Como no conocí ni a mi padre ni a mi madre, ni vi jamás un retrato de ninguno de ellos —ya que vivieron mucho antes del tiempo de las fotografías—, mis primeras sensaciones acerca de su parecido las obtuve, ilógicamente, de sus piedras sepulcrales. La forma de las letras de la de mi padre me hicieron forjarme una extraña idea de que fue un hombre ancho, grueso, moreno y de pelo rizado. Por el carácter y forma de la inscripción «También Georgina, esposa del arriba citado», llegué a la pueril conclusión de que mi madre era una muchacha endeble y llena de pecas.
Charles Dickens, Grandes esperanzas
Dedo Polvoriento partió siendo noche cerrada. El cielo seguía cubierto de nubes y no se divisaba ni una sola estrella. La luna aparecía de vez en cuando entre las nubes, tísica y depauperada, como una rodajita de limón en medio de un mar de tinta.
Dedo Polvoriento agradecía tanta oscuridad, pero el chico se sobresaltaba en cuanto una rama rozaba su rostro.
—¡Maldición, debería haberte dejado con la marta! —le increpó Dedo Polvoriento—. Tu castañeteo de dientes acabará delatándonos. Mira hacia delante. ¡Ahí hay algo que sí debería asustarte! No son espíritus, sino escopetas.
Ante sus ojos, a tan sólo unos pasos de distancia, apareció el pueblo de Capricornio. Los proyectores recién instalados vertían una luz clara como la del día sobre las casas grises.
—¡Y que encima haya gente que diga que la electricidad es una bendición! —musitó Dedo Polvoriento mientras se deslizaban por el borde de la plaza.
Un vigilante vagaba aburrido entre los vehículos estacionados. Bostezando, se apoyó en el camión con el que Cockerell había traído las cabras esa misma tarde, y se puso los auriculares sobre las orejas.
—¡Magnífico! Podría aproximarse todo un ejército y él no lo oiría —susurró Dedo Polvoriento—. Si Basta estuviera aquí, encerraría a ese tipo tres días sin un mendrugo de pan en las cuadras de Capricornio.
—¿Qué te parece si vamos por encima de los tejados?
El miedo había desaparecido del rostro de Farid. El centinela armado no inquietaba al muchacho ni la mitad que sus fantasmas imaginarios. Dedo Polvoriento se limitaba a menear la cabeza ante tamaña insensatez. Sin embargo, lo de los tejados no era una idea descabellada. Por una de las casas colindantes al aparcamiento trepaba una parra. Hacía años que no la podaban. En cuanto el vigilante se encaminó despacio al otro lado del aparcamiento, balanceándose al compás de la música que inundaba sus oídos, Dedo Polvoriento ascendió por las ramas leñosas. El chico trepaba aún mejor que él. Al llegar a lo alto del tejado le tendió la mano, henchido de orgullo. Continuaron sigilosos como gatos vagabundos, pasando junto a chimeneas, antenas y los proyectores de Capricornio que dirigían su luz hacia abajo, dejando tras de sí una oscuridad protectora. Una teja se desprendió bajo las botas de Dedo Polvoriento, pero él logró agarrarla a tiempo antes de que se estrellara contra el suelo del callejón.
Cuando llegaron a la plaza donde se ubicaban la iglesia y la casa de Capricornio, descendieron por un canalón. Dedo Polvoriento se agachó durante unos tensos instantes tras una pila de cajas de fruta vacías y buscó al centinela con la vista. La plaza y el estrecho callejón lateral junto al que se alzaba la casa de Capricornio estaban bañados en una luz diáfana como el día. Un gato negro se acurrucaba junto a la fuente situada delante de la iglesia. Su visión habría paralizado el corazón de Basta, pero a Dedo Polvoriento le inquietaban bastante más los centinelas apostados ante la vivienda de Capricornio. Nada menos que dos haraganeaban delante de la entrada. Uno de ellos, un individuo alto y fornido, había descubierto hacía cuatro años a Dedo Polvoriento, arriba, en el norte, en una ciudad en la que se disponía a ofrecer su última representación. Junto con otros dos se lo había llevado, y Capricornio había preguntado a Dedo Polvoriento, a su especialísimo modo, por el paradero de Lengua de Brujo y del libro.
