POR LOS PELOS

—No sé qué es —contestó Quinto, con tristeza—. En este momento no hay ningún peligro aquí. Pero se acerca… se acerca.

Richard Adams, La colina de Watership

Farid oyó pasos, justo cuando estaban preparando las antorchas.

Tenían que ser más robustas y grandes que las que Dedo Polvoriento empleaba en sus representaciones. Al fin y al cabo debían arder durante mucho tiempo. También había cortado el pelo a Lengua de Brujo a cepillo con la navaja que le había regalado Dedo Polvoriento. El corte alteraba un poco su aspecto. Farid le había enseñado asimismo con qué tierra tenía que frotarse la cara para que su tez pareciera más oscura. Esta vez nadie debía reconocerlos, nadie… De repente oyó pasos. Y voces: una despotricaba, la otra rió y gritó algo. Estaban todavía demasiado lejos para entender sus palabras.

Lengua de Brujo recogió a toda prisa las antorchas y Gwin lanzó una tarascada a los dedos de Farid cuando éste la embutió con rudeza en la mochila.

—¿Adónde, Farid, adonde? —susurró Lengua de Brujo.

—¡Sígueme! —el muchacho se echó la mochila al hombro y lo arrastró hacia los carbonizados restos del muro.

Trepó por las piedras ennegrecidas, allí donde una vez hubo una ventana, saltó a la hierba agostada situada detrás del muro y se agachó. La plancha de metal que arrastró a un lado estaba deformada por el fuego y tapizada de canastillo de oro. Sus diminutas flores ocultaban la chapa. Farid había descubierto la plancha al saltar sobre ella durante las largas horas que había pasado allí con Dedo Polvoriento, con el silencioso y siempre huraño Dedo Polvoriento. Había saltado del muro a la hierba para ahuyentar el silencio y el aburrimiento, y al hacerlo, había descubierto la oquedad bajo la plancha. Le llamó la atención que debajo sonase a hueco. Quizás aquel agujero subterráneo fuese en sus orígenes un lugar para guardar las provisiones que se echan a perder con facilidad, pero al menos una vez ya había servido también de escondrijo.

Lengua de Brujo retrocedió asustado al rozar el esqueleto en la oscuridad. Parecía demasiado pequeño para pertenecer a un adulto; yacía en aquella reducida estancia subterránea, acurrucado como si se hubiera tumbado a dormir. A lo mejor no le inspiraba miedo a Farid por la calma que emanaba. Si allí abajo había un espíritu —y eso lo creía a machamartillo—, sería una figura triste y pálida de la que no había por qué asustarse.

Estaban muy apretados cuando Farid volvió a correr la plancha sobre el agujero. Lengua de Brujo era grande, casi demasiado para aquel reducto, pero su cercanía resultaba tranquilizadora aunque su corazón latía casi tan deprisa como el de Farid. Mientras permanecían acurrucados tan juntos, el chico sentía los latidos mientras ambos aguzaban los oídos.

Las voces se aproximaron, pero se escuchaban confusas, la tierra las amortiguaba como si procedieran de otro mundo. En una ocasión, un pie pisó la chapa, y Farid clavó los dedos en el brazo de Lengua de Brujo. No volvió a soltarlo hasta que se hizo el silencio sobre sus cabezas. Transcurrió una eternidad hasta que confiaron en el silencio, un tiempo tan interminable que Farid volvió un par de veces la cabeza creyendo que el esqueleto se movía.

Cuando Lengua de Brujo levantó con cautela la chapa y atisbo fuera, los visitantes habían desaparecido. Los grillos cantaban incansables, y desde el muro carbonizado levantó el vuelo un pájaro asustado.

Se lo habían llevado todo, sus mantas, el jersey de Farid en el que se había introducido por la noche como un caracol en su concha, incluso las vendas manchadas de sangre que Lengua de Brujo había ceñido alrededor de su frente la noche que estuvieron a punto de matarlos a tiros.

—¿Qué importa? —dijo Lengua de Brujo cuando se encontraron junto a su hoguera apagada—. Esta noche no necesitaremos nuestras mantas. —Y después, pasándole la mano a Farid por sus negros cabellos, añadió—: ¿Qué haría yo sin ti, maestro en sigilos, cazador de conejos, descubridor de escondrijos?

Farid se miró los dedos de sus pies descalzos y sonrió.