—¡Mira! —volvió a exclamar—. ¡Escupo en el suelo y maldigo a ese hombre! Negra será su caída. Si ves al amo, dile lo que me has oído; dile que con ésta son ya mil doscientas diecinueve las veces que Jennet Clouston le maldice a él y a su casa, a sus establos y cuadras, hombres y huéspedes, amo y esposa, hijos e hijas… ¡Negra, negra será su caída!
Robert L. Stevenson, Secuestrado
Fenoglio sólo precisó un par de frases para convencer al centinela apostado delante de la puerta de que necesitaba hablar inmediatamente con Basta. El anciano era un mentiroso redomado. Urdía historias de la nada a mayor velocidad que una araña su red.
—¿Qué deseas, viejo? —preguntó Basta cuando apareció en el umbral; traía consigo el soldadito de plomo—. ¡Aquí tienes, pequeña bruja! —le dijo al entregárselo—. Yo lo habría tirado al fuego, pero ya nadie me hace caso.
El soldadito de plomo se estremeció al oír la palabra «fuego», su bigotito se erizó y sus ojos miraron con tal desesperación que Meggie se conmovió. Cuando lo encerró con gesto protector entre sus manos, creyó escuchar los latidos de su corazón. Recordó el final de su historia: A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe; cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo.
—Sí, yo opino lo mismo, ¡ya nadie te hace caso! —Fenoglio contempló a Basta compasivo, como un padre a su hijo… y en cierto modo lo era—. Justo por esa razón deseaba hablar contigo —bajó la voz con aire de conspirador—. Te ofrezco un trato.
—¿Un trato? —Basta lo miró con una mezcla de miedo y orgullo.
—Sí, un trato —repitió Fenoglio en voz baja—. ¡Me aburro! Soy un escritorzuelo, como certeramente me calificaste, necesito papel para vivir igual que otros necesitan pan y vino o cualquier otra cosa. Tráeme papel, Basta, y te ayudaré a recuperar las llaves. Ya sabes, las que la Urraca te ha arrebatado.
Basta sacó su navaja. La abrió de golpe y el soldadito de plomo comenzó a temblar tanto que la bayoneta se le escurrió de sus diminutas manos.
—Explícate —le espetó Basta mientras se limpiaba las uñas con la punta de la navaja.
Fenoglio se inclinó hacia él.
—Te escribiré un pequeño sortilegio dañino. Uno que obligue a Mortola a guardar cama durante semanas y te dé tiempo a demostrarle a Capricornio que eres el auténtico dueño y señor de las llaves. Por supuesto, un embrujo de éstos no surte efecto enseguida, sino que necesita tiempo, pero créeme, una vez que actúa… —Fenoglio enarcó las cejas en un gesto sugerente.
Basta, sin embargo, arrugó la nariz, desdeñoso.
—Ya lo he intentado con arañas, con perejil y con sal. No hay quien pueda con la vieja.
—¡Perejil y arañas! —Fenoglio soltó una risita—. Eres tonto, Basta. No estoy hablando de magia para niños, sino de letras. Nada es más poderoso que las letras, tanto para bien como para mal, créeme. —Fenoglio bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. ¡También a ti te creé con letras, Basta! ¡A ti y a Capricornio!
Basta retrocedió. El odio es hermano del miedo y Meggie vio ambos sentimientos reflejados en el rostro de Basta. Pero aún captó algo más: creía al anciano. Creía cada una de sus palabras.
—¡Eres un hechicero! —balbució—. Tú y la niña. Habría que quemaros a los dos, igual que a esos malditos libros, y de paso, también a su padre. —Y escupió deprisa tres veces a los pies del anciano.
—Bah. ¿De qué te sirve escupir contra el mal de ojo? —se burló Fenoglio—. Lo de quemarnos no es una idea muy innovadora, pero tú nunca has sido muy amigo de las innovaciones. En fin, ¿cerramos el trato?
Basta miraba fijamente el soldadito de plomo hasta que Meggie lo ocultó detrás de la espalda.
—¡De acuerdo! —gruñó—. Pero revisaré todos los días lo que hayas garabateado, ¿entendido?
«¿Y cómo piensas hacerlo? —pensó Meggie—. Si no sabes leer…». Basta la miró como si hubiera adivinado sus pensamientos.
—Conozco a una de las criadas —contestó—. Ella me lo leerá, de manera que nada de trucos, ¿entendido?
—Seguro —Fenoglio asintió con energía—. Ah, sí, tampoco me vendría mal un bolígrafo. Negro, a ser posible.
Basta trajo el bolígrafo y un montón de folios blancos. Fenoglio se sentó a la mesa con expresión trascendente, colocó delante la primera hoja, la dobló y luego la partió en nueve trozos. En cada uno de ellos escribió cinco letras, llenas de florituras y casi ilegibles, pero siempre las mismas. Acto seguido dobló con pulcritud las notitas, escupió sobre cada una de ellas y se las entregó a Basta, explicándole dónde tenía que esconderlas.
—Tres de ellas donde duerme, tres donde come y tres donde trabaja. Y sólo así, tras tres días y tres noches, surtirán el efecto deseado. Pero si la condenada llegase a encontrar una de las notas, el sortilegio se volvería contra ti.
—¿Qué quieres decir? —Basta miraba las notas de Fenoglio como si fuesen portadoras de la peste.
—¡Pues que has de esconderlas donde no las encuentre! —respondió Fenoglio mientras lo conducía hacia la puerta.
—Como no surta efecto, viejo —gruñó Basta antes de cerrar la puerta a sus espaldas—, adornaré tu cara igual que la de dedo sucio —y dicho esto se marchó.
Fenoglio se apoyó contra la puerta sonriendo satisfecho.
—¡Pero no dará resultado! —cuchicheó Meggie.
—Bueno, ¿y qué? Tres días es mucho tiempo —contestó Fenoglio sentándose de nuevo a la mesa—. Espero que no los necesitemos. A fin de cuentas queremos impedir una ejecución mañana por la noche, ¿no?
El resto del día se lo pasó mirando al infinito o escribiendo como un poseso. Llenaba cada vez más folios blancos con su letra grande, consumido por la impaciencia.
Meggie no lo molestó. Sentada junto a la ventana con su soldadito de plomo, se limitó a mirar las colinas preguntándose en qué lugar de esa maleza de hojas y ramas se ocultaba su padre. El soldadito de plomo estaba a su lado, una pierna estirada hacia delante, contemplando con ojos asustados ese mundo que desconocía por completo. A lo mejor pensaba en la bailarina de papel de la que había estado tan enamorado, o tenía la mente en blanco. No pronunció palabra.