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«¡HAN PASADO!»: EL MADRID DE FRANCO,
ABRIL DE 1939
A las ocho en punto del martes, 28 de marzo de 1939, O. D. Gallagher, corresponsal de guerra del Daily Express, se despertó con el griterío ensordecedor que entraba por la ventana de su habitación del hotel Ritz, en pleno centro de Madrid. La multitud exclamaba a viva voz: «¡Franco, Franco, Franco!». Gallagher salió entonces a la calle y vio que la bandera rojigualda de los franquistas colgaba de numerosas ventanas y balcones. Él no daba apenas crédito a lo que veía, pero estaba siendo testigo del fin del gobierno republicano en Madrid[1].
La capital no «cayó» en el sentido militar convencional de una ocupación por parte de elementos de un ejército oponente. No hubo ninguna entrada formal de tropas franquistas en la ciudad previa a la rendición del comandante general de las fuerzas republicanas del centro de España, el teniente coronel Prada, ante el coronel Losas, jefe de las fuerzas franquistas acuarteladas, que tuvo lugar en la Ciudad Universitaria a la una de la tarde[2]. Si algo caracterizó la entrada formal de los franquistas en Madrid fue más la farsa que el heroísmo. El primer contingente organizado que partió de las filas franquistas hacia la capital tras la rendición, según A. W. H. James, un parlamentario británico conservador que visitó Madrid el día 29, estaba formado por «una treintena de periodistas, acompañados por una encantadora dama». Cuando ese grupo se cansó de «tropezar con las defensas desplegadas por el terreno y de deambular por tierra de nadie», tomó el metro para trasladarse al centro de la ciudad[3].
La capital fue tomada desde dentro. Como bien dice Gallagher, fue «la Quinta Columna de Franco [la que] se hizo con la ciudad[4]. La “Quinta Columna” era una red clandestina de grupos afines a los franquistas que operaba en Madrid desde la primavera de 1937[5]». En realidad, ya se había hecho con el mando de facto sobre buena parte de la ciudad antes de que el jaleo del exterior del hotel Ritz despertara a Gallagher. Durante los días 26 y 27 de marzo, se había asegurado el control de las redes del gas, la electricidad, el agua y las comunicaciones, y había liberado a los presos políticos franquistas. Sus patrullas de incógnito habían llegado incluso a desarmar a soldados republicanos que abandonaban el frente de batalla y a realizar comprobaciones en el alcantarillado y otros túneles subterráneos para desbaratar posibles intentos posteriores de sabotaje[6].
Lo que impulsó a la Quinta Columna a salir de la sombra y mostrarse abiertamente a la luz del día aquella mañana de martes fue el desmoronamiento definitivo de la resistencia republicana resultante de la deserción en masa de gran parte de sus tropas, que habían abandonado las trincheras del frente la noche anterior. Aunque algunos de aquellos soldados regresaron a sus casas, otros se dedicaron a confraternizar en la «tierra de nadie» con los del bando franquista. Hacia las nueve de la noche, era tal el colapso de la disciplina en el ejército republicano que el coronel Zulueta, Jefe del II Cuerpo de Ejército de la República, pidió al coronel Losas, comandante franquista, que ordenara a las tropas de ambos bandos un regreso inmediato a sus respectivas trincheras. La réplica de Losas fue lacónica: «Los soldados ya han hecho la paz[7]».
Cuando las tropas franquistas marcharon definitivamente hacia la capital la tarde del 28, Losas anotó en su diario el júbilo de las multitudes que jaleaban su entrada en la ciudad[8]. Una enfermera británica que trabajaba en el ejército franquista, Priscilla Scott-Ellis, escribió: «El entusiasmo era increíble, algo que no olvidaré nunca mientras viva[9]». Incluso los militantes republicanos estaban asombrados de la reacción de la muchedumbre. Simón Sánchez, comisario político del ejército de la República, recordaba posteriormente que las calles estaban repletas de gente que gritaba «Viva Franco[10]. No hay duda de que esa bienvenida fue especialmente calurosa en el tradicionalmente acomodado barrio de Salamanca[11]». Pero, desde luego, no todo el mundo estaba de celebración. José Antonio Torres Muñoz, un camarero anarquista, propinó un puñetazo en la cara al capitán de infantería retirado Benjamín García Fernández después de que este saludara a una bandera franquista ondeada desde un camión que había pasado al lado de ambos[12].
Otros republicanos intentaron mitigar la conmoción psicológica de la derrota recurriendo a la bebida. El 1 de abril, Ignacio Rato García, zapatero de 32 años de edad, exclamó: «¡Viva la República!», e hizo el saludo del puño en alto en plena borrachera en un bar de las inmediaciones de la plaza Mayor. Bebido aún, continuó reiterando sus exclamaciones a favor de la República tras ser arrestado y mantenido bajo custodia policial[13]. Algunos reaccionaron a la derrota simplemente recluyéndose bajo llave en sus casas, sin abrir puertas, ventanas ni contraventanas. Pedro Gutiérrez Martín, miembro del Comité de Control del Frente Popular encargado de la dirección de la empresa pública de telecomunicaciones Telefónica durante la Guerra Civil, entró en casa y cerró la puerta de entrada tras concluir su último turno en la noche del 27 al 28 de marzo, y allí permaneció sin salir hasta su arresto seis semanas después, el 16 de mayo[14]. Unos cuantos prefirieron terminar con sus propias vidas antes que someterse al dominio franquista. Julián Cocho Méndez, quien era suboficial antes de la guerra y, durante esta, ascendió al grado de capitán republicano, abandonó el frente para regresar a su piso en el centro de Madrid justo antes de la ocupación de la capital por el ejército franquista. Luego, se descerrajó un tiro en la sien. Su esposa y su hijo serían arrestados posteriormente acusados de ser «extremistas peligrosos[15]».
Muchos madrileños prefirieron no quedarse a ver la entrada de los franquistas en la capital. Se calcula que unos 15 000 republicanos huyeron a Alicante con la esperanza de subir a un barco que los condujera al exilio, pero este nunca llegó[16]. Entre aquella desanimada muchedumbre se encontraban muchos de los miembros de la élite republicana madrileña (incluidos los últimos alcalde y gobernador civil de Madrid, que eran, respectivamente, Rafael Henche de la Plata y José Gómez Ossorio), pero también numerosas mujeres y niños[17]. Tras ser hechos prisioneros, la mayoría fueron conducidos al tristemente famoso campo de concentración de Albatera. Durante los meses siguientes, se observaría una corriente constante de esos presos de regreso a Madrid para comparecer ante la justicia franquista[18].
La huida a Alicante del último alcalde republicano de Madrid propició uno de los episodios más curiosos del 28 de marzo. Entre las tropas que entraron en la capital, había un teniente del Cuerpo Jurídico Militar. En lugar de dejarse cautivar por la aclamación de la multitud, este oficial prefirió entrar en el Palacio de Amboage, sede entonces del Ayuntamiento de Madrid, y autoproclamarse alcalde de la ciudad para abandonar inmediatamente después el edificio[19]. Ahora bien, ese primer alcalde franquista de Madrid no detentaría el cargo durante mucho tiempo, pues la persona designada oficialmente por el régimen de Franco para ese puesto, Alberto Alcocer, llegó de Burgos la noche de ese mismo día 28[20].
