FARID

Porque aquellos ladrones solían acechar en los caminos y vagar por los pueblos y ciudades atormentando a sus habitantes. Y en cuanto habían saqueado una caravana o asaltado un pueblo, trasladaban su botín a aquel lugar apartado y oculto que estaba lejos de las miradas de los hombres.

Alí Babá y los cuarenta ladrones

Farid contempló, absorto, las tinieblas hasta que le dolieron los ojos, pero Dedo Polvoriento no regresaba. A veces, Farid creía percibir su rostro surcado por las cicatrices entre las ramas bajas. Otras le parecía oír sus pasos sigilosos por las hojas secas, pero siempre se equivocaba. Farid estaba acostumbrado a acechar en la oscuridad. Había pasado así muchas noches interminables, y de ese modo había aprendido a dar más crédito a sus oídos que a sus ojos. Antaño, en la otra vida, cuando el mundo a su alrededor no era verde, sino amarillo y marrón, sus ojos le habían dejado alguna que otra vez en la estacada, pero siempre había confiado en sus oídos.

No obstante, aquella noche, la más larga de todas las noches, Farid acechaba en vano. Dedo Polvoriento no regresaba. Cuando alboreaba sobre las colinas, Farid se acercó a los dos prisioneros, les dio agua, unos mendrugos de pan seco y unas aceitunas.

—¡Vamos, Farid, desátanos! —le rogó Lengua de Brujo cuando le introducía el pan entre los labios—. Dedo Polvoriento debería haber regresado hace mucho, y tú lo sabes.

Farid callaba. Sus oídos amaban la voz de Lengua de Brujo. Era la voz que lo había arrancado de su otra vida mísera, pero amaba más a Dedo Polvoriento, sin saber por qué… y Dedo Polvoriento le había encargado que vigilase a los prisioneros. Nada le había dicho de soltarlos.

—Escúchame, eres un chico inteligente —le dijo la mujer—. Así que utiliza la cabeza, ¿de acuerdo? ¿Quieres quedarte aquí sentado hasta que vengan los hombres de Capricornio y nos encuentren? Daremos un bonito espectáculo: un chico vigilando a dos personas atadas que no pueden mover ni un dedo para ayudarle. Se partirán de risa.

¿Cómo se llamaba? Elinor. Farid tenía dificultades para articular su nombre. Le pesaba en la lengua como si fuese de plomo. Le parecía el de una maga de un lugar remoto, muy remoto. Esa mujer le resultaba inquietante, lo miraba como un hombre, sin vergüenza, sin miedo, y su voz podía subir de tono y tornarse furiosa como la de un león…

—¡Tenemos que bajar al pueblo, Farid! —decía Lengua de Brujo—. Tenemos que averiguar el destino que ha corrido Dedo Polvoriento… y el paradero de mi hija.

Ah, claro, la niña… la niña de los ojos claros, esos pequeños trozos de cielo caídos y encerrados entre unas pestañas oscuras. Farid hurgaba en la tierra con un palo. Una hormiga pasó junto a los dedos de sus pies transportando una miga de pan más grande que ella misma.

—A lo mejor no nos entiende —aventuró Elinor.

Farid levantó la cabeza y le lanzó una mirada furibunda.

—¡Lo entiendo todo!

Lo había entendido desde el primer momento. Daba la impresión de que jamás había escuchado otro idioma. No pudo evitar pensar en la iglesia rojiza. Dedo Polvoriento le había explicado que había sido una iglesia. Farid nunca había visto antes un edificio semejante. También se acordaba del hombre de la navaja. En su antigua vida había visto muchos hombres similares. Les encantaban sus navajas y cometían atrocidades con ellas.

—Si te desato, te irás. —Farid miró inseguro a Lengua de Brujo.

—De ninguna manera. ¿Piensas acaso que voy a dejar a mi hija ahí abajo? ¿Con Basta y Capricornio?

Basta y Capricornio. Sí, así se llamaban. El hombre de la navaja y el hombre de los ojos pálidos como el agua. Un ladrón y un asesino… Farid lo sabía todo sobre él. Dedo Polvoriento le había referido muchas cosas cuando se sentaban de noche junto al fuego. Habían intercambiado historias tenebrosas, a pesar de que ambos añoraban las luminosas.

Ahora la suya se tornaba más lóbrega cada día.

—Es mejor que vaya solo. —Farid clavó tan fuerte el palo en la tierra que se partió—. Estoy acostumbrado a deslizarme por pueblos extraños, por palacios, por casas ajenas… era mi tarea, antes. Tú ya lo sabes.

Lengua de Brujo asintió.

—Siempre me enviaban a mí —prosiguió Farid—. ¿Quién teme a un chico delgado? Podía fisgonear por todas partes sin levantar sospechas. Cuándo cambiaban las guardias. Cuál era el mejor camino para huir. Dónde vivía el hombre más rico del lugar. Si todo iba bien, me entregaban suficiente comida. Si las cosas se torcían, me apaleaban como a un perro.

—¿Quiénes? —preguntó Elinor.

—Los ladrones —respondió Farid.

