—¿Y tú? —quiso saber Lobosch—. Tú, Krabat, ¿no tienes miedo?
—Más de lo que imaginas —respondió Krabat—. Y no sólo por mí.
Otfried Preussler, Krabat
Meggie cruzó con Basta la plaza de la iglesia con su propia sombra pisándole los talones como un espíritu de mal agüero. La luz chillona de los reflectores convertía la luna en un farolillo veneciano que ha cumplido con creces su tiempo de servicio.
En el interior de la iglesia no había ni la mitad de luz. La lívida estatua de Capricornio miraba hacia abajo desde las tinieblas, casi tragada por las sombras, y entre las columnas reinaba una oscuridad total, como si la noche se hubiera refugiado allí huyendo de los reflectores. Sobre el asiento de Capricornio colgaba una lámpara solitaria. Él se reclinaba aburrido en su sillón, vestido con una bata de seda que brillaba como el plumaje de un pavo. También en esta ocasión estaba la Urraca tras él, aunque a la escasa luz apenas se percibían sus facciones pálidas y su vestido negro. En uno de los bidones situados al pie de la escalinata ardía un fuego. El humo hizo que a Meggie le escocieran los ojos, y la luz convulsa que arrojaban las llamas bailoteaba en las paredes y columnas como si la iglesia entera fuese pasto de las llamas.
—¡Colocad el trapo ante la ventana de sus hijos como última advertencia! —La voz de Capricornio llegó a oídos de Meggie a pesar de que no hablaba alto—. Empapadlo en gasolina hasta que gotee —ordenó a Cockerell que estaba con otros dos hombres al pie de la escalera—. Cuando el olor hiera la nariz de ese majadero por la mañana, a lo mejor comprende de una vez que se me ha agotado la paciencia.
Cockerell aceptó la orden con una inclinación de cabeza, giró sobre sus talones e hizo señas a los otros dos para que le siguieran. Sus rostros estaban ennegrecidos por el hollín y los tres llevaban una pluma roja de gallo en el ojal.
—Ah, la hija de Lengua de Brujo —gruñó con sorna Cockerell al pasar cojeando por delante de Meggie—. Así que tu padre todavía no ha venido a buscarte, ¿eh? No parece que su añoranza sea muy grande que digamos.
Los otros dos rieron, y Meggie no pudo evitar que la sangre se agolpara en su rostro.
—¡Bueno, por fin! —exclamó Capricornio cuando Basta se detuvo con la niña ante la escalinata—. ¿Por qué habéis tardado tanto?
En el rostro de la Urraca se dibujó algo parecido a una sonrisa. Había adelantado un poco el labio inferior, lo que otorgaba a su rostro enjuto una expresión de enorme satisfacción. Esa satisfacción inquietaba a Meggie mucho más que la expresión sombría que solía exhibir la madre de Capricornio.
—El guardián no encontraba la llave —respondió Basta irritado—. Y después encima tuve que capturar esto.
Al levantar la chaqueta, el hada volvió a agitarse. Sus intentos desesperados por liberarse abombaban la tela.
—¿Y eso qué es? —La voz de Capricornio sonaba impaciente—. ¿Acaso te dedicas ahora a capturar murciélagos?
Basta apretó los labios enojado, pero se contuvo. Sin decir palabra introdujo la mano debajo de la tela negra y con un juramento ahogado sacó al hada.
—¡Que el diablo se lleve a estas criaturas voladoras! —renegó—. Había olvidado por completo sus poderosos mordiscos.
Campanilla aleteaba desesperada con un ala, pues Basta la sujetaba con los dedos de la otra. Meggie no era capaz de mirar. Le avergonzaba lo indecible haber sacado de su libro a ese ser diminuto y frágil.
Capricornio observó al hada con expresión de hastío.
—¿De dónde ha salido ésa? ¿Y de qué variedad es? Nunca había visto a ninguna con esas alas.
Basta se sacó el libro de Peter Pan del cinturón y lo depositó sobre los peldaños.
