Y entonces dijo él:
—Pereceré, de eso no hay duda; ¡no existe otro camino para liberarme de esta angosta prisión!
Alí Babá y los cuarenta ladrones
Elinor opinaba que estaba dando muestras de auténtica valentía. Bien es verdad que aún no sabía lo que se le avecinaba —caso de que su sobrina conociese más detalles, no se los había revelado—, pero no cabía la menor duda de que no era nada bueno.
Tampoco Teresa dio a los hombres que la sacaron de la cripta la alegría de contemplar sus lágrimas. De todos modos no podía maldecirlos o insultarlos. Su voz había desaparecido como una prenda inservible. Por suerte había conservado al menos las dos notas, unos objetos arrugados y sucios, demasiado pequeños para atesorar todas las palabras acumuladas a lo largo de nueve años, pero menos es nada. Las había llenado hasta los bordes con una letra diminuta, hasta que ya no cupo una sola palabra más. No quiso contar nada de sí misma o de las experiencias que había vivido y, cuando Elinor se lo pedía susurrando, rechazaba su pretensión con un gesto de impaciencia. No, lo que anhelaba era plantear preguntas, preguntas y más preguntas… sobre su hija y su marido. Y Elinor le contestaba al oído, en voz muy baja, para que Basta no se enterase de que las dos mujeres condenadas a morir con él se conocían desde que la más joven había aprendido a andar entre aquellas estanterías infinitas y por entonces abarrotadas.
Basta no se encontraba bien. Siempre que lo miraban veían sus manos aferradas a los barrotes de la verja, los nudillos blancos bajo la piel tostada por el sol. En una ocasión Elinor creyó oír sus sollozos, pero cuando los sacaron de las celdas tenía el rostro inexpresivo como el de un cadáver. En cuanto los encerraron en aquella jaula indescriptible se acurrucó en un rincón y se quedó inmóvil como una muñeca con la que ya no juega nadie.
La jaula olía a perros y a carne cruda, y de hecho parecía una perrera. Algunos de los hombres de Capricornio pasaban los cañones de sus escopetas por los barrotes de color grisáceo antes de sentarse en los bancos dispuestos para ellos. Basta, sobre todo, tuvo que sufrir tales mofas y escarnios que ni siquiera diez hombres los habrían soportado. El hecho de que no moviera ni un solo músculo denotaba su honda desesperación.
No obstante, Elinor y Teresa se mantuvieron lejos de él, en la medida en que la jaula lo permitía. También permanecieron lejos de las rejas, de los dedos que las atravesaban, de las muecas que les hacían, de los cigarrillos encendidos que les arrojaban. Estaban muy juntas, alegres y al mismo tiempo tristes por haberse reunido al fin.
En uno de los extremos de la plaza, justo a la entrada, cuidadosamente separadas de los hombres, se sentaban las mujeres que trabajaban para Capricornio. Allí no se vislumbraba la alegre excitación que reinaba entre los hombres. La mayoría de los rostros parecían deprimidos y continuamente miraban a Teresa, llenas de temor… y de compasión.
Capricornio llegó cuando los largos bancos estuvieron ocupados hasta el último asiento. Para los chicos no había sitio, y se acomodaron en el suelo delante de los chaquetas negras. Capricornio avanzó con paso solemne, gesto hierático y sin fijarse en ellos, como si fueran una bandada de cuervos que se había congregado por orden suya. Sólo aminoró el paso al pasar frente a la jaula que albergaba a sus tres prisioneros, para contemplar a cada uno de ellos con una mirada fugaz y rebosante de orgullo. Cuando su antiguo señor y maestro se detuvo ante la reja, Basta regresó a la vida durante una fracción de segundo, alzó la cabeza y miró a Capricornio implorante como el perro que pide perdón a su amo, pero su jefe prosiguió su camino sin dirigirle la palabra. Tras tomar asiento en su sillón de piel negro, Cockerell se situó, esparrancado, tras él. Por lo visto era el nuevo favorito.
—¡Cielos, deja ya de mirarle así! —le espetó Elinor al darse cuenta de que tenía los ojos prendidos en Capricornio—. Se dispone a ofrecerte como pienso, como una mosca a una rana. No estaría mal que mostrases indignación. Tú siempre tenías preparadas esas bonitas amenazas: voy a cortarte la lengua, te haré rebanadas… ¿Qué ha sido de todas ellas?
Basta se limitó a bajar la cabeza para clavar la vista en el suelo, entre sus botas. A Elinor le parecía una ostra a la que hubieran sorbido la carne y la vida.
Cuando Capricornio se sentó y la música que había atronado hasta ese momento la plaza enmudeció, trajeron a Meggie. Le habían puesto un vestido horroroso, pero caminaba con la cabeza alta, y la vieja a la que todos llamaban la Urraca necesitó todas sus fuerzas para arrastrarla hasta el estrado que los chaquetas negras habían erigido en el centro del campo. La silla solitaria que se veía encima daba la impresión de haber sido olvidada allí arriba. Elinor creía que una horca y una soga habrían sido más adecuadas. Cuando la Urraca la obligó a subir por la escalera de madera, Meggie las miró.
—¡Hola, tesoro! —gritó Elinor cuando los asustados ojos de Meggie se posaron en ella—. No te preocupes, estoy aquí porque no quería perderme tu lectura.
A la llegada de Capricornio se había hecho tal silencio que la voz de Elinor resonó por todo el campo. Sonaba valiente y sin miedo. Por fortuna nadie pudo oír con qué fuerza martilleaba su corazón contra las costillas. Nadie percibió su temor, pues se había puesto su coraza, su impenetrable y útil coraza que la había defendido siempre en las épocas de calamidad. Cada pena la había endurecido un poco, y penas había bastantes en la vida de Elinor.
