Esto era lo más terrible. Que el limo de la tumba articulara gritos y voces, que el polvo gesticulara y pecara, que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones de la vida.
Robert L. Stevenson, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde
Fenoglio escribía sin parar, pero las hojas que ocultaba bajo el colchón no aumentaban demasiado. Una y otra vez las sacaba, tachaba cosas, rompía una y añadía otra.
—No, no, no —le oía Meggie despotricar en voz baja—. ¡No es así, no!
—Dentro de unas horas anochecerá —comentó la niña preocupada—. ¿Qué ocurrirá si no terminas?
—¡Ya he terminado! —le espetó enfurecido—. Ya he terminado una docena de veces, pero no estoy satisfecho. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro antes de seguir hablando—. Surgen tantas preguntas: ¿Qué pasará si la Sombra se abalanza sobre ti, o sobre mí, o sobre los prisioneros después de haber matado a Capricornio? Y… ¿matar a Capricornio es la única solución? ¿Qué ocurrirá después con sus hombres? ¿Qué hago con ellos?
—¿Pues qué vas a hacer? ¡la Sombra tiene que matarlos a todos! —susurró Meggie a su vez—. ¿Cómo si no regresaremos a casa o salvaremos a mi madre?
A Fenoglio le disgustó la contestación.
—¡Cielos, qué despiadada eres! —musitó—. ¡Matarlos a todos! ¿No te has fijado en lo jóvenes que son algunos? —Sacudió la cabeza—. No, a fin de cuentas no soy un asesino múltiple, sino un escritor. Supongo que se me ocurrirá una solución menos cruenta.
Y volvió a empezar a escribir… y a tachar… y a reescribir, mientras en el exterior el sol se hundía cada vez más en el horizonte, hasta que sus rayos dotaron a las cumbres de las colinas de un nimbo dorado.
Cada vez que se acercaban pasos fuera, en el pasillo, Fenoglio escondía debajo de su colchón todo lo que había escrito, pero a nadie le interesaba lo que el anciano garabateaba con tanto afán en los folios, pues Basta estaba encerrado en la cripta.
Los centinelas que montaban guardia aburridos delante de su puerta recibieron frecuentes visitas aquella tarde. Es evidente que también los hombres de las demás bases de Capricornio habían acudido al pueblo para presenciar la ejecución. Meggie pegó la oreja a la puerta para intentar captar sus conversaciones: se reían mucho y sus voces sonaban excitadas. Todos se alegraban de lo que les esperaba. Ni uno solo parecía sentir compasión por Basta; al contrario, el hecho de que el antiguo favorito de Capricornio fuera a morir esa noche parecía aumentar el atractivo del espectáculo. También hablaban de ella, por supuesto. La llamaban la pequeña bruja, la aprendiz de maga, pero no todos parecían convencidos de sus poderes.
Respecto al verdugo de Basta, Meggie no se enteró de nada más, salvo lo que le había contado Fenoglio y algunas cosas que había retenido en la memoria cuando la Urraca la había obligado a leer. No era mucho, pero las voces que resonaban al otro lado de la puerta dejaban traslucir el miedo y el respetuoso horror que embargaba a todos al mencionar el nombre del innombrable. No todos conocían a la Sombra, sólo quienes, como Capricornio, procedían del libro de Fenoglio, pero era obvio que todos habían oído hablar de ella… y se la imaginaban con los colores más sombríos abalanzándose sobre los prisioneros. Respecto al modo exacto de matar a sus víctimas existían opiniones muy diversas, pero las sospechas que escuchó se tornaban más horrendas a medida que se aproximaba la noche. Meggie, incapaz de seguir escuchando, se sentó junto a la ventana tapándose los oídos con las manos.
Eran las seis —el reloj de la torre de la iglesia comenzaba a dar las campanadas— cuando Fenoglio soltó de pronto el bolígrafo y contempló con expresión satisfecha lo que había trasladado al papel.
—¡Ya lo tengo! —susurró—. Sí, así es. Así sucederá. Será maravilloso. —Y ardiendo de impaciencia indicó a Meggie que se acercase, colocando la hoja ante sus ojos.
—¡Lee! —cuchicheó dirigiendo una mirada nerviosa hacia la puerta.
Al otro lado, Nariz Chata se pavoneaba de haber envenenado las provisiones de aceite de oliva de un campesino.
—¿Eso es todo? —Meggie contempló con incredulidad la hoja escrita.
—¡Claro! Ya verás, no hace falta más. Sólo se necesitan las frases correctas. Pero ¡lee de una vez!
Meggie obedeció.
En el exterior los hombres reían y le costaba trabajo concentrarse en las frases de Fenoglio. Al final lo consiguió. Pero apenas había terminado la primera frase, se hizo un repentino silencio fuera y la voz de la Urraca resonó por el pasillo:
—Pero ¿qué es esto, una reunión de damiselas tomando café?
Fenoglio agarró a toda prisa la valiosa hoja y la deslizó debajo del colchón. Estaba alisando la colcha cuando la Urraca abrió la puerta de un empujón.
