Capítulo 4 - La ley de responsabilidades políticas

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LA LEY DE RESPONSABILIDADES POLÍTICAS

Y SU APLICACIÓN EN MADRID

El 28 de febrero de 1939, en el debate celebrado en la Cámara de los Comunes sobre el reconocimiento oficial conjunto franco-británico del régimen de Franco el día anterior, el primer ministro de Gran Bretaña, Neville Chamberlain, recalcó que había recibido suficientes garantías del propio Franco de que no se tomarían represalias políticas contra los republicanos después de la victoria de los franquistas. Para demostrarlo, leyó en voz alta un telegrama despachado por el Generalísimo el 22 de febrero. En él se aseguraba que el espíritu de equidad y justicia que inspira todas las acciones del Gobierno Nacional constituye una firme garantía para todos los españoles que no sean culpables de delito alguno. Los tribunales de justicia, en aplicación de las leyes y los procedimientos establecidos y promulgados con anterioridad al 16 de julio de 1936, […] actúan restringidos por los límites que les obligan a enjuiciar, dentro del marco de la mencionada legislación, a los autores de cualquier delito.

La respuesta desde la bancada de la oposición laborista fue de manifiesta hilaridad[1]. La aceptación de la promesa de Franco por parte de Chamberlain habría provocado algo mucho más serio que carcajadas si los políticos de la oposición hubieran conocido el contenido de otro telegrama enviado el 15 de febrero por un agente británico en la España franquista, sir Robert Hodgson. Aquel cable contenía el resumen de una ley que había sido promulgada por el régimen de Franco el 9 de febrero y que indicaba bastante a las claras que la garantía del Generalísimo era papel mojado. D. F. Howard, funcionario del Foreign Office, hizo constar en acta a la recepción de aquel mensaje que lo allí referido era «ciertamente impactante[2]». Acababa de leer solo una sinopsis de la Ley de Responsabilidades Políticas.

La de Howard fue una reacción muy normal, pues la LRP constituía una afrenta en toda regla a los más elementales principios jurídicos liberales. Documento legal con efectos retroactivos, en él se declaraba que toda persona que incurriera en alguna responsabilidad de tipo político estaría sujeta al castigo que le impusieran unos tribunales especiales directamente nombrados por el gobierno (y entre cuyos miembros debía haber, en todo caso, un representante del partido único, la Falange) por el «daño» que el acusado o la acusada hubiera causado a España. La determinación de quién hubiera incurrido o no en responsabilidades políticas era un asunto muy amplia y vagamente definido. En esa categoría podían entrar desde los reos condenados anteriormente por tribunales militares hasta los miembros de base de organizaciones del Frente Popular, pasando por todo aquel que no hubiera apoyado activamente el «Movimiento Nacional» desde octubre de 1934, fecha de la insurrección revolucionaria. Era, en palabras de un funcionario de Exteriores británico que leyó una traducción completa de la ley un mes más tarde (en marzo), una figura delictiva «terriblemente general»[3].

La publicación de la LRP habría causado menos sorpresa a cualquier observador inteligente de la justicia franquista durante la Guerra Civil. Aquella norma no anunciaba cambio radical alguno en la política seguida hasta aquel momento; el fin que la animaba era más bien el de aplicar y hacer cumplir con mayor eficacia durante el período de posguerra los principios legales ya vigentes, una posguerra que, tras la caída de Barcelona en enero de 1939, se consideraba inminente. La LRP vino a sustituir un sistema institucional bastante irregular en un ámbito crucial de la justicia: el de las responsabilidades civiles. Los franquistas no solo se encargaron de instaurar un marco penal castrense para castigar la «rebelión militar», sino también un sistema paralelo de depuración de responsabilidades no militares por la vía judicial ordinaria con el fin de obtener una reparación de aquellos a los que consideraba responsables en general de haber dado pie a la «rebelión marxista». Obviamente, aquellas personas que habían sido declaradas ya culpables por tribunales militares quedaron automáticamente sujetas a la posterior depuración de sus correspondientes responsabilidades civiles. Pero lo cierto es que, como ya hemos visto, aunque los tribunales castrenses interpretaron la pertenencia a organizaciones del Frente Popular o la relación con estas como un síntoma de criminalidad, no criminalizaron con efectos retroactivos la simple afiliación. El sistema de depuración de responsabilidades civiles sí tuvo, por su parte, un ámbito de actuación mucho más amplio (sobre el papel, al menos). Como el decreto de septiembre de 1936 en el que se establecían los principios del sistema dejaba bien claro, las organizaciones del Frente Popular y sus miembros iban a tener que pagar el perjuicio económico que estaban causando a España[4].

El uso que los franquistas hicieron del concepto de responsabilidad civil no fue en sí un cambio radical con respecto a la tradición legal española. El principio según el cual un criminal convicto debía compensar de algún modo a la víctima por el daño que le había causado era un rasgo tradicional del derecho español desde que la revisión de 1850 del Código Penal[5]. El Código Penal de 1932, por ejemplo, disponía en su artículo 19 que «toda persona responsable criminalmente de un delito o falta lo es también civilmente[6]».

Del arraigo del principio jurídico de la responsabilidad civil en la justicia española da fe también el hecho de que el gobierno republicano legalmente constituido crease un marco paralelo de depuración de responsabilidades civiles durante la guerra para castigar a quienes fueran hallados culpables de rebelión militar. Un decreto de octubre de 1936 facilitó la creación de Tribunales de Responsabilidades Civiles, si bien en Madrid no se instauraría ninguno hasta mayo de 1937. La orden que instituyó este tribunal madrileño exponía la amplia y variada naturaleza de las responsabilidades civiles exigidas. En ella se indicaba que el tribunal dirimiría no solo las de los condenados en juzgados penales (incluidos los tribunales populares), sino también las de aquellos que con sus actos u omisiones hubieran dado muestra de su hostilidad hacia la República. Solo una minoría de los miembros de esos tribunales eran magistrados de carrera: el resto eran afiliados de las diversas organizaciones del Frente Popular. Al parecer, el tribunal de Madrid (al igual que sucedió con los instituidos posteriormente en otras provincias de la zona republicana) nunca llegó a estar del todo operativo. En el período comprendido entre marzo y diciembre de 1938, solo se dictaron 835 sentencias dehese tipo en el conjunto de la España republicana[7]. Esa cifra incluía, eso sí, fallos pronunciados en rebeldía contra muchos de los militares rebeldes de julio de 1936. Así, al coronel Moscardó, jefe de los rebeldes asediados en el Alcázar de Toledo hasta la liberación de la fortaleza por las tropas franquistas en septiembre de 1936, se le impuso una sanción económica de 100 millones de pesetas en marzo de 1938 por rebelión[8].

De todos modos, reconocer que el régimen de Franco no inventó el principio de la responsabilidad civil no resta un ápice de significación a su sistema. Como en el caso de la justicia militar, lo singular de su manera de depurar ese tipo de responsabilidades tanto durante como después de la Guerra Civil radicó en la insistencia franquista en que los franquistas constituían ya la autoridad legítima y legal en España el 18 de julio de 1936. Examinando el decreto que inició el proceso de instauración del sistema de depuración de responsabilidades civiles en septiembre de 1936, el Decreto 108, puede apreciarse cómo se tradujo esa interpretación a la esfera de las responsabilidades civiles. Según el preámbulo de la mencionada disposición, el Frente Popular fue la culminación del «antipatriotismo […] que, bajo apariencia política, envenen[ó] al pueblo con el ofrecimiento de supuestas reivindicaciones sociales». El presunto objetivo que perseguían los líderes del Frente Popular era el de explotar a las «masas obreras […] para […] lanzarlas a la perpetración de toda clase de desmanes». La consecuencia lógica de todo ello fue la «absurda resistencia sostenida contra el movimiento nacional [desde el 18 de julio de 1936]». Por consiguiente, eran las organizaciones del Frente Popular y sus dirigentes, y no los rebeldes militares, quienes debían ser considerados responsables de los «daños y perjuicios sufridos por el Estado y por los particulares» desde el comienzo de la Guerra Civil[9].

En consecuencia, en sus artículos 1 y 2, el Decreto 108 proclamaba la proscripción oficial de las organizaciones del Frente Popular y ordenaba la confiscación de sus bienes e inmuebles por el Estado. En lo que a las responsabilidades individuales se refería, y hasta que se creara un marco institucional específico, se atribuía al ejército el derecho a tomar medidas «precautorias» de incautación de bienes de particulares «que por su actuación fueran lógicamente responsables directos o subsidiarios, por acción o inducción, de daños y perjuicios de todas clases ocasionados directamente o como consecuencia de la oposición al triunfo del movimiento nacional[10]».

Obviamente, la confiscación de propiedades pertenecientes a organizaciones, dirigentes o seguidores del Frente Popular no comenzó en septiembre de 1936. En los primeros y caóticos meses de la Guerra Civil, los avances territoriales de las fuerzas rebeldes iban generalmente acompañados del requisamiento arbitrario de propiedades. Dejando a un lado las actividades de los mercenarios «moros» (que se dieron al pillaje de ciudades y pueblos en su avance hacia Madrid durante el verano de 1936 sin atención a ideología política alguna[11]), las incautaciones eran obra principalmente de derechistas de la población civil, falangistas sobre todo. De hecho, en muchas localidades de la zona insurgente, la sede de la Falange y las redacciones de las publicaciones falangistas habían sido anteriormente propiedad de organizaciones republicanas. En León, el periódico falangista Proa se editaba en la que había sido Casa del Pueblo socialista y se imprimía en las instalaciones del antiguo diario republicano La Democracia[12].

No solo las antiguas organizaciones republicanas fueron objeto de confiscaciones arbitrarias de propiedad. En Sevilla, el saqueo de casas en los barrios obreros pobres a cargo de escuadrones falangistas «en busca de armas» alcanzó tales niveles que los líderes locales de Falange tuvieron que emitir una orden en septiembre de 1936 prohibiendo toda incautación de bienes no autorizada[13]. Los falangistas recurrían a una táctica consistente en requisar los bienes de familiares para intimidar a quienes realmente eran sus objetivos políticos y habían logrado huir inicialmente a fin de que acabaran entregándose. Así se confiscó, por ejemplo, el negocio regentado por el padre del gobernador civil republicano de Cáceres, Ignacio Mateos Guija, después de que este optara por esconderse tras la rebelión militar del 18 de julio de 1936[14].

La importancia del Decreto 108 estriba, pues, en el hecho de que dio inicio al proceso de institucionalización de la confiscación de propiedades de los oponentes políticos por parte del emergente Estado de los franquistas. Así, de manera análoga a como se desarrolló el sistema de justicia militar en el invierno de 1936-1937, el primer marco institucional dedicado a depurar responsabilidades civiles fue creado por decreto-ley el 10 de enero de 1937[15]. En esa disposición se encargaba a una comisión central la labor de inventariar y administrar los bienes de organizaciones del Frente Popular; al mismo tiempo, se encomendaba a otras comisiones homologas a nivel provincial la investigación de las responsabilidades civiles de los particulares[16]. Un aspecto significativo de ese decreto (y, hasta cierto punto, una consecuencia lógica del principio mismo de la responsabilidad civil) es que en él se estipulaba que los reos condenados por tribunales castrenses quedaban automáticamente sujetos a investigación por parte de estas comisiones[17].

