos en la provincia durante la Guerra Civil. Con esto no pretendo dar crédito a la propaganda franquista que proclamaba que la justicia del régimen estaba circunscrita a quienes tenían «las manos manchadas de sangre». A fin de cuentas, las ejecuciones eran solamente un aspecto más de una represión con múltiples formas y frentes. Además, el nivel probatorio requerido para garantizar una pena de muerte era atrozmente bajo, sobre todo en 1939. Teodoro Barrero, un herrero de 40 años de edad, fue sentenciado a la pena capital y ejecutado en Madrid, en mayo de 1939, por haberse «jactado» de participar en asesinatos. La sentencia apuntó concretamente que, «en cierta ocasión», Barrero se mostró «malhumorado» porque uno de los quince presos derechistas a los que había intentado matar se había fugado[99].
Pero, aunque la justicia militar de la posguerra fue ciertamente severa, no tuvo carácter exterminador[100]. Las condenas por «crímenes de sangre» no sirvieron de fachada para una liquidación física de enemigos definidos por criterios impersonales como la clase social. Los tribunales castrenses no admitían a trámite por sistema y sin excepciones toda acusación de asesinato o de persecución de derechistas formulada contra individuos cuyo historial político los señalaba claramente como «rojos». Por poner solo un ejemplo, Bernardo Espejo, un jornalero agrícola de 43 años de edad, fue teniente de alcalde y vicepresidente local del PSOE en la localidad de Alcobendas durante la Guerra Civil. Pero, pese a ser acusado de perseguir a un derechista, un tribunal militar de Colmenar Viejo lo absolvió en noviembre de 1939[101]. Aun así, las autoridades castrenses vieron en los asesinatos perpetrados en la zona republicana una confirmación de la naturaleza esencialmente criminal de la ideología «roja». Tal era la tesis mantenida en un informe militar dedicado a detallar los «crímenes rojos» cometidos a partir de 1938: «Solo la doctrina marxista […] puede haber producido en España, tras largos años de tolerado cultivo, el horrible estrago que supone el envenenamiento y subversión de tantas conciencias y conductas, convirtiendo a ciudadanos honrados en bárbaros criminales[102]».
Pero si nos centráramos exclusivamente en las ejecuciones, correríamos sin duda el peligro de ignorar la significación general de la justicia militar. Como veremos en el capítulo 3, solo una minoría de causas culminaron en una condena a muerte. Lo que convierte a la justicia militar de la posguerra en un fenómeno tan singular es el intento de imposición por parte de esta de la idea según la cual los rebeldes eran los representantes del gobierno legítimo de España desde julio de 1936. Las autoridades militares instaladas en Madrid —al mando de unas fuerzas armadas que en 1939 respondían a la reveladora denominación oficial de Ejército de Ocupación— llevaron ese razonamiento invertido a su conclusión lógica. El bando del 29 de marzo de 1939 que declaraba el estado de guerra en Madrid proclamaba que los tribunales militares perseguirían a toda persona que hubiera cometido «crímenes» durante la Guerra Civil[103]. Además de esa misión de límites indefinidos, las autoridades castrenses asumieron mediante una serie de edictos subsiguientes la apertura obligatoria por parte de la justicia militar de diligencias por delito de rebelión contra colectivos ocupacionales enteros como el de los funcionarios o el de los trabajadores de los transportes públicos. La elección de esas ocupaciones en concreto no tuvo nada de accidental: se fundamentó más bien en la utilidad que se les atribuyó en la ayuda y el sostenimiento de la «rebelión militar». Aun así, eso significaba investigar a una inmensa franja de la sociedad madrileña. Solo el sector del transporte empleaba a 30 000 trabajadores de la provincia en 1933[104].