El nombramiento previo de un alcalde para la capital es indicativo de la planificación con la que se previo la ocupación final de la ciudad. El régimen estuvo muy bien informado de las condiciones generales en el Madrid republicano durante la Guerra Civil, debido, en parte, a la proximidad física de las tropas franquistas que mantuvieron la ciudad sitiada desde el invierno de 1936-1937. José León Encinas, capitán del ejército republicano, recuerda que un lado de la calle General Ricardos, en el suroeste de Madrid, era franquista mientras que el otro era republicano[21]. Era inevitable, pues, que, a pesar de las advertencias de sus superiores, los soldados de uno y otro bando entablaran conversación[22]. De todos modos, la Quinta Columna fue una fuente mucho más importante de información para el régimen franquista, pues esta actuaba de forma coordinada con el servicio secreto del ejército franquista, el SIPM, bajo el mando del coronel José Ungría[23]. Estos franquista clandestinos no solo facilitaban la huida de antirrepublicanos hacia zona insurgente, sino que también proporcionaban informes sobre el ejército y la administración republicanas en la capital[24]. A esa red encubierta fue precisamente a la que recurrieron en 1938 el dirigente socialista, Julián Besteiro, y el máximo mando del ejército republicano del Centro, el coronel Casado, para averiguar las condiciones que exigiría Franco para poner fin a la Guerra Civil[25].
De resultas de todo ello, los sitiadores estaban muy al tanto del deterioro de las condiciones socioeconómicas en la capital en el período de 1938-1939. Al iniciarse el último año del conflicto, la voluntad de resistencia de la población se había disuelto ya por completo debido a la escasez creciente de artículos básicos, sobre todo, de alimentos. El 13 de marzo de 1939, la Comisión Internacional de Asistencia a los Niños Refugiados de España publicó un informe en París sobre las desesperadas condiciones que se vivían en la capital española. En él explicaba que la tasa de mortalidad infantil se había multiplicado por doce con respecto al promedio anterior a la guerra; había niños y niñas que se desmayaban mientras hacían cola para el pan. También se señalaba allí que la población civil no estaba recibiendo más de 800 calorías de alimento al día por persona; con tan exigua dieta, una persona normal perdía unos cinco kilos diarios y terminaba por morir en un plazo de dos a tres meses. Otro informe adjunto indicaba que las muertes entre la población civil de la capital habían aumentado hasta las 400 diarias en febrero[26].
No es de extrañar, pues, que los franquistas trataran de minar aún más la moral de una población harta de comer las llamadas «píldoras del doctor Negrín» (lentejas). Así, en enero de 1939, la fuerza aérea lanzó pan en vez de bombas sobre Madrid[27]. Pero los franquistas hicieron también preparativos para satisfacer las necesidades de la hambrienta población cuando el ejército republicano se rindiera definitivamente. A la estela de las tropas victoriosas llegaron convoyes cargados con casi 400 toneladas de pan y cerca de 100 de pescado[28]. Según parece, hasta la noche del día 29, unos 15 000 camiones cargados con comida habían entrado ya en Madrid[29]. Además de alimentos, el régimen envió un numeroso contingente de gatos callejeros recogidos a lo largo y ancho de la zona franquista para luchar contra una plaga de ratas provocada por el deterioro de las condiciones de la higiene urbana[30].
Los sitiadores también habían estado recabando sistemáticamente información sobre las atrocidades cometidas en Madrid desde julio de 1936. Del llamado «Terror Rojo» traían noticias a la zona rebelde muchas de las personas huidas del Madrid republicano que no tenían reparo en contar sus experiencias. Algunos de esos relatos aparecieron en forma impresa. El dramaturgo Adelardo Fernández Arias, conocido como «el Duende de la Colegiata», abandonó Madrid junto a la esposa del cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, en febrero de 1937. Al poco publicó su historia en Zaragoza[31].
El régimen elaboró listas negras con nombres de los sospechosos de actividades «criminales» a partir de los testimonios de los huidos y de la Quinta Columna[32]. De la escala de ese seguimiento da una idea el hecho de que, ya en febrero de 1938, se había recopilado información sobre más de 500 000 republicanos de toda España[33]. Entre las tropas franquistas victoriosas del 28 de marzo había 200 oficiales del Cuerpo Jurídico Militar que traían consigo camiones repletos de documentos[34]. No puede ser casual que el primer caso juzgado por las autoridades militares en la capital tuviera como acusado a Manuel Alcázar Monte, un carnicero de 42 años de Carabanchel Bajo (por aquel entonces, un municipio obrero al sur de la capital). Arrestado el 28 de marzo junto con su esposa, fue condenado a muerte dos días después por haber tomado parte en el horrendo asesinato en agosto de 1936 del máximo responsable formal de la represión de la revolución de Asturias de octubre de 1934, el general de división López Ochoa. Alcázar fue hallado culpable, en concreto, de su decapitación. Acabaría siendo fusilado el 25 de abril[35].
Como hemos visto, los franquistas estaban convencidos en 1939 de que, de un total estimado de 500 000 víctimas de los republicanos, más de 60 000 habían sido asesinadas en Madrid[36]. Ese convencimiento se reflejaba en los informes sobre el «Terror Rojo» y en las estimaciones sobre el número de víctimas facilitadas por la prensa franquista (controlada por las autoridades) en los meses inmediatamente siguientes al final de la Guerra Civil. El vespertino Madrid informaba en abril de una misa celebrada en intercesión por las almas de las «más de 7000» víctimas de la peor masacre perpetrada por republicanos durante la guerra: la ejecución sistemática de presos derechistas y su enterramiento en fosas comunes cerca de las localidades de Paracuellos de Jarama y de Torrejón de Ardoz, al este de Madrid, en noviembre y diciembre de 1936[37]. Los estudios actuales sobre aquellos hechos indican unas cifras que oscilan más bien entre las 2000 y las 2400 víctimas[38]. El mismo diario anunció ese mismo mes (ocho días después) la captura por parte de la policía de dos hombres que presuntamente habían cometido «1300» asesinatos[39]. El 27 de junio, el periódico falangista Arriba informaba a sus lectores que había sido apresado Carlos Escandía Simón, supuesto presidente del tribunal revolucionario (o «checa») formado por los comunistas que, instalado en una iglesia requisada en el número 72 de la calle San Bernardo, se dedicó a cazar «fascistas» en 1936. En dicha noticia se afirmaba que aquella checa había llevado a cabo «más de 25 000 asesinatos[40]».
Esas cifras guardan escasa relación con la realidad. En 1977, Salas Larrazábal, general franquista, no pudo contabilizar más de 16 449 víctimas[41]. Y aun ese es un número probablemente exagerado. Como hemos visto, la estimación más aceptada, facilitada por Casas de la Vega en 1994, es de 8815. Aun así, las estadísticas no deberían ocultarnos el contexto en el que aquellas ejecuciones se produjeron en Madrid. Solo el 4,3% de las mismas tuvieron lugar entre 1937 y 1939[42], lo que refleja el hecho de que nunca contaron con el beneplácito oficial del gobierno republicano y de que prácticamente se paralizaron a partir del invierno de 1936-1937, cuando logró restablecerse la autoridad estatal.
