CONCLUSIÓN
Un día de 1944, el entonces director general de Prisiones, Ángel Sanz, fue saludado por su portero, Claudio Borque, no con la fórmula fascista de costumbre, sino con un «¡salud!», al más característico estilo republicano. Sanz ordenó de inmediato la detención de Borque. Más tarde, al reflexionar sobre aquel incidente, Sanz atribuyó aquella imprudencia de su subordinado a un equívoco en la interpretación de las medidas «humanitarias» decretadas por el régimen. Era evidente, pensó él, que Borque se había confundido creyendo que la puesta masiva en libertad condicional de presos de la Guerra Civil significaba por fin la llegada de una verdadera reconciliación entre vencedores y vencidos[1].
Lo cierto, sin embargo, fue que la liquidación del sistema represivo de posguerra tuvo lugar sin que el régimen modificara en lo esencial (y menos aún repudiara) la lógica impulsora de los castigos y las purgas en masa contra los derrotados. González Oliveros, quien, desde la presidencia del Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas, abogó por una política de liquidación de la LRP y acabó llevándola a cabo, siempre defendió el principio según el cual «los culpables» que causaron la Guerra Civil y persistieron en su resistencia al gobierno «legítimo» tras julio de 1936 debían pagar por el daño que habían ocasionado a España. A la vez que condenaba las purgas «ilegales» de colaboradores de los nazis en la Europa posterior a la liberación de 1944-1945, él mismo escribió que la LRP fue «el procedimiento indispensable para restablecer el orden jurídico violado por tan monstruosa multitud de crímenes de derecho común» cometidos por el Frente Popular[2].
Esto explica por qué el sistema represor construido durante la Guerra Civil e inmediatamente después sobrevivió bajo una u otra forma hasta las décadas de 1960 y de 1970. El propio González Oliveros presidiría la Comisión Liquidadora de la LRP hasta su fallecimiento en abril de 1965; también continuó siendo miembro del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo hasta su disolución en 1964[3]. Hasta abril de 1963 no dictaría la justicia militar la última pena de muerte por «crímenes de sangre» relacionados con la Guerra Civil: la que se impuso al líder comunista Julián Grimau[4]. El empleo de presos políticos como mano de obra forzada continuó hasta la disolución del último de aquellos destacamentos penitenciarios en 1970, a la conclusión de un contrato de la constructora Banús para la edificación de viviendas de lujo a las afueras de Madrid[5].
La catalogación que el régimen hacía de la disidencia política como «delincuencia» también se mantuvo invariada en lo fundamental. En octubre de 1973, el historiador franquista y a la sazón director general de Cultura Popular, Ricardo de la Cierva, recibió una solicitud de un estudiante madrileño de 23 años para acceder a los archivos de Salamanca al efecto de realizar labores de investigación. De la Cierva denegó la petición tras consultar un informe (supuestamente) policial en el que se indicaba que el solicitante era una «persona de malos antecedentes políticos» y que había sido procesado judicialmente por su participación en una huelga de la construcción en 1971. El director general escribió entonces al almirante Fontán, máximo responsable administrativo del archivo, manifestándole su indignación por el hecho de que aquel estudiante, «un sujeto absolutamente indeseable para entrar en los Archivos de Salamanca», pudiera «pensar que somos tan estúpidos como para atreverse siquiera a formular la solicitud». De la Cierva llegó incluso a ofrecerse él mismo para redactar una contundente carta de denegación en el caso de que Fontán estuviese ocupado en otros menesteres[6].
Ni que decir tiene que la caracterización continua de los oponentes políticos como criminales o delincuentes tuvo lugar también en contextos más serios. Así, como respuesta a las actividades del maquis (guerrilla antifranquista de la posguerra que actuaba bajo dirección comunista), el régimen promulgó una ley contra «el bandidaje y el terrorismo» en abril de 1947[7]. El hecho de que la lucha implacable contra el maquis hasta su eliminación definitiva a comienzos de los años cincuenta coincidiera con la excarcelación masiva de presos de la Guerra Civil a lo largo de la década de 1940 sirve para recordarnos hasta qué punto confiaba el régimen en que estas personas en libertad condicional no se iban a dedicar a actividades políticas antifranquistas[8]. Pero el castigo de los tribunales militares contra los oponentes políticos de posguerra por el delito de rebelión siguió siendo un rasgo permanente del régimen hasta su final. Así, en 1974-1975, los últimos años de Franco en el poder, al menos 305 acusados civiles comparecieron ante tribunales castrenses bajo el cargo de «insultar» a las fuerzas armadas, «desobedecer» a una autoridad militar o amenazar la seguridad del Estado[9].
