UN PUEBLO ABANDONADO

«En los libros —escribió—, hallo a los muertos como si estuvieran vivos; en los libros preveo las cosas que sucederán; en los libros se ponen en marcha asuntos de guerra; de los libros surgen las leyes de la paz. Todas las cosas se corrompen y decaen con el tiempo; Saturno no deja de devorar a los hijos que engendra: toda la gloria del mundo quedaría enterrada en el olvido si Dios no hubiera proporcionado a los mortales el remedio de los libros».

Richard de Bury, citado por Alberto Manguel

Así murió Capricornio, justo como lo había descrito Fenoglio, y Cockerell desapareció en el mismo momento en que su señor se desplomaba al suelo, y con él más de la mitad de los hombres sentados en los bancos. El resto huyó de allí a la carrera, tanto los muchachos como las mujeres. Los hombres que Capricornio había enviado a apagar el fuego y los que tenían que haber buscado a los incendiarios se acercaban con los rostros manchados de hollín y presos del pánico, no por las llamas que devoraban la casa de Capricornio… pues habían conseguido apagarlas. No. Nariz Chata se había disuelto en la nada ante sus ojos, y con él habían desaparecido unos cuantos más tragados por la oscuridad, como si jamás hubieran existido, y quizá fuese así. Su creador los había eliminado de la misma forma que se borra un trazo defectuoso en un dibujo o las manchas en un papel en blanco. Habían desaparecido, y todos los demás que no habían nacido del relato de Fenoglio regresaban corriendo para informar de esos acontecimientos atroces a Capricornio. Pero éste yacía de bruces en el suelo, con la gravilla pegada a su traje rojo, y nadie volvería a informarle nunca más… ni del fuego, ni del humo, ni del miedo, ni de la muerte.

Sólo la Sombra permanecía allí, tan descomunal que los hombres que venían corriendo por el aparcamiento la vieron desde la lejanía, gris ante el negro cielo nocturno, sus ojos dos carbones ardiendo, y, olvidando lo que deseaban notificar, corrieron en tropel hacia los coches aparcados. Su único deseo era alejarse de allí antes de que el ser al que habían llamado como a un perro los devorase a todos.

Meggie fue la primera en recobrar la presencia de ánimo, cuando ya estuvieron lejos. Había metido la cabeza debajo del brazo de su padre, como hacía siempre que se negaba a ver, y él se había guardado el libro bajo la chaqueta, con la que casi parecía uno de los secuaces de Capricornio. Sujetó a su hija mientras todos corrían y chillaban a su alrededor y sólo la Sombra guardaba silencio. Permanecía muda como si matar a su señor le hubiera arrebatado toda su fuerza.

—Farid —oyó decir a Mo al fin—, ¿puedes abrir la jaula?

Sólo entonces sacó la cabeza y comprobó que la Urraca continuaba allí. ¿Por qué no había desaparecido? Darius seguía sujetándola, como si temiera soltarla. Pero ella ya no pataleaba ni se defendía. Se limitaba a mirar a Capricornio mientras las lágrimas corrían por su cara angulosa, por su pequeña barbilla blanda, goteando como lluvia por encima de su vestido.

Farid saltó del estrado con la agilidad de Gwin, y corrió hacia la jaula sin quitar ojo de encima a la Sombra.

Pero ésta continuaba inmóvil, como si ya no fuese capaz de recuperar la movilidad.

—Meggie —le dijo su padre en voz muy baja—, vamos a ver a los prisioneros, ¿eh? La pobre Elinor parece algo extenuada, y además me gustaría presentarte a alguien.

Farid ya estaba manipulando la puerta de la jaula y las dos mujeres los miraban desde dentro.

—No hace falta que me la presentes —dijo la niña apretando su mano—. Sé quién es. Lo sé desde hace mucho. Deseaba tanto decírtelo, pero no estabas. Ahora tendremos que leer algo más. Las últimas frases. —Sacó el libro de debajo de la chaqueta de Mo y pasó las hojas hasta encontrar la nota de Fenoglio entre las páginas—. Lo escribió por la otra cara, porque ya no le cabía —explicó—. Es incapaz de escribir con letra pequeña.

Fenoglio.

Dejó caer la nota y miró a su alrededor, pero no logró descubrirlo. ¿Se lo habrían llevado los hombres de Capricornio, o…?

—¡Mo, no está aquí! —exclamó consternada.

—Enseguida iré a buscarlo —la tranquilizó su padre—. Pero ahora, lee, ¡deprisa! ¿O prefieres que lo haga yo?

—¡No!

La Sombra comenzó a moverse de nuevo, dio un paso hacia el cadáver de Capricornio, retrocedió tambaleándose y se giró con la torpeza de un oso amaestrado. Meggie creyó oír un gemido. Farid se acurrucó junto a la jaula cuando los ojos rojos se giraron hacia él. Elinor y su madre también retrocedieron. Pero Meggie leyó, con voz firme:

A la Sombra le dolían tanto los recuerdos que casi la desgarraban. Escuchaba en su cabeza todos los gritos y lamentos, creía sentir las lágrimas sobre su piel grisácea. El miedo le escocía como el humo en los ojos. Y de repente sintió algo que la hizo desplomarse, obligándola a caer de rodillas, y su terrorífica figura se desintegró. De repente volvieron a aparecer todos aquellos de cuyas cenizas había sido creada: mujeres y hombres, niños, perros, gatos, duendes, hadas y muchos, muchos seres más.