Aunque los estudios realizados sobre el sistema de responsabilidades civiles durante la guerra son aún bastante exiguos, parece que muchas de las personas investigadas estaban (como es lógico) estrechamente identificadas con el Frente Popular; entre ellas se incluían numerosos dirigentes republicanos y del Frente Popular que, o habían sido fusilados en el verano de 1936[18], o se hallaban ausentes de su provincia de residencia el 18 de julio de 1936, o habían conseguido huir de la zona insurgente[19]. Pero lo que sí está claro es que la labor de las comisiones provinciales no se limitó a los miembros destacados del Frente Popular, sino que afectó también a miles de particulares más. Por ejemplo, cuando la comisión provincial de Oviedo quedó abolida a raíz de la promulgación de la LRP en 1939, traspasó a sus sucesores (las autoridades creadas a tal fin por la nueva ley) un registro con los nombres de más de 12 000 personas[20]. En Cáceres, hubo que suspender las subastas públicas de bienes (con las que se trataba de hacer efectivo el pago de las multas impuestas) debido al elevado número de efectos disponibles. Al final, se procedió a regalar mesas y sillas a los pobres, porque eran muebles que habían perdido todo valor de tantos que se habían confiscado[21].

El régimen también usó otros mecanismos para controlar o incautarse de activos financieros. Las regulaciones promulgadas a propósito de la sustitución de la moneda de preguerra por una nueva peseta en diciembre de 1936 obligaron a todo aquel que quisiera cambiar pesetas viejas por nuevas a demostrar ante las autoridades que su posesión de aquel dinero era «legítima»; quien no pudiera probarlo se enfrentaba a penas de multa o de prisión[22]. Como era de esperar, los billetes emitidos por las autoridades bancadas republicanas tras el 18 de julio de 1936 no se consideraron válidos para canje alguno; de hecho, la mera posesión de los mismos en zona insurgente pasó a estar tipificada como delito en agosto de 1938[23]. Pero eso no significó que carecieran de valor: el efectivo republicano incautado se enviaba a una cuenta especial del Banco de España franquista para que el Estado dispusiera de él según le conviniera[24].

Ahora bien, tal fue el celo con el que los franquistas quisieron asegurarse de que todos los españoles —incluso los que residían aún en la zona republicana— estuvieran sujetos a su particular régimen de responsabilidades civiles que incluso elaboraron un complejo sistema de intervención del crédito en mayo de 1937[25]. Las comisiones provinciales creadas en enero de 1937, que hasta entonces habían estado encargadas de investigar responsabilidades civiles, pasaron a tener encomendada la labor de obligar a los particulares o las organizaciones de la España franquista a declarar todas las deudas que tenían contraídas a fecha de 18 de julio de 1936 con acreedores residentes en la zona republicana[26]. Esos créditos quedaban congelados desde ese mismo momento hasta que la comisión provincial competente (según el domicilio de residencia del deudor en la zona insurgente) terminaba de investigar los antecedentes políticos del acreedor (que continuaba residiendo en la zona republicana). Si, tras las pesquisas, se consideraba que el acreedor no había incurrido en «responsabilidades», se procedía a levantar la intervención del Estado. Pero si, por el contrario, se entendía que el acreedor sí había incurrido en alguna «responsabilidad», entonces los créditos pasaban a convertirse en propiedad del Estado en concepto de compensación[27].

La introducción del proceso de intervención del crédito en el conjunto de la España franquista tras mayo de 1937 puso de manifiesto algunos de los rasgos que caracterizarían posteriormente el sistema de la LRP. En primer lugar, la intervención del crédito afectó a todos los sectores de la sociedad, fuera cual fuese la orientación política. El proceso en sí estaba basado, a fin de cuentas, en la premisa de que todos los acreedores de la zona republicana eran «rojos» a menos que se demostrara lo contrario. Los empresarios e industriales de derechas que conseguían huir de la zona republicana, a menudo sin un céntimo encima, se encontraban con sus cuentas congeladas en la España franquista y se veían obligados a esperar a que la investigación en curso los absolviera de toda responsabilidad para poder recuperar el control de sus finanzas[28]. En segundo lugar, las tareas relacionadas con la investigación de los acreedores sobrecargaron de trabajo las comisiones provinciales, pues no olvidemos que también tenían asignada la labor de investigar las responsabilidades individuales de los residentes en la zona insurgente. Además del elevadísimo número de acreedores[29], la misión de determinar la orientación política de individuos que ni siquiera residían en la zona insurgente generó problemas de insuperable dificultad. Ante la imposibilidad de obtener pruebas definitivas, las comisiones provinciales recurrieron invariablemente a enviar casos a la comisión central para que esta se encargara de su resolución final. Enfrentada a semejante avalancha de expedientes, la comisión central solicitó (sin éxito) al gobierno en marzo de 1938 la derogación del proceso de intervención del crédito[30].

De todos modos, en marzo de 1938 había comenzado ya el proceso de elaboración de borradores que conduciría a la promulgación de la LRP en febrero de 1939. Curiosamente, el primer proyecto fue redactado, al parecer, en febrero de 1938 por Luis Pérez del Río y Valdepares, un magistrado de Pola de Siero (Oviedo), por iniciativa suya propia. Pérez del Río envió luego esas propuestas el 15 de marzo de 1938 al conde de Rodezno, ministro de Justicia, explicándole que se basaban en las propias experiencias que el autor había tenido con el sistema de responsabilidades civiles durante la guerra[31]. Lo que Pérez del Río no sabía era que la tarea de elaboración de un sistema de depuración de responsabilidades civiles para la posguerra estaba ya en manos de los militares. El presidente del comité redactor era el general Jordana, vicepresidente del gobierno después de la reorganización del Estado franquista en enero de 1938. Todos los demás miembros eran oficiales del ejército[32]. Ese comité tuvo un borrador listo para junio de 1938, dos meses después de que las fuerzas rebeldes hubieran partido la zona republicana en dos avanzando hasta la costa del Mediterráneo[33]. Aquel proyecto excluía a los funcionarios civiles de toda participación en el proceso de determinación de responsabilidades civiles según la organización del mismo planeada para la posguerra[34]. Se trataba de una exclusión lógica, según el comité redactor militar, pues, «con arreglo a la Ley Constitutiva del Ejército [de 1878], constituya] la primera y más importante misión militar del mismo sostener la independencia de la patria y defenderla de sus enemigos interiores y exteriores, y, en cumplimiento de tal deber, en julio de 1936 se alzó contra los enemigos interiores, que desde las alturas del poder usurpado, querían entregar a España al marxismo y a la masonería internacional[35]».

Al final, la estructura exclusivamente militar para el enjuiciamiento de responsabilidades civiles que se preveía en aquel proyecto de ley jamás llegó a ponerse en práctica. Pese a que el comité redactor estaba convencido de que contaba con el pleno apoyo de Franco, su borrador fue objeto de un aluvión de críticas proveniente de los ministros falangistas, que exigían un papel para la Falange en la organización definitiva de aquel sistema[36]. Cuando el proyecto llegó al Consejo de Ministros en noviembre de 1938, fue rechazado y revisado en el acto[37]. El proyecto reformado se convertiría finalmente en ley el 9 de febrero de 1939[38], a pesar de las reservas del ministro de Educación, Pedro Sainz Rodríguez, que temía que serviría para endurecer la resistencia republicana[39]. Era un texto largo y complejo. La ley, compuesta por un preámbulo, 89 artículos y ocho disposiciones transitorias, estaba dividida en tres partes o «títulos». El título primero (o «Parte sustantiva») explicaba qué acciones incurrían en «responsabilidades» y determinaba las penas correspondientes. El título segundo (o «Parte orgánica») establecía el marco institucional mediante el que se determinaban las responsabilidades y se hacían cumplir los castigos. El título final (o «Parte procesal») fijaba los procedimientos por los que se regiría el marco institucional.

En el preámbulo se esbozaban las principales características de la LRP y se evidenciaba hasta qué punto difería el texto definitivo de su borrador previo. Se decía allí que los tribunales regionales encargados de determinar responsabilidades políticas serían de composición mixta, formados por representantes del ejército, la judicatura y la Falange. Tales tribunales respondían ante un Tribunal Nacional, que no guardaba conexión orgánica alguna con los ministerios de las fuerzas armadas.

El preámbulo dejaba también muy claro que la lógica invertida que subyacía al proyecto militar original —y, en el fondo, a todo el sistema de responsabilidades civiles instaurado durante la guerra— continuaba ocupando un lugar central entre las fuerzas motrices de la LRP. Allí se recalcaba la necesidad de que «quienes contribuyeron con actos u omisiones graves a forjar la subversión roja, a mantenerla viva durante más de dos años y a entorpecer el triunfo providencial e históricamente ineludible del Movimiento Nacional» saldaran sus culpas con una reparación.

Los artículos 1 y 4 especificaban quién era responsable a título individual. En concreto, el artículo 1 exponía una declaración general:

Se declara la responsabilidad política de las personas […] que, desde primero de octubre de mil novecientos treinta y cuatro y antes de dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España, y de aquellas otras que, a partir de la segunda de dichas fechas [el 18 de julio de 1936], se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave.

En otras palabras, la divisoria así trazada coincidía con la fecha de la insurrección revolucionaria de 1934, es decir, ¡más de 18 meses antes de que empezara a existir siquiera el Movimiento Nacional!

El artículo 4 intentaba dotar de sustancia términos tan imprecisos como el de «pasividad grave» enumerando 17 definiciones de lo que constituía un comportamiento o una omisión «incursos en responsabilidad política». La primera de todas era la más significativa desde el punto de vista numérico. Concretamente, ordenaba que quienes hubieran sido condenados por un tribunal castrense quedaran automáticamente sujetos a una reinvestigación por esta otra vía, lo que reafirmaba la conexión jurisdiccional entre la justicia militar y las responsabilidades civiles que ya se formulara en el decreto-ley de enero de 1937. Esta segunda investigación no podía reconsiderar el fallo emitido en su momento por el tribunal militar de turno y se circunscribía a una evaluación de la situación económica del acusado para determinar la sanción que le era apropiada.

Las otras 16 interpretaciones abarcaban actos u omisiones que podían no suponer una responsabilidad penal conforme a la jurisdicción militar, pero que sí constituían una responsabilidad política[40]. Las 16 clasificaciones eran el resultado de una serie heterogénea de apartados: en algunos se detallaban acciones concretas, mientras que otros, mucho más imprecisos, cubrían a modo de cajón de sastre una amplia diversidad de actos u omisiones. El hilo común que los unía a todos sin excepción era la interpretación de las causas de la Guerra Civil típica del punto de vista franquista. Los miembros de las organizaciones del Frente Popular (después del 1 de octubre de 1934), desde los diputados parlamentarios hasta los afiliados de base, eran políticamente responsables. Pero la responsabilidad no se limitaba únicamente a los miembros de dichas organizaciones. Cualquier persona que hubiera tomado parte en la campaña electoral de Frente Popular de 1936, o que simplemente hubiera participado en actos «en favor del Frente Popular», era asimismo responsable[41]. En consonancia con la amplitud de la definición que en la LRP se hacía del concepto de «Frente Popular», todos los masones —por el mero hecho de serlo— eran automáticamente culpables[42].