Ambos hombres discutían. Estaban tan enfrascados en la conversación que Dedo Polvoriento, haciendo de tripas corazón y caminando con presteza, desapareció en la calleja que pasaba junto a la casa de Capricornio. Farid lo siguió, sigiloso como una sombra. La vivienda era un enorme edificio macizo. En el pasado quizá fuera el ayuntamiento del pueblo, un convento o una escuela. Por sus ventanas no se filtraba luz alguna, ni en la calleja se veían centinelas. Dedo Polvoriento, sin embargo, se mantuvo alerta. Sabía que a los guardias les gustaba apoyarse en los oscuros quicios de las puertas, invisibles con sus trajes negros cual cuervos en la noche. Sí, Dedo Polvoriento lo sabía casi todo sobre el pueblo de Capricornio. Había vagado por aquellas callejuelas desde que Capricornio lo había mandado traer hasta allí para buscar a Lengua de Brujo y el libro. Cada vez que enloquecía de nostalgia, se acercaba hasta allí, junto a sus viejos enemigos, movido por la única finalidad de desembarazarse de esa sensación de extrañeza. Ni siquiera el miedo a la navaja de Basta había conseguido mantenerlo lejos.
Dedo Polvoriento cogió una piedra plana, hizo una seña a Farid para que se acercase y arrojó la piedra callejón abajo. Nada se movió. El centinela hacía su ronda acostumbrada, y Dedo Polvoriento escaló rápidamente el alto muro tras el que se encontraba el huerto de Capricornio: tablas de hortalizas, árboles frutales, arbustos de plantas aromáticas protegidos por un muro del viento frío que a veces soplaba desde las montañas vecinas. Dedo Polvoriento había entretenido muchas veces a las criadas mientras cavaban los bancales. En el huerto no había focos, ni guardias (¿a quién se le ocurre robar verdura?). Una puerta enrejada, que permanecía cerrada por la noche, conducía desde el patio a la casa. La perrera, situada justo detrás del muro, estaba vacía, según comprobó Dedo Polvoriento elevándose por encima del muro. Los perros no habían regresado de las colinas. Habían sido más listos de lo que pensaba y por lo visto Basta aún no se había procurado otros. Había sido una torpeza por su parte. Basta era un estúpido.
Dedo Polvoriento hizo señas al chico para que lo siguiera y corrió por los bancales, cuidados con esmero, hasta llegar ante la puerta trasera enrejada. El chico lo miró interrogante al ver la pesada reja, pero Dedo Polvoriento se limitó a colocarse un dedo sobre los labios y a alzar la vista hacia una de las ventanas del segundo piso. Los postigos, negros en la oscuridad, estaban abiertos. Dedo Polvoriento soltó un maullido tan auténtico que al punto le respondieron varios gatos, pero tras la ventana nada se movió. Dedo Polvoriento, maldiciendo entre dientes, acechó un momento en la oscuridad… e imitó el grito estridente de un ave rapaz. Farid se sobresaltó y se apretó contra el muro de la casa. Esta vez algo se movió tras la ventana. Una mujer se asomó. Cuando Dedo Polvoriento la saludó con la mano, ella le devolvió el saludo antes de desaparecer nuevamente.
—¡No pongas esa cara! —susurró Dedo Polvoriento al reparar en la mirada de preocupación de Farid—. Podemos confiar en ella. Muchas de las mujeres aborrecen a Capricornio y a sus secuaces; algunas están aquí en contra de su voluntad. Pero todas ellas temen perder su trabajo, que prenda fuego al tejado que cobija a sus familias si hablan de él y de lo que sucede aquí, o que envíe a Basta con su navaja… A Resa esas preocupaciones le son ajenas, pues no tiene familia —«ya no», añadió en su mente.
La puerta situada detrás de la reja se abrió y Resa, la mujer de la ventana, apareció, inquieta, detrás de los barrotes. Sus cabellos rubio oscuro acentuaban su palidez.
—¿Qué tal? —Dedo Polvoriento se acercó a la reja y deslizó la mano entre los barrotes.
Resa estrechó sus dedos con una sonrisa y señaló al muchacho con un ademán.
—Es Farid. —Dedo Polvoriento bajó la voz—. Cabría decir que ha salido a mi encuentro. Puedes confiar en él. Capricornio le gusta tan poco como a mí.
Resa asintió dirigiéndole una mirada cargada de reproches, y meneó la cabeza.
—Sí, ya lo sé, no ha sido una medida inteligente haber regresado. ¿Te has enterado de lo sucedido? —Dedo Polvoriento no pudo evitar que en su voz resonase un timbre de orgullo—. Ellos se han creído que lo aguanto todo, pero se equivocan. Todavía queda un libro y pienso llevármelo. No me mires así. ¿Sabes dónde lo guarda Capricornio?
Resa sacudió la cabeza. Tras ellos se oyó un rumor. Dedo Polvoriento se volvió sobresaltado, pero era un simple ratón que correteaba, veloz, por el tranquilo patio. Resa sacó del bolsillo de su bata un lápiz y una hoja de papel. Escribió despacio y con esmero, sabedora de que a Dedo Polvoriento le resultaba más fácil leer las mayúsculas. Fue Resa la que le había enseñado a leer y a escribir para que ambos pudieran entenderse.