Los dos adultos callaron. Dedo Polvoriento aún no había regresado. Farid miraba hacia el pueblo, observando cómo los primeros rayos del sol se proyectaban sobre los tejados.

—Bien. Quizá tengas razón —aventuró Lengua de Brujo—. Baja solo y averigua lo que necesitamos saber, pero antes suéltanos. Sólo así podremos ayudarte si ellos te atrapan. Además, tampoco me gustaría estar aquí sentado y atado cuando pase reptando la primera serpiente.

La mujer miró en torno suyo aterrorizada, como si ya estuviera oyendo crujidos entre las hojas secas. Farid, sin embargo, observaba pensativo el rostro de Lengua de Brujo, intentando averiguar si sus ojos también confiaban en él. Sus oídos lo hacían de todos modos. Al final, se levantó sin decir palabra, sacó del cinto la navaja que le había regalado Dedo Polvoriento y liberó a ambos.

—¡Ay, Dios mío, no me volveré a dejar atar en los días de mi vida! —exclamó Elinor mientras se frotaba brazos y piernas—. Noto el cuerpo insensible como si me hubiera convertido en una muñeca de trapo. ¿Qué tal te encuentras tú, Mortimer? ¿Todavía sientes tus pies?

Farid la miraba con curiosidad.

—Tú… no pareces su mujer. ¿Eres su madre? —preguntó señalando con la cabeza a Lengua de Brujo.

A Elinor le salieron más manchas que a una seta matamoscas.

—¡Por todos los santos, claro que no! ¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Tan vieja me crees? —Contempló su propio cuerpo y asintió—. Sí, seguramente. A pesar de todo, no soy su madre. Ni tampoco la de Meggie, por si se te ocurre insinuarlo. Todos mis hijos eran de papel y tinta, y ese de ahí —señaló el lugar donde, a través de los árboles, relucían los tejados del pueblo de Capricornio— ha mandado asesinar a muchos de ellos. Lo lamentará, te lo aseguro.

Farid la miró, dubitativo. No le cabía en la cabeza que Capricornio se asustara de una mujer, y menos aún de una que se quedaba sin aliento al ascender por una ladera y a la que le aterrorizaban las serpientes. No, si al hombre de los ojos pálidos le asustaba algo, debía de ser lo que asusta a la mayoría… la muerte. Elinor no tenía pinta de saber una palabra del oficio de matar. Y Lengua de Brujo tampoco.

—La chica… ¿Dónde está su madre? —le preguntó Farid titubeando.

Lengua de Brujo se acercó a la hoguera apagada y cogió un pedazo de pan tirado entre las piedras ennegrecidas por el hollín.

—Se marchó hace mucho tiempo —informó—. Meggie contaba apenas tres años. ¿Y la tuya?

Farid se encogió de hombros y alzó la vista hacia el cielo. Estaba tan azul como si la noche jamás hubiera existido.

—Ahora es preferible que me vaya —anunció mientras volvía a envainar el cuchillo y cogía la mochila de Dedo Polvoriento.

Gwin dormía a pocos pasos, enroscada entre las raíces de un árbol. Farid cogió al animal y lo introdujo en la mochila. La marta protestó adormilada, pero Farid le rascó la cabeza y cerró la mochila.

—¿Por qué te llevas a la marta? —preguntó Elinor asombrada—. Su mal olor te delatará.

—Podría serme útil —respondió Farid, deslizando dentro de la mochila la punta del espeso rabo de Gwin—. Es lista. Más inteligente que un perro y por supuesto que un camello. Entiende lo que se le dice y a lo mejor encuentra a Dedo Polvoriento.

—Farid —Lengua de Brujo rebuscó en sus bolsillos hasta que extrajo un trozo de papel—. No sé si podrás averiguar dónde tienen presa a Meggie —dijo mientras garabateaba deprisa con un lápiz—, pero si es posible, ¿podrías encargarte de que reciba esta nota?

Farid cogió el trozo de papel y lo miró.

—¿Qué pone? —preguntó.

Elinor lo tomó entre sus dedos.

—Demonios, Mortimer, ¿qué significa esto? —preguntó.

Lengua de Brujo sonrió.

—Meggie y yo nos hemos intercambiado a menudo mensajes secretos con esta escritura, ella domina este arte mucho mejor que yo. ¿No la reconoces? Procede de un libro. He escrito: «Estamos muy cerca. No te preocupes. Iremos pronto a buscarte. Mo, Elinor y Farid». Meggie leerá el recado, pero nadie más.

—¡Ajajá! —murmuró Elinor mientras devolvía la nota a Farid—. Muy bien, si cae en manos equivocadas es mejor así, porque igual resulta que alguno de esos incendiarios sabe leer.

Farid dobló la nota hasta reducirla al tamaño de una moneda y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

—Regresaré cuando el sol esté encima de esa colina —informó—. De lo contrario…

—… iré yo a buscarte —concluyó Lengua de Brujo.

—Y yo también, por supuesto —añadió Elinor.

A Farid no le pareció buena idea, pero se calló.

Tomó el mismo camino que Dedo Polvoriento cuando desapareció la noche anterior, como si lo hubieran engullido los espíritus que acechan en la oscuridad.