Ni siquiera los franquistas podían acusar a los miembros del gabinete y la administración del presidente del gobierno en funciones, Pórtela Valladares, que se encargó de velar por el normal desarrollo de las elecciones de febrero de 1936, de ser simpatizantes del Frente Popular[43]. Aun así, también a ellos se les atribuyeron responsabilidades políticas[44]. Sin duda esto se debió a lo convencidos que estaban los franquistas de que el gobierno de Pórtela debía asumir la responsabilidad de haber entregado el poder al Frente Popular, incluso a pesar de que este último (supuestamente) hubiese «falseado» los resultados de las elecciones[45]. Pero lo cierto era que nadie en el gobierno de Pórtela Valladares, compuesto por figuras del Partido Radical y otros republicanos de derecha que habían formado parte también de los gabinetes gubernamentales del llamado «bienio negro», difícilmente podía albergar simpatía alguna por el Frente Popular, habida cuenta, además, de que algunos de ellos habían sido enjuiciados previamente en la zona republicana. Aun así, ni eso los libró de ser expedientados en aplicación de la LRP. Cirilo del Río Rodríguez, por ejemplo, quien (según su expediente de la LRP) había discutido con los demás ministros del gobierno Pórtela por estar en contra del traspaso de poderes al Frente Popular, era un antimarxista católico convencido que apoyó la causa rebelde desde julio de 1936. Por su reputación de político derechista, los milicianos de izquierda confiscaron sus bienes durante la Guerra Civil y varios de sus familiares murieron asesinados. Pero como era miembro del gabinete Pórtela, el tribunal madrileño de la LRP lo declaró culpable el 24 de enero de 1942, le impuso una sanción económica de 4500 pesetas y lo inhabilitó para desempeñar cargos públicos durante tres años[46].

Pese a todo, la determinación con la que los artífices de la LRP pretendían castigar a todos aquellos que hicieron «necesario» la rebelión militar obligó a introducir un apartado general que sirviera de «cobertura integral» por si alguna acción u omisión generadora de responsabilidades no hubiese quedado suficientemente cubierta por los apartados específicos previos. Ahora bien, se trataba de un apartado tan genérico e impreciso que carecía prácticamente de sentido. Según lo que se estipulaba en él, los individuos eran responsables si habían «realizado cualesquiera otros actos encaminados a fomentar con eficacia la situación anárquica en que se encontraba España [en julio de 1936] y que [hizo] indispensable el Movimiento Nacional[47]».

El resto de apartados que listaban los diferentes tipos de responsabilidad previstos en el artículo 4 trataban de la Guerra Civil en sí. Para empezar, había otro apartado que, a modo también de cláusula de «cobertura general», disponía que eran exigibles responsabilidades a todo aquel que se hubiera «opuesto de manera activa» al «Movimiento Nacional»[48]. En segundo lugar, pese a la presencia del consabido apartado por el que se consideraba «responsable» a toda persona implicada en el terror republicano (y que, como tal, debía rendir cuenta de sus responsabilidades[49]), en otro de los apartados incluidos a continuación se dejaba claro que aquellos que hubieran sido «inductores» por «cualquier medio de difusión» (incluidas las cartas privadas) de dicho proceso represivo por haberle brindado la necesaria publicidad para su materialización, eran también culpables[50]. Por último, figuraban también una serie de apartados en los que se penalizaba a aquellos que tuvieron la oportunidad de enrolarse en la causa rebelde durante la Guerra Civil pero no lo hicieron. Los términos en los que tales apartados estaban formulados (y que evidenciaban el rechazo a reconocer las excepcionales circunstancias de una guerra civil) hacían inevitable que muchos comprometidos con la causa franquista fuesen objeto de una investigación con arreglo a esta ley. Así, por ejemplo, el apartado (m) del artículo 4 estipulaba que todo español que tuviera su residencia habitual en España pero se encontrara en el extranjero el 18 de julio de 1936 tenía que haber regresado a la España franquista en un plazo máximo de dos meses desde esa fecha para no incurrir en responsabilidades. Fernando Morán Miranda, un monárquico que huyó a Argentina en 1931 antes que aceptar la República y que destinó gran parte de su fortuna a la causa franquista durante la Guerra Civil, fue enjuiciado en Madrid en aplicación de ese apartado. Su «delito» consistía en ser dueño de propiedades —posteriormente donadas al Nuevo Estado franquistas— en Madrid en julio de 1936, lo que lo convertía (según la denuncia) en residente «habitual» en España. Fue absuelto finalmente el 10 de julio de 1941, pero no por sus actos ejemplares durante la guerra, sino porque el tribunal madrileño que lo juzgaba entendió que su residencia habitual en julio de 1936 estaba en Argentina y no en Madrid[51].

En artículos posteriores de la ley se determinaba quiénes quedaban exentos de responsabilidades políticas. El número de tales exenciones era apreciablemente reducido. Solo los menores de 14 años de edad, las personas condecoradas con la más alta medalla militar (la Cruz Laureada de San Fernando) y los voluntarios del ejército franquista (es decir, aquellos que se hubieran alistado seis meses antes de la llamada a filas de su reemplazo) que hubieran resultado heridos graves estaban totalmente exentos[52]. Entre los específicamente considerados no exentos cabía destacar a los afectados por algún tipo de enajenación mental[53]. y (a pesar del principio tradicional del derecho penal que estipula que la muerte pone fin a la responsabilidad del individuo) los muertos. En el caso de fallecimiento previo a la investigación o en el transcurso de esta, los herederos de la persona acusada eran quienes debían responder del pago de la sanción económica que le fuera impuesta[54].

Las sanciones aplicadas conforme a la LRP se enumeraban en los artículos del 8 al 17 de la «Parte sustantiva». Puesto que esta ley determinaba responsabilidades civiles (y no penales), de los expedientes abiertos en aplicación de la misma no podían derivarse penas de prisión formal, pese a la afirmación de Payne en sentido contrario[55]. Sí que se preveían, sin embargo, tres tipos de sanción: multas (que incluían la posibilidad de un embargo total de bienes), limitaciones a la residencia (destierro exterior o interior) y restricciones al empleo (principalmente, a la práctica de la propia profesión o al ejercicio de cargos públicos[56]). Dado que la justificación básica de la LRP era la reclamación de una reparación por los daños causados a España, las multas eran un elemento obligado de todos los veredictos de culpabilidad; las otras sanciones eran accesorias en función de la gravedad del caso[57]. Aun así, cabe señalar que todos estos eran castigos que ya se habían empleado tradicionalmente para depurar responsabilidades civiles y que figuraban tanto en el Código de Justicia Militar de 1890 como en el Código Penal de 1932[58].

Una de las innovaciones legales, sin embargo, fue la previsión de un castigo adicional para casos «especiales»: la pérdida de la nacionalidad española. Su carácter excepcional se ponía de manifiesto por el hecho de que los tribunales solamente podían proponerla: era el Consejo de Ministros el que tomaba la decisión final[59]. A la postre, el uso de esa pena se ciñó exclusivamente a los expedientes de los líderes nacionales de las organizaciones del Frente Popular. Por ejemplo, el 28 de abril de 1941, el tribunal de Madrid propuso que, además de pagar una multa de 100 millones de pesetas, Manuel Azaña, el presidente de la Segunda República en julio de 1936 (que, para entonces, ya había fallecido), fuese despojado de la nacionalidad española[60]. Por supuesto, esa era una consecuencia lógica del hecho de atribuir específicamente a los dirigentes del Frente Popular (como así se evidenciaba en el Decreto 108 de septiembre de 1936) la responsabilidad de haber fomentado la «rebelión militar».

El marco institucional necesario para juzgar las responsabilidades políticas contraídas ya en la posguerra era lo que se definía en el segundo título de la LRP, la «Parte orgánica». Un análisis detenido de esta sección de la ley nos revela que las concesiones obtenidas por la Falange tras el rechazo del borrador de proyecto presentado por los militares en noviembre de 1938 fueron más aparentes que reales. Aunque las depuración de responsabilidades en aplicación de la LRP no correspondía formalmente a la jurisdicción militar, el personal de los órganos encargados de tal labor depuradora eran nombrados por (y respondían ante) un departamento que siempre estuvo en manos de mandos militares, la Vicepresidencia del Gobierno, que se convertiría en Subsecretaría de la Presidencia del Gobierno en agosto de 1939. El primer titular de ese cargo, el general Jordana, fue sustituido por el coronel Galarza en agosto de 1939[61]. Tras la reorganización ministerial de mayo de 1941, Galarza fue sucedido por quien durante mucho tiempo sería máximo hombre de confianza de Franco, el entonces capitán Carrero Blanco[62]. Además, si bien los 18 tribunales regionales de la LRP eran de composición mixta, el representante militar siempre asumía la presidencia en todos ellos[63]. El dominio de las fuerzas armadas quedaba subrayado, asimismo, por el hecho de que los jueces nombrados para investigar casos de responsabilidad política eran siempre miembros del Cuerpo Jurídico Militar[64]. Estas investigaciones de la jurisdicción de la LRP se regían en realidad conforme al Código de Justicia Militar de 1890, pues tenían una duración máxima estipulada de un mes[65]. No obstante, y a pesar de la amplitud de supuestos cubiertos por los apartados definitorios de las responsabilidades políticas, la ley fijaba un único juzgado instructor dedicado a investigar esos casos por cada capital provincial[66]. Dicho de otro modo, mientras que en 1939 solo en Madrid existían ya más de cincuenta jueces instructores trabajando en el sistema de justicia castrense, solamente uno fue nombrado en aplicación de la LRP para incoar expedientes a todas aquellas personas condenadas por tribunales militares más a todas aquellas otras sospechosas de haber incurrido en alguna de las otras 16 clasificaciones de responsabilidad política contempladas en la ley. Varios son los motivos por los que en febrero de 1939 se creyó que con un solo juez instructor por provincia sería suficiente. El primero es el exceso de confianza. El ejército, a efectos de hacerse con la jurisdicción exclusiva sobre el proceso de depuración de responsabilidades políticas, enfatizó durante la elaboración de la LRP la supuesta diligencia de sus propios procedimientos judiciales[67]. Pero aquella infradotación de personal en un contexto de escasez aguda de letrados y profesionales con formación jurídica apropiada fue, por encima de todo, un síntoma muy claro de la prioridad concedida al enjuiciamiento de responsabilidades penales por parte de tribunales militares. En cualquier caso, podemos ver ya con claridad dónde residiría el defecto fatal de la LRP.

La organización encargada de supervisar a los tribunales regionales y a los jueces instructores, que actuaba además como tribunal de apelación de última instancia, era el Tribunal Nacional. Este organismo, como sus homólogos regionales, era de composición mixta[68]. Aunque la presidencia recaía siempre en manos de una autoridad civil, esta nunca fue un falangista. El primer presidente, designado en febrero de 1939, fue Enrique Suñer, un catedrático de Medicina de la Universidad de Madrid[69]. Él había sido, como veremos más adelante, el encargado de la «depuración» de la profesión docente en la zona insurgente durante la Guerra Civil[70] Suñer dimitió en diciembre de 1940 por enfermedad[71]. y fue reemplazado en el cargo por Wenceslao González Oliveros, catedrático de Derecho de la Universidad de Salamanca[72]. González fue una elección lógica como sucesor de Suñer. Había sido gobernador civil durante la dictadura de Primo de Rivera en los años veinte y había ocupado también puestos de primera fila en el régimen de Franco antes de su nombramiento. No solo formó parte de la Comisión Bellón encargada de «demostrar» la ilegalidad del gobierno republicano de julio de 1936, sino que fue también el primer gobernador civil de Barcelona en julio de 1939[73]. Posteriormente, compaginaría la presidencia del Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas con la condición de miembro del tribunal especial encargado de juzgar los crímenes comunistas y masónicos en aplicación de la ley de marzo de 1940[74].

El modus operandi de los procesos de instrucción de expedientes y aplicación de las penas correspondientes era lo que se exponía en el título final de la LRP, la llamada «Parte procesal». Las investigaciones (los «expedientes de responsabilidad política») las iniciaba a instancias del tribunal regional el juez instructor provincial competente[75]. Eran de naturaleza muy similar a las instruidas por los juzgados militares; se regían por el Código de Justicia Militar de 1890. No obstante, había también algunas diferencias, siendo la más significativa de ellas que, no solo la fuerza policial pertinente, la Falange y el alcalde de la localidad estaban obligados a facilitar informes sobre la persona investigada, sino que también se requería uno de su párroco[76]. A la larga, sin embargo, el informe de los sacerdotes locales no proporcionó información útil para los expedientes instruidos en Madrid más que en muy contados casos[77], y no por renuencia alguna a participar en el proceso, sino por la completa desorganización sufrida por la Iglesia en una provincia en la que sufrió la masacre de muchos miembros del clero diocesano, así como la destrucción sistemática de templos, con sus archivos correspondientes. En agosto de 1941, el cura de la parroquia madrileña de San Lorenzo se lamentaba del hecho de que no pudiera facilitar información sobre Juan Rodríguez Fuentes, un funcionario del Banco de España acusado de haber intervenido en la transferencia de las reservas de oro de la República a la Unión Soviética en octubre de 1936[78]. La iglesia y los registros de la parroquia, comentaba apenado en su informe, habían sido «quemados por los rojos[79]».

En segundo lugar, todos los acusados estaban obligados a presentar una relación de sus bienes[80]. No se les permitía disponer de ninguno de ellos durante la instrucción del expediente. Si eran propietarios de un negocio, el tribunal regional nombraba un administrador para que se hiciera cargo de él hasta que se pronunciara una sentencia[81]. Obviamente, no todo el mundo pudo facilitar una relación de bienes: muchos acusados estaban muertos, en el exilio o simplemente «desaparecidos». Pero, como ya hemos visto, una defunción no implicaba exención. Tampoco una incomparecencia ante el juez instructor detenía una investigación. En aquellos casos en los que un acusado no podía o no quería comparecer, se le notificaba (a él o, si ya había fallecido, a sus familiares) que estaba bajo investigación publicando un anuncio oficial en los boletines oficiales del Estado y de la provincia pertinente[82].

Estos anuncios servían también para informar al público en general —y a las instituciones bancarias y financieras en particular— que los bienes y activos del acusado ausente estaban congelados[83]. Esto provocó no pocos episodios embarazosos para el Banco de España, pues en más de una ocasión congeló los fondos y activos de depositantes que no estaban siendo sometidos a ninguna investigación de sus responsabilidades políticas, pero compartían igual nombre y apellidos que otras personas que sí estaban expedientadas. El problema llegó a ser tan serio que el vicegobernador del Banco Central Español escribió al presidente del Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas en octubre de 1940. Concretamente, le solicitó que la obligación legal del banco de congelar automáticamente los activos de aquellas personas cuyos nombres aparecían en los avisos oficiales mencionados quedase en suspenso mientras la entidad trataba de aclarar aquellos casos de personas diferentes con nombres idénticos. Para poner más aún de relieve la gravedad del problema, incluía en su carta varios ejemplos de confusiones que se habían producido, como, por ejemplo, una que afectó a ocho individuos diferentes llamados «José García García». Suñer denegó esa solicitud informando al banco de que correspondía a los depositantes afectados obtener certificados de que no estaban sujetos a investigación alguna antes de que se levantara el embargo sobre sus activos[84]. De resultas de ello, el Tribunal Nacional recibió un flujo constante de solicitudes de tales certificados. En junio de 1942, por ejemplo, Francisco González López, un depositante de Madrid, se quejó de que el Banco de España había congelado su cuenta porque dos personas con nombres idénticos al suyo estaban siendo investigadas en Sevilla y Cáceres[85].

La LRP preveía también el uso de anuncios públicos con otros fines. De hecho, estipulaba la obligación de publicar oficialmente los nombres y los datos personales de todos los acusados bajo investigación[86]. La finalidad de tal medida era la de obtener de la población en general información sobre la situación y los bienes de un acusado[87]. Los anuncios públicos eran también imprescindibles para cobrar multas pendientes de pago. La LRP creó un elaborado marco organizativo dirigido a garantizar que los «culpables» no eludieran sus «responsabilidades». Se instituyó así una Jefatura Superior Administrativa con la misión de supervisar a los jueces civiles especiales, que tenían a su vez encomendada la tarea de descubrir y requisar para el Estado bienes y activos hasta saldar el importe de la multa de quienes no habían pagado su sanción[88]. Estos jueces civiles especiales publicaban avisos («edictos») dirigidos a todos los terceros que pudieran tener algún derecho que hacer efectivo en los bienes del inculpado para que lo reclamaran antes de que el Estado se llevara su parte[89].

Dada la complejidad del marco institucional instaurado por la LRP, esta misma ley fijaba un período de transición con el fin de facilitar tanto la creación misma de tales instituciones como la abolición del sistema de responsabilidades civiles vigente durante la guerra[90]. La LRP no pasó a ser realmente operativa hasta el verano de 1939. El nombramiento de miembros de los tribunales regionales y los juzgados instructores provinciales se hizo efectivo el 2 de junio[91]; el comandante Manuel Jiménez Ruiz no juró formalmente su cargo de presidente del tribunal regional de Madrid (que abarcaba las provincias de Madrid, Toledo, Segovia, Ávila y Guadalajara) hasta el 21 de junio en San Sebastián[92].

La primera investigación llevada a cabo en la provincia de Madrid en aplicación de lo dispuesto en la LRP, la correspondiente al expediente número 1 del tribunal regional madrileño, fue abierta el 8 de julio por el teniente Carlos Múzquiz y Ayala —juez instructor provincial— contra Antonio Radao Arribas, un albañil casado de El Escorial[93]. Los orígenes de los expedientes incoados posteriormente por el tribunal regional de Madrid a partir de julio de 1939 reflejaron la naturaleza multifacética de la represión franquista. Cuantitativamente hablando, la primera (y potencialmente más significativa) fuente fue, desde luego, la de las sentencias militares remitidas por los tribunales castrenses. En octubre de 1941, el tribunal regional de Madrid recibía una media de 600 sentencias mensuales por esta vía[94]. Los investigadores militares también enviaban informes de aquellos casos que habían sido archivados por no contar con pruebas significativas de actividad delictiva, pero en los que la responsabilidad política sí resultaba evidente. Fue el caso, por ejemplo, de Pedro Herrera, que ingresó en la Guardia Nacional Republicana (la denominación que recibió la Guardia Civil en la zona republicana) en agosto de 1936 y fue por ello automáticamente objeto de una investigación a cargo del juzgado militar que se encargaba de la depuración de responsabilidades penales de los funcionarios. Su causa fue archivada tras considerarse probado que Herrera había organizado una columna falangista clandestina en el seno de la policía de Madrid y que había sido un agente al servicio de la agencia de espionaje franquista, el SIPM, desde 1938. Sin embargo, habida cuenta de que Herrera era formalmente miembro del proscrito partido republicano burgués Izquierda Republicana en enero de 1936 y de la anarquista CNT desde 1937, había incurrido en responsabilidades políticas, por lo que su expediente se remitió al tribunal regional de Madrid en 1939. Fue hallado culpable en agosto de 1940 y multado con 150 pesetas[95].

A pesar del gran número de sentencias militares recibidas por el tribunal regional madrileño, estas no llegaron a constituir siquiera un tercio del total de casos enviados para su investigación en el período comprendido entre julio de 1939 y octubre de 1941[96]. Los dos tercios restantes procedían de otras muy variadas fuentes. No es de extrañar que la policía fuese una proveedora habitual de información, sobre todo, cuando llegaban a su poder documentos de asociaciones «antiespañolas» de antes de la guerra. El 6 de marzo de 1940, la central de la policía de Madrid remitió al tribunal regional madrileño una serie de listados con los nombres tanto de los dirigentes provinciales de la asociación de los «Amigos de la URSS» como (y esto tal vez parezca más sorprendente) de los dirigentes nacionales de otra de «Amigos de los US [Estados Unidos]»[97].

De todos modos, tomadas en conjunto, el resto de jurisdicciones represivas representaron una fuente más significativa de casos. En 1939-1940, las comisiones de depuración instituidas en abril de 1939 para «limpiar» las plantillas laborales de las empresas y servicios de Madrid fueron una fuente habitual de investigaciones para los tribunales de la LRP. Como los criterios de depuración seguidos en aquellas purgas eran similares a los utilizados para determinar responsabilidades políticas, era lógico que quienes habían sido rebajados de categoría o despedidos de sus empleos tuvieran que pasar por una nueva investigación para precisar las penalizaciones económicas que les correspondieran en aplicación de la LRP. Por ejemplo, una de las empresas con mayor plantilla de empleados en Madrid antes de la guerra, el monopolio estatal de tabacos Tabacalera, remitió a los tribunales de responsabilidades políticas listas de trabajadores que habían sido objeto de castigo en su purga interna[98]. La Comisión de Incorporación Industrial y Mercantil número 1, encargada de la comunidad de comerciantes y empresarios de Madrid, fue también una fuente frecuente de casos. Esa instancia administrativa fue la que denunció al librero Nicolás Moya Blondel en marzo de 1941 tras descubrir en sus propias pesquisas que había sido miembro de Izquierda Republicana antes de la guerra. Se trataba, en realidad, de un afiliado de base que había ingresado en el partido, según su escrito de defensa, simplemente por respeto a un médico republicano que le había salvado la vida. Pese a su orientación católica y a una petición en su favor firmada por la librería del ejército español, sita en la calle del Arenal, fue declarado culpable en noviembre de 1941 y multado con mil pesetas[99].