Meggie vio cómo la plaza vacía se iba llenando poco a poco de gente que se apiñaba en el lugar donde se había desplomado la Sombra, mirando a su alrededor como si acabasen de despertar de un profundo sueño. Meggie leyó la última frase:

Despertaron de su pesadilla y por fin todo terminó felizmente.

—¡Ha desaparecido! —exclamó Meggie cuando su padre tomó la hoja de Fenoglio para devolverla al libro—. Se ha marchado, Mo. Ha entrado en el libro. Lo sé.

Mo contempló el libro y volvió a guardarlo debajo de la chaqueta.

—Sí, creo que tienes razón —dijo—. Pero si es así, de momento no podemos cambiarlo.

Acto seguido se llevó a Meggie con él y bajaron del estrado, mezclándose con todas las personas y seres extraños que se arremolinaban en la plaza de Capricornio como si siempre hubieran estado allí. Darius los siguió, tras soltar a la Urraca, que permanecía al lado de la silla en la que se había sentado Meggie, las manos huesudas apoyadas en el respaldo, llorando en silencio, con el rostro inexpresivo y hecha un mar de lágrimas.

Cuando Meggie se dirigía en compañía de su padre hacia la jaula en la que estaban encerradas Elinor y su madre, un hada chocó aleteando contra su pelo; era un ser diminuto de piel azulada que se disculpó con mucha elocuencia. Después, un tipo peludo, medio hombre medio animal, tropezó delante de sus pies y, por último, estuvo a punto de pisar a un pequeño hombrecillo que parecía de cristal. El pueblo de Capricornio tenía unos cuantos habitantes nuevos y extraños.

Al llegar a la jaula, vieron que Farid intentaba abrir la cerradura hurgando en ella con expresión sombría, mientras murmuraba que Dedo Polvoriento se lo había enseñado y que esa cerradura era muy especial.

—¡Estupendo! —se burlaba Elinor apretando su rostro contra las rejas—. Nos hemos librado de que nos haya zampado la Sombra, pero, para desgracia nuestra, moriremos de hambre en una jaula. ¿Qué te ha parecido tu hija, Mo? ¿No es una jovencita muy valiente? Yo no habría sido capaz de pronunciar palabra, ni una sola. Dios mío, cuando esa vieja quiso arrebatarle el libro, casi se me paró el corazón.

Mo puso una mano en los hombros de su hija y sonrió, pero estaba mirando a otra persona. Nueve años es un tiempo muy largo.

—¡Ya lo tengo, ya lo tengo! —gritó Farid, abriendo de un empujón la puerta de la jaula.

Pero antes de que ambas mujeres pudieran dar un paso, en el rincón más oscuro de la jaula se alzó una figura que saltó hacia ellas y agarró a la primera que encontró en su camino… la madre de Meggie.

—¡Alto ahí! —ordenó Basta enfurecido—. ¡Alto, alto, no tan deprisa! ¿Adónde quieres ir, Resa? ¿Con tu querida familia? ¿Crees que no entendí todos esos cuchicheos abajo, en la cripta? Oh, sí, claro que los entendí.

—¡Suéltala! —vociferó Meggie—. ¡Suéltala!

¿Por qué demonios no se había fijado en el oscuro fardo que yacía inmóvil en un rincón? ¿Cómo había podido pensar que Basta había muerto al igual que Capricornio? Pero ¿por qué no lo estaba? ¿Por qué no había desaparecido, como Nariz Chata, Cockerell y todos los demás?

—¡Suéltala, Basta! —Mo hablaba en voz muy baja, como si las fuerzas lo hubieran abandonado—. No saldrás de aquí, y menos con ella. Nadie te ayudará, todos se han ido.

—¡Oh, sí, por supuesto que saldré! —replicó Basta con voz taimada—. Si no me dejas pasar, le retorceré el pescuezo. Le partiré su delgado cuello. Por cierto, ¿sabes que es muda? Es incapaz de proferir palabra, porque Darius la trajo a este mundo con su lectura chapucera. Es un pez mudo, un bonito pez mudo. Pero por lo que te conozco, deseas recuperarla a cualquier precio, ¿me equivoco?

Mo no contestó y Basta soltó una carcajada.

—¿Por qué no estás muerto? —le preguntó a gritos Elinor—. ¿Por qué no te has desplomado como tu señor o te has disuelto en el aire? ¡Suéltalo de una vez!

Basta se limitó a encogerse de hombros.