Como siempre, pasó un rato hasta que las letras adquirieron sentido para Dedo Polvoriento. Se sentía orgulloso de sí mismo cada vez que aquellos signos semejantes a patas de araña se combinaban al fin para formar palabras a las que él podía arrancar su secreto.
—«Echaré un vistazo» —leyó en voz baja—. Bien, pero ten cuidado. No quiero que arriesgues tu precioso cuello —volvió a inclinarse sobre el papel—. ¿A qué te refieres con que «La urraca tiene ahora las llaves de Basta»?
Le devolvió la nota. Farid observaba, fascinado, la mano de Resa escribiendo como si se encontrase ante una maga.
—Creo que también tendrás que enseñarle a él —cuchicheó Dedo Polvoriento a través de la reja—. ¿Te fijas cómo te mira?
Resa alzó la cabeza y sonrió a Farid. Éste, confundido, apartó la vista. Resa se pasó el dedo alrededor de la cara.
—¿Que te parece un chico guapo? —Dedo Polvoriento torció el gesto en una mueca burlona mientras Farid, avergonzado, no sabía adónde mirar—. ¿Y qué hay de mí? ¿Que soy guapo como la luna? Hum, no sé qué pensar de ese piropo. ¿Te refieres a que tengo casi las mismas cicatrices?
Resa se tapó la boca con la mano. Era fácil hacerla reír, se reía como una niña pequeña. Pero entonces se la oía.
Unos disparos rasgaron la noche. Resa aferró la reja y Farid se acurrucó al pie del muro, amedrentado. Dedo Polvoriento volvió a levantarlo.
—¡No es nada! —musitó—. Son los centinelas que andan otra vez disparando a los gatos. Es su forma de matar el tiempo.
El chico lo miró con incredulidad, pero Resa siguió escribiendo.
—«Ella se las quitó» —leyó Dedo Polvoriento—. «Como castigo». Bueno, a Basta no le habrá gustado ni pizca. Con esas llaves se pavoneaba como si fuese el guardián de las posesiones más preciadas de Capricornio.
Resa hizo ademán de sacarse un cuchillo del cinturón con una expresión tan siniestra que Dedo Polvoriento estuvo a punto de soltar una carcajada. Miró deprisa en torno suyo, pero el patio permanecía tranquilo como un cementerio entre los altos muros.
—Oh, sí, me imagino la rabia de Basta —musitó—. Hace lo imposible por agradar a Capricornio, raja caras y gargantas, y luego se lo pagan así.
Resa volvió a coger el papel. Transcurrió un buen rato hasta que Dedo Polvoriento logró descifrar sus claras letras.
—Bueno, de modo que has oído hablar de Lengua de Brujo. ¿Quieres saber quién es? En fin, de no haber sido por mí, aún seguiría en los establos de Capricornio. ¿Qué más? Pregúntale a Farid. Él sacó al muchacho de su historia como quien coge una manzana madura. Por fortuna no trajo a ninguno de los espíritus devoradores de carne de los que el chico menciona en su desatino. Sí, es un lector excelente, mucho mejor que Darius. Compruébalo: Farid no cojea, su cara debió de ser siempre así, y conserva incluso su voz… aunque por el momento no lo parezca.
Farid le dirigió una mirada furibunda.
—¿Que qué aspecto tiene Lengua de Brujo? Basta todavía no le ha adornado la cara, te lo aseguro.
Por encima de ellos crujió el postigo de una ventana. Dedo Polvoriento se apretó contra los barrotes de la verja. «Es el viento», pensó al principio. Farid clavaba en él sus ojos dilatados por el miedo. El crujido debía de recordarle a uno de esos demonios, pero el ser que se asomó a la ventana por encima de ellos era de carne y hueso: Mortola, la Urraca, como la llamaban a sus espaldas. Todas las criadas obedecían sus órdenes, nada estaba a salvo de sus ojos y oídos, ni siquiera los secretos que las mujeres se contaban de noche cuchicheando en sus dormitorios. Hasta las cajas de caudales de Capricornio estaban mejor alojadas que sus criadas. Todas ellas dormían en casa de Capricornio, siempre cuatro por habitación, excepto las que se habían emparejado con alguno de sus secuaces y vivían con él en una de las casas abandonadas.
La Urraca se apoyó en el alféizar y respiró el aire fresco de la noche. Mantuvo la nariz fuera de la ventana durante un tiempo interminable. A Dedo Polvoriento le habría encantado retorcerle el pescuezo, pero al final pareció llenar de aire fresco cada rincón de sus pulmones y volvió a cerrar la ventana.
—Tengo que irme, pero regresaré mañana por la noche. A lo mejