SECRETOS

—Si me armasen caballero —dijo Wart contemplando el fuego con aire soñador—, le pediría… a Dios que enviase toda la maldad del mundo sólo sobre mí. Si la venciera, ya no quedaría nada, y si fuese vencido, sólo yo sufriría por ello.

—Sería una tremenda temeridad por tu parte —replicó Merlín—. Serías vencido y tendrías que pagar por ello.

T. H. White, Camelot

Capricornio recibió a Meggie y a Fenoglio en la iglesia, con una docena de sus secuaces a su alrededor. Se sentaba en el nuevo sillón de piel, negro como el hollín, que habían colocado siguiendo las indicaciones de Mortola. Esta vez su traje, para variar, no era rojo, sino amarillo pálido como la luz matutina que se filtraba por las ventanas. Los había mandado venir muy temprano. En el exterior la niebla aún estaba suspendida sobre las colinas y el sol nadaba dentro como una pelota en el agua turbia.

—¡Por las letras del alfabeto! —susurró Fenoglio cuando recorrió junto a Meggie el pasillo central de la iglesia, con Basta pegado a sus talones—. Es como una gota de agua, justo como me lo imaginé. «Blanquecino como un vaso de leche»… sí, creo que lo expresé así.

Empezó a caminar más deprisa, como si ardiera de impaciencia por contemplar de cerca a su criatura. Meggie apenas podía seguir su paso, pero Basta lo hizo retroceder de un tirón antes de que alcanzase la escalinata.

—¡Eh! Pero ¿qué es esto? —dijo con furia contenida—. No tan deprisa, y haz el favor de inclinarte, ¿entendido?

Fenoglio se limitó a dirigirle una mirada de desprecio y permaneció tieso como una vela. Basta levantó la mano, pero Capricornio sacudió la cabeza de un modo casi imperceptible y Basta dejó caer la mano como un niño pillado en falta. Junto al sillón de Capricornio, los brazos cruzados a la espalda como si fueran alas, se encontraba Mortola.

—La verdad, Basta, sigo preguntándome en qué estarías pensando para no traer también a su padre —dijo Capricornio mientras fijaba sus ojos en Meggie y luego en Fenoglio.

—No estaba allí, ya os lo he explicado —la voz de Basta sonaba ofendida—. ¿Tenía que sentarme como una rana junto a la charca para esperarle? ¡Muy pronto entrará aquí a trompicones y por su propia voluntad! Todos hemos visto el amor ciego que profesa a esta mocosa. Me apuesto mi navaja: hoy, mañana a más tardar, aparecerá por aquí.

—¿Tu navaja? Ya la perdiste una vez, y no hace mucho.

El tono sarcástico de Mortola hizo que Basta apretara los labios.

—Me estás fallando, Basta —afirmó Capricornio—. La cólera te nubla las ideas. Pero pasemos a tu otra aportación.

Fenoglio no había apartado ni una sola vez la vista de Capricornio. Lo observaba igual que un artista que, tras largos años, vuelve a contemplar el cuadro que había pintado, y a juzgar por su expresión, lo que veía le gustaba. Meggie no distinguió en sus ojos ni un atisbo de miedo, sino tan sólo una incrédula curiosidad y… satisfacción. Y orgullo de sí mismo. Meggie también notó que a Capricornio le disgustaba esa mirada. No estaba acostumbrado a que lo mirasen sin el menor asomo de temor, como el anciano.

—Basta me ha contado un par de cosas curiosas sobre usted, señor…

—Fenoglio.

Meggie observaba la expresión de Capricornio. ¿Habría leído alguna vez el nombre que figuraba justo encima del título en la tapa de Corazón de tinta?

—¡Hasta su voz suena como había imaginado! —le susurró Fenoglio.

A ella le pareció tan entusiasmado como un niño pequeño delante de la jaula de los leones… con la diferencia de que Capricornio no estaba en una jaula. A un gesto suyo, Basta propinó un codazo tan brutal en la espalda del anciano, que éste jadeó intentando coger aire.

—No me gusta que cuchicheen en mi presencia —declaró Capricornio mientras Fenoglio seguía intentando recuperar el aliento—. Como iba diciendo, Basta me ha contado una historia misteriosa: que usted afirma ser el hombre que escribió cierto libro… ¿cómo se llama?

Corazón de tinta. —Fenoglio se frotó la espalda dolorida—. Se titula Corazón de tinta porque trata de alguien cuyo corazón es negro por la maldad. El título me sigue gustando.

Capricornio enarcó las cejas… y sonrió.

—Vaya, ¿cómo debo interpretar eso? ¿Quizá como un cumplido? Al fin y al cabo usted está hablando de mi propia historia…

—No, eso no es cierto. Es mía. Tú sólo eres un personaje más.

Meggie vio cómo Basta dirigía una inquisitiva mirada a Capricornio, pero éste sacudió casi inadvertidamente la cabeza, con lo que de momento la espalda de Fenoglio quedó a salvo.

—Vaya, vaya, qué interesante. Así que insistes en tus mentiras. —Capricornio descruzó las piernas y se levantó de su sillón.

Descendió por la escalera con ritmo pausado.

Fenoglio sonrió a Meggie como un conspirador.

—¿De qué te ríes? —La voz de Capricornio se tornó incisiva como la navaja de Basta y se detuvo justo delante de Fenoglio.

—Ay, estaba recordando que la vanidad es uno de los rasgos de los que te doté. Vanidad y… —Fenoglio hizo una pausa efectista antes de proseguir su parlamento— … algunas otras debilidades que, sin embargo, será mejor no mencionar delante de tus hombres, ¿no crees?

Capricornio lo escudriñó en silencio durante unos instantes que se hicieron eternos. Luego sonrió. Fue una sonrisa tenue, lívida, que se dibujó en las comisuras de los labios mientras sus ojos vagaban por la iglesia como si se hubiera olvidado por completo de Fenoglio.

—Eres un insolente, anciano —le espetó—. Y además un mentiroso. Pero si esperas impresionarme con tu desfachatez y con tus embustes, como has conseguido hacer con Basta, me veo en la obligación de desilusionarte. Tus afirmaciones son ridículas, lo mismo que tú, y por parte de Basta ha sido una estupidez supina traerte hasta aquí, porque ahora tendremos que librarnos de ti de un modo u otro.

Basta palideció. Se acercó con premura a Capricornio, la cabeza hundida entre los hombros.

—¿Y si no miente? —oyó Meggie que le decía en voz baja a Capricornio—. Esos dos sostienen que todos nosotros moriremos si tocamos al viejo.

Capricornio le dirigió tal mirada de desprecio que Basta retrocedió trastabillando, como si le hubiera golpeado.

Fenoglio, sin embargo, tenía pinta de estar divirtiéndose de lo lindo. A Meggie le daba la impresión de que observaba todo aquello como si fuese una obra de teatro representada ex profeso para él.

—¡Pobre Basta! —le reprochó a Capricornio—. Vuelves a ser muy injusto con él, pues tiene razón. ¿Qué pasa si no miento? ¿Si os he creado de verdad a ti y a Basta? ¿Os desvaneceréis sin más en el aire si me hacéis algo? Todo habla en mi favor.

Capricornio soltó una carcajada, pero Meggie se dio cuenta de que sopesaba las palabras de Fenoglio y le inquietaban… aunque se esforzaba por ocultarlo tras una máscara de indiferencia.

—Puedo demostrarte que soy quien afirmo ser —dijo Fenoglio en voz tan baja que sólo Capricornio, Basta y Meggie escucharon sus palabras—. ¿He de hacerlo aquí, delante de tus hombres y de las mujeres? ¿Debo hablarles de tus padres?

En la iglesia se había hecho el silencio. Nadie se movía: ni Basta ni los demás secuaces, que esperaban ante los peldaños. Hasta las mujeres que estaban fregando el suelo por debajo de las mesas se incorporaron para mirar a Capricornio y a aquel viejo desconocido. Mortola seguía de pie junto al sillón, con el mentón proyectado hacia delante, como si de ese modo pudiera oír mejor lo que susurraban allí abajo.

Capricornio contemplaba en silencio los botones de sus puños. Parecían gotas de sangre sobre su camisa clara. Luego fijó sus ojos blanquecinos en el rostro de Fenoglio.

—¡Di lo que se te antoje, viejo! Pero si aprecias en algo tu vida, procura que sólo lo escuche yo.

Aunque hablaba en voz baja, Meggie percibió en su voz una furia reprimida a duras penas. Nunca había sentido tal terror.

Capricornio hizo una seña a Basta, y éste retrocedió unos pasos de mala gana.

—Supongo que la pequeña sí podrá oírlo, ¿verdad? —Fenoglio puso su mano encima del hombro de Meggie—. ¿O también le tienes miedo a ella?

Capricornio no se dignó mirar a la niña. Sólo tenía ojos para el anciano que lo había inventado.