La exhaustiva purga llevada a cabo en el mundo de los gremios y las profesiones también produjo acusaciones para los tribunales de responsabilidades políticas. José Zorrilla Monasterio y su hijo, Antonio Zorrilla y Ondovilla, fueron denunciados por el Colegio de Abogados de Madrid en mayo de 1940 por haber formado parte de la junta de gobierno de ese organismo legal en la capital durante la Guerra Civil. Pese a ello, el apoyo de amigos poderosos dentro de la abogacía española, incluidas referencias favorables del entonces fiscal general (y posterior ministro del Interior) Blas Pérez González, sirvió para arrojar dudas suficientes sobre la denuncia original como para procurarles a los acusados una exculpación en septiembre de 1941[100].

Los departamentos gubernamentales notificaban de forma habitual al tribunal regional de Madrid los nombres de los funcionarios despedidos de la administración del Estado según los términos de la ley de 10 de febrero de 1939[101]. De ahí que, en 1941, el Ministerio de la Gobernación hubiese remitido ya a las autoridades de la LRP su decisión de diciembre de 1939 de despedir al instructor visitador interino de Asistencia Social Juan Sánchez Cerezo. Sánchez fue destituido de su puesto por haber sido miembro tanto del sindicato socialista UGT como del partido Izquierda Republicana antes de la guerra. Y siendo director de un hospicio durante la Guerra Civil, también había organizado, al parecer, una cena en honor del comandante republicano «el Campesino». Aunque ninguna de esas acusaciones constituían cargos penales (de hecho, Sánchez fue absuelto por un tribunal militar en septiembre de 1939), sí sugerían claramente responsabilidades políticas según los criterios de la LRP[102].

Desde marzo de 1940, el tribunal regional de Madrid pasó a recibir también denuncias de una fuente adicional: los jueces designados para investigar los delitos comunistas y masónicos conforme a la LRMC. Esta última ley estipulaba que todos aquellos que se sometieran a esta jurisdicción penal especial tendrían que depurar también las responsabilidades civiles en que hubieran podido incurrir según la LRP[103]. En septiembre de 1941, el presidente del tribunal regional de Madrid, Jiménez Ruiz, recibió una lista con los nombres de destacados líderes de las formaciones del Frente Popular, incluido el del dirigente socialista Largo Caballero, que habían sido sometidos a los procesos previstos en la LRMC. La lista venía acompañada de una solicitud para que tomara «las medidas precautorias convenientes» contra los bienes de aquellos individuos a fin de evitar que «se elud[ier]an las responsabilidades civiles[104]».

Ese es un buen ejemplo de hasta qué punto se solapaban las jurisdicciones represivas, pues los masones y los comunistas quedaban automáticamente sujetos a la depuración de responsabilidades en virtud de la LRP. En noviembre de 1941, Jiménez Ruiz escribió al presidente del Tribunal Nacional señalando que las personas sometidas a investigación en aplicación del artículo 8 de la LRMC serían probablemente objeto también de la incoación de expedientes en aplicación de la LRP[105]. Bien podría haber añadido que la mayoría de los dirigentes del Frente Popular mencionados en el listado que las autoridades de la LRMC le habían remitido en septiembre estaban siendo ya objeto de investigación con arreglo a la LRP a instancias del propio Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas. Así pues, la apertura de los expedientes contra el expresidente de la Segunda República, Azaña, y contra los expresidentes del Consejo de Ministros José Giral y Manuel Pórtela Valladares, databa ya del 26 de agosto de 1939[106].

La LRP fue también el medio principal para la legalización retroactiva de la confiscación de propiedades llevada a cabo por las autoridades estatales inmediatamente después de la ocupación de Madrid. De hecho, la Junta de Requisa, organismo creado en abril de 1939 para administrar aquellas propiedades que no habían sido reclamadas por sus dueños al terminar la guerra, fue una fuente habitual de investigaciones para los tribunales de la LRP. En vista de la vaguedad de algunos de los apartados definitorios de lo que constituía una responsabilidad política, era lógico que las autoridades de la LRP interpretaran como «culpabilidad» la ausencia continuada del propietario o la propietaria. María Álvarez Ordóñez fue investigada en 1940 únicamente sobre la base de que, durante la guerra, se había ido de Madrid para reunirse con su amante —un funcionario— en Barcelona y que (presuntamente) había huido al extranjero con él. En lo que a su supuesta actividad política «antinacional» respecta, el juez instructor solo pudo decir de ella que «profesaba ideas izquierdistas». Aun así, el 27 de octubre de 1941, fue hallada culpable y condenada a diez años de exilio exterior y a la pérdida de todos sus bienes[107].

De todos modos, la ausencia prolongada del domicilio propio no siempre constituía un indicio fiable de responsabilidades. Raoul Aliphat Manzadois era un empresario francés que trabajaba en Madrid antes de la Guerra Civil. Sin embargo, en julio de 1936 se hallaba de vacaciones en Francia y optó por permanecer en su país de origen hasta el otoño de 1939. A su regreso a España, fue sometido a investigación y su piso en la capital fue requisado por el Estado. Al no tener pasado izquierdista alguno, quedó finalmente absuelto de todo cargo en agosto de 1941[108].

Teniendo en cuenta la amplitud de supuestos cubiertos en la LRP, las denuncias provenientes de la población en general fueron al parecer (y de manera bastante sorprendente) un motivo menor de incoación de expedientes en aplicación de dicha ley. Esto se debió probablemente a los mínimos incentivos que esa norma ofrecía a los denunciantes potenciales. Estos sabían ya de antemano que sus denuncias no podían llevar a nadie a prisión ni podían reportarles recompensa económica alguna aunque condujeran a una sentencia condenatoria, ya que todas las multas impuestas por los tribunales regionales eran recaudadas por el Estado[109]. Por consiguiente, algunos de los que sí se decidieron a denunciar a individuos ante las autoridades de la LRP lo hicieron después de que sus denuncias iniciales ante las autoridades militares no hubieran prosperado o no hubieran logrado el objetivo que perseguían. Manuel María Palacios Gómez era un empleado falangista de la empresa eléctrica Osram en Madrid. En diciembre de 1939, denunció al vicegerente de la compañía, Martín Arrúe Astiazarán, por haber apoyado el esfuerzo bélico republicano con el suministro de equipamiento eléctrico. Por desgracia para Palacios, no solo se archivó la causa instruida por la vía de la justicia militar, sino que él mismo fue despedido por la empresa en marzo de 1940 por denuncia maliciosa contra un directivo. De ahí que en la denuncia que presentó ante el tribunal regional madrileño de la LRP en marzo de 1941 escribiera que aquel era el «último recurso» que le quedaba para recuperar su empleo[110].

Pese a todo, el hecho de que la apertura de una investigación en aplicación de la LRP comportara tanto la pérdida del control del acusado sobre sus bienes como la posibilidad de soportar una onerosa multa sí animó a algunos empresarios y comerciantes a denunciar a rivales molestos. En julio de 1940, José del Valle García, hijo del propietario del hotel Inglés, denunció (con el apoyo de los gerentes o dueños de los hoteles Gaylords, Alonso, Continental y Capital) a Juan Utrera Rosado y a Gonzalo Pardo, propietarios del hotel Londres, y a Salustino Doñaiturria, dueño del hotel Doñaiturria, acusándolos de ser masones[111]. Aunque la acusación contra Doñaiturria fue rechazada por el juez instructor de turno (pues el acusado era el presidente de la Comisión de Incorporación Industrial y Mercantil que se encargaba de purgar el sector de la hostelería), su negocio permaneció bajo el control de los administradores estatales hasta el archivo definitivo de su causa a comienzos de 1942[112].

Los empresarios no fueron los únicos que intentaron utilizar las sanciones previstas en la LRP para eliminar a competidores. También hubo profesionales que denunciaron a otros colegas suyos muy seguramente a sabiendas de que un veredicto de culpabilidad podía inhabilitarlos para el desempeño de todo cargo público. Así, por ejemplo, en abril de 1940, se incoó expediente contra el doctor Carlos Jiménez Díaz tras denuncia interpuesta por el doctor Leonardo de la Peña, colega suyo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid. Jiménez fue acusado —entre otras cosas— de haber ido a Gran Bretaña en 1936 y de no haber regresado a la zona rebelde hasta que el bando franquista tuvo la guerra claramente decantada a su favor. Jiménez rechazó tales alegaciones declarando que él había servido a la causa franquista en Inglaterra trabajando con las organizaciones católicas británicas que, por ejemplo, habían convencido a la señora Chamberlain, cuñada del primer ministro, para que visitara la España franquista[113]. Añadió también que la comisión depuradora de la Universidad de Madrid lo había readmitido sin sanción en enero de 1940. El juez instructor archivó el caso e hizo constar, además, que el acusado había sido nombrado un mes antes miembro del Consejo Nacional de Educación por el mismísimo ministro del ramo, José Ibáñez Martín.

No deja de ser asombroso, en todo caso, que hubiera personas dispuestas a tomarse la molestia de presentar una denuncia sabiendo que las probabilidades de que fuera investigada hasta el final eran bastante exiguas. La LRP había previsto originalmente un único juez instructor por provincia encargado de procesar un número de casos potencialmente ingente. Como era de prever, aquella medida se demostró palmariamente insuficiente para una provincia como Madrid, por lo que hubo que nombrar a dos jueces instructores más en enero y en abril de 1940[114]. Pero su nombramiento poco hizo por aligerar la creciente lista de casos acumulados que se hallaban pendientes de incoación, ni por incrementar en cifras más o menos sustanciales el número de investigaciones tramitadas y finalizadas. Según las propias cifras del tribunal regional de Madrid, entre julio de 1939 y octubre de 1941, los tres jueces instructores madrileños no habían abierto en total más que 6629 expedientes. De estos, solo habían llevado a término 1129 (el 17%), a pesar de que la LRP estipulaba que todas las investigaciones debían completarse en un plazo máximo de un mes[115]. Peor aún era la situación en lo que a los casos pendientes se refería. A mediados de 1942, el tribunal regional tenía otros 36 000 casos más que aguardaban la apertura de una investigación[116].

La falta física de investigadores no fue la única causa de tan calamitosa situación, ya que los jueces instructores que —en tan limitado número— fueron realmente designados para el puesto carecían de los recursos materiales básicos para llevar a cabo sus funciones con un mínimo de eficacia. En la memoria del año 1939 presentada por el tribunal de Madrid, Carlos Múzquiz suplicaba un incremento del personal de apoyo y el uso de un automóvil para realizar las investigaciones de forma debida[117]. Y no dejó de reiterar tales peticiones a sus superiores tanto en 1940 como en 1941[118]. Su colega Enrique Amado, el juez instructor nombrado en enero de 1940, se hizo eco de las quejas de su compañero. Al explicar su bajo rendimiento (solo 254 casos terminados de 2473 expedientes incoados) a Carrero Blanco en un informe de septiembre de 1941, subrayó el hecho de que no hubiera recibido dinero alguno para adquirir material ni para pagar a sus dos mecanógrafas hasta noviembre de 1940[119]. Pero Múzquiz y Amado podían considerarse afortunados en comparación con el tercer juez instructor, Guillermo González. El 5 de enero de 1941, un incendio declarado en un taller de carpintería aledaño dañó gravemente el tejado de sus oficinas, en la calle San Mateo número 7, y las inutilizó durante más de dos meses[120].