Algunos de los chaquetas negras rieron al escuchar sus palabras, y hasta en el rostro de Meggie se dibujó una fugaz y leve sonrisa. Elinor pasó el brazo por los hombros de Teresa y la estrechó contra sí.
—¡Mira a tu hija! —le susurró—. Valiente como… como… —quiso comparar a Meggie con el héroe de alguna historia, pero todos los que le venían a la mente eran hombres, y además ninguno le parecía lo bastante arrojado para rivalizar con la niña que, tiesa como una vela, miraba orgullosa a los chaquetas negras de Capricornio.
La Urraca, además de a Meggie, también había traído a un anciano. Elinor sospechaba que era la persona que los había metido en todo ese fregado: Fenoglio, el inventor de Capricornio, Basta y todos los demás seres terroríficos, incluyendo el monstruo que iba a arrebatarles la vida aquella noche. Elinor siempre había estimado más a los libros que a sus autores, y contempló al anciano con escasa simpatía cuando Nariz Chata lo condujo por delante de la jaula. Había una silla dispuesta para él a poca distancia del sillón de Capricornio. Elinor se preguntó si eso significaba que Capricornio se había ganado un nuevo amigo, pero cuando Nariz Chata se plantó con expresión feroz detrás del anciano, dedujo que se trataba más bien de un prisionero más.
En cuanto el anciano se sentó a su lado, Capricornio se levantó. Sin decir palabra recorrió con la vista las largas filas de sus hombres, despacio, como si evocase qué servicios le había prestado cada uno y qué errores había cometido. El silencio estaba preñado de miedo. Las risas habían enmudecido, no se oía ni siquiera un susurro.
—A la mayoría de vosotros —comenzó a decir Capricornio alzando la voz— no tengo que explicaros por qué van a ser castigados los tres prisioneros. Para el resto bastará si digo que son traidores, indiscretos y estúpidos. Cabe dudar de que la estupidez sea un delito merecedor de la muerte. Yo creo que sí, pues sin duda puede desencadenar las mismas consecuencias que la traición.
Tras esta última frase se desató la inquietud en los bancos. Elinor pensó que la habían provocado las palabras de Capricornio, pero de repente oyó la campana. Incluso Basta alzó la cabeza cuando su tañido resonó en medio de la noche. A una señal de Capricornio, Nariz Chata indicó a cinco hombres que le siguieran y se alejó con ellos a grandes zancadas. Los que se quedaron comenzaron a cuchichear intranquilos, y algunos incluso se levantaron de un salto mirando hacia el pueblo. Capricornio, sin embargo, alzó la mano para poner fin a los murmullos.
—¡No es nada! —Estas palabras, pronunciadas en voz alta y cortante, impusieron de nuevo el silencio—. Un simple incendio. A fin de cuentas, nosotros somos expertos en eso, ¿no es cierto?
Se oyeron carcajadas, pero algunos, mujeres y hombres, seguían mirando desasosegados hacia las casas.
Así que habían puesto en práctica su plan. Elinor se mordió los labios hasta hacerse daño. Mortimer y el chico habían provocado un incendio. Aún no se veía humo sobre los tejados, y pronto todos los rostros se volvieron de nuevo hacia Capricornio, que hablaba sobre la traición y la perfidia, sobre la disciplina y la peligrosa negligencia, pero Elinor apenas escuchaba. Miraba sin cesar hacia las casas, aun sabiendo que era una imprudencia.
—¡Basta de hablar de nuestros prisioneros! —exclamó Capricornio—. Digamos unas palabras sobre los que se han fugado…
Cockerell cogió un saco depositado detrás del sillón de Capricornio y se lo entregó. Capricornio, sonriendo, hundió la mano en él y extrajo un trozo de tela, procedente de una camisa o de un vestido, roto y cubierto de sangre.
—¡Están muertos! —gritó Capricornio a la concurrencia—. Como es natural, yo habría preferido verlos aquí, mas por desgracia fue inevitable matarlos a tiros durante su huida. Bueno, no lo lamento por el traidor escupefuego, a quien casi todos conocéis, y, por fortuna, Lengua de Brujo ha dejado una hija que ha heredado sus poderes.
Teresa miró a Elinor, los ojos petrificados de espanto.
—¡Miente! —le susurró Elinor, aunque no podía apartar la vista de los harapos manchados de sangre—. ¡Se está aprovechando de mis mentiras! Eso no es sangre, es pintura, o tinte… —Pero vio que su sobrina no la creía.
Ella creía en los paños cubiertos de sangre, igual que su hija. Elinor lo notó en la expresión de Meggie. Le habría gustado gritarle que Capricornio mentía, pero deseaba que éste siguiera creyéndolo durante un rato… que creyera que todos ellos estaban muertos y que nadie podía perturbar su hermosa fiesta.
—¡Sí, vanaglóriate con un trapo ensangrentado, miserable incendiario! —le gritó a través de la reja—. Puedes sentirte orgulloso de ello. Además, ¿para qué necesitas otro monstruo? ¡Todos vosotros lo sois! ¡Todos los que estáis ahí sentados! ¡Asesinos de libros, raptores de niños!
Nadie le prestó atención. Un par de chaquetas negras rieron y Teresa se acercó a la reja, aferró con los dedos los delgados alambres y miró hacia Meggie.
Capricornio dejó la tela manchada de sangre sobre el reposabrazos de su sillón. «¡Yo conozco esos andrajos! —pensó Elinor con obstinación—. Los he visto en alguna parte. Ellos no han muerto. ¿Quién si no ha provocado el fuego? ¡El comecerillas!», musitaba su interior, pero se negó a escucharlo. No, la historia tenía que acabar bien. Era de justicia. A ella nunca le habían gustado las historias con un final desgraciado.