Pese a ello, varios observadores extranjeros no franquistas de aquel entonces consideraron creíbles los burdamente exagerados recuentos de los franquistas. Frederick Voigt, corresponsal en España del Manchester Guardian, se hallaba en Londres en junio de 1937 y comentó las condiciones que se vivían en aquel momento en la zona republicana con su amigo, el parlamentario conservador británico Harold Nicholson. Voigt, aun siendo un partidario confeso de la República, explicó a Nicholson que, a raíz de sus discretas averiguaciones en la policía republicana de Madrid, había llegado a la conclusión de que al menos 45 000 personas habían sido asesinadas en la capital. Y añadió que, durante una visita general a diversas localidades de la zona republicana, había hallado indicios de que «cientos de miles» habían muerto violentamente desde julio de 1936[43]. En una línea similar se expresó un funcionario del Foreign Office cuando el embajador británico en España, sir Maurice Peterson, informó en junio de 1939 de las ejecuciones que se estaban llevando a cabo a diario en la capital: a la recepción de esa información, hizo constar en acta que no debería olvidarse que «entre 40 000 y 50 000 personas» habían sido asesinadas previamente en el Madrid republicano[44].
La creencia en la existencia de un «Terror Rojo» asesino se vio reforzada por la sistemática exhumación de cadáveres extraídos de las fosas comunes que salpicaban toda la geografía provincial. En 1936 se habían llevado a cabo ejecuciones irregulares no solo en cementerios, sino también, en muchos casos, en descampados apartados de la capital[45]. Durante la primavera y el verano de 1939, las recién instauradas autoridades municipales franquistas de Vallecas, Carabanchel Bajo, Vicálvaro, Fuencarral, Aravaca, El Pardo, Ribas de Jarama y Vaciamadrid informaron de la existencia de fosas comunes que, según sus cálculos, contenían no menos de 200 cuerpos cada una[46]. La excavación de aquellas tumbas colectivas fue un proceso de exasperante lentitud. La exhumación de la fosa común excavada en un terreno pantanoso próximo al cerro de Santa Catalina en Vallecas, en la que se hallaban los cadáveres de las víctimas dél llamado «tren de la muerte» de 1936, no se inició hasta el 4 de marzo de 194o[47]. La exhumación de cuerpos de otras fosas de la provincia no había finalizado aún en el verano de 1941, cuando las excavaciones fueron suspendidas temporalmente debido al calor y al consiguiente temor de posibles riesgos para la salud pública[48].
El motivo de tan parsimonioso ritmo de excavaciones ha de atribuirse a la insistencia de las autoridades en que no se llevara a cabo ningún desenterramiento individual de los cuerpos a cargo de familiares de las víctimas[49]. Aunque tal medida estaba justificada en lo referente a la necesidad de identificar todos los cadáveres, es evidente que a las autoridades tampoco les pasaban inadvertidas las ventajas propagandísticas de la continua publicidad sobre la exhumación de víctimas de los republicanos. Por toda la provincia se celebraron conmemoraciones públicas en recuerdo de los caídos. El 1 de octubre de 1939, aniversario de la asunción del poder total del bando rebelde por parte de Franco en 1936, se llevaron a cabo en Cercedilla los entierros de 38 víctimas tras una procesión solemne de dignatarios falangistas locales y de familiares de los homenajeados por las calles de la localidad[50]. Esos panegíricos masivos fueron el equivalente local de la conmemoración que se celebró a nivel nacional con motivo del entierro con todos los honores militares del que fuera máximo líder falangista, José Antonio Primo de Rivera. Sus restos fueron trasladados desde Alicante a la que entonces se pensaba que sería su última morada en El Escorial —junto a las sepulturas de los monarcas españoles— con motivo del tercer aniversario en noviembre de 1939 de su ejecución en 1936[51].
También se celebraban misas por los «caídos» con motivo de los aniversarios de cada una de las masacres republicanas. La presencia de dirigentes franquistas era destacada en tales conmemoraciones porque muchos de ellos habían sido testigos de los crímenes. Así, el tercer aniversario del asalto a la Cárcel Modelo y posterior asesinato de presos derechistas por parte de milicias obreras el 22 de agosto de 1936 fue conmemorado con una misa a la que asistió Ramón Serrano Suñer, ministro del Interior, Manuel Valdés, jefe falangista en la capital, y el general Espinosa de los Monteros, gobernador militar de Madrid: tres antiguos reclusos de aquella cárcel[52]. Las conmemoraciones impregnaban toda clase de actividades sociales. El 22 de octubre de 1939, el Real Madrid Club de Fútbol jugó su primer partido de posguerra en su estadio de Chamartín frente a su rival local, el Athletic Aviación Club, encuentro que venció por 2 a 1. Antes del saque inicial, se celebró una misa en memoria de los directivos, socios y jugadores asesinados durante la guerra[53].
Debemos resistir, sin embargo, la tentación de atribuir en exclusiva el frecuente recordatorio público de los «caídos» o del «Terror Rojo» a las intenciones manipuladoras del régimen, pues hubo sin duda un verdadero apoyo popular a las campañas destinadas a mantener vivo el recuerdo de las persecuciones republicanas. Donde no lo hubo, como es lógico, fue entre quienes se habían identificado activamente en su momento con la causa de la República. Por ejemplo, tras enterarse el 4 de mayo de 1939 de que los familiares de víctimas de los republicanos recibirían una pensión, Julia Moreno Tabares, viuda de 43 años y vecina del barrio obrero de Tetuán de las Victorias, comentó al parecer «que todos [los familiares de víctimas] eran unos perros con diferentes collares y que también los nacionales habían asesinado a niños, mujeres y ancianos[54]».
Una respuesta muy distinta fue la que obtuvo una solicitud realizada por el periódico Informaciones el 24 de abril de 1939. El diario pidió a sus lectores que le enviaran historias de sus experiencias personales de la persecución republicana en Madrid. Advirtió, eso sí, que solo publicaría relatos de hechos cuyo nivel «sobresalga del nivel común del terror». Al día siguiente, el mismo rotativo informaba que sus oficinas estaban colapsadas de respuestas de sus lectores; la primera de esas historias apareció en el número del 26 de abril[55].
Por otra parte, el mantenimiento del recuerdo del «Terror Rojo» no fue una labor privativa del régimen. También pusieron de su parte diversas organizaciones representativas de los exprisioneros y de los familiares de las víctimas. Los primeros fundaron una organización franquista, la Hermandad de Ex Cautivos de España. La más significativa de las asociaciones de parientes de las víctimas fue quizá la Asociación de Familiares de los Mártires de Paracuellos de Jarama y Torrejón de Ardoz, presidida por el almirante Francisco Bastarreche y con sede en el centro de Madrid. De su influencia en aquel momento da idea la reacción que la organización nacional de la Falange tuvo ante una queja que recibió de Bastarreche en enero de 1940 a propósito de la aparente falta de cooperación de la Falange local de Paracuellos y Torrejón con respecto a la exhumación masiva de cuerpos. Los dirigentes del partido ordenaron una investigación interna completa y esta se llevó a cabo en el mes de abril. En ella se descubrió que el entonces alcalde de Paracuellos, Guillermo Mesa Velázquez, no solo participó en la preparación de las fosas comunes en noviembre de 1936, sino que, además, fue nombrado secretario local de la anarquista Confederación Nacional del Trabajo (la CNT) a comienzos de 1937[56].
Ni que decir tiene que los franquistas no estaban únicamente interesados en mantener vivos los recuerdos de lo que, según ellos, había sucedido en el Madrid republicano. También se habían propuesto dirimir responsabilidades penales. En lo que a la responsabilidad penal individual respecta, en una alocución radiofónica del 26 de marzo dirigida a las tropas republicanas, el general Franco juró hacer justicia con aquellos que tuvieran «las manos manchadas de sangre[57]». Como en el resto de la España franquista, esa justicia sería la militar: nada más fueron las nueve de la noche tocadas del 29 de marzo, el general Espinosa de los Monteros, comandante del I Cuerpo del ejército ocupante, instauró el estado de guerra en toda la provincia[58]. Esa proclamación puso fin de inmediato a las celebraciones multitudinarias del fin de la contienda en las calles de la capital[59]. Es fácil entender por qué. Además de asignar el poder a la suprema autoridad jurídico-militar, el bando declaratorio del estado de guerra incluía diversas disposiciones de castigo contra todo aquel que amenazara el dominio militar. La definición de «amenaza» era, además, amplia e indefinida. Así pues, además de los francotiradores, los saboteadores y los saqueadores, también las personas que no entregaran sus armas de fuego en un plazo máximo de 48 horas se arriesgaban a ser llevadas ante un consejo de guerra y, acto seguido, ante un pelotón de fusilamiento; cualquiera que «insultara» al personal militar, que difundiera rumores falsos o imprimiera material clandestino, que celebrara reuniones de tres o más personas, o que no revelara la existencia de depósitos de armas, sería arrestado[60]. Una tempranera señal de la absoluta indisposición de las autoridades ocupantes a tolerar cualquier atisbo de insubordinación pudo verse el 1 de abril, cuando un hombre que intentó tender una emboscada a dos soldados fue arrestado, llevado ante un consejo de guerra sumarísimo y fusilado en menos de 24 horas[61].
El mencionado decreto de ley marcial también estipulaba que todos los crímenes de la Guerra Civil serían investigados conforme al Código de Justicia Militar de 1890. Dejaba claro igualmente que la definición de tales crímenes no se limitaría al asesinato. Todo aquel que poseyera propiedades adquiridas durante la guerra y de las que no tuviera «justificación completa y escrita» sería obligado a presentar a las autoridades una lista de tales posesiones con el fin de prevenir una posible acusación de robo. Y concluía, empleando un lenguaje escalofriantemente generalizador, que quedaban «sometidos a la jurisdicción militar todos los delitos cometidos a partir del 18 de julio de 1936, sea cualquiera su naturaleza».
Un edicto militar emitido al día siguiente establecía por escrito las que serían las primeras fases del «ineludible» proceso dirigido a castigar a los culpables de delitos cometidos durante la Guerra Civil[62]. El preámbulo lo dejaba muy claro: «El Caudillo de España —Franco— os trae, con la Patria y el pan, la justicia. Justicia serena, pero firme, que en el orden penal sabrá imponer a cada cual la sanción que haya merecido, sin que nada ni nadie pueda evitarlo».
Así pues, todo aquel que tuviera conocimiento de algún crimen cometido durante la guerra estaba obligado a denunciarlo ante las autoridades militares. Además, los dos vecinos de más edad (y exentos de vinculación previa alguna a ninguna organización del Frente Popular) de cualquier edificio de viviendas en el que se hubieran producido tales «crímenes» durante la contienda también tenían el deber de prestar declaración. Quien no cumpliera con su obligación «patriótica» de denunciar a los «criminales» se enfrentaba a un posible consejo de guerra sumarísimo.
El régimen estaba también decidido a escarmentar dos formas de responsabilidad colectiva a través de los tribunales militares. La primera era la relacionada con el «Terror Rojo». Como ya hemos visto, tanto la Comisión Bellón en 1939 como la Causa General (en su informe provisional de 1943 sobre la «criminalidad» de la República) atribuyeron esa responsabilidad a los dirigentes del Frente Popular. Los tribunales militares aplicaron los castigos correspondientes a tales acusaciones. El 20 de febrero de 1940, Ángel Pedrero, jefe socialista de la policía militar republicana (el Servicio de Investigación Militar o SIM), fue juzgado por un tribunal castrense de Madrid. Antes de exponer las razones concretas por las que sentenciaba a Pedrero a muerte, el tribunal señaló que era «de público conocimiento que las organizaciones del Frente Popular, durante la incubación de su asalto al poder, planearon y organizaron metódica y progresivamente la campaña de terror que había de culminar a partir del 18 de julio de 1936, y que tuvo especial desarrollo desde el fraude electoral del 16 de febrero del mismo año; se hallaban perfectamente preparadas y dispuestas para instaurar sus procedimientos de crimen y robo cuando, el 18 de julio de 1936, el ejército nacional, dirigido providencialmente por el Caudillo de España, Generalísimo Franco, inició, glorioso e invicto, su Cruzada de liberación de la España Católica e Inmortal; […] [tras el 18 de julio de 1936, en Madrid,] los partidos marxistas […] de cuya capacidad criminal y espíritu de venganza no cabe la menor duda […] [fueron los] organizadores de esta lucha encarnizada y espantosa que durante tres años ha cubierto de sangre de mártires el suelo de la zona roja, y así a los pocos días de iniciarse el G. A. N. [Glorioso Alzamiento Nacional], el Comité Central del Partido Socialista, instalado en la calle de Carranza, domicilio de Indalecio Prieto, llama en su auxilio y a su colaboración a ese hombre frío sanguinario y depravado, delincuente común, que se llama el procesado ÁNGEL PEDRERO GARCÍA[63]».
El segundo tipo de responsabilidad colectiva era más general, pues se entendía que ciertas clases de individuos eran potencialmente susceptibles de castigo por haber prestado un apoyo activo, desde instancias civiles o militares, al llamado Estado republicano «rebelde» tras el 18 de julio de 1936. Esos grupos fueron definidos conforme a líneas ocupacionales en una serie de decretos emitidos entre finales de marzo y abril. Así, el ya mencionado edicto del 30 de marzo estipuló que todos los funcionarios (incluidos los empleados de empresas públicas y los docentes), los miembros de las fuerzas armadas de preguerra y los policías serían objeto de una investigación militar obligatoria[64]. Otro decreto emitido al día siguiente añadió también los directivos y responsables ejecutivos de las empresas[65]. Por último, el 27 de abril, todos los trabajadores de los transportes públicos recibieron orden de comparecer ante un tribunal militar especial[66].
La selección de tales ocupaciones como blancos del castigo franquista no obedeció a ninguna casualidad: se creía que todas ellas habían desempeñado un papel importante en el desencadenamiento y el mantenimiento de la «rebelión» militar, independientemente de que hubieran participado o no en «crímenes» concretos. Así, por ejemplo, quienes ya eran miembros de las fuerzas armadas con anterioridad al estallido de la guerra, aparte del servicio que pudieran haber prestado al ejército republicano durante la contienda, podían ser culpables de no haber apoyado activamente la rebelión militar en Madrid en julio de 1936; los funcionarios eran culpables potenciales también por haber trabajado para un Estado rebelde; los presidentes y directivos de empresas también lo eran, porque el hecho de que no cerraran las puertas de sus negocios podía entenderse como una disposición favorable a contribuir al esfuerzo de guerra rebelde; y lo mismo podía decirse de los trabajadores de los transportes públicos, porque habían ayudado a sostener los medios necesarios para la resistencia republicana. Todas estas no eran más que las consecuencias lógicas de un sistema de justicia penal invertida.
Para robustecer el mantenimiento del orden público, el régimen hizo ostentación pública del envío a la capital entre el 30 de marzo y el 1 de abril de la «Columna de Orden y Policía de Ocupación» bajo el mando del coronel Emilio Mayoral Fernández[67]. Esta columna militarizada había sido creada junto con otras dos (para Barcelona y Valencia) por el ministro de Orden Público, el general Martínez Anido, en julio de 1938[68]. Organizada en escuadrones asignados a cada uno de los diez distritos de Madrid, su objetivo principal era el restablecimiento de la «normalidad»: eso significaba (entre otras cosas) la creación de campos de internamiento de prisioneros, la recuperación de la propiedad confiscada y la localización de «criminales» en busca y captura[69].
Otra organización muy activa en la averiguación del paradero de «criminales rojos» fue la Falange de Madrid. La Quinta Columna siempre había estado dominada numérica y organizativamente por la clandestina Falange y por el líder de esta, Manuel Valdés[70]. Su Sección Femenina en Madrid, el Auxilio Azul María Paz, era una de las; mayores organizaciones de la Quinta Columna, con 6000 miembros en 1939[71]. La Falange, una vez abandonada la clandestinidad el 28 de marzo, no desperdició tiempo alguno en volver las tornas contra sus anteriores perseguidores republicanos y creó un Servicio de Información e Investigación, dirigido por Gregorio Miranda, para el arresto y detención de «criminales» sospechosos[72]. Sus actividades no se vieron dificultadas en abril de 1939 por el hecho de que, bajo el estado de guerra, solo la policía militarizada estuviera autorizada en teoría a efectuar arrestos; de hecho, durante el primer mes de posguerra, la prensa llegó incluso a publicar alguna que otra loa ocasional de los logros del mencionado Servicio[73].
La intensa búsqueda de «criminales rojos» se tradujo en una oleada de arrestos. La detención de Julián Besteiro —líder socialista y consejero de Estado (ministro de Exteriores) en la Junta de Defensa del coronel Casado— y de Rafael Sánchez Guerra —político republicano católico y secretario de la Junta de Casado— en las dependencias del Ministerio de Hacienda y Economía el 28 de marzo es solo el más famoso de los miles de arrestos practicados durante el primer mes de administración franquista[74]. Una crónica de la agencia de noticias Reuters aseguraba que, durante la primera semana de control franquista en la capital, se habían producido 1700 arrestos[75]. El comisario jefe de un escuadrón de detectives policiales (del Servicio Nacional de Seguridad) recién llegado a la ciudad, Eduardo Roldán, dijo el 3 de abril a la prensa que sus hombres habían estado sometidos a una carga «verdaderamente abrumadora» de trabajo desde que entraran en la capital y que ya habían detenido a «centenares» de personas[76]. El resultado de las labores conjuntas de su variada fuerza policial fue el traslado a los juzgados y tribunales militares durante el mes de abril de 1939 de una media diaria de más de 150 causas de «delitos» cometidos durante la Guerra Civil[77].
La consecuencia obvia de esos arrestos en masa fue el crecimiento acelerado de la población reclusa. En junio de 1939, había ya al menos doce cárceles en la capital que confinaban a más de 700 presos cada una[78]. Como los cuerpos de seguridad franquistas iniciaron las redadas de sospechosos desde el momento mismo en que se vino abajo el control republicano de la ciudad, las autoridades se vieron obligadas a utilizar prisiones inauguradas originalmente en 1936 y 1937 para recluir a enemigos de la República[79]. El único presidio que no se ocupó fue la que era la prisión más grande y moderna de Madrid en julio de 1936, la Cárcel Modelo del oeste de la ciudad. Este centro, evacuado por los republicanos a finales de 1936 ante la proximidad del ejército franquista, estaba muy estrechamente identificado con los asesinatos de presos derechistas en 1936, por lo que ya en julio de 1939 se dio orden de demolerlo[80].
En cualquier caso, el uso de la Cárcel Modelo solo habría servido para aliviar muy ligeramente el inmenso problema de masificación que empezó a evidenciarse ya a finales de abril. Por ejemplo, el mayor penal para hombres durante el período inmediato de posguerra fue el de Porlier, un antiguo colegio religioso femenino convertido en prisión en agosto de 1936. El 30 de marzo contenía unos 300 reclusos; al término del mes de abril, el número de internos se había disparado hasta los 3000[81]. Ventas, la principal cárcel de mujeres de Madrid de esa época de la posguerra, construida durante la Segunda República para que albergara a 650 internas, recluía también a más de 3000 a fecha de 21 de abril[82].
No todos los detenidos en el primer mes de posguerra en Madrid llegaron a pasar a prisión. Aunque las pruebas son inevitablemente escasas, lo que es evidente es que no tardaron en aparecer cadáveres en las calles de la ciudad. El 9 de abril, fueron hallados en el Parque del Retiro tres cuerpos sin identificar, hallazgo del que se dio parte a las autoridades militares; otro cadáver de mujer no identificado fue encontrado al día siguiente en la calle Castelar, cerca de la plaza de toros de Las Ventas[83]. Las autoridades castrenses fueron informadas, además, de diversos «suicidios» y fallecimientos de individuos que se hallaban bajo custodia policial. Por ejemplo, el Z9 de abril, la Guardia Civil informó de la muerte en sus calabozos de Carmen Chaves[84].
La brutalidad era una seña característica de algunos agentes del Servicio de Información e Investigación falangista. A fecha ya de 3 de abril, el Servicio informó a las autoridades militares de la muerte bajo su custodia de un preso llamado Alejandro Rodríguez[85]. Javier Bueno, director del periódico socialista Claridad, tuvo también la desgracia de caer en las garras de la Falange. Sorprendido en Madrid por la caída final de la resistencia republicana, Bueno trató de eludir la justicia franquista buscando refugio en la embajada panameña. Las legaciones diplomáticas extranjeras habían protegido a más de 6000 derechistas durante la Guerra Civil, pero la policía republicana respetó la extraterritorialidad de aquellas (salvo en alguna que otra excepción[86]). Desgraciadamente para Bueno, la Falange no se autoimpuso ese mismo grado de restricción: los falangistas asaltaron la embajada y lo arrestaron. Cuando el periodista fue finalmente entregado a la jurisdicción militar a finales de abril e internado en Porlier, su cara estaba «amoratada por los golpes», según la descripción de un compañero de presidio, Sánchez Guerra[87]. Bueno fue condenado posteriormente a muerte y fusilado en septiembre de 1939[88].
