NOSTALGIA

Y, sin embargo, Bastian sabía que no podía marcharse sin el libro. Ahora se daba cuenta de que precisamente por aquel libro había entrado allí, de que el libro lo había llamado de una forma misteriosa porque quería ser suyo, porque, en realidad, ¡le había pertenecido siempre!

Michael Ende, La historia interminable

Dedo Polvoriento contemplaba el desarrollo de los acontecimientos desde un tejado, a la distancia justa del lugar de la fiesta para sentirse a salvo de la Sombra y no perder detalle de lo que sucedía… gracias a los prismáticos que había encontrado en casa de Basta. Al principio optó por permanecer en su escondite. Había visto matar a la Sombra demasiadas veces. Pero una extraña sensación, irracional como los amuletos de Basta, acabó por conducirlo hasta allí: la sensación de que podría proteger el libro con su mera presencia. Cuando se deslizó a hurtadillas por el callejón, le asaltó otro sentimiento, que se confesó a disgusto: deseaba ver morir a Basta a través de los mismos prismáticos con los que él había observado tantas veces a sus futuras víctimas.

Se sentó, pues, encima de las tejas de un tejado agujereado, la espalda apoyada contra la fría chimenea, con la cara tiznada de hollín (porque su rostro lo delataba incluso de noche), y vio ascender hacia el cielo una columna de humo en el lugar donde estaba emplazada la casa de Capricornio. Vio cómo Nariz Chata acudía a apagarlo con algunos hombres, cómo emergía del suelo la Sombra, cómo desaparecía el anciano con una expresión de ilimitado asombro, y cómo Capricornio moría víctima del ser que él mismo había convocado. Basta por desgracia no murió, hecho que ciertamente le irritaba. Dedo Polvoriento lo vio salir corriendo. Presenció asimismo la huida de la Urraca.

Lo vio todo: Dedo Polvoriento, el espectador.

Había sido muchas veces un mero espectador, y ésta no era su historia. ¡Qué le importaban a él Lengua de Brujo y su hija, el chico, la loca de los libros y la mujer que ahora volvía a pertenecer a otro! Habría podido huir con él, pero prefirió permanecer en la cripta, junto a su hija, así que él la había expulsado de su corazón, como hacía siempre que alguien pretendía anidar en él con voluntad de permanencia. Se alegró de que no se la llevase la Sombra, pero ya le traía sin cuidado. Desde entonces Resa volvería a contarle a Lengua de Brujo todas las historias maravillosas que ahuyentaban la soledad, y la nostalgia, y el miedo. ¡Qué le importaba a él!

¿Y las hadas y los duendes que de repente caminaban a tropezones por la plaza de Capricornio? Ellos tenían tan poco que ver con ese mundo como él y tampoco le permitirían olvidar que permanecía allí por una sola razón. Lo único que le interesaba era el libro, y cuando vio a Lengua de Brujo guardárselo debajo de la chaqueta, decidió recuperarlo.

Ese libro le pertenecería, sería suyo. Acariciaría sus páginas y, cerrando los ojos al mismo tiempo, volvería a sentirse como en casa.

Ahora estaba allí el viejo de la cara arrugada. Qué locura. «¡Por culpa de tu miedo, Dedo Polvoriento! —pensaba con amargura—. Eres y serás un cobarde. ¿Por qué no te pusiste tú al lado de Capricornio? ¿Por qué no te atreviste a bajar, a lo mejor entonces habrías desaparecido tú en lugar del viejo…?».

El hada de alas de mariposa y cara blanca como la leche le había seguido revoloteando. Era una presumida. Cada vez que veía su reflejo en alguna ventana se detenía con una sonrisa extasiada, giraba y se contoneaba en el aire, se pasaba los dedos por el pelo y se contemplaba, fascinada por su propia belleza. Las hadas que él había conocido no eran muy presumidas; al contrario, a veces se divertían mucho embadurnándose sus caritas diminutas con barro o polen para preguntarle entre risas contenidas cuál de ellas se ocultaba tras esa suciedad.