—¡Y yo qué sé! —gruñó mientras rodeaba con su mano el cuello de Resa. Ella intentó propinarle una patada, pero él se limitó a apretar aún más su garganta—. A fin de cuentas la Urraca también sigue ahí, pero ella mandó siempre a los demás que realizaran el trabajo sucio, y por lo que se refiere a mí… a lo mejor me cuento ahora entre los buenos por haberme encerrado en la jaula. A lo mejor sigo aquí porque hace mucho que no prendo fuego a nada y porque a Nariz Chata le divertían los asesinatos mucho más que a mí. A lo mejor, a lo mejor, a lo mejor… Sea como fuere, sigo aquí… ¡y ahora, déjame pasar, devoradora de libros!

Elinor, sin embargo, permaneció quieta.

—No —contestó—. Sólo saldrás de aquí si la sueltas. Jamás se me habría ocurrido pensar que esta historia acabaría bien, pero así ha sido… y eso no vas a arruinarlo tú, bastardo, en el último minuto. ¡Tan cierto como que me llamo Elinor Loredan! —Y con expresión decidida se plantó delante de la puerta de la jaula—. ¡Esta vez no llevas una navaja! —le dijo enfurecida en voz baja y amenazadora—. Sólo te queda tu maligna labia, y eso, créeme, de nada te servirá ahora. ¡Húndele los dedos en los ojos, Teresa! ¡Patea, muerde a ese cabrón!

Pero antes de que Teresa pudiera obedecer, Basta la empujó contra Elinor, derribándolos a ella y a Mo, que se disponía a acudir en ayuda de ambas.

Basta saltó hacia la puerta abierta de la jaula, apartó de un empellón al atónito Farid y a Meggie… y salió corriendo hasta mezclarse con todos aquellos que vagaban sin rumbo, como sonámbulos, por la plaza donde Capricornio celebraba la fiesta. Antes de que Farid o Mo pudieran correr tras él, había desaparecido.

—¡Esto es fabuloso! —murmuró Elinor mientras abandonaba a trompicones la jaula en compañía de Teresa—. Ahora ese tipo me perseguirá en mis sueños, y cada vez que oiga por la noche algún rumor en mi jardín me figuraré que aprieta su navaja contra mi garganta.

Pero no sólo se marchó Basta, también la Urraca desapareció aquella noche sin dejar rastro. Y cuando, cansados, se dirigieron al aparcamiento de Capricornio para encontrar algún coche con el que abandonar el pueblo, todos habían desaparecido. En el aparcamiento, ahora oscuro, no se veía ni un solo vehículo.

—¡Oh, no, por favor, decidme que no es cierto! —gimió Elinor—. ¿Significa esto que tenemos que volver a recorrer a pie todo ese maldito camino cubierto de espinos?

—Como no lleves por casualidad un teléfono encima… —respondió Mo.

Desde la desaparición de Basta no se había apartado de Teresa. Había examinado preocupado su cuello —aún se distinguían las manchas rojizas provocadas por los dedos de Basta— y había deslizado entre sus dedos un mechón de sus cabellos diciendo que esa tonalidad oscura casi le gustaba más. Pero nueve años son ciertamente un tiempo muy largo, y Meggie observaba con cuánto cuidado se acercaban ambos, igual que las personas en un puente estrecho que sortea una nada infinita.

Como es natural, Elinor no llevaba teléfono. Capricornio había ordenado que se lo quitaran, y a pesar de que Farid se ofreció al instante a registrar la casa de Capricornio, tiznada de hollín, no intentaron recuperarlo.

Así que al final decidieron pasar la última noche en el pueblo, en compañía de todos aquellos que Fenoglio había rescatado de la muerte. Era una noche templada y maravillosa. Seguro que bajo los árboles descansarían muy a gusto.

Meggie proporcionó mantas a Mo, había de sobra en el pueblo ya abandonado. No entraron en la casa de Capricornio. Meggie se negaba a traspasar de nuevo el umbral, no por el acre olor a quemado que aún brotaba por las ventanas, ni por las puertas carbonizadas, sino por los recuerdos, pues en cuanto veía la casa creía que la atacaban animales feroces.

Cuando se sentó entre Mo y su madre bajo uno de los viejos alcornoques que rodeaban la plaza del aparcamiento, no pudo evitar pensar en Dedo Polvoriento y se preguntó si Capricornio le habría mentido y yacería muerto en algún paraje de las colinas. «Seguramente nunca sabré qué ha sido de Dedo Polvoriento», pensaba mientras una de las hadas azules se mecía por encima de ella en una rama con cara de perplejidad.

Aquella noche todo el pueblo parecía feliz. El aire se había llenado de murmullos, y las figuras que caminaban despacio por el aparcamiento parecían escapadas de sueños infantiles y de las palabras de un anciano. Aquella noche Meggie se preguntó una y otra vez: «¿Dónde estará Fenoglio? ¿Le gustará vivir su propia historia?». Se lo deseaba tanto… Sin embargo, sabía que echaría de menos a sus nietos y el juego del escondite en el armario de su cocina.

Antes de que se le cerraran los ojos, Meggie vio vagar a Elinor entre los duendes y las hadas con una expresión de dicha indecible. Sin embargo, a su izquierda y a su derecha se sentaban sus padres, y su madre escribía sin parar en las hojas de los árboles, en la tela de su vestido y en la arena. Tenía tanto que contar…