La curiosa coexistencia de una masiva puesta en libertad condicional de presos de la Guerra Civil y de una enérgica represión de la oposición política en la España de la década de 1940 no fue un hecho aislado. Vino a ser un preludio (a mucha mayor escala) de la «normalización» que tendría posteriormente lugar al término de la guerra civil griega en 1949. Partiendo de unas cifras máximas de entre 40 000 y 50 000 presos en el momento del cese de hostilidades entre la guerrilla comunista y el gobierno derechista apoyado por Washington, el régimen monárquico triunfante dictó una serie de decretos a comienzos de la década de 1950 en los que se ordenaba la revisión de sentencias (incluidas las 14 000 pronunciadas por los tribunales militares especiales) y la puesta en libertad condicional de reclusos. En 1955, el número de presos políticos se había reducido ya hasta los 4458[10]. Pero las autoridades griegas siempre negaron que hubiera habido una guerra civil: preferían hablar de una «guerra contra el bandidaje[11]». Además, la serie de medidas legales «excepcionales» contra los insurgentes instituidas durante el conflicto se mantuvieron vigentes hasta 1962, año en el que se publicó el decreto que dio aquella guerra por oficialmente «terminada»[12].
Pero el hecho de que la liquidación de la represión de la Guerra Civil en España no se fundamentara sobre un verdadero deseo de reconciliación no significa que fuera un proceso irrelevante. En Madrid (y en otras provincias y regiones), las ejecuciones masivas finalizaron en 1941; pocos de los presos recluidos por delitos relacionados con la Guerra Civil cumplieron realmente sus penas íntegras, y, de hecho, pocas investigaciones incoadas en aplicación de la LRP terminaron en sentencia. Al afirmar esto, no pretendo ni mucho menos que neguemos las injusticias cometidas con las víctimas de Franco, sino que nos preguntemos más bien por qué hacia mediados de la década de 1940 el régimen había abandonado ya sus ambiciosas intenciones iniciales de castigar a los «rebeldes» militares y de depurar las influencias «antiespañolas» que las autoridades franquistas creían presentes en el seno mismo de la nación, para conformarse con el objetivo (más modesto) de reprimir la actividad política antifranquista detectada a partir de la posguerra. Se trata de una pregunta que no ha atraído aún un gran interés académico. De hecho, la selección misma de los períodos de análisis realizada por algunos historiadores locales impide por fuerza la elaboración de explicaciones válidas. Los diversos estudios de la provincia de Sevilla, por ejemplo, terminan en 1937[13]. Otros estudios locales, como los de Teruel y Cáceres, se extienden solamente hasta el momento de la victoria de Franco en la Guerra Civil[14]. Y aunque el estudio que María Jesús Souto realiza sobre la provincia de Lugo sí va más allá del final de la contienda y alcanza a parte de la posguerra, se detiene en 1940[15].
Por otra parte, leyendo algunas crónicas generales de la represión, cualquiera diría que ese proceso de liquidación jamás tuvo lugar. Apenas se menciona, por ejemplo, en el estudio sobre la España franquista que Michael Richards publicó en 1998. Solo se hace una mínima referencia en una nota al pie, en la que erróneamente afirma que las «primeras medidas de gracia importantes fueron concedidas en octubre de 1945 debido a las presiones de los Aliados, al término de la Segunda Guerra Mundial[16]». Lo cierto, como hemos visto, es que las pruebas no sustentan esa interpretación. En lo que a la justicia militar respecta, el año de los grandes triunfos alemanes en la Europa occidental, 1940, coincidió curiosamente con un punto de inflexión (a la baja) en la política sentenciadora. Y en 1941, cuando Alemania era ya dueña y señora de la Europa continental, el régimen franquista excarceló a un número significativo de presos y estaba sumido en pleno debate interno al más alto nivel en torno a la necesidad de reformar la LRP.