El castigo impuesto a muchos madrileños por el delito de «rebelión» trascendió las divisiones políticas (izquierda-derecha) y de clase existentes en Madrid. Si bien los partidarios obreros y campesinos del Frente Popular fueron indudablemente las víctimas principales, los tribunales castrenses no solo condenaron a individuos de todos los orígenes socioeconómicos posibles, sino que también encausaron sistemáticamente a derechistas que habían servido en secreto a los intereses de la causa franquista desde puestos y cargos del Estado republicano. Un ejemplo de ello es el de Julián Vidal Torres, el primer gobernador civil franquista de Guadalajara en marzo de 1939. Vidal, abogado de profesión, fue fiscal militar republicano durante la Guerra Civil. Pero también actuó como agente para el organismo encargado de la información militar de los franquistas, el Servicio de Información y Policía Militar (SIPM), y como tal, trató de sabotear las tareas del tribunal castrense al que estaba asignado. En marzo de 1939, convertido ya en líder de un grupo falangista clandestino en Guadalajara, negoció con el mando republicano local la rendición pacífica de la provincia. Pese a ello, al haber trabajado en un tribunal militar republicano, fue hallado culpable de rebelión y sentenciado a doce años de cárcel en julio de 1941. Falleció en julio de 1942[105].
La justicia militar franquista vino a ser un reflejo más (aunque magnificado hasta la exageración) de una larga tradición de interferencia castrense en los asuntos civiles. El fin primero del ejército era «sostener la independencia de la patria y defenderla de enemigos exteriores e interiores». Tal misión no se originó en julio de 1936, sino que se hallaba consagrada ya en el artículo 2 de la Ley Constitutiva del Ejército de 1878[106]. La intervención se materializó por vías y formas diversas. Para empezar, en julio de 1936, el ejército (o, mejor dicho, un sector de la oficialidad de este), arrogándose la representación de la «voluntad nacional», se «pronunció» contra un gobierno. Lo que tal vez no sea tan conocido es el hecho de que, incluso durante la Segunda República, las fuerzas armadas contaban asimismo con amplios poderes para castigar a miembros de la población civil por el delito de «rebelión»[107]. No es casualidad, por lo tanto, que los tribunales castrenses de la posguerra no solo se remitieran con frecuencia a la ley de 1878 como fuente de su legitimidad, sino que también se regularan conforme a un código legal que databa de 1890.
La justicia militar fue solo un aspecto más del dominio que el ejército tuvo sobre el proceso represor. La instrucción de causas por responsabilidades políticas fue competencia exclusiva del Cuerpo Jurídico Militar hasta febrero de 1942. El general Saliquet, capitán general de la Primera Región Militar (y, por ende, la autoridad militar superior en Madrid), también ostentó desde 1941 la presidencia del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo. Pero, por encima de todo, el ejército ocupó el cargo clave de la Vicepresidencia del Gobierno, que, tras la reorganización administrativa llevada a cabo en agosto de 1939, pasó a ser la Subsecretaría de la Presidencia. Desde ese puesto, el general Jordana y sus sucesores, el coronel Galarza (desde agosto de 1939) y el capitán Carrero Blanco (desde mayo de 1941), controlaron las jurisdicciones especiales creadas por la LRP y la LRMC[108]. Esa ascendencia militar tuvo su contrapartida en una creciente debilidad falangista.
De hecho, uno de los temas que recorren este libro es el fracaso de los falangistas en sus intentos por afirmar su control sobre el proceso represor, un fracaso que reflejó la incapacidad del partido para realizar la «revolución judicial» que pretendía llevar a cabo a finales de la década de 1930 y principios de la de 1940. Las propuestas que pedían convertir a la Falange en base exclusiva de la justicia en el Estado franquista nunca llegaron a materializarse[109]. El partido no logró siquiera garantizar para sus dirigentes inmunidad frente a las disposiciones establecidas en la Ley sobre Represión de la Masonería y Comunismo. En octubre de 1941, el líder sindical falangista Gerardo Salvador Merino fue condenado por masón. Como veremos en el capítulo 6, no sería el único miembro del partido que tendría que vérselas con el Tribunal Especial.
Si el ejército marginó a la Falange en las labores de castigo de los oponentes ideológicos del régimen, la Iglesia usurpó el papel que el partido pretendía atribuirse en cuanto a la «reeducación» de estos. El título del semanario oficial de las prisiones era Redención. Los capellanes (y no los ideólogos del partido) eran los responsables de inculcar valores del régimen en los presos republicanos. Los reclusos obtenían reducción de condena si aprobaban exámenes de religión, y no mediante demostración alguna de conocimiento de la doctrina falangista[110]. La influencia de la Iglesia en la política penitenciaria franquista no resulta en absoluto sorprendente si tenemos en cuenta que los cargos clave dentro de ese sistema estaban monopolizados por miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), una organización católica seglar. Tomás Rodríguez, conde de Rodezno, y Esteban Bilbao —ambos ministros de Justicia entre finales de la década de 1930 y comienzos de la de 1940— eran «propagandistas». También lo era el primer Director General de Prisiones de la posguerra, Máximo Cuervo, así como el director de Redención, José Sánchez de Muniain[111]. La represión de posguerra consistió principalmente, pues, en «el maridaje de la mentalidad de cuartel con la de sacristía[112]».