De todos modos, es probable que ningún incremento sustancial tanto del número de investigadores como del volumen de recursos puestos a disposición de aquellos hubiera servido para conjurar la crisis en la que, ya en 1941, se hallaba claramente envuelto todo el sistema de responsabilidades políticas. El proceso instructor era defectuoso de por sí, sobre todo, en lo referido al requisito legal de que ninguna de esas investigaciones pudiera darse por concluida sin que antes hubiera aparecido un anuncio público de su apertura en el Boletín Oficial del Estado y se hubieran recibido los correspondientes informes de la policía (o Guardia Civil), la Falange, el alcalde y el párroco local. Si bien se suponía que tales informes debían enviarse dentro de un plazo máximo de cinco días desde la solicitud original, lo cierto es que, con frecuencia, los investigadores tardaban meses en obtener una respuesta, lo que convertía en una farsa la estipulación de la LRP de que todas las investigaciones tuvieran que concluirse en un máximo de un mes. Enrique Amado, por ejemplo, se quejó el 11 de octubre de 1941 al presidente del Tribunal Nacional de que muchos de esos informes tardaban más de seis meses en llegar a su despacho[121].

Cuando mejor se aprecian estas deficiencias elementales es al examinar las investigaciones instruidas contra los líderes del Frente Popular[122]. Habida cuenta de que estos expedientes se incoaban a instancias del propio gobierno, cabría suponer que la instrucción de estos al menos sí concluiría en el plazo de un mes, sobre todo, porque contaba con la presión añadida de que el presidente del Tribunal Nacional solicitaba con regularidad informes sobre los progresos realizados[123]. Pero nada más lejos de la realidad. El grueso de las causas contra dirigentes republicanos destacados se iniciaron en agosto o septiembre de 1939[124]. Eso significa que todas las sentencias tendrían que haberse pronunciado antes incluso del comienzo de noviembre de 1939. La realidad, sin embargo, es que los primeros fallos condenatorios contra líderes republicanos no se hicieron públicos hasta diciembre de 1940; la sentencia contra José Giral se emitió más tarde todavía: el 25 de noviembre de 1941[125].

Según los informes de seguimiento enviados por Carlos Múzquiz Ay ala al presidente del Tribunal Nacional en febrero y marzo de 1940, la causa principal del retraso era la ausencia de los debidos informes de las autoridades locales. Aunque parezca increíble, se echaban en falta informes (que, recordemos, deberían haber sido enviados en un plazo máximo de cinco días) incluso en investigaciones especialmente cruciales, como, por ejemplo, las instruidas contra los dos presidentes de la República, Azaña y Alcalá Zamora. El mayor culpable en ese sentido era el Servicio de Información e Investigación de la Falange[126]. La situación se agravó hasta tal punto que Múzquiz exigió una investigación a fondo del servicio postal de Madrid en junio de 1940 para comprobar si los informes se habían perdido en el correo[127]. De todos modos, las causas instruidas contra los exdirigentes republicanos no empezaron a cerrarse con cierta rapidez hasta que Carrero Blanco emitió una orden con fecha de 31 de julio de 1941 para que los jueces instructores pudieran concluir sus diligencias sin las consabidas dilaciones burocráticas en el caso de aquellos acusados cuyas actividades políticas fueran sobradamente conocidas de antemano[128].

La incapacidad de las autoridades locales para enviar sus informes a tiempo era la inevitable consecuencia de la demanda por información no solo por las autoridades de la LRP, sino también por las instituciones de otras jurisdicciones represivas, en especial, las de la justicia militar. Por ejemplo, la sección madrileña del Servicio de Información e Investigación falangista procesó durante 1940 65 826 solicitudes de informes procedentes de varios organismos. Además, investigó los antecedentes de 12 599 candidatos a ingresar en Falange. Del asombroso volumen de trabajo que debieron de representar tales cifras para el personal de esas instituciones da fe el hecho de que ese servicio contara en Madrid con una plantilla de solo 35 administrativos[129].

La crisis que afectó a las investigaciones de la jurisdicción de la LRP no se limitó a la capital y su región. El 23 de octubre de 1939, por ejemplo, el presidente del tribunal regional de Oviedo informó a su homónimo del Tribunal Nacional, Suñer, que en Asturias no se había llegado a cerrar formalmente ninguna instrucción de casos relacionados con la LRP porque el Boletín Oficial del Estado no había publicado ningún anuncio de incoación de expedientes en aquella zona[130]. En el verano de 1941, el sucesor de Suñer, González Oliveros, presentó a su superior, Carrero Blanco, un descorazonador informe sobre la situación del sistema de la LRP. En él afirmaba sin rodeos que, en vista de los 250 000 casos pendientes de apertura o de finalización, se necesitarían cinco años «para llegar a la completa liquidación y resolución de este problema nacional[131]».

Obviamente, la imposibilidad de incoar o concluir investigaciones desvirtuó la supuesta razón de ser de la LRP: la de que los individuos políticamente responsables pagasen por el daño que habían infligido a España. Hasta octubre de 1941, el tribunal regional de Madrid (que, recordemos, aparte de la provincia de la capital abarcaba también las de Guadalajara, Ávila, Toledo y Segovia) había emitido unas escasas 1334 sentencias[132]. Entre estas, se incluían también veredictos de sorprendente severidad contra aquellas personas a las que el régimen atribuía la máxima responsabilidad por el daño que el Frente Popular había ocasionado supuestamente al país. El 28 de abril de 1941, los dos expresidentes de la República de preguerra, Azaña y Alcalá Zamora, fueron sentenciados en rebeldía junto con el político republicano Felipe Sánchez Román a multas que sumaban un total de 155 millones de pesetas[133]. Para que nos hagamos una idea, la sanción económica más cuantiosa impuesta en toda la provincia de Guipúzcoa ascendió a 75 000 pesetas[134].

Obviamente, una cosa era imponer una multa y otra muy distinta era cobrarla. El procedimiento seguido contra quienes no querían o no podían pagar las sanciones que se les había impuesto era engorroso y dilatado en el tiempo, pues el juez civil especial de cada región no solo tenía que localizar y tasar la propiedad sujeta a confiscación, sino que también estaba obligado a tener en cuenta los intereses de los demás acreedores (aparte del Estado). Hasta julio de 1940, el sistema de la LRP había recaudado únicamente 12,5 millones de pesetas en concepto de multas[135]. Los números del juez civil especial de Madrid eran particularmente mediocres: hasta octubre de 1941, solo había recaudado 69 109 pesetas[136]. Estas cifras contrastan con las del sistema de depuración de responsabilidades civiles impuesto por la República, que, hasta el fin de 1937, había confiscado bienes por un valor cercano a los 370 millones de pesetas[137].

No obstante, estas cantidades pueden dar una engañosa impresión de ineficiencia en cuanto a la acción expropiadora que el Estado franquista llevó a cabo con los bienes de sus oponentes políticos, una imagen que no se ajusta necesariamente a la realidad. En esos informes, por ejemplo, no se incluía el valor de los bienes de organizaciones proscritas confiscados en aplicación de la LRP. El proceso de localización y requisición de tales bienes para el Estado corría a cargo de la Jefatura Superior Administrativa de Responsabilidades Políticas[138]. Esas propiedades eran luego redistribuidas entre los organismos del Estado o del partido del régimen. Así, una ley de septiembre de 1939 asignó al Instituto Nacional de la Vivienda (INV) los inmuebles e instalaciones de las cooperativas de casas baratas de Madrid que habían pertenecido anteriormente a organizaciones socialistas[139]. El INV pasó así a ser una fuente habitual de investigaciones para los organismos depuradores de responsabilidades políticas, ya que la mencionada ley de septiembre de 1939 le otorgaba el derecho de desahuciar a los inquilinos y los titulares de hipotecas baratas de cooperativa que resultaran condenados en aplicación de los términos de la LRP[140]. Parece, sin embargo, que, en muchos casos, el INV ni siquiera esperó a que hubiera sentencia formal de los tribunales de la LRP para embargar propiedades. Aprovechando que muchos inquilinos o dueños estaban en la cárcel y se hallaban, por consiguiente, físicamente ausentes de sus hogares, el INV readjudicó arbitrariamente sus propiedades a otros ocupantes a finales de 1939. Así fue como Rafael Henche de la Plata, alcalde socialista de Madrid durante la guerra, perdió su casa de la calle de Alfonso XIII, a pesar de que el expediente abierto contra él por la LRP se archivaría más tarde, en 1943[141].

Pero, si bien es importante reconocer que no toda confiscación de propiedades personales en Madrid en el período de posguerra obedeció a un seguimiento de los procedimientos previstos en la LRP, no deja de ser cierto que dicha ley y la estructura organizativa que la acompañó fueron el mecanismo primordial para tales apropiaciones. Aunque esta es una afirmación difícil de demostrar de forma concluyente, las pruebas sugieren que, tras la entrada en vigor de la LRP en la provincia de Madrid en julio de 1939, ya no se produjeron requisiciones arbitrarias o «ilegales» de propiedad a gran escala como se habían venido registrando hasta entonces. Los expedientes de investigación de responsabilidades políticas nos revelan casos de «rojos» cuya identificación con la causa republicana o cuya relación con «crímenes de sangre» los habría convertido en blancos fáciles de cualquier proceso sistemático de confiscaciones arbitrarias pero que, aun así, continuaban siendo dueños de grandes propiedades a mediados de la década de 1940. Al acabar la Guerra Civil, Ignacio Gil San Juan y su hijo, Ignacio Gil Álvaro, fueron arrestados por su supuesta participación en asesinatos durante la guerra y por haberse integrado en el comité del Frente Popular del pueblo madrileño de Los Santos de la Humosa. Ambos fueron declarados culpables y Gil Álvaro murió ejecutado. Pero en marzo de 1944, cuando ya había muerto también Gil San Juan y su esposa se hallaba todavía en prisión, la Guardia Civil de Los Santos de la Humosa informó que la familia era aún propietaria de bienes e inmuebles en aquella localidad por valor de 11 000 pesetas[142].

Que la LRP fue el medio principal de cobro de reparaciones impuestas a los «culpables» es un argumento corroborado aún en mayor medida cuando se considera la respuesta del régimen al pobre rendimiento del sistema desplegado en aplicación de esa ley. Tratando de incrementar la cantidad de dinero recaudada de particulares en concepto de reparación, el Tribunal Nacional emitió una orden en 1940 que incluía por vez primera orientaciones sobre cómo debían priorizar los tribunales regionales el procesamiento de un volumen de casos que no cesaba de crecer[143]. Allí se reglamentaba que dichos tribunales se concentraran en el enjuiciamiento de dos tipos de casos. El primer tipo, como era de prever, era el de los expedientes a dirigentes destacados del Frente Popular. Pero el segundo de esos tipos se guiaba más por criterios económicos que políticos: en virtud de aquella orden, los tribunales regionales recibían instrucciones para archivar provisionalmente casos en los que el acusado ganara menos de quince pesetas diarias o tuviera un patrimonio inferior a las 15 000 pesetas en total. De lo elevado que tal umbral era en 1940 da fe el hecho de que el presidente del Tribunal Nacional no cobrase más que 17 500 pesetas de sueldo anual[144].