Pero los habitantes de Madrid no se limitaron a interpretar papeles de víctimas o espectadores pasivos. Gregorio Miranda, jefe del Servicio de Información e Investigación de Falange, puso especial empeño en explicar en una entrevista en el diario Arriba del 7 de abril que su labor de localización de «repulsivos asesinos» se estaba viendo muy facilitada por la ayuda de los propios madrileños, hasta el punto, según él mismo añadió, de que le habían desbordado los mensajes de apoyo y felicitación por las acciones de su organización[89]. Pronto se hizo evidente que la respuesta popular a las peticiones de información sobre los «crímenes rojos» hechas públicas en las proclamas militares del 29-30 de marzo era tan positiva que la policía iba a tener problemas para procesar todas las denuncias y declaraciones. Ya el 4 de abril, el coronel Ungría, jefe del Servicio Nacional de Seguridad (el servicio de policía franquista que, a partir de septiembre de ese año, pasaría a ser la Dirección General de Seguridad), afirmó que, aunque los policías trabajaban en jornadas de «todo el día», la tramitación del cúmulo de denuncias de robos presentadas ante las comisarías requeriría de «una plantilla diez veces superior a la disponible». Sugirió incluso la recomendación de que las propias víctimas realizaran las «gestiones preparatorias» de la resolución de esos robos para ahorrar tiempo a la policía[90]. Pese a las advertencias de Ungría a propósito de la limitada capacidad de la policía para procesar las denuncias que estaba recibiendo, dos comunicados policiales del 21 y el 26 de abril son reveladores del hecho de que por esas fechas se efectuaban todavía «numerosas» denuncias de asesinatos y robos[91].
Aunque, sin duda, muchas de tales denuncias eran malintencionadas, sería imposible descontar la importancia del deseo popular subyacente de justicia por las persecuciones padecidas en el Madrid republicano. Era un deseo que no emanaba únicamente de exreclusos o de familiares de víctimas de los republicanos, sino también de todos aquellos cuyas propiedades fueron expropiadas durante la guerra. En el verano «caliente» de 1936, la confiscación de propiedad fue una medida que acompañó habitualmente al arresto y la «desaparición» de derechistas. El socialista Agapito García Atadell, jefe de una de las llamadas «brigadas de investigación criminal» (precisamente, la que llevaba su nombre) en el centro de Madrid, se enriqueció tanto con las actividades de esta que, en octubre de 1936, intentó fugarse de España con parte del botín que había robado en las semanas previas. Por desgracia para él, el navío que lo trasladaba a Cuba atracó en las islas Canarias (bajo control rebelde). García Atadell fue arrestado en ese momento y acabaría siendo ejecutado en Sevilla[92].
El restablecimiento de la autoridad del Estado republicano en el invierno de 1936-1937 no puso fin a la confiscación de propiedades de los «enemigos de la República», sino que la sistematizó. Un decreto de septiembre de 1936 instauró un Tribunal Especial de Responsabilidades Civiles dedicado a decidir el nivel de compensación económica que correspondía pagar al Estado por parte de los reos condenados por tribunales populares. Las compensaciones eran recaudadas luego por un organismo que se encargaba, además, de que aquellos convictos hicieran realmente efectivo su pago: se trataba de la Caja de Reparaciones, dirigida por el socialista Amaro del Rosal. En 1937, Del Rosal pasó a contar también con atribuciones concretas para recuperar para el Estado aquellas propiedades sustraídas arbitrariamente en 1936 por las milicias obreras. En 1939, la Caja había acumulado unas reservas financieras de, por lo menos, 640 millones de pesetas, y custodiaba, además, 2302 objetos de valor artístico para los que no se había tasado aún un valor económico. Muchos de estos habían sido sustraídos originalmente de iglesias[93].
No es de extrañar, pues, que, en agosto de 1940, cuando la comisión franquista que administraba las propiedades custodiadas anteriormente por la ya liquidada Caja invitó a los posibles propietarios originales a solicitar la devolución de sus pertenencias, recibiera un aluvión de peticiones y tuviera que ampliar el plazo de solicitud hasta mediados de 1941[94]. Para entonces, como es evidente, hacía ya bastante tiempo que la mayoría de las propiedades inmobiliarias confiscadas en Madrid habían sido restituidas a quienes eran sus dueños en julio de 1936; el 10 de abril de 1939 se dictó un decreto que anulaba todos los cambios en la propiedad de bienes inmuebles producidos durante la Guerra Civil[95]. Pese a todo, como apenas el 1,3% de los bienes muebles depositados originalmente en la Caja de Reparaciones permanecían aún en España al acabar la guerra en abril de 1939[96], pocos de sus antiguos dueños volvieron a ver sus posesiones robadas y tuvieron que conformarse con denunciar y demandar a quienes consideraban personalmente responsables de las sustracciones[97].
Pero pese a tanta determinación de los franquistas para castigar a los autores de los «crímenes rojos» y a la respuesta indudablemente positiva al ofrecimiento de «justicia de Franco» que dieron amplios sectores de la población, Madrid seguía siendo una ciudad sometida a ocupación militar. Después de todo, el nombre oficial de las fuerzas armadas acuarteladas en la capital tras el 28 de marzo era el de «Ejército de Ocupación». La naturaleza militar de la administración franquista en Madrid quedó subrayada por el nombramiento del teniente coronel Luis de Alarcón como gobernador civil de la provincia el 29 de marzo[98]. Como es lógico, el ejército de ocupación priorizó sus necesidades por encima de las de la población en general. Para alojar a la oleada de oficiales y autoridades que llegaron por aquellas fechas a la capital, el 12 de abril se emitió un edicto que ordenaba a todas las hospederías e instalaciones hoteleras el desalojo de cualquier huésped que hubiera servido en el ejército republicano como civil o como militar[99]. Los militares también confiscaron unilateralmente edificios que necesitaban para sus tareas administrativas. Por ejemplo, el bloque de pisos sito en el número 8 de la calle O’Donnell, que había sido propiedad de Alejandro Lerroux, el veterano dirigente republicano, fue ocupado y convertido en edificio de oficinas del ejército[100]. Pero no toda propiedad confiscada fue a parar a manos militares. Aunque la Columna de Orden y Policía de Ocupación tenía instrucciones estrictas de impedir apropiaciones irregulares[101], estas eran tan habituales que las autoridades militares se vieron obligadas a publicar un decreto el 5 de abril declarando la nulidad de todas las confiscaciones de propiedad practicadas desde el 28 de marzo. En él se estipulaba que toda propiedad abandonada debía ser requisada y administrada por un comité bajo dirección militar (la «junta de requisa») hasta que se aclarara el paradero actualizado del anterior ocupante[102]. Los representantes de dicha junta de requisa actuaron conforme a ese marco normativo cuando entraron en el piso abandonado por Juan Negrín, expresidente del gobierno de la República, en el 85 de la calle Serrano, y se apropiaron de todos los enseres y bienes que allí quedaban, incluyendo un piano Strauss[103].