—Tu cena —le dijo a Meggie colocando un plato humeante sobre la mesa.
—¿Y qué hay de la mía? —preguntó Fenoglio con voz ronca.
El colchón había resbalado un poco cuando ocultó el papel debajo, y él se apoyaba contra el lecho para evitar que lo viera Mortola, pero por suerte ésta no se dignó mirarle. Lo consideraba un mentiroso, nada más, de eso Meggie estaba segura, y era muy posible que la irritara que Capricornio no coincidiera con ella en ese punto.
—¡Cómetelo todo! —ordenó a Meggie—. Y después cámbiate de ropa. Tus vestidos son horribles y además están mugrientos.
Hizo una seña a una criada que la acompañaba. Era una chica joven, cuatro o cinco años mayor que Meggie como mucho. No había duda de que los rumores sobre los supuestos poderes de brujería de Meggie también habían llegado a sus oídos. Portaba un vestido blanco como la nieve colgado del brazo, y evitó mirar a la niña cuando pasó a su lado para colgarlo en el armario.
—¡No quiero vestidos! —bufó Meggie a la Urraca—. Me pondré esto. —Y cogió de su cama el jersey de Mo, pero Mortola se lo arrancó de las manos.
—Tonterías. Capricornio pensará que te hemos metido en un saco. Él ha escogido este vestido para ti, y te lo pondrás. O lo haces tú misma o lo hacemos nosotras. En cuanto oscurezca, vendré a buscarte. Lávate y péinate, que pareces un gato callejero.
La chica volvió a pasar encogida junto a Meggie con cara de preocupación, como si temiera quemarse con el roce. La Urraca la empujó con impaciencia hasta el pasillo y la siguió.
—¡Cierra la puerta! —ordenó con tono rudo a Nariz Chata—. Y ordena a tus amigos que se marchen. Tú tienes que montar guardia.
Nariz Chata se acercó a la puerta despacio con expresión de tedio. Meggie vio cómo hacía una mueca a la Urraca a sus espaldas antes de cerrar la puerta de la estancia.
Después se acercó al vestido y acarició la inmaculada tela.
—¡Blanco! —murmuró—. No me gusta el blanco. La muerte tiene perros blancos. Mo me contó una historia sobre ellos.
—Oh, sí, los perros blancos con ojos rojos de la muerte. —Fenoglio se situó detrás de ella—. También los fantasmas son blancos y los antiguos dioses saciaban su sed de sangre con animales blancos, como si la inocencia les resultara exquisita. ¡Oh, no, no! —añadió deprisa al ver la mirada despavorida de Meggie—. No, créeme, Capricornio no pensaba en nada de eso cuando te envió el vestido, te lo aseguro. ¿Cómo va a conocer él semejantes historias? Blanco es también el color del principio y del final, y nosotros dos —bajó la voz—, tú y yo, nos encargaremos de que éste sea el fin de Capricornio y no el nuestro.
Con delicadeza condujo a Meggie junto a la mesa y la obligó a sentarse en la silla. El olor de carne asada llegó hasta la nariz de la niña.
—¿Qué carne es ésta? —preguntó ella.
—Parece ternera. ¿Por qué?
Meggie apartó el plato.
—No tengo hambre —murmuró.
Fenoglio la contempló, compasivo.
—¿Sabes, Meggie? —le dijo—, creo que lo próximo que haré será escribir una historia sobre ti, de cómo nos salvaste a todos con sólo tu voz. Seguramente sería la mar de emocionante…
—Pero ¿acabaría bien?
Meggie miró por la ventana. Dentro de una hora, dos a lo sumo, oscurecería. ¿Qué pasaría si también Mo acudía a la fiesta? ¿Si intentaba liberarla de nuevo? Porque él ignoraba lo que ella y Fenoglio se proponían. ¿Y si volvían a dispararle? ¿Si esa última noche daban en el blanco? Meggie cruzó los brazos sobre la mesa y se tapó la cara.
Notó cómo Fenoglio acariciaba sus cabellos.
—Todo saldrá bien, Meggie —musitó—. Créeme, mis historias siempre acaban bien. Cuando yo quiero.
—El vestido tiene unas mangas estrechísimas —apuntó la niña en voz baja—. ¿Cómo voy a sacar de ahí la hoja sin que lo note la Urraca?
—Yo la distraeré. Confía en mí.
—¿Y los demás? Todos me verán sacarla.
—Bobadas. Lo conseguirás. —Fenoglio le puso la mano bajo la barbilla—. ¡Todo saldrá bien, Meggie! —repitió mientras le limpiaba una lágrima de la mejilla con el índice—. No estás sola, aunque te lo parezca. Yo estoy contigo y Dedo Polvoriento deambulará por algún lugar de ahí fuera. Créeme, lo conozco y sé que vendrá, aunque sólo sea para ver el libro, acaso para recuperarlo… y además está tu padre… y ese chico que te miraba tan transido de amor en la plaza, cuando me encontré con Dedo Polvoriento.