Al final, la incapacidad falangista para hacerse con el control de la represión de posguerra redundaría inesperadamente en su propio bien. Sirvió para exculpar al partido de la responsabilidad exclusiva por la crisis en la que entró ese sistema represor y que se hizo evidente ya a partir del invierno de 1939-1940. Los tribunales castrenses de Madrid tuvieron problemas para procesar las miles de instrucciones abiertas en 1939 por delitos de «rebelión militar»; las dificultades se agravarían por la oleada de denuncias de «crímenes» presentadas ante las autoridades militares por denunciantes civiles, personas de a pie, en las semanas siguientes a la ocupación franquista de Madrid. El resultado inevitable de tal situación fue la masificación de las prisiones. Se ha calculado que, en 1940, había ya unos 50 000 reclusos penitenciarios en la capital[113]. El propio Ministerio de Justicia admitiría más tarde que, en 1939, las prisiones de todo el país tenían un capacidad potencial para solo 20 000 internos[114]. Pero aquella era una crisis nacional, que no se ceñía, por tanto, únicamente a Madrid; Franco fue informado en mayo de 1940 que, al ritmo de sentencias que se observaba por entonces, harían falta tres años para que los juzgados y tribunales militares instruyeran y procesaran las causas que tenían acumuladas en espera, sin contar las que se abrieran a partir de aquel momento[115].
Las autoridades aplicadoras de la LRP estaban en similares aprietos (si no peores) porque el ámbito y alcance de su ley en particular era potencialmente más amplio incluso que el de la justicia militar. La condena de un tribunal castrense era solo uno de 17 posibles factores determinantes de responsabilidades políticas[116]. La característica más destacada de la LRP radicaba en la resolución con la que el régimen se había propuesto castigar a cualquiera que pudiera haber contribuido a la «rebelión». De ahí que el artículo I proclamara que incluso una actitud de «pasividad» entre el 1 de octubre de 1934 (fecha de la fracasada insurrección revolucionaria) y el 18 de julio de 1936 fuese merecedora de sanción[117]. En octubre de 1941, las autoridades responsables de la aplicación de la LRP en Madrid habían incoado ya 6629 instrucciones y tenían 17 498 causas pendientes de instruir. A nivel nacional, para esas fechas se había iniciado ya la instrucción de 125 286 sumarios, pero había otras 101 440 causas pendientes de investigación[118].
La crisis fue, pues, la inevitable consecuencia de la implementación de una justicia retroactiva mal definida. Es interesante comprobar hasta qué punto la experiencia franquista prefiguraría en muchos sentidos las experiencias de posguerra de aquellos gobiernos democráticos occidentales que trataron de castigar a los colaboradores tras la liberación de sus respectivos países del yugo alemán en 1944-1945. Con esta comparación no pretendo establecer ningún tipo de equivalencia moral entre la represión franquista posterior a la Guerra Civil y las purgas de colaboradores proalemanes durante la posguerra, sino simplemente poner de relieve que el objetivo de castigar la «colaboración» supuso la utilización de un derecho retroactivo erróneamente concebido como tal. En Francia, por ejemplo, el general De Gaulle —sentenciado en rebeldía a la pena de muerte por un tribunal militar francés el 2 de agosto de 1940 por el delito de deserción— fue la máxima autoridad supervisora (en su calidad de presidente del gobierno provisional) de una amplia purga de partidarios del gobierno de Vichy —legalmente constituido— y de colaboradores con los alemanes durante el bienio 1944-1946[119]. A cualquier funcionario que hubiera ejercido como tal bajo el régimen de Vichy se le podían atribuir responsabilidades penales si había participado voluntariamente «en actividades antinacionales[120]». El gobierno provisional francés creó, por añadidura, la figura delictiva de la «indignidad nacional» por decreto del 26 de agosto de 1944. Ese delito, conforme a una lógica sorprendentemente similar a la de la LRP, era aplicable a cualquier francés que, aunque no hubiera cometido actos delictivos concretos de colaboración, fuese culpable de actividades definidas como «antinacionales». Entre los actos específicos de «indignidad nacional» se incluían la pertenencia pasiva a organizaciones colaboracionistas y la publicación de escritos favorables a la colaboración. Tales delitos eran perseguidos y castigados por un sistema de tribunales especiales —chambres civiques— paralelo al que juzgaba los actos delictivos de «colaboración» —cours de justice—. Las sanciones aplicables a los primeros, sin embargo, estaban restringidas a una serie de inhabilitaciones civiles destinadas a vedar al culpable el acceso a cualquier cargo o puesto de influencia política. Entre las mismas se incluían la prohibición de ejercer un empleo público, la exclusión de toda función directiva en las empresas semipúblicas, y la prohibición del ejercicio de toda profesión jurídica, docente o periodística[121].