Desde luego, el de la ocupación militar no fue ni mucho menos un fenómeno privativo de Madrid; la ley marcial se impuso en todas las zonas tomadas al final de la Guerra Civil. Pero la capital presentaba una serie de problemas particulares. El primero era la cuestión de los miles de personas allí refugiadas procedentes de otras provincias durante la ofensiva franquista sobre Madrid del otoño de 1936[104]. Un decreto del 10 de abril de 1939 ordenó a todos aquellos y aquellas que no fueran residentes en Madrid a fecha de 18 de julio de 1936 que regresaran a sus provincias de origen[105]. El segundo problema tenía un arraigo más profundo. Madrid era la capital de la nación y, como tal, y como bien sabía el nuevo régimen a pesar de su retórica liberacionista, había sido escenario del ignominioso fracaso de la rebelión militar de julio de 1936 y de un prolongado desafío a las fuerzas franquistas. Informaciones afirmó en un artículo destacado de su número del 30 de marzo que «Madrid no ha[bía] sido heroico[106]»; ABC, con motivo del primer aniversario de la toma del control de la capital por parte de los franquistas, reconocía el 28 de marzo de 1940 que «Madrid […] nos planteó un gigantesco problema[107]».
Así pues, uno de los dilemas a los que se enfrentaba el régimen de Franco en el momento en que sus tropas marchaban sobre Madrid era el de si una ciudad como aquella, con semejantes connotaciones «rojas», debía continuar siendo la capital de España. A lo largo de 1939, en los altos círculos gubernamentales se barajaron y debatieron posibles candidatas alternativas[108]. Serrano Suñer asegura que él fue el principal defensor de trasladar la capitalidad y que su candidata favorita era Sevilla[109]. No obstante, según Manuel Valdés (primer jefe de Falange en el Madrid de posguerra), la favorita de verdad era, al parecer, Valladolid, a la que se concedió en julio de 1939 la más alta condecoración del ejército español, la Cruz Laureada de San Fernando, por su «ejemplar conducta en la jornada del dieciocho de julio» de 1936[110]. En cualquier caso, la seriedad con la que el régimen contempló la posibilidad de cambiar de capital se deduce de lo mucho que tardaron en volver a Madrid las instituciones del gobierno del Estado. El 11 de abril, el diario toledano El Alcázar anunciaba que, según las previsiones, los ministerios del gobierno se habrían trasladado ya a Madrid a principios de mayo[111]. Lo cierto, sin embargo, es que los primeros ministerios no se mudaron a la capital hasta comienzos de agosto, y aun en el anuncio oficial del traslado seguía poniéndose especial énfasis en que Burgos seguía siendo la sede de gobierno[112]. El proceso de transferencia de las instituciones centrales del «Nuevo Estado» franquista no finalizó hasta octubre: el Ministerio del Ejército no regresó hasta el 30 de septiembre[113]; el general Muñoz Grandes, secretario general de Falange, no se trasladó a la nueva sede central del partido en la calle de Alcalá hasta el 11 de octubre[114]. En realidad, podemos decir que Madrid no reemplazó a Burgos como sede del gobierno hasta el 18 de octubre, cuando Franco abandonó por fin su residencia oficial burgalesa para alojarse en otra (provisional) en el castillo de Viñuelas, en las afueras de la tradicional Villa y Corte[115].
Al parecer, la decisión final de mantener la capitalidad de España en Madrid se fundamentó en la tradición imperial de la ciudad[116]. No obstante, dicha decisión no hizo más que acentuar la importancia asignada a la prioridad ideológica de purgar Madrid de la «decadencia» que había hecho posible la «revolución roja» y el asesinato de «decenas de miles» de personas. Franco lanzaba, así, la siguiente advertencia en el discurso que pronunció con motivo del Desfile del Día de la Victoria —su primera visita a Madrid desde el fin de la Guerra Civil— el 19 de mayo: «Haced examen de conciencia, madrileños: ¿es que creéis que sin la frivolidad pasada hubierais sufrido el dominio “rojo”? […] Yo os aseguro que no, que el triunfo de la revolución antiespañola fue posible por la consciente inhibición de tantos españoles[117]».
Las teorías sobre el carácter frívolo o antinacional de Madrid no databan solamente de la época de la Guerra Civil. En realidad, el pesimismo en torno a las probabilidades de éxito de una sublevación militar en la capital condicionó los planes del general Mola en 1936. Así, aunque él mismo escribió a sus compañeros de conspiración el 25 de mayo de 1936 que, para él, la rápida toma de Madrid era un elemento central para el éxito de la insurrección, también admitía que no obtendrían un apoyo suficiente en la propia ciudad. Por consiguiente, propuso que actuaran llevando a cabo una serie de rebeliones por toda España, seguidos de una rápida incursión sobre Madrid[118]. De hecho, las acciones de los rebeldes militares en Madrid durante los días 18-20 de julio de 1936 estuvieron caracterizadas por una especie de derrotismo trágico. Para medir el grado de confianza del general Fanjul, cabecilla designado de la rebelión en la capital, basta saber que, la mañana del 19 de julio, optó por vestir indumentaria civil y por estar preparado para huir a Burgos en cualquier momento. Tuvo que ser convencido por un compañero de conspiración para que cumpliera con el deber que se le había encomendado y encabezara la sublevación[119]. Los rebeldes, llevados de la vana esperanza de que Mola encabezara una marcha desde Burgos para acudir en su ayuda, permanecieron en los cuarteles hasta que estos fueron asaltados la noche del 19 al 20 por fuerzas leales y por obreros armados[120].
El pesimismo de Mola reflejaba la fortaleza de la que gozaba la izquierda en la capital. La derecha siempre fue, en términos electorales, una minoría en la capital tras abril de 1931[121]. Madrid fue escenario, por ejemplo, de una de las raras victorias locales del PSOE en las elecciones generales de noviembre de 1933[122]. En los comicios parlamentarios de febrero de 1936, las listas del Frente Popular triunfaron no solo en la capital, sino en el conjunto de la provincia, donde el voto obrero de municipios entonces independientes, como Vallecas, Carabanchel Bajo y Chamartín, se decantó en masa por la izquierda[123]. De todos modos, la presencia izquierdista se dejaba sentir no ya en el terreno electoral, sino también en las relaciones laborales, a través de las actividades del sindicato socialista, la UGT, y el anarquista, la CNT. Desde finales de 1933, la capital vivió una oleada de huelgas de sus trabajadores de la construcción, la hostelería, las artes gráficas y la metalurgia que culminaría en la huelga general revolucionaria convocada en octubre de 1934 con el propósito de impedir la entrada de la católica CEDA en el gobierno[124]. La victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936 fue el preludio de nuevas convocatorias huelguistas; Madrid era escenario, de hecho, de una nueva huelga de la construcción cuando estalló la rebelión militar en julio de 1936[125].