—Creo que procede de aquí —explicó—. Mira el dibujo de la tapa, dentro también hay imágenes suyas. Y ahora, adivina quién la ha sacado leyendo.
Y mientras colocaba una mano sobre el hombro de Meggie, apretó tan fuerte a Campanilla con la otra que el hada boqueó intentando respirar. Intentó sacudirse sus dedos, pero Basta la agarró con más fuerza todavía.
—¿La pequeña? —La voz de Capricornio revelaba incredulidad.
—Sí, y por lo visto es tan buena como su padre. ¡Fíjate en esta hada! —Basta agarró a Campanilla por sus delgadas piernas y la levantó en el aire—. Parece perfecta, ¿no crees? Es capaz de volar, de despotricar y de tintinear, en fin, de todo lo que saben hacer estas estúpidas criaturas.
—Interesante, sí señor, muy interesante.
Capricornio se levantó de su sillón, se ciñó más fuerte el cinturón de su bata y descendió por las escaleras hasta detenerse junto al libro que Basta había dejado sobre los peldaños.
—Así que es cosa de familia —murmuró mientras se agachaba para coger el libro. Examinó la tapa con el ceño fruncido—. Peter Pan —leyó—. Pero si éste es uno de los libros que más estimaba mi antiguo lector. Sí, lo recuerdo, me lo leyó una vez. Tenía que sacar para mí a uno de esos piratas, pero le salió fatal. Peces apestosos es lo que trajo a mi dormitorio y… un gancho de abordaje oxidado. ¿No le obligamos a comerse los peces como castigo?
Basta se echó a reír.
—Sí, pero lamentó mucho más que tú ordenases quitarle los libros. Éste debió de esconderlo.
—Sí, seguramente.
Capricornio se acercó a Meggie con expresión meditabunda. A ella le habría encantado morderle los dedos cuando le colocó la mano bajo la barbilla y le giró la cara obligándola a contemplar sus pálidos ojos.
—¿Te fijas en cómo me mira, Basta? —inquirió sarcástico—. Tan testaruda como siempre, igual que su padre. Sería mejor que reservaras esa mirada para él, pequeña. Seguro que estás muy furiosa con tu padre, ¿verdad? Bueno, de ahora en adelante su paradero me importará un bledo. Desde hoy te tengo a ti. Serás mi nueva lectora porque tienes un talento formidable, pero tú… tú tienes que odiarle por haberte dejado en la estacada, ¿a que sí? No te avergüences de ello. El odio puede dar alas. Yo tampoco quise nunca a mi padre.
Cuando Capricornio le soltó por fin la barbilla, Meggie giró la cabeza. Su rostro ardía de vergüenza y de rabia. Aún sentía sus dedos en la piel como una mancha.
—¿Te ha contado Basta la razón por la que te ha traído aquí a una hora tan intempestiva?
—Al parecer tengo que encontrarme con alguien.
Meggie intentó que su voz sonara firme y serena, pero no lo consiguió. El sollozo que pugnaba por salir de sus labios se convirtió en un susurro.
—¡Cierto!
Capricornio hizo una seña a la Urraca. Con una inclinación de cabeza, ésta bajó las escaleras y desapareció en la oscuridad, detrás de las columnas. Poco después sonó un crujido por encima de la cabeza de Meggie, y cuando ésta, asustada, alzó la vista hacia el techo, vio descender algo de la oscuridad: una red, no, dos redes, como las que había visto en las barcas de pesca, quedaron colgando a unos cinco metros del suelo, justo por encima de Meggie. En ese momento se dio cuenta de que había personas dentro de las toscas mallas, igual que pájaros atrapados en las redes de un árbol frutal. Meggie se mareaba al mirar hacia lo alto, así que ¿cómo se sentirían los que se bamboleaban allí arriba, sujetos sólo por un par de cabos?
—Bueno, qué, ¿reconoces a tu viejo amigo? —Capricornio hundió las manos en los bolsillos de su bata.
Basta seguía sujetando con sus dedos a Campanilla, como si fuera una muñequita rota. El único sonido que se oía era su vacilante tintineo.