—¡Bueno, habla de una vez aunque no tengas nada que decir! No eres el primero que intenta salvar el pellejo en esta iglesia recurriendo a una sarta de mentiras, pero si continúas diciendo tonterías ordenaré a Basta que te ponga una bonita y pequeña víbora alrededor del cuello. Siempre guardo un par de ejemplares en casa para ocasiones como ésta.

A Fenoglio tampoco le impresionó sobremanera esta amenaza.

—De acuerdo —dijo lanzando una mirada en torno suyo, como si lamentara la carencia de público—. ¿Por dónde empiezo? Primero una precisión fundamental: un narrador de historias jamás escribe todo lo que sabe de sus personajes. Los lectores no necesitan enterarse de todo. Es preferible que algunas cosas sigan siendo un secreto que el narrador comparte con sus criaturas. Por ejemplo, siempre supe de él —señaló a Basta— que era un chico muy desdichado antes de que tú lo recogieras. ¿Cómo son esas bellas palabras de un libro admirable? Es sumamente fácil convencer a los niños de que son odiosos. Basta estaba convencido de ello. No es que tú le abrieses los ojos, ¡qué va! ¿Por qué ibas a hacerlo? Pero de repente había alguien hacia el que su corazón sentía apego, alguien que le decía lo que tenía que hacer… Había encontrado un dios, Capricornio, y aunque tú también lo tratabas mal, ¿quién dice que todos los dioses son benévolos? La mayoría son severos y crueles, ¿no es cierto? Yo no describí todo esto en el libro. Sabía que era suficiente. Pero olvidemos a Basta y centrémonos en ti.

Capricornio no apartaba la vista de Fenoglio. Su rostro estaba tan hierático como si estuviera tallado en madera.

—Capricornio.

Al pronunciar ese nombre, en la voz de Fenoglio se percibió un deje de ternura. Miraba por encima del hombro de Capricornio, como si hubiera olvidado que aquel de quien hablaba estaba justo delante de él y había abandonado su mundo, un mundo oculto entre las dos tapas de un libro.

—Como es lógico, tiene también otro nombre, pero ni siquiera él mismo lo recuerda. Se llama Capricornio desde que tenía quince años, por el signo del zodíaco bajo el que nació. Capricornio, el hermético, el impenetrable, el insaciable, el que gusta de poner una vela a Dios y otra al diablo, según convenga. Pero ¿tiene madre el diablo? —por primera vez, Fenoglio volvió a mirar cara a cara a Capricornio—. Tú la tienes.

Meggie alzó la vista hacia la Urraca. Ésta se había acercado al borde de la escalinata, las manos huesudas cerradas, pero Fenoglio hablaba muy bajito.

—Tú has propalado por ahí que ella provenía de noble estirpe —continuó—. Sí, a veces incluso te complace contar que era hija de un rey. Tu padre, según tus afirmaciones, fue armero en la corte de su padre. Una bonita historia, de veras. ¿Quieres que te cuente mi versión?

Por primera vez Meggie vio reflejarse en el rostro de Capricornio algo parecido al temor, un temor sin nombre, infinito, y tras él, como una gigantesca sombra negra, se elevó el odio. Meggie estaba segura: en ese instante a Capricornio le habría encantado matar a golpes a Fenoglio, pero el miedo lo atenazaba, aumentando su odio más aún si cabe.

¿Lo percibiría también Fenoglio?

—Sí, venga, relata tu historia. ¿Por qué no? —Los ojos de Capricornio permanecieron fijos como los de una serpiente.

Fenoglio esbozó una sonrisa picara, semejante a la de sus nietos.

—Bien, sigamos. Lo del armero desde luego es mentira.

A Meggie le daba la impresión de que el anciano se divertía de lo lindo. Se comportaba como si estuviera jugando con un gatito joven. ¿Tan poco sabía de su propia criatura?