TABLA 4.14. DEDICACIONES OCUPACIONALES DE LAS PERSONAS ACUSADAS EN VIRTUD DE LA LRP EN MADRID, JULIO DE 1939-MARZO DE 1942

Las ocupaciones se han clasificado de la manera siguiente: militares (oficiales y tropa e antes de la guerra, guardias civiles, guardias de asalto, etcétera), funcionarios/profesionales (funcionarios y maestros, abogados, médicos, periodistas, etcétera), de servicios (barberos, taxistas, conserjes, dependientes, etcétera), manuales (obreros cualificados y no cualificados, tipógrafos, trabajadores de la construcción etcétera), empresariales/comerciales (tenderos, agentes comerciales, empresarios, etcétera), administrativos (oficinistas, personal bancario, etcétera), agrícola (jornaleros, agricultores, pastores o ganaderos, etcétera) y sin ocupación (amas de casa, desempleados).

Fuentes: BOPM.

El impacto de aquella orden sobre la implementación de la LRP en Madrid resulta visible analizando el origen social de los acusados (véase la tabla 4.1). Tal análisis se basa en la información suministrada en los propios anuncios («edictos») públicos de incoación de expedientes de la LRP publicados en el boletín oficial de la provincia en el período comprendido entre julio de 1939 y marzo de 1942. Las cifras ofrecidas en la tabla 4.1 no son en absoluto definitivas, pero sí sabemos que, hasta octubre de 1941, se habían abierto en Madrid 6629 casos y que, hasta marzo de 1942, se habían publicado en el boletín provincial únicamente 1941 nombres de personas acusadas en tales procesos. La diferencia responde sin duda a los retrasos registrados tanto en las órdenes de publicación de los avisos por parte de los jueces instructores como en la publicación efectiva de los edictos en el boletín oficial. La exactitud de las cifras está también limitada por el hecho de que, en 877 de los edictos (un 45%) no se indica ocupación alguna de los acusados. Aun así, los números sugieren con claridad que quienes procedían de dedicaciones no manuales o profesionales tenían más probabilidades de verse sometidos a una investigación en aplicación de la LRP que los trabajadores manuales o los agricultores.

Pero nos llamaríamos a engaño si concluyéramos que la LRP afectó primordialmente a una burguesía liberal urbana. El hecho de que quienes procedían del entorno militar fuesen los que más números tenían de enfrentarse a una investigación de sus responsabilidades políticas da a entender que, más que la orientación política del acusado, fue su capacidad potencial de pago la que, en muchos casos, constituyó el factor clave a la hora de abrir investigaciones. A fin de cuentas, todos los miembros de las fuerzas armadas y policiales de preguerra estaban llamados a ser objeto de una investigación militar y no pocos de ellos distaban mucho de ser republicanos comprometidos. Dicho de otro modo, bastantes derechistas —muchos, incluso, que sufrieron persecución en la zona republicana o que ayudaron clandestinamente al esfuerzo bélico franquista— tenían una alta probabilidad de padecer un nuevo suplicio en forma de un expediente de responsabilidades políticas en aplicación de la LRP. El comandante Albarrán Ordóñez, quien, como ya vimos, fue condenado a muerte por un tribunal republicano en octubre de 1937, pero a quien se impuso posteriormente (en enero de 1940) una pena de dos años de prisión, fue objeto de una investigación de responsabilidades políticas en julio de 1940. Aunque en ella se desveló que su encarcelamiento en un penal republicano le había comportado un deterioro permanente de su salud y que su pensión de militar de 625 pesetas anuales se le iba en el pago de deudas contraídas durante la guerra por un monto superior a las 3000 pesetas, Albarrán fue multado con otras 350 pesetas en diciembre de 1940[145].

Aun así, es importante señalar que la repercusión real de la LRP en todos los sectores de la sociedad madrileña entre 1939 y 1942 fue sustancialmente mayor de lo que la información contenida en la tabla 4.1 o el número de investigaciones parecen sugerir. Todos los condenados por tribunales castrenses perdían (formalmente, al menos) el control de sus bienes hasta que un tribunal de la LRP fijaba el nivel de reparación exigido de ellos por sus delitos[146]. Eso significaba, por ejemplo, que los testamentos de todas las personas ejecutadas por orden de tribunales militares quedaban sin efecto hasta que se hubieran determinado las responsabilidades políticas de los ajusticiados. Pedro Iglesias Expósito fue ejecutado en mayo de 1939 tras ser condenado por pertenencia a un comité revolucionario en el municipio obrero de Carabanchel Bajo, que presuntamente ordenó arrestos y asesinatos. Durante el transcurso de la instrucción de su expediente en aplicación de la LRP se descubrió (concretamente, en julio de 1940) que su certificado de defunción no indicaba que hubiera sido fusilado a instancias de la autoridad militar. Su hija había heredado el patrimonio de su padre, valorado en 65 000 pesetas, gracias a ese error. Constatado el fallo por las autoridades franquistas, estas congelaron de inmediato los bienes de la efímera heredera, que no volvió a recuperar el control de los mismos hasta agosto de 1941, tras abonar la multa impuesta a su difunto padre, que el tribunal regional de Madrid fijó en 10 000 pesetas[147].

Además, la mera posibilidad de que se incoara un expediente de ese tipo colocaba una espada de Damocles sobre las cabezas de muchas familias de presos susceptible de empeorar la ya de por sí precaria situación económica en la que se hallaban tras el 28 de marzo de 1939 al haber sido privadas de la persona que suponía su principal fuente de ingresos. Las consecuencias potencialmente catastróficas del hecho de ser objeto de una investigación de responsabilidades políticas pueden apreciarse en el trágico caso de Luisa Calleja Coca, esposa de Gabriel Delgado Macías, policía municipal de preguerra. En mayo de 1939, Delgado fue fusilado tras ser condenado por denunciar en su momento a dos de sus colegas de trabajo, que acabarían siendo asesinados en agosto de 1936. Durante la instrucción de las diligencias de su expediente de responsabilidades políticas, en el otoño de 1939, se descubrió que Delgado poseía una cuenta bancaria compartida con su esposa en el Banco Hispano Americano, con un saldo cercano a las 8000 pesetas. Ese dinero había sido el único medio de sustento económico de la señora Calleja desde la ejecución de su marido. Sin embargo, y de resultas del hallazgo de esa cuenta por parte de las autoridades, esta se congeló en 1940 hasta que existiera un fallo para el caso de su difunto esposo. El problema, como ya hemos podido ver, era que las investigaciones en aplicación de la LRP no destacaban precisamente por su presteza y celeridad, y el caso de Delgado no fue una excepción. En marzo de 1942, una cada vez más desesperada señora Calleja escribió al presidente del tribunal regional suplicándole que se levantara el embargo que pesaba sobre su cuenta bancaria:

¡Yo no he participado, Ilmo Sr., en las culpas de mi marido! ¡Que no se aumente mi dolor con la perspectiva de la miseria más espantosa! Con esos bienes o parte de ellos y mi trabajo podría atender a mi sustento y rehacer mi vida. Con un fallo misericordioso no se lastimarían los sagrados intereses de la Patria, ya que la cantidad es tan modesta, y a mí me permitiría afrontar con menos temor la dureza de los tiempos.

El 18 de mayo de 1943, con el caso de su difunto marido aún por resolver, se hizo constar en su expediente que la señora Calleja había fallecido el 5 de mayo. Sabemos que dejó impagos de su alquiler por un total de 477 pesetas porque en el expediente se incluye un informe de la demanda judicial interpuesta por su casero para saldar su deuda con cargo a la herencia de su antigua inquilina. La causa por responsabilidades políticas de Delgado terminaría por archivarse sin sentencia en diciembre de 1943[148].

Conviene recordar de nuevo que tan prolongados retrasos no eran una forma intencionada de castigar a los «rojos», sino la consecuencia de un mal diseñado y pobremente equipado sistema judicial. En la primavera de 1941, González Oliveros presentó a Valentín Galarza (subsecretario de la Presidencia) y al propio Franco una serie de propuestas de largo alcance que habrían transformado el sistema de depuración de responsabilidades políticas. El objetivo general consistía en liquidar la LRP en un plazo máximo de dos años. Las reformas sugeridas incluían un perdón coincidiendo con el quinto aniversario del comienzo de la Guerra Civil que se aplicaría a aquellos investigados que contaran con escasos bienes o cuyos delitos fueran considerados suficientemente leves. Ese perdón, según los cálculos de González, permitiría archivar de un plumazo hasta unos 50 000 casos. Sus otras propuestas se centraban en la reducción del tiempo requerido hasta entonces para concluir las investigaciones y dictar sentencia. Entre otras recomendaciones estaba la de repartir la carga de casos pendientes entre las instituciones creadas por la LRP ya existentes y las de la justicia ordinaria, la publicación de un suplemento diario de 24 páginas en el Boletín Oficial del Estado dedicado exclusivamente a anuncios de la LRP, y la autorización a los jueces instructores para acceder a los registros de las autoridades locales pertinentes a fin de obtener los informes necesarios. Al parecer, todas estas sugerencias fueron bien acogidas en principio por Franco, quien solamente exigió que se introdujeran ligeras modificaciones[149].

Las esperanzas que González pudiera tener en aquel momento de obtener una rápida resolución del «problema nacional» de la LRP quedaron frustradas por la crisis política de mayo de 1941, que se saldó con la marcha de Galarza al Ministerio de la Gobernación y el nombramiento de Carrero Blanco como subsecretario de la Presidencia[150]. Sin embargo, la llegada de este último sí serviría para que se materializaran las esperanzas de reforma radical del sistema que González también albergaba. Carrero asumió su cargo en mayo de 1941 con la determinación (tal y como hizo constar en su primer informe a Franco, de agosto de 1941) de sacar adelante un «plan nacional» que pusiera fin a la «ineficacia del instrumento administrativo» del Estado[151]. No podía haber mejor ejemplo de dicha desorganización que el del sistema implantado en aplicación de la LRP, y la urgente necesidad de su reforma quedó evidenciada por la decisión de Carrero de ordenar el 25 de septiembre de 1941 un examen completo del estado de dicho sistema[152].

Ese examen mostró que la situación era peor aún de lo que se creía. Ya se han mencionado aquí las cifras remitidas desde Madrid en aquella ocasión, así que permítanme que vaya directamente a las conclusiones generales de ese estudio redactadas por un funcionario no identificado del departamento ministerial de Carrero:

En dos años de funcionamiento de los Tribunales se fallaron 38 055 expedientes. Quedan pendientes de fallo 87 231 y de incoación 101 440, que hacen un total de 188 671, que al promedio que se lleva de dictar sentencias, 19 027 al año, se tardará en terminar nueve años y diez meses. Hay que añadir los testimonios de las sentencias que dicten Tribunales militares, que originarán nuevos expedientes y aun cuando no hay elementos para calcular su número, seguramente será superior a 30 000 o sea, dos años más. Ha de tenerse en cuenta que después de fallar el expediente viene la ejecución de los mismos y resolución de tercerías, y con todo ello ha de calcularse que, fallado el último expediente, aún se tienen que pasar unos tres años en estos trámites[153].

