EN CASA DE CAPRICORNIO

He caminado a veces en sueños por casas oscuras desconocidas. Casas ignotas, oscuras, atroces. Habitaciones negras que me envolvían hasta impedirme respirar…

Astrid Lindgren, Mío, mi pequeño mío

Una litera con dos estrechas camas de metal, arrimada a una pared pintada de blanco, un armario, una mesa delante de la ventana, una silla, un anaquel vacío sobre el que reposaba una mísera vela. Meggie confiaba en que desde la ventana se divisara la calle o al menos el aparcamiento, pero sólo se veía el patio. Algunas criadas de Capricornio se inclinaban sobre los bancales para eliminar malas hierbas, y en un rincón del corral cercado con alambre picoteaban unas gallinas. El muro que rodeaba el patio era alto, como el de una cárcel.

Fenoglio, sentado en la cama de abajo, contemplaba el suelo polvoriento con expresión sombría. El entarimado crujía al pisarlo. Fuera, Nariz Chata despotricaba junto a la puerta.

—¿Que haga qué? ¡No, búscate a otro, maldita sea! Prefiero entrar sin ser visto en el pueblo más próximo, colocar a alguien trapos con gasolina delante de la puerta o colgar un gallo muerto en una ventana. Por mí, como si tengo que ponerme a dar saltos con una máscara de demonio delante de las ventanas, igual que Cockerell el mes pasado. Pero no pienso pasarme la vida vigilando a un viejo y a una cría. Llama a alguno de los chicos, ésos se alegran de hacer algo distinto que lavar coches.

Pero Basta no admitió réplica.

—Te relevarán después de la cena —le comunicó antes de marcharse.

Meggie oyó alejarse sus pasos por el largo pasillo. Había cinco puertas hasta la escalera, y al pie de ésta, a la izquierda, estaba la puerta de entrada… Había retenido el camino en la memoria. Pero ¿cómo iba a sortear a Nariz Chata? Al asomarse de nuevo a la ventana, sintió vértigo. No, no podía descolgarse hasta ahí abajo. Se rompería la crisma.

—Deja la ventana abierta —le aconsejó Fenoglio detrás de ella—. Aquí dentro hace tanto calor que acabaremos derritiéndonos.

Meggie se sentó a su lado en la cama.

—Voy a escaparme —le dijo en un susurro—. En cuanto oscurezca.

El anciano la miró con incredulidad; luego, meneó con energía la cabeza.

—¿Te has vuelto loca? ¡Es demasiado peligroso!

Fuera, en el pasillo, Nariz Chata seguía mascullando entre dientes.

—Le diré que necesito ir al cuarto de baño. —Meggie estrechó su mochila contra ella—. Y luego echaré a correr.

Fenoglio la agarró por los hombros.

—¡No! —volvió a susurrar con firmeza—. ¡De eso nada! Ya se nos ocurrirá algo. Mi profesión consiste en inventar, ¿acaso lo has olvidado?

Meggie apretó los labios.

—¡Bien, vale, de acuerdo! —murmuró; luego se levantó y se acercó lentamente a la ventana.

Fuera estaba oscureciendo.

«A pesar de todo lo intentaré —pensó mientras detrás de ella Fenoglio se tendía en su cama suspirando—. ¡No pienso servir de señuelo! Me escaparé antes de que atrapen a Mo».

Y mientras esperaba la llegada de la oscuridad ahuyentó por enésima vez la pregunta que la asediaba:

«¿Dónde se habrá metido Mo?».

¿Por qué no había venido todavía?