—¡Sí! —Era imposible pasar por alto la satisfacción que rezumaba la voz de Capricornio—. Esto es lo que les sucede a los sucios traidores que roban llaves y liberan prisioneros.
Meggie no se dignó mirarle siquiera. Sólo tenía ojos para Dedo Polvoriento. Porque se trataba de Dedo Polvoriento.
—Hola, Meggie —le gritó él desde arriba—. Estás muy pálida.
Se notaba su tremendo esfuerzo por aparentar despreocupación, pero Meggie percibió el miedo en su voz. Ella era una experta en voces.
—Tu padre te envía muchos saludos. Me ha encargado que te diga que vendrá muy pronto a buscarte. Y no lo hará solo.
—¡Si sigues así, comefuego, acabarás convirtiéndote en un verdadero narrador de cuentos! —le gritó Basta—. Pero esa historia ni siquiera la pequeña se la tragará. Tienes que inventar algo mejor.
Meggie miraba a Dedo Polvoriento de hito en hito. Deseaba tanto creerle…
—Eh, Basta, suelta de una vez a la pobre hada —gritó a su viejo enemigo—. Mándamela aquí arriba, que llevo demasiado tiempo sin ver ninguna.
—¡Qué más quisieras! No, ésta me la quedo —respondió Basta tocando con un dedo la diminuta nariz de Campanilla—. He oído decir que las hadas mantienen lejos la desgracia si las colocas en tu habitación. A lo mejor la meto en una de esas botellas de vino grandes. Tú siempre has sido un gran amigo de las hadas. ¿Qué diablos comen? ¿Moscas?
Campanilla empujaba con los brazos sus dedos y, desesperada, intentaba liberar su otra ala. Lo consiguió, pero Basta seguía sujetándola por las piernas y, por más que aleteaba, no conseguía liberarse. Al final renunció con un pequeño tintineo. Apenas lucía más que una vela a punto de consumirse.
—¿Sabes por qué he mandado traer a la niña, Dedo Polvoriento? —gritó Capricornio a su prisionero—. Ella tenía que convencerte de que nos contaras algo sobre su padre y su paradero… suponiendo que sepas algo al respecto, cosa que dudo. Pero ahora ya no necesito esa información. La hija ocupará el lugar del padre. Ha llegado justo en el momento oportuno. Para castigarte se nos ha ocurrido algo muy especial. ¡Algo impresionante, inolvidable! Al fin y al cabo es lo que merece un traidor, ¿no crees? ¿Adivinas ya dónde quiero ir a parar? ¿No? Entonces, deja que te eche una mano. Mi nueva lectora nos leerá en tu honor Corazón de tinta. A fin de cuentas es tu libro favorito, aunque por supuesto no se puede afirmar que te gustará el ser que ella ha de traer a este mundo. Su padre me habría traído hace mucho tiempo a ese viejo amigo si tú no le hubieras ayudado a escapar, pero su hija se encargará ahora de esa tarea. ¿Te imaginas a qué amigo me refiero?
Dedo Polvoriento apoyó contra la red su mejilla surcada por las cicatrices.
—Oh, sí. Es inolvidable para mí —dijo en voz tan baja que Meggie a duras penas logró entenderle.
—¿Qué hacéis hablando del castigo del escupefuego? —la Urraca había vuelto a surgir de entre las columnas—. ¿Acaso os habéis olvidado de nuestra muda palomita Resa? Su traición ha sido por lo menos tan grave como la de él —y alzó una mirada rebosante de desprecio hacia la segunda red.
—¡Claro, claro, por supuesto! —La voz de Capricornio sonaba apesadumbrada—. Es un derroche, pero inevitable.
Meggie no pudo distinguir el rostro de la mujer que se bamboleaba en la segunda red detrás de Dedo Polvoriento. Sólo vio el pelo rubio oscuro, un vestido azul y unas manos delgadas que se aferraban a las cuerdas.
Capricornio exhaló un profundo suspiro.
