DESPIERTOS EN PLENA NOCHE

Los criados también traían flores cada mediodía. Enormes ramos de flores de roble y de retama y de reina de los prados, las más bellas y finas que podían recoger en el bosque y en el campo.

Evangeline Walton, Las cuatro ramas de Mabinogi

Fuera ya había oscurecido, pero Fenoglio continuaba escribiendo. Bajo la mesa yacían las hojas arrugadas o rotas. Eran muchas más que las que apartaba a un lado con suma cautela, como si las letras corriesen peligro de resbalar por el papel. Cuando una de las criadas, una moza bajita y delgada, les trajo la cena, Fenoglio ocultó los folios debajo de la manta de la cama. Basta no se presentó aquella noche. A lo mejor estaba demasiado atareado escondiendo las notas mágicas de Fenoglio.

Meggie no se acostó hasta que en el exterior estuvo todo tan negro que las colinas se fundieron con el cielo. Dejó la ventana abierta.

—¡Buenas noches! —susurró en dirección a la oscuridad, como si su padre pudiera escucharla.

Después cogió su soldadito de plomo, subió a su cama y lo colocó junto a su almohada.

—Créeme, tú has tenido más suerte que Campanilla —le dijo en voz muy baja—. Ella está con Basta porque él cree que las hadas dan buena suerte y, ¿sabes una cosa?, si algún día salimos de aquí, te prometo que crearé una bailarina para ti igual a la de tu historia.

Él tampoco ahora comentó nada. Se limitaba a mirarla con tristeza, y después asintió con un ademán casi imperceptible. «¿Habrá perdido la voz? —se preguntó Meggie—, ¿o es que nunca ha podido hablar?». La verdad es que su boca parecía no haberse abierto jamás. «Si tuviera el libro —se decía—, podría volver a leerlo, o intentaría traer a la bailarina». Pero el libro se lo había confiscado la Urraca, junto con todos los demás.

El soldadito de plomo se apoyó contra la pared y cerró los ojos. «¡No, la bailarina le rompería el corazón!», pensó Meggie antes de quedarse dormida. Lo último que oyó fue el bolígrafo de Fenoglio deslizándose sobre el papel, de letra en letra, veloz como la lanzadera de un telar que va creando una imagen espléndida a partir de hilos negros…

Aquella noche Meggie no soñó con monstruos. Ni siquiera una araña pobló sus sueños. Estaba en su casa, eso lo sabía, aunque su cuarto era igual al de la casa de Elinor. También estaba Mo, y su madre. Sus facciones se parecían a las de Elinor, pero Meggie sabía que era la mujer que colgaba en la iglesia al lado de Dedo Polvoriento. En sueños se aprenden muchas cosas, sobre todo a desconfiar de tus propios ojos. Sabes las cosas sin más. Se disponía a sentarse al lado de su madre, en el viejo sofá situado entre las estanterías de Mo, cuando de pronto alguien susurró su nombre:

—¡Meggie!

Una y otra vez.

—¡Meggie!

Ella se negaba a oírlo, deseando que el sueño no tuviera fin, pero la voz siguió llamándola sin compasión. Meggie la conocía. Abrió los ojos a regañadientes.

Fenoglio estaba junto a su cama, los dedos negros de tinta, como la noche que se cernía fuera, más allá de la ventana abierta.

—¿Qué pasa? Quiero dormir.

Meggie le volvió la espalda. Quería recuperar su sueño. A lo mejor todavía seguía ahí, oculto detrás de sus párpados cerrados. A lo mejor aún conservaba una pizca de felicidad pegada a las pestañas, como polvo de oro. ¿Acaso en los cuentos los sueños no ocultaban a veces algo? El soldadito de plomo también dormía, la cabeza caída sobre el pecho.

—¡He terminado! —Fenoglio susurraba a pesar de que los tremebundos ronquidos del guardián penetraban a través de la puerta.

Sobre la mesa, a la luz trémula de la vela, se veía un delgado montón de hojas escritas.

Meggie se incorporó bostezando.

—Tenemos que intentarlo esta noche —musitó Fenoglio—. Hay que comprobar si es posible modificar los relatos con tu voz y mis palabras. Intentaremos devolver a tu soldadito a su mundo. —Cogió a toda prisa las páginas escritas y se las colocó en el regazo—. No es ventajoso probarlo con una historia que no ha salido de mi pluma, pero ¿qué le vamos a hacer? No tenemos nada que perder.