«¿Y si atrapase alguna? —se preguntó Dedo Polvoriento—. Podría hacerme invisible…». Sería maravilloso volver a serlo. Y respecto a esos duendes… uno de ellos podría actuar con él. Todos creerían que era una simple persona bajita con un traje de piel. Nadie es capaz de hacer el pino tanto tiempo como un duende, ni tantas muecas, y luego, sus cómicos bailes retozones… Claro, ¿por qué no?

La luna había recorrido ya la mitad del cielo y Dedo Polvoriento seguía sentado encima del tejado. El hada de alas de mariposa se impacientó. Mientras revoloteaba a su alrededor, su tintineo sonaba estridente y furioso. ¿Qué querría? ¿Que la llevara de vuelta al lugar del que procedía, allí donde todas las hadas tienen alas de mariposa y entendían su lengua?

—Te equivocas de persona —le dijo en voz baja—. ¿Ves esa chica de ahí abajo y al hombre que está sentado al lado de la mujer del pelo rubio ceniza? Ésos son los indicados, pero te lo digo de antemano: son capaces de traerte desde tu mundo a éste, pero ignoran cómo devolverte a él. A pesar de todo, ¡inténtalo! ¡A lo mejor tienes más suerte que yo!

El hada se volvió, miró hacia abajo, le lanzó una última mirada ofendida y se alejó revoloteando. Dedo Polvoriento vio cómo su resplandor se mezclaba con el de las demás hadas, cómo se rodeaban volando y se perseguían por entre las ramas de los árboles. Eran tan olvidadizas. Ninguna pena duraba más de un día en sus cabecitas… y quién sabe, quizás el tibio aire de la noche les había hecho olvidar que ésta no era su historia.

Alboreaba cuando abajo todos se quedaron por fin dormidos. Sólo el chico montaba guardia. Era un muchacho desconfiado, siempre ojo avizor, siempre alerta, excepto cuando jugaba con el fuego. Dedo Polvoriento no pudo impedir una sonrisa al recordar su rostro vehemente, y cómo se chamuscó los labios cuando cogió a escondidas las antorchas de su mochila. El chico no sería ningún problema. No. Sin la menor duda.

Lengua de Brujo y Resa dormían debajo de un árbol; Meggie yacía entre ambos, resguardada como un pájaro joven en el nido acogedor. Un metro más allá dormitaba Elinor, sonriendo en sueños. Dedo Polvoriento nunca la había visto tan feliz. Sobre su pecho yacía una de las hadas, enroscada como una larva, Elinor la rodeaba con la mano. El rostro apenas era mayor que la yema de su pulgar, y la luz del hada brotaba entre los vigorosos dedos de Elinor como una estrella encerrada.

En cuanto vio acercarse a Dedo Polvoriento, Farid se incorporó. Empuñaba una escopeta, a buen seguro perteneciente a uno de los secuaces de Capricornio.

—¿No… no estás muerto? —preguntó incrédulo con un hilo de voz.

Seguía descalzo. No era de extrañar, se pisaba continuamente los cordones y atarse el lazo le causaba grandes problemas.

—No, no lo estoy. —Dedo Polvoriento se detuvo junto a Lengua de Brujo y bajó la vista hacia él y hacia Resa—. ¿Dónde está Gwin? —le preguntó al muchacho—. ¡Espero que la hayas cuidado bien!

—Huyó cuando nos dispararon, pero después regresó —la voz del chico rezumaba orgullo.

—Vaya. —Dedo Polvoriento se acuclilló junto a Lengua de Brujo—. Bueno, Gwin siempre ha sabido cuándo ha llegado el momento de escapar, igual que su amo.

—La última noche la dejamos en el campamento, arriba, en la casa quemada, porque sabíamos que sería muy peligroso —prosiguió el joven—. Pero pensaba salir en su busca en cuanto finalizase mi guardia.

—Bueno, yo me encargaré de eso. No te preocupes, seguro que está bien. Una marta sabe arreglárselas sola —Dedo Polvoriento alargó la mano y la introdujo bajo la chaqueta de Lengua de Brujo.