La determinación con la que el nuevo régimen se propuso eliminar el «Madrid rojo» se evidencia en los artículos más destacados de la prensa controlada de la capital acerca del futuro de la ciudad en los primeros meses de dominio franquista. El vespertino Madrid advertía en una columna destacada del 11 de abril que quienes creían que «lo que ha pasado es algo así como si hubieran perdido unas elecciones o una huelga» estaban seriamente equivocados: no había retorno posible al pasado «criminal[126]».
Lo que subyacía a esa concepción ideológica de Madrid era un sentimiento de antipatía por el urbanismo (entendido como la concentración de la población en ciudades), que era visto como una consecuencia directa del liberalismo político y como una causa de la degradación moral del individuo. Bajo el titular «El cinturón vil», un artículo destacado del diario Informaciones del 15 de abril comentaba la relación entre los poblados chabolistas erigidos en los límites exteriores de Madrid y los crímenes de la pasada guerra: «En ese cinturón que la ahoga [a Madrid] vive el monstruo en su espelunca y el criminal sin nombre ni origen desconocido, la escoria de una España analfabeta y bárbara, que el campo ha ido expulsando para agruparla en torno de las grandes ciudades como la cristalización de una secreción venenosa. […] Existen esos suburbios infectos como una consecuencia de las debilidades de sistemas caducos[127]».
A ojos del franquismo, pues, la reconstrucción de posguerra de Madrid tenía que estar formada necesariamente por tres componentes (físico, moral y político) interrelacionados. Por decirlo de otro modo, los cambios en el paisaje físico de la capital tendrían que formar parte del proceso general de «limpieza» de la vida moral y política. El 19 de mayo, Serrano Suñer, ministro del Interior, conversó con el nuevo consistorio sobre la reconstrucción de la capital. En una conferencia de prensa posterior, recalcó la necesidad de «hacer un Madrid nuevo, lo que no quiere decir precisamente el gran Madrid en el sentido material y proletario de los Ayuntamientos republicano-socialistas, sino que [es una alusión] a su grandeza moral, la que corresponde tener a la capital de la España heroica». Y terminaba diciendo que el fin último que se perseguía era el de «acabar con la españolería trágica del Madrid decadente y castizo, aunque hayan de desaparecer la Puerta del Sol y ese edificio de Gobernación, que es un caldo de cultivo de los peores gérmenes políticos[128]».
Pero de todos los planes de posguerra sobre la introducción de cambios en el paisaje físico de la capital, solo la relativamente sencilla política de depuración de nombres de las calles y los edificios llegaría a materializarse por completo. En abril de 1939, el consistorio municipal decidió no solo derogar todos los cambios de nombre que se habían producido durante la República, sino también cambiar las denominaciones tradicionales de algunas de las vías principales de Madrid. Así, el Paseo de la Castellana pasó a ser la Avenida del Generalísimo Franco, y la Gran Vía, la Avenida de José Antonio[129]. Sin embargo, del sinfín de grandiosos proyectos arquitectónicos con los que se pretendía crear un nuevo «Madrid imperial», pocos fueron los que vieron la luz más allá de la mesa de delineación. Nunca sabremos, por ejemplo, si el plan de posguerra del arquitecto Antonio Palacios para construir una plataforma elevada de doble piso de vidrio reforzado en plena Puerta del Sol, con capacidad para albergar a 52 000 personas, habría podido funcionar realmente[130].
El principal obstáculo para la creación de un Madrid arquitectónicamente nuevo fue de índole económica. Una de los pocas imágenes en las que se puede vislumbrar el severo estilo monumentalista neoclásico por el que se podría haber caracterizado el nuevo Madrid, el Arco de la Victoria ubicado junto a la Ciudad Universitaria, no sería inaugurado por Franco hasta el 18 de julio de 1956[131]. En la posguerra más inmediata, la reconstrucción física de Madrid fue lenta y poco sistemática. En diciembre de 1942, el presidente de la Diputación Provincial, Luis Nieto Antúnez, se dirigió por escrito a todos los ministros del gobierno de Franco recordándoles que los daños materiales registrados en la provincia al acabar la Guerra Civil eran «incalculables». La reconstrucción era «un esfuerzo titánico del que no [podía] excluirse el Estado». Por consiguiente, rogaba un incremento del presupuesto del ente administrativo provincial. Ese aumento era, según escribió él mismo en otra carta dirigida al secretario general de Falange, José Luis de Arrese, «una cuestión de vida o muerte para la Diputación[132]».
El fracaso a la hora de llevar a cabo los planes para una reconstrucción física completa contrasta con la inmediatez con la que se procedió a ejecutar la limpieza moral y política de Madrid. El 5 de abril, el gobernador civil ilegalizó la blasfemia. Concretamente, advirtió que no solo los blasfemos serían castigados con fuertes multas, sino que los padres serían considerados responsables de los comentarios blasfemos que profirieran sus hijos[133]. La primera multa por decir palabrotas en una vía pública (de 500 pesetas) se impuso ya el día 12 de ese mismo mes[134]. Las librerías de Madrid permanecieron cerradas hasta que el Servicio Nacional de Propaganda terminó de depurar sus existencias de «libros rojos»[135]. El ejercicio de la mencionada limpieza no se limitó a las expresiones malsonantes o a los libros: también se aplicó de manera sistemática al entorno laboral. Por ejemplo, todos los maestros de escuela y funcionarios del Ministerio de Educación interesados en conservar sus puestos de trabajo fueron obligados a presentar entre los días 13 y 16 de abril instancia de reingreso y declaración jurada dirigidas a la máxima autoridad ministerial[136] para ser investigados conforme a lo dispuesto por una ley de 10 de febrero de 1939, por la que se consideraba posible motivo de despido «la pasividad evidente de quienes, pudiendo haber cooperado al triunfo del Movimiento Nacional, no lo hubieren hecho[137]».
Pero en un contexto como el que se vivía en abril de 1939, la preocupación ante las perspectivas de empleo futuras habría sido secundaria para cualquier persona comparada con otros temores mucho más inmediatos, como los de un posible arresto, encarcelamiento o condena por parte de un tribunal militar. Al acabar el mes, había ya un mínimo de doce tribunales militares funcionando diariamente en el Palacio de Justicia de la plaza de las Salesas (situada convenientemente cerca del Ministerio del Ejército, en el centro de Madrid). Fuera de la capital propiamente dicha, había también tribunales militares operativos en las localidades de Aranjuez, Torrelaguna, Navalcarnero, Getafe, Alcalá de Henares, El Escorial y Colmenar Viejo. Entre todos ellos, al terminar abril, habían dictado ya 12.5 condenas de muerte. Entre ellas se incluían las diez sentencias de pena capital dictadas en un solo día (el 22 de abril) en Colmenar Viejo: todos aquellos condenados fueron fusilados poco más de dos semanas después en el cementerio local a las seis en punto de la mañana[138]. Habían dado comienzo, pues, los trabajos de la justicia militar franquista.