De hecho, bien podría aducirse que la cambiante situación internacional de los años siguientes, lejos de acelerar la liquidación del sistema de represión relacionada con la Guerra Civil, tal vez la obstaculizara. En 1944, González Oliveros intentó dimitir de sus cargos en el Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas y en el Tribunal Especial antimasónico. Si bien su pretendida renuncia tenía mucho que ver con su fatiga personal, también era síntoma del temor de que el nuevo acercamiento a las potencias occidentales fuese un signo de derrotismo y pusiera en marcha un proceso de disolución del régimen similar al que tuvo lugar tras la dimisión de Primo de Rivera en 1930[17]. Dicho de otro modo, González Oliveros, el franquista a quien se había encomendado la máxima responsabilidad en cuanto al cierre de la LRP y su jurisdicción represiva, puso sus cargos a disposición de sus superiores alegando su oposición a la política de apaciguamiento (de anteriores tensiones) con las potencias occidentales. Aunque su análisis nos resulte actualmente exageradamente pesimista, lo cierto es que era perfectamente comprensible; pensemos que muchos republicanos estaban convencidos de que la caída de Franco era tan inevitable como las de Hitler y Mussolini. Ya en septiembre de 1943, algunos madrileños se despertaron con un «sí» o un «no» pintado en la puerta de sus casas; aquello se interpretó como una rudimentaria clasificación de cara a la hora de la verdad (con su correspondiente ajuste de cuentas) que seguiría al declive de Franco[18]. Si aquel acto tenía por objetivo inspirar pánico, lo cierto es que funcionó: en diciembre de ese mismo año, varios parientes de víctimas republicanas se negaron a participar en una campaña de propaganda anticomunista por miedo a posteriores consecuencias[19]. En ese ambiente de temor e incertidumbre, cuesta ver en qué sentido la excarcelación masiva de prisioneros de guerra, condenados por su oposición al régimen de Franco, podía ser una consecuencia inevitable de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial.
El hecho de que no se haya examinado hasta el momento la evolución completa de la represión obedece a una concepción estática de aquel proceso represivo. Los historiadores suelen fundar sus interpretaciones de la represión en el supuesto de que esta se mantuvo sin cambios en lo fundamental desde julio de 1936. Esto ha propiciado comparaciones con el colonialismo exterminista de la Italia fascista y la Alemania nazi, con la única salvedad de que el exterminio franquista se habría proyectado hacia dentro, dirigido hacia compatriotas españoles[20]. Como bien deja claro el presente estudio, las tesis que atribuyen los orígenes del carácter invertido de la justicia franquista a las experiencias coloniales con el Marruecos español tienen aún mucho recorrido por delante. Pero la represión franquista se caracterizó por una creciente burocratización y una progresiva disminución de su naturaleza punitiva. Rara vez recurrió la Italia fascista a los procesos judiciales para tratar con sus poblaciones coloniales en Libia y Abisinia en las décadas de 1920 y 1930, y la violencia nazi destacó por su incesante radicalización, hasta el punto de que la mera observancia formal de las reglas y los procedimientos judiciales se había abandonado ya allí a comienzos de la década de 1940.
En cualquier caso, el marco represivo institucionalizado configurado ya en 1939 tenía por objeto castigar, reformar y depurar, pero no exterminar físicamente. Aun cuando en Madrid se registraron, al menos, 3113 ejecuciones durante la posguerra, apenas hay indicios que apunten a que la selección de personas ajusticiadas respondiese a criterios abstractos como la clase social. Aunque los procedimientos judiciales se apartaban mucho del garantismo liberal y los niveles de carga probatoria requeridos eran ciertamente bajos, las ejecuciones nos indican la determinación del régimen a la hora de castigar a aquellas personas que hubieran sido culpables de «crímenes de sangre» durante la Guerra Civil. Los recuerdos de la violencia republicana también explican por qué hubo tanto apoyo popular a los castigos impuestos por las autoridades militares contra los «criminales» de los tiempos de la guerra; a muchos madrileños no hubo que adoctrinarlos con la propaganda del régimen para que se convencieran de que los «rojos» eran perfectamente capaces también de asesinar.