—El padre de Capricornio era un sencillo herrador —prosiguió Fenoglio sin dejarse intimidar por la frialdad y la rabia que percibía en los ojos de Capricornio—. Mandaba jugar a su hijo con carbones ardiendo y a veces lo golpeaba casi con la misma fuerza que al hierro que forjaba. En lugar de compadecerse de él, lo molía a palos en cuanto lloraba y decía: «No puedo hacerlo» o «No lo consigo». «¡La fuerza es lo que cuenta!», fue la idea que inculcó a su hijo. «Sólo el más fuerte dicta las reglas, de manera que procura dictarlas tú». También para la madre de Capricornio ésa era la única verdad irrefutable del mundo. Y le contaba a su hijo, un día sí y otro también, que alguna vez llegaría a ser el más fuerte. Ella no era una princesa, sino una criada de manos y rodillas ásperas que seguía a su hijo como una sombra, incluso cuando él comenzó a avergonzarse de ella y se inventó una nueva madre y un nuevo padre. Su madre lo admiraba por su crueldad, le gustaba ver el miedo que provocaba a su alrededor. Y amaba su corazón negro como la tinta. Sí, tu corazón es una piedra, Capricornio, una piedra negra, tan compasivo como un trozo de carbón, y tú te sientes muy, pero que muy orgulloso de ello.

Capricornio volvía a jugar con el botón de su puño, lo giraba y lo contemplaba absorto en sus pensamientos, fingiendo que concentraba toda su atención en el pequeño trozo de metal y no en las palabras de Fenoglio. Cuando el anciano enmudeció, Capricornio estiró con cuidado la manga de la chaqueta sobre su muñeca y se quitó una pelusa de la manga. Parecía haber ahuyentado de sí la furia, el odio y el miedo. Ninguno de esos sentimientos se vislumbraba ya en su mirada indiferente, pálida.

—Una historia realmente sorprendente, viejo —dijo en voz baja—. Me gusta. Mientes muy bien y por eso te mantendré aquí. Por el momento. Hasta que me harte de tus historias.

—¿Mantenerme aquí? —Fenoglio se irguió más tieso que una vela—. ¡No tengo la menor intención de permanecer aquí! ¿Qué…?

Pero Capricornio le tapó la boca con la mano.

—Ni una palabra más —le dijo en un murmullo—. Basta me ha informado de la existencia de tus tres nietos. Si me causas disgustos o cuentas tus mentiras a mis hombres, le pediré a Basta que envuelva unas cuantas víboras jóvenes en papel de regalo y las ponga delante de la puerta de tus nietos. ¿Me he expresado con claridad, viejo?

Fenoglio dejó caer la cabeza como si Capricornio lo hubiera desnucado con esas frases masculladas en voz baja. Cuando alzó de nuevo la cabeza, el miedo anidaba en cada arruga de su rostro.

Capricornio deslizó las manos en los bolsillos de su pantalón, sonriendo satisfecho.

—¡Ay! Siempre hay algo a lo que vuestros blandísimos corazones sienten apego —dijo—. Hijos, nietos, hermanos, padres, perros, gatos, canarios… Campesinos, terratenientes, policías incluso, todos tienen familia, o al menos un perro. ¡No tienes más que fijarte en su padre! —Capricornio señaló tan de repente a Meggie, que ésta se sobrecogió—. Vendrá a pesar de saber que no volveré a dejarlo marchar ni a él ni a su hija. Y sin embargo vendrá. Este mundo es maravilloso, ¿no te parece?

—Sí —murmuró Fenoglio—. Maravilloso.

Y por primera vez observó a su criatura no con admiración, sino con aversión. A Capricornio eso pareció agradarle aún más.

—¡Basta! —llamó haciéndole señas de que se acercara. El aludido se aproximó caminando con acentuada lentitud. Todavía tenía cara de ofendido—. Lleva al viejo a la habitación donde tuvimos encerrado a Darius —le ordenó Capricornio—. Y aposta un centinela delante de la puerta.

—¿Quieres que lo lleve a tu casa?

—Sí, ¿por qué no? Al fin y al cabo afirma que es mi padre. Además, sus historias me divierten.

Basta se encogió de hombros y agarró del brazo a Fenoglio. Meggie miró asustada al anciano. Enseguida se quedaría completamente sola entre unos muros sin ventanas, encerrada en la cuadra de Capricornio. Fenoglio la cogió de la mano antes de que Basta lograra llevárselo.

—Deja que la niña se quede conmigo —rogó a Capricornio—. No puedes volver a encerrarla en ese agujero, más sola que la una.

Capricornio le dio la espalda con indiferencia.

—Como desees. De todos modos su padre pronto llegará.

«Sí, Mo vendrá». Meggie no pensaba en otra cosa mientras Fenoglio se la llevaba pasándole el brazo por los hombros como si de verdad pudiera protegerla de Capricornio, de Basta y de todos los demás. Pero no podía. ¿Podría su padre? Claro que no. «¡Por favor! —pensó Meggie—. ¡A lo mejor no encuentra el camino! No puede presentarse aquí». Y sin embargo era lo que más deseaba del mundo.