—¿Devolverlo a su mundo? ¡Me niego! —exclamó Meggie desilusionada—. Se morirá. El niño lo tira a la estufa y se funde. Y la bailarina se quema. De la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

—¡No, no! —Fenoglio golpeó, impaciente, las hojas que la niña tenía en el regazo—. He reescrito la historia y tiene un final feliz. Ésa era la idea de tu padre: ¡cambiar los relatos! A él sólo le interesaba traer de regreso a tu madre, reescribir Corazón de tinta para devolverla a su mundo. Pero si esa idea funcionase de verdad, Meggie, si se pudiera modificar una historia impresa añadiendo palabras, entonces tendríamos la posibilidad de cambiarlo todo: quién se va, quién viene, cómo termina, a quién hace feliz y a quién infeliz. ¿Lo entiendes? Es una simple prueba, Meggie. Pero si el soldadito de plomo desaparece, créeme, entonces también seremos capaces de cambiar Corazón de tinta. ¿Cómo? Eso aún he de pensarlo, pero ahora lee. ¡Por favor! —Fenoglio sacó la linterna de bolsillo de debajo de la almohada y la puso en la mano de Meggie.

Vacilante, ella dirigió el rayo de luz sobre la primera página cubierta de apretadas letras. De repente notó los labios resecos.

—¿De verdad que acaba bien? —se pasó la lengua por los labios y miró al soldadito de plomo dormido. Le pareció escuchar unos suaves ronquidos.

—Sí, sí, he escrito un final tan feliz que resulta empalagoso. —Fenoglio asintió, impaciente—. Acude con la bailarina a un palacio y allí viven felices hasta el fin de sus días… Nada de corazones derretidos, ni papel quemado, sólo pura felicidad amorosa.

—Tu letra es muy difícil de entender.

—¿De veras? ¡Si me he esforzado muchísimo!

—Pues no lo parece.

El anciano suspiró.

—Bueno —accedió Meggie—. Lo intentaré.

«¡Cada letra, cada una de ellas, es fundamental! —pensó Meggie—. Haz que resuenen, haz que tamborileen, haz que cuchicheen, y susurren, y rueden…». Y comenzó la lectura.

A la tercera frase el soldadito de plomo se enderezó, poniéndose más tieso que una vela. Meggie lo vio por el rabillo del ojo. Por un momento estuvo a punto de perder el hilo, se atascó en una palabra y volvió a leerla. Después ya no se atrevió a mirar de nuevo al soldadito… hasta que Fenoglio le puso la mano encima del brazo.

—¡Se ha ido! —susurró—. ¡Meggie, se ha ido!

Tenía razón. La cama estaba vacía.

Fenoglio oprimió su brazo con tal fuerza que le hizo daño.

—¡Eres de verdad una pequeña maga! —musitó—. Pero yo tampoco he estado mal, ¿no te parece? No, desde luego que no.

Contempló, admirado, sus dedos embadurnados de tinta. Después palmoteo y bailó por la estrecha habitación como un oso viejo. Cuando volvió a detenerse junto a la cama de Meggie, estaba casi sin aliento.

—Nosotros dos le daremos una desagradable sorpresa a Capricornio —dijo bajito, mientras una sonrisa anidaba en cada una de sus arrugas—. ¡Me pondré a trabajar ahora mismo! ¡Oh, sí! Recibirá lo que tanto ansía: tú le traerás leyendo a la Sombra. Pero su viejo amigo habrá cambiado, de eso me encargo yo. Yo, Fenoglio, el maestro de las palabras, el mago de la tinta, el brujo del papel. Yo he creado a Capricornio y lo borraré de la faz de la tierra como si nunca hubiera existido… lo que, he de reconocerlo, habría sido muchísimo mejor. ¡Pobre Capricornio! Le sucederá lo mismo que al mago que le hizo a su sobrino esa mujer de flores. Conoces el cuento, ¿verdad?

Meggie no apartaba la vista del lugar que había ocupado el soldadito de plomo. Lo echaba de menos.

—No —murmuró—. ¿Qué mujer de flores?