Otros países en los que se combinó el castigo penal retroactivo por colaboración con una legislación punitiva de cargos parecidos a los de la «indignidad nacional» fueron Bélgica, Dinamarca, Noruega y Holanda[122]. En este último Estado, por ejemplo, no solo la pertenencia a grupos nazis o fascistas era considerada una indignidad nacional, sino también la mera «simpatía» con el nazismo o con un «modo de pensar nazi». Al igual que en la España franquista, el resultado de esos mal definidos sistemas de castigo retrospectivo fue la incoación de miles de causas. En Francia, las cours de justice y las chambres civiques instruyeron 163 077 casos en total hasta el final de 1948[123]. En Holanda, los tribunales llegaron a abrir la increíble cifra de 300 000 causas, incluidas las de 60 000 ciudadanos y ciudadanas que acabarían perdiendo su nacionalidad holandesa y sus propiedades por haber sido miembros de organizaciones militares y policiales patrocinadas por los alemanes.
Como en la España franquista de posguerra, los mecanismos administrativo-judiciales empleados para depurar a colaboradores no pudieron hacer frente a semejante número de causas. En Holanda, por ejemplo, 250 000 personas llegaron a estar pendientes de juicio. En Noruega, había 60 000 causas por completar en 1946. En Francia, se produjo «un atasco judicial sin precedentes» y se tardaron casi dos años en conseguir que la lista de espera de causas pendientes de juicio ante las cours de justice se redujera por debajo de las 20 000[124]. La solución adoptada para salvar esa crisis fue la amnistía: en Francia, por ejemplo, las amnistías introducidas sucesivamente tras el retorno de los diputados derechistas al Parlamento en junio de 1951 hicieron disminuir la cifra de presos con cargos de ese tipo desde los 4000 que había en enero de 1951 hasta solo 18 en 1958[125].
Franco prometió, sin embargo, en su discurso de Año Nuevo de 1940 «liquidar los odios y pasiones de nuestra pasada guerra [civil], pero no al estilo liberal, con sus monstruosas y suicidas amnistías[126]». El régimen respondió a la crisis surgida en la represión de posguerra entre 1940 y 1941 revisando condenas a la baja y concediendo la libertad condicional en masa a un gran número de presos. De cerca de 300 000 en 1940, las cifras de presos de la Guerra Civil cayeron hasta un total de 4052 en septiembre de 1947[127]. El alcance de la Ley de Responsabilidades Políticas se redujo en febrero de 1942; la norma sería abolida definitivamente en abril de 1945. Pero la Ley sobre Represión de la Masonería y del Comunismo no sería derogada hasta 1963, y tampoco se declararía una amnistía para los «crímenes» de la Guerra Civil hasta el trigésimo aniversario del final del conflicto, en 1969. Y aun entonces, el preámbulo del decreto continuaba refiriéndose a la contienda civil con la denominación de «Guerra de Liberación». La división fundamental entre «españoles» y «antiespañoles» seguía todavía en pie.