Que la represión de la posguerra en Madrid no tuviera un propósito exterminador no reduce en absoluto su significación e importancia. Afectó a todos los sectores de la sociedad madrileña, como consecuencia lógica del convencimiento que tenían los franquistas de que los republicanos fueron los verdaderos «rebeldes». Con arreglo a esa lógica invertida, Madrid había pasado a ser la sede por antonomasia de la «rebelión» en julio de 1936 y había sostenido la causa «rebelde» durante casi tres años. Según ese razonamiento, incluso los individuos perseguidos en su momento por la República se vieron obligados a someterse posteriormente a un proceso represor multifacético para demostrar que ni habían contribuido a las circunstancias que hicieron de la rebelión militar una medida «inevitable» ni habían auxiliado al esfuerzo bélico «rebelde». En juego estaban no solo la vida o la libertad de la persona en cuestión, sino también sus propiedades y su empleo. Además, el umbral fijado por el régimen para los veredictos de inocencia era tan elevado que no era raro que personas castigadas en su momento por ser consideradas «enemigas de la República» fueran luego condenadas por «rebelión militar» o por su «responsabilidad política» al término de la Guerra Civil.
De todos modos, el régimen comenzó ya en 1940-1941 a desmantelar toda esa estructura. Descubrió (como descubrirían muchos gobiernos democráticos europeos al acabar la Segunda Guerra Mundial) que la implementación de una legislación retroactiva vagamente definida originaba problemas burocráticos insolubles. Aun así, el proceso de liquidación de esas jurisdicciones no fue nunca algo «inevitable»; obedeció, más bien, a la ausencia de la voluntad política necesaria para sostener un sistema de represión en masa. Es significativo en ese sentido que la única «jurisdicción especial» de la posguerra que se mantuvo básicamente inalterada fuese la creada por la Ley sobre Represión de la Masonería y del Comunismo de marzo de 1940. Como hemos visto, no solo se trató de una ley dirigida principalmente contra los francmasones, sino que la persecución de la masonería incluso se intensificó a finales de la década de 1940. La longevidad de esa jurisdicción puede explicarse en parte por el número relativamente bajo (y, por tanto, más manejable) de causas incoadas (hasta 1953, «solamente» se habían procesado 26 711 casos). Pero no es menos cierto que la masonería era considerada una amenaza ideológica singular para la España católica. La represión activa de la francmasonería no se daría por terminada hasta 1964, cuando, según Franco, ya no quedaban masones por castigar en España. A diferencia de lo sucedido con la LRP y con el sistema de justicia militar invertida, la LRMC nunca llegó a convertirse en un «problema» administrativo al que se tuviera que renunciar.
Si el proceso de liquidación no fue inevitable, tampoco lo fue la represión de la posguerra en general. Al término de la Guerra Civil, los franquistas ocuparon la capital española, al igual que otras zonas de la España republicana, decididos a castigar la resistencia de la República y a limpiar la sociedad de aquellas fuerzas consideradas ajenas a la «nación» española. La represión en Madrid fue excepcional solo en el sentido de que la capital era tenida por un bastión «rojo». Pero por mucho que los ideólogos del régimen se hubieran dedicado a resaltar los contrastes diferenciadores entre los «españoles» y los «antiespañoles», lo cierto es que aquel marco represor multifacético no hizo en la práctica tan marcados distingos. Al basarse en la lógica invertida de la llamada «justicia al revés», la represión trascendió las distinciones políticas y de clase. Los historiadores debemos tomarnos muy en serio esa lógica para entender por qué el régimen de Franco hizo el esfuerzo de construir un sistema de represión en masa que, en 1945, ya había abandonado casi por completo.