Dicho de otro modo, la implementación de una ley ideada para castigar actos u «omisiones» del período 1934-1939 amenazaba con prolongarse hasta 1956, veinte años después del comienzo de la Guerra Civil. Precisamente con la intención de evitar tal posibilidad, el régimen promulgó una ley de reforma cinco meses más tarde, el 19 de febrero de 1942[154]. Lejos de ser meramente «cosmética[155]», la reforma en cuestión puso en marcha el proceso de liquidación de la Ley de Responsabilidades Políticas. Recogiendo «las enseñanzas de la experiencia»[156], esta ley de reforma de la LRP incorporó muchas de las propuestas de González de 1941. Para empezar, se eximió a colectivos enteros de toda responsabilidad política: en concreto, a toda persona sentenciada por un tribunal castrense a penas inferiores a seis años y un día de prisión, a todos aquellos condenados a penas inferiores a doce años cuya significación política fuese «escasa», y a quienes simplemente hubieran sido afiliados de base de las organizaciones proscritas[157]. Más importante si cabe era el hecho de que dicha norma estipulaba el archivo de todo expediente abierto y bajo investigación cuando el salario de la persona investigada no excediera el doble del jornal del bracero medio en su localidad de residencia o cuando su patrimonio no estuviera tasado en más de 25 000 pesetas (un umbral muy elevado para los niveles de la época[158]).

Igualmente, se adoptó la recomendación de González en el sentido de que los tribunales de justicia ordinaria participaran también en las diligencias derivadas de la LRP. Pero en vez de que estos trabajaran en colaboración con las instancias ya existentes del sistema de la LRP, en la ley de reforma se optó por abolir ese segundo marco institucional casi por completo, con la única (e importante) excepción del Tribunal Nacional. Las funciones de los tribunales regionales se transfirieron a las audiencias provinciales, y las investigaciones a los juzgados locales de instrucción y de primera instancia de la justicia ordinaria[159]. Las funciones y los procedimientos también se reformaron para impedir una incoación masiva de nuevos casos y para acelerar el proceso de instrucción. Los presidentes de las audiencias provinciales solo podían incoar automáticamente un expediente de instrucción, previa existencia de una sentencia pronunciada en otra jurisdicción (como, por ejemplo, la de la justicia militar); toda denuncia tenía que ser examinada y aprobada por el fiscal en jefe provincial[160]. Los jueces instructores y de primera instancia dejaron de tener la obligación de esperar a que se les remitieran los informes de las autoridades locales para poder cerrar una investigación; bastaba con el informe policial para proceder a la conclusión de un caso[161].

En una disposición transitoria, la ley de reforma daba a los tribunales regionales un plazo de dos meses para procesar aquellos casos que aguardaban sentencia; reservaba también otros tres meses para que los tribunales regionales y los juzgados instructores provinciales transfirieran sus expedientes y registros a los tribunales de justicia ordinaria[162]. Tan inmensa era la documentación que el tribunal regional de Madrid (entre otros) solicitó el 6 de junio una prórroga hasta el 30 de ese mismo mes para concluir sus gestiones[163]. Hasta julio de 1942, la Audiencia Territorial de Madrid había recibido 6081 expedientes sin cerrar, 25 000 sentencias procedentes de tribunales militares y 11 168 informes de otras fuentes para la incoación de investigaciones aún no iniciadas: en total, 42 249 casos[164].

En una circular enviada el 22 de julio de 1942 por el Tribunal Nacional a todas las audiencias territoriales, aquel les recordaba a estas la firme convicción con la que el gobierno se había propuesto que todos los casos de determinación de responsabilidades políticas se liquidaran lo antes posible[165]. Pero tan onerosa tarea sobrepasaba con mucho las capacidades del sistema de justicia ordinaria. Como ya vimos en un capítulo anterior, las exigentes necesidades de la justicia castrense en 1939 supusieron que un gran número de jueces instructores y fiscales fueran reclutados para el Cuerpo Jurídico Militar. Aunque la desmovilización de ese personal legal se inició en 1941, las audiencias provinciales y territoriales de la justicia ordinaria continuaron padeciendo una escasez aguda de efectivos hasta 1948[166]. En 1942, solo el 38% de esos tribunales no tenía ninguna plaza vacante, pero en 1944, la proporción de los que tenían su plantilla completa únicamente había ascendido hasta el 44%[167]. Peor aún: aunque la jurisdicción de los tribunales ordinarios se había visto truncada inicialmente por el Estado de Guerra declarado en 1939, aparecieron figuras delictivas de nuevo cuño (como la de «abandono de familia», recogida como delito en una ley de marzo de 1942) cuyo encausamiento y enjuiciamiento fueron asignados a los juzgados y los tribunales de la justicia ordinaria[168].

En resumidas cuentas, los tribunales ordinarios no disponían del personal ni del tiempo requeridos para liquidar el sistema de la LRP con rapidez. A corto plazo, el traspaso de la determinación de las responsabilidades previstas en esa ley a la jurisdicción ordinaria vino a empeorar la situación en los juzgados de Madrid. En 1943, la Audiencia Territorial procesó solamente 269 casos de ese tipo: 55 con sentencia y 214 mediante archivo de la causa[169] Esta imperceptible mejora fue fácilmente contrarrestada por la llegada constante de nuevas sentencias provenientes de otras jurisdicciones (como las de la justicia militar y la establecida por la Ley sobre Represión de la Masonería y del Comunismo) que exigían la apertura de diligencias instructoras en aplicación de la LRP[170].

Como consecuencia, en junio de 1943 se crearon dos nuevas salas del Tribunal Nacional para que se encargaran de instruir los casos pendientes de apertura[171]. Esto sirvió para conseguir por fin lo que el régimen siempre había deseado (una rápida tramitación de los expedientes), aunque por la vía de proporcionar un mecanismo legal para el archivo masivo de causas sin que llegara ni una sola peseta a las arcas del Estado por pagos en concepto de reparación. El 16 de noviembre de 1943, González Oliveros ordenó al presidente de la Audiencia Territorial de Madrid el traslado al Tribunal Nacional de todas las sentencias militares pendientes aún de investigación por la vía de la LRP para su rápida instrucción. El 5 de diciembre de 1944, este tribunal había recibido ya, tan solo de la provincia de Madrid, un total de 15 700 sentencias impuestas a 20 148 personas[172]. Una vez hecho acuse de recibo en el Tribunal Nacional, estas causas eran examinadas por las salas creadas en junio de 1943 conforme a los criterios de exención fijados en la ley dictada en febrero de 1942. Los informes sobre la solvencia de los reos se solicitaban a la policía y el alcalde locales. Si estas dos instancias respondían que les resultaba imposible facilitar información alguna o sugerían que el acusado o la acusada seguramente no alcanzaban el umbral de las 25 000 pesetas de patrimonio, el caso se archivaba sin más. De ahí por ejemplo que la causa contra Ángel Pedrero (jefe de la policía militar republicana, el SIM, y verdadera encarnación del mal según el tribunal castrense que lo sentenció a muerte en 1940) se archivara en marzo de 1945 después de que la policía madrileña fuese incapaz de suministrar los detalles requeridos[173]. Sin embargo, nadie acabó siendo juzgado, al parecer, en los contadísimos casos en los que los informes sí indicaron que el valor de los bienes de los acusados sobrepasaba las 25 000 pesetas[174]. Esto no puede interpretarse de otro modo que como una muestra de lo desesperado que estaba el régimen a las alturas de 1944 por librarse del problema de las responsabilidades políticas que él mismo se había autoimpuesto.

Al final, el sistema de depuración de responsabilidades políticas perduró veinte años más. Aunque la LRP quedó derogada a efectos prácticos por un decreto de abril de 1945, esa nueva norma no puso fin a los casos más destacados, sino que ordenó que el Tribunal Nacional, convertido a partir de aquel momento en una comisión liquidadora, y las audiencias provinciales prosiguieran con las diligencias de las instrucciones que todavía no se habían completado por entonces y procedieran a recaudar las multas aún impagadas con la menor demora posible[175]. La misión así asignada a los tribunales no era ninguna nimiedad, pues, en febrero de 1945, la Audiencia Territorial de Madrid tenía aún 4415 procedimientos pendientes de cierre de instrucción o de sentencia[176]. Además, hubo que proseguir con la compleja tarea de intentar que se hiciera efectivo el pago de las astronómicas sanciones económicas exigidas a comienzos de la década de 1940 a los destacados republicanos entonces expedientados. Por ejemplo, los intentos por cobrar la multa de 100 millones de pesetas impuesta a Manuel Azaña no cesaron hasta febrero de 1959, cuando los herederos del antiguo presidente de la República (entre quienes se incluía su esposa) lograron convencer finalmente a los investigadores de su lealtad a los «principios del Movimiento Nacional[177]». Cuando en noviembre de 1966 se dictó por fin el perdón general para toda persona a quien le hubieran podido ser exigidas responsabilidades políticas[178], quedaban todavía pendientes de cierre muchas investigaciones incoadas a comienzos de la década de 1940. De hecho, el procedimiento contra Andrés Arenas de la Cruz, un viajante casado y sujeto a la jurisdicción de la LRP desde 1940, no fue formalmente sobreseído por la Audiencia Provincial de Madrid hasta junio de 1989, ¡apenas unos meses antes de que la colección de expedientes judiciales de la LRP en Madrid fuera transferida a los archivos estatales de Alcalá de Henares[179]!

Pero el desorden con el que la LRP fue implementada y, posteriormente, derogada no debería inducirnos necesariamente a concluir que fue un «fracaso». Es cierto que aquella ley, defectuosa desde su génesis misma por su pretensión de aplicar procedimientos tradicionales de enjuiciamiento con fines retroactivos extraordinarios, fue más propensa a producir causas no incoadas o incompletas que a generar fondos procedentes de multas impuestas en concepto de reparación a los individuos a quienes se responsabilizaba de la Guerra Civil. Pero el caos burocrático no redujo las significativas consecuencias que para los afectados tenía la incoación de un expediente en aplicación de la LRP, sino todo lo contrario: las empeoró. El fantasma de una investigación de ese tipo, con la posibilidad concomitante de que los acusados o sus herederos perdieran el control de sus bienes o de sus ingresos durante períodos prolongados de tiempo, aterrorizó a todos los sectores sociales de la provincia. En todo caso, los mal definidos criterios con los que se pretendió delimitar el concepto de responsabilidad política no fueron un fenómeno privativo de la determinación de sanciones económicas con las que «compensar» al Estado, sino que se utilizaron también (como veremos a continuación) en una campaña más generalizada aún de purgas y depuraciones.