Aunque la liquidación de la represión tuvo muy poco que ver con una verdadera reconciliación, sigue siendo digna de reseña en una serie de aspectos. En primer lugar, frente a las dificultades en aumento, el régimen no se inclinó por abandonar la vía de los procedimientos judiciales para acelerar trámites, sino que simplemente optó por poner término al proceso de enjuiciamientos por responsabilidades penales y políticas supuestamente contraídas durante la Guerra Civil. En segundo lugar, el proceso de liquidación respondió a presiones más internas que externas. La revisión de las penas se inició en enero de 1940; la primera ley de concesión generalizada de la libertad condicional para presos condenados por delitos de la guerra se promulgó en junio de 1940, y la reforma de la LRP tuvo lugar en febrero de 1942. Lo más revelador de todo tal vez fuera el hecho de que el ritmo de las ejecuciones en Madrid y el resto de provincias decayó rápidamente a partir de 1941[128]. Difícilmente puede entenderse, pues, el final de la represión en masa en la España franquista como una consecuencia directa de la inminente derrota en la Segunda Guerra Mundial de las potencias valedoras de Franco durante la Guerra Civil (la Alemania nazi y la Italia fascista), y menos aún —dado el papel subordinado de la Falange en el proceso de represión— como un intento de parte del propio régimen de despojarse de su pasado «fascista» ante las potencias occidentales victoriosas.
Pero, llegados a ese punto, estaríamos aproximándonos ya al final del período aquí estudiado. De momento, el capítulo 1 de este libro regresa a marzo de 1939 y a cómo impartieron su autoridad los franquistas en la (entonces) recién ocupada capital de España. Ese ejercicio de afirmación autoritaria se basó en dos concepciones contradictorias del papel desempeñado por la propia Madrid. Por una parte, se entendía que la Villa y Corte había sido víctima del «Terror Rojo» durante la Guerra Civil. Si bien las investigaciones modernas indican que 8815 personas fueron asesinadas en Madrid durante la contienda, los franquistas creían en marzo de 1939 que esa cifra era muy superior. En ese sentido, los recuerdos de la violencia republicana durante la Guerra Civil tuvieron una especial influencia en la represión posterior. Pero también se recordaba que Madrid se había convertido en la capital de la «rebelión» (republicana) en julio de 1936 y había resistido frente a las fuerzas franquistas durante más de dos años. Por decirlo de otro modo, el régimen se concebía a sí mismo simultáneamente como «liberador» y «ocupante» de Madrid, una contradicción que marcó la puesta en práctica de la represión en esta provincia. Así pues, incluso quienes acogieron con entusiasmo la llegada de las tropas franquistas el 28 de marzo tendrían que responder de sus actividades durante la Guerra Civil.
Los capítulos 2 y 3 examinan la jurisdicción represiva encargada de enjuiciar las «responsabilidades» penales en las que los acusados pudieran haber incurrido durante la Guerra Civil, o lo que es lo mismo, el sistema de justicia militar. El capítulo 2 estudia las razones históricas por las que el ejército pudo arrogarse tales poderes. En esas páginas se pone de manifiesto que las autoridades castrenses aceptaron el supuesto de que todo aquel que permaneció en Madrid durante la Guerra Civil podía ser culpable de «rebelión militar» y actuaron en consecuencia. El capítulo 3 analiza cómo afrontó el régimen las inevitables consecuencias de esa justicia militar invertida. En él se explica que, a partir de 1940, fue creciendo en el régimen la sensación de que el enjuiciamiento de las «responsabilidades» penales contraídas durante la Guerra Civil era un «problema», por lo que procedió a ponerle fin moderando la política de sentencias impuestas por los tribunales militares y concediendo la libertad condicional a numerosos presos condenados por delitos relacionados con la guerra.
En el capítulo 4 se estudia la implementación de la Ley de Responsabilidades Políticas, la jurisdicción represiva que pretendía arrancar compensaciones económicas de aquellos considerados culpables de causar el prolongado conflicto civil previo. Tras analizar los precedentes normativos de la LRP durante la propia Guerra Civil, el capítulo examina también la peculiar definición del concepto de responsabilidad política que se hacía en el articulado de aquella ley —que atribuía la responsabilidad principal de la Guerra Civil al Frente Popular— y la compleja estructura burocrática de su aplicación. En él se sugiere que la LRP era inherentemente defectuosa por su propia finalidad: la de obtener compensación de los individuos inculpados. Así quedó demostrado en la crisis a la que, ya por el año 1941, se vieron abocadas las autoridades aplicadoras de la LRP en Madrid, pues el dinero recaudado era escaso debido al elevado número de instrucciones inconclusas o pendientes de apertura. Esa crisis, que no se limitó únicamente a Madrid, forzó al régimen a emprender una reforma general de la legislación sobre responsabilidades políticas en 1942. En este capítulo se comentan los motivos tanto de que la reforma de 1942 fuese un fracaso en Madrid y en otras provincias, como de la derogación en última instancia de la LRP en abril de 1945.