—Es una historia muy antigua. Te contaré la versión abreviada. La larga es más bonita, pero pronto amanecerá. Bueno… Érase una vez un mago llamado Gwydion que tenía un sobrino al que quería más que a nada en el mundo, pero su madre había echado una maldición al chico.

—¿Por qué?

—Eso nos llevaría demasiado lejos. El caso es que lo había maldecido. En cuanto tocase a una mujer, moriría. Al mago aquello le partió el corazón. ¿Por qué su sobrino predilecto tenía que estar condenado para siempre a la soledad más desoladora? No. ¿Qué clase de mago sería él? Se encerró, pues, durante tres días y tres noches en su laboratorio y creó una mujer de flores, con reina de los prados, con retama y con flores de roble para ser exactos. Nunca había existido una mujer más hermosa, y el sobrino de Gwydion se enamoró de ella en el acto. Pero Blodeuwedd, que así se llamaba, fue su perdición. Se enamoró de otro y juntos asesinaron al sobrino del mago.

—¡Blodeuwedd! —Meggie saboreó el nombre como si fuese una fruta exótica—. Qué triste. ¿Y qué le sucedió a ella? ¿También la mató el mago como castigo?

—No. Gwydion la transformó en un búho, y desde entonces el canto de los búhos suena como el llanto de las mujeres hasta el día de la fecha.

—¡Qué bonito! Qué triste y qué bonito —musitó Meggie. ¿Por qué las historias tristes eran siempre tan bonitas? En la vida real era diferente—. Bueno, ahora conozco la historia de la mujer de flores —comentó—. Pero ¿qué tiene que ver eso con Capricornio?

—Bueno, Blodeuwedd no hizo lo que se esperaba de ella. Y así obraremos nosotros: tu voz y mis palabras, unas palabras hermosas y nuevecitas, se encargarán de que la Sombra de Capricornio no haga lo que se espera de ella.

Fenoglio parecía tan satisfecho como una tortuga que ha encontrado una hoja fresca de lechuga y, encima, en un lugar por completo inesperado.

—¿Y qué va a hacer exactamente?

Fenoglio frunció el ceño. Su satisfacción se había esfumado.

—Estoy trabajando en eso todavía —dijo irritado dándose golpecitos en la frente—. Justo aquí. Y requiere tiempo.

Fuera se alzaron voces masculinas. Procedían del otro lado del muro. Meggie saltó fuera de la cama a toda velocidad y corrió hacia la ventana abierta. Oyó pasos presurosos, de alguien que tropezaba y huía… y después tiros. Se asomó tanto a la ventana que estuvo a punto de caerse, pero, como es lógico, no logró ver nada. El ruido parecía provenir de la plaza de la iglesia.

—¡Eh, eh, ten cuidado! —cuchicheó Fenoglio sujetándola por los hombros.

Se escucharon más tiros. Los hombres de Capricornio se gritaban algo unos a otros. Sus voces sonaban furiosas, excitadas. ¿Por qué no podía entender sus palabras? Miró a Fenoglio muerta de miedo. A lo mejor él había entendido algo de todo ese griterío, alguna palabra, algún nombre…

—Sé lo que estás pensando, pero seguro que no era tu padre —la tranquilizó—. No está tan loco como para introducirse de noche en la guarida de Capricornio —la apartó con suavidad de la ventana.

Las voces se extinguieron y la noche volvió a quedar en calma, como si nada hubiera sucedido.

Meggie trepó de nuevo a su litera con el corazón palpitante. Fenoglio la ayudó.

—¡Haz que mate a Capricornio! —susurró—. ¡Haz que la Sombra lo mate! —Ella misma se asustó de sus palabras.

Pero no las retiró.

Fenoglio se frotó la frente.

—Sí, creo que tendré que hacerlo —murmuró.

Meggie cogió el jersey de su padre y lo apretó contra ella. En algún lugar de la casa se oyeron portazos y pisadas aproximándose. Después volvió a reinar el silencio. Un silencio amenazador. «Un silencio sepulcral», pensó Meggie. Esa frase ya no se le iba de la cabeza.

—¿Qué ocurrirá si la Sombra tampoco te obedece a ti? —preguntó—. Como en el cuento de la mujer de flores. ¿Qué pasará entonces?

—Es preferible no pensarlo —contestó Fenoglio muy despacio.