—¿Qué haces? —La voz del chico sonó inquieta.

—Sólo cojo lo que me pertenece —contestó Dedo Polvoriento.

Cuando extrajo el libro de la chaqueta, Lengua de Brujo no se movió. Dormía profundamente. ¿Qué podía perturbar ahora su sueño? Tenía cuanto anhelaba.

—No te pertenece.

—Sí.

Dedo Polvoriento se incorporó. Miró entre las ramas. Nada menos que tres hadas dormitaban allí arriba; siempre se había preguntado cómo eran capaces de dormir en los árboles sin caerse. Cogió con mucho cuidado dos de la delgada rama en la que yacían. Apenas abrieron los ojos bostezando, les sopló con suavidad en la cara y se las guardó en el bolsillo.

—Soplarles las adormece —explicó al chico—. Es un pequeño truco, por si alguna vez te las tienes que ver con ellas. Pero creo que sólo funciona con las azules.

No despertó a ningún duende. Eran un pueblo testarudo, le costaría mucho tiempo convencer a alguno de ellos de que le acompañase, y seguro que Lengua de Brujo se despertaría antes.

—¡Llévame contigo! —El chico se interpuso en su camino—. ¡Mira, tengo tu mochila! —La sostuvo en alto, como si pretendiera comprar con ella la compañía de Dedo Polvoriento.

—No —Dedo Polvoriento se la arrebató y, tras colgársela del hombro, le dio la espalda.

—¡Oye! —El chico corrió tras él—. Tienes que llevarme contigo. ¿Qué dirá Lengua de Brujo cuando descubra que el libro ha desaparecido?

—Dile que te has quedado dormido.

—¡Por favor…!

Dedo Polvoriento se detuvo.

—¿Y ella, qué? —señaló a Meggie—. La chica te gusta. ¿Por qué no te quedas a su lado?

El chico se ruborizó. Dirigió una prolongada mirada a Meggie, como si quisiera grabar a fuego su imagen en la memoria. Después se giró de nuevo hacia Dedo Polvoriento.

—No soy uno de ellos.

—Tampoco eres de los míos.

Dedo Polvoriento lo dejó plantado, pero cuando había recorrido un buen trecho desde el aparcamiento, el chico seguía allí. Intentaba caminar despacio para que Dedo Polvoriento no lo oyera, y cuando éste se volvió, se quedó inmóvil como un ladrón pillado in fraganti.

—¿Qué significa esto? ¡De todos modos no permaneceré mucho tiempo aquí! —le espetó con rudeza Dedo Polvoriento—. Ahora que tengo el libro, me buscaré a alguien cuya lectura me devuelva a mi mundo, aunque sea un tartamudo como Darius y me envíe a casa cojo o con la cara aplastada. ¿Qué harás tú entonces? ¡Te habrás quedado solo!

El chico se encogió de hombros y lo miró con sus ojos negros como el hollín.

—He aprendido a escupir fuego de maravilla —anunció—. He ensayado mucho durante tu ausencia. Pero tragármelo todavía no me sale muy bien.

—Es más difícil. Te apresuras demasiado. Te lo he repetido mil veces.

Encontraron a Gwin junto a las ruinas de la casa quemada, adormilada, con plumas pegadas al hocico. Parecía alegrarse de ver a Dedo Polvoriento, incluso lamió su mano, pero después se marchó corriendo detrás del muchacho. Caminaron hasta que salió el sol, siempre hacia el sur, en dirección al mar. Luego descansaron y compartieron las provisiones de la despensa de Basta: chorizo, rojo y picante, un trozo de queso, pan y aceite de oliva. El pan estaba algo duro y lo mojaron en aceite. Comieron juntos en silencio, sentados sobre la hierba, y después reemprendieron la marcha. Entre los árboles florecía, azul y rosa pálido, la salvia silvestre. En el bolsillo de Dedo Polvoriento se agitaban las hadas… y el chico caminaba tras él como si fuese su sombra.