—¡Ay, es una auténtica vergüenza! —dijo dirigiéndose a Dedo Polvoriento—. ¿Por qué tuviste que escogerla precisamente a ella? ¿No pudiste haber convencido a cualquier otra de que espiase para ti? Desde que Darius, ese tarugo, la trajo leyendo a este mundo, sentía auténtica debilidad por ella. Nunca me importó que eso le costara la voz. No, de veras que no. Supuse, tonto de mí, que por esa razón podía depositar toda mi confianza en ella. ¿Sabías que antes su pelo era como hilos de oro?
—Sí, lo recuerdo —respondió Dedo Polvoriento con voz ronca—. Pero se ha oscurecido en tu presencia.
—¡Idioteces! —Capricornio, irritado, frunció el ceño—. A lo mejor debíamos probar con polvo de hada. Espolvoreando polvo de hada por encima dicen que hasta el latón parece oro. ¿Funcionará también con el pelo de las mujeres?
—No merece la pena intentarlo —dijo la Urraca con tono burlón—. A no ser que quieras que esté bellísima el día de su ejecución.
—Bah. —De pronto Capricornio dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.
Meggie apenas se fijó. Miraba hacia arriba, a la mujer desconocida. Las palabras de Capricornio habían penetrado muy hondo en su mente: cabellos como hilos de oro… el tarugo del lector… No, no, era imposible. Miraba fijamente hacia lo alto, entornando los ojos para distinguir mejor el rostro detrás de las cuerdas, pero las tinieblas lo ocultaban.
—Bien. —Con un profundo suspiro, Capricornio se hundió en su sillón—. ¿Cuánto tiempo precisaremos para los preparativos? No olvidemos que todo debe acontecer en el marco adecuado.
—Dos días. —La Urraca subió las escaleras y ocupó de nuevo su lugar tras él—. Suponiendo que quieras que asistan los hombres de las otras bases.
Capricornio frunció el ceño.
—Claro. ¿Por qué no? Ya va siendo hora de dar otro pequeño escarmiento. En los últimos tiempos la disciplina ha dejado mucho que desear. —Y al pronunciar estas palabras miró a Basta, que agachó la cabeza como si todos los errores de los días anteriores gravitaran como una losa sobre sus hombros—. Pasado mañana entonces… —prosiguió Capricornio—. En cuanto se haga de noche. Antes, Darius deberá intentar una prueba con la chica. Que lea algo en voz alta, sólo quiero asegurarme de que el hada no ha sido fruto de la casualidad.
Basta había vuelto a envolver a Campanilla en su chaqueta. A Meggie le habría gustado taparse los oídos con las manos para no escuchar el tintineo desesperado del hada. Apretó los labios para que dejaran de temblar y alzó la vista hacia Capricornio.
—¡No leeré para ti! —dijo, y su voz resonó en la iglesia como la voz de una extraña—. ¡Ni una sola palabra! ¡No te traeré oro leyendo y menos aún un… verdugo! —le espetó a Capricornio.
Éste se limitó a juguetear con el cinturón de su bata.
—¡Devolvedla a su habitación! —ordenó a Basta—. Es tarde. La niña necesita dormir.
Basta propinó a Meggie un empujón en la espalda.
—Vamos. Ya lo has oído. Muévete.
Meggie dirigió una postrera mirada a Dedo Polvoriento y luego recorrió el pasillo caminando delante de Basta con paso vacilante. Cuando se situó debajo de la segunda red, volvió a mirar hacia lo alto. El rostro de la mujer desconocida seguía en tinieblas, pero creyó distinguir sus ojos, su nariz fina… y, con un poco más de imaginación, su pelo rubio…
—¡Vamos, sigue! —le increpó Basta.
Meggie obedeció sin dejar de mirar hacia atrás.
—¡No lo haré! —vociferó cuando casi había alcanzado el pórtico—. ¡Lo prometo! No leeré para traer a nadie hasta aquí. ¡Jamás!
—No prometas nada que no puedas cumplir —le dijo Basta en voz baja mientras abría el portón empujándolo.
Acto seguido, la obligó a salir de nuevo a la plaza intensamente iluminada.