—¡No digas eso! —Meggie le dio un codazo en la barriga, pero no pudo evitar reírse, a pesar de que las lágrimas seguían difuminándolo todo, la mesa, sus manos y el rostro arrugado de Fenoglio. Le parecía como si en las últimas semanas hubiera gastado todas las lágrimas de su vida.
—¿Por qué? Es un chico muy guapo. Yo no vacilaría en interceder en su favor ante tu padre.
—¡Que calles te digo!
—Sólo si comes algo. —Fenoglio volvió a colocarle el plato delante—. Y esa amiga vuestra… ¿cómo se llama?
—Elinor.
Meggie se introdujo una aceituna en la boca y la mordió hasta sentir el hueso entre los dientes.
—Justo. A lo mejor también está ahí fuera, con tu padre. Dios mío, bien mirado somos casi mayoría.
Meggie casi se atragantó con el hueso de aceituna. Fenoglio sonreía satisfecho de sí mismo. Cada vez que Mo conseguía hacerla reír, enarcaba las cejas y ponía cara de asombro, como si no acertase a comprender ni con su mejor voluntad de qué se reía su hija. Su rostro se dibujó con tal claridad ante sus ojos que Meggie estuvo a punto de alargar la mano para tocarlo.
—¡Pronto volverás a ver a tu padre! —le manifestó muy bajito Fenoglio—. Y entonces le contarás que has encontrado a tu madre y la has salvado de Capricornio. ¿Algo es algo, no?
Meggie se limitó a asentir.
La ropa le picaba en el cuello y en los brazos. No parecía el vestido de una niña, sino más bien el de una persona adulta, y a Meggie le estaba un poco grande. Al dar unos pasos con él puesto, se pisó el bajo. Aunque las mangas eran estrechas, logró deslizar dentro sin dificultad la hoja de papel, fina como el ala de una libélula. Lo intentó unas cuantas veces: meter, sacar. Al final la dejó dentro. Cuando movía las manos o levantaba el brazo, crujía un poco.
La luna pendía, pálida, sobre la torre de la iglesia. Cuando la Urraca regresó a buscar a Meggie, la noche exhibía su resplandor como un velo sobre el rostro.
—¡No te has peinado! —constató, enojada.
Esta vez la acompañaba otra criada, una mujer baja de cara colorada y manos enrojecidas que a todas luces no mostraba el menor temor a los poderes mágicos de Meggie. Pasó el peine por el pelo de la niña con tal tenacidad que casi la hizo gritar.
—¡Zapatos! —exclamó la Urraca cuando vio asomar los dedos de los pies desnudos por debajo del vestido—. ¿Es que nadie ha pensado en los zapatos?
—Bien podría ponerse ésos —la criada señaló unas deportivas desgastadas—. El vestido es bastante largo y no se le verán. Además, ¿las brujas no van siempre descalzas?
La Urraca le lanzó una mirada que le provocó un escalofrío.
—¡Exacto! —afirmó Fenoglio que había estado todo el rato observando con mirada burlona cómo ambas mujeres adecentaban a Meggie—. Siempre van descalzas. Y yo, ¿he de cambiarme también para tan señalada y festiva ocasión? ¿Qué se suele llevar en una ejecución como ésta? Supongo que me sentaré al lado de Capricornio, ¿no?
La Urraca adelantó el mentón. Era tan blando y pequeño que parecía proceder de un rostro distinto, más dulce.
—Tú puedes quedarte como estás —contestó mientras colocaba en el pelo de Meggie un prendedor cubierto de perlas—. Los prisioneros no necesitan cambiarse. —Sus sardónicas palabras destilaban veneno.
—¿Prisioneros? ¿Qué significa eso? —Fenoglio corrió un poco su silla hacia atrás.
—Sí, prisioneros. ¿Qué otra cosa sois si no? —La Urraca retrocedió para observar a Meggie—. Ya está —afirmó, tras apreciarla con la mirada—. Qué raro, con el pelo suelto me recuerda a alguien —Meggie agachó deprisa la cabeza, y antes de que la Urraca pudiera reflexionar con más detenimiento sobre esa observación, Fenoglio atrajo su atención.
—¡Yo no soy un prisionero corriente, señora mía, eso vamos a dejarlo bien claro de una vez! —exclamó escandalizado—. Sin mí, todo esto no existiría, incluyendo su persona, que no me resulta precisamente grata.
La Urraca proyectó sobre él una postrera mirada de desprecio y agarró el brazo de Meggie, por fortuna no aquél cuya manga ocultaba las preciadas frases de Fenoglio.
—El guardián vendrá a buscarte cuando llegue la hora —anunció mientras arrastraba a la niña hacia la puerta.
—¡Piensa en lo que te dijo tu padre! —gritó Fenoglio cuando Meggie estaba ya en el pasillo—. Las palabras no adquieren vida hasta que las saboreas en tu boca.
La Urraca propinó a Meggie un empujón en la espalda.
—¡Vamos, continúa! —ordenó cerrando la puerta tras ellas.