El capítulo 5 aborda la puesta en práctica de las meticulosamente planeadas purgas ocupacionales y profesionales que se practicaron a partir del 28 de marzo de 1939 en Madrid. La influencia de la LRP en ese proceso de «limpieza» es evidente: las comisiones que se establecieron en sectores tan diversos como el del transporte público o el del deporte adoptaron las mismas definiciones de responsabilidad política para depurar su plantilla de trabajadores y directivos. Esas purgas eran de central importancia para que el régimen pudiera aplicar sus propias concepciones de «seguridad» y «reconstrucción». Pese a todo, su función era específica: determinaban si un individuo podía continuar ejerciendo su misma profesión o empleo de antes de la guerra.
Por último, el capítulo 6 se ocupa de la Ley sobre Represión de la Masonería y del Comunismo. Habrá quien se pregunte por qué era necesaria una ley así, en vista de que las otras vías de represión ya facilitaban el castigo a masones y a comunistas. La respuesta reside en el temor que el régimen sentía ante el fantasmagórico poder de la supuesta conspiración mundial «judeo-masónico-bolchevique». El régimen estaba convencido no solo de que aquella conspiración había contribuido a causar la «rebelión», sino también de que seguía siendo una amenaza para España incluso después de la victoria franquista en 1939. En cualquier caso, ese capítulo nos revela que la LRMC se aplicó casi exclusivamente contra la masonería; los instructores de causas en aplicación de la mencionada ley prestaron una atención considerable a Madrid porque allí radicaba la segunda mayor comunidad masónica de toda España tras la de Andalucía antes de la Guerra Civil.
El hecho de que este estudio se centre en Madrid facilita un análisis de mayor alcance sobre la represión de posguerra en España en general. Y es que, aunque esta no tuvo carácter de exterminio, en ningún caso deberíamos subestimar su impacto. Dada la naturaleza del papel de Madrid en la Guerra Civil, la lógica invertida de la «justicia al revés» supuso que todos los sectores se vieran afectados en mayor o menor grado por la represión posterior. Además, la estructura interrelacionada del proceso represor significó que muchos individuos se vieran sometidos a múltiples investigaciones simultáneas. El caso de Antonio Vidal y Moya no fue atípico en ese sentido. Vidal y Moya era el protagonista de una carta enviada el 17 de junio de 1943 por su amigo Julio de Rentería, director gerente de la empresa Elizalde, S. A., a Wenceslao González Oliveros, presidente del Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas y miembro del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo. Julio de Rentería explicaba allí a González que Vidal y Moya había sido sometido a no menos de cuatro sumarios distintos desde marzo de 1939. En concreto, tuvo que hacer frente a una investigación militar obligatoria porque era capitán de ingenieros antes de la guerra; fue investigado también en aplicación de la LRMC por ser sospechoso de pertenecer a una logia masónica; también fue enjuiciado en virtud de la LRP por haber sido objeto de una investigación en aplicación de la LRMC[129], y, finalmente, por su condición de abogado, fue investigado asimismo por el Colegio de Abogados de Madrid para determinar si reunía los requisitos necesarios para ejercer la abogacía en la España franquista. A González se le informaba en aquella misiva de que, aunque las causas incoadas por las jurisdicciones militar y antimasónica contra Vidal y Moya habían sido archivadas unos pocos meses antes, el instructor del Colegio de Abogados de Madrid se había negado a archivar su propia investigación de depuración profesional hasta que recibiera notificación oficial del archivo de la causa abierta contra Vidal y Moya por el tribunal de la LRMC. Julio de Rentería rogaba a González que, como magistrado del Tribunal Especial de la LRMC que era, acelerara los trámites de envío de dicha notificación, pues «el hambre es mala consejera y este hombre lleva tres años esperando unas resoluciones que necesita para poder dar de comer a sus cinco hijos[130]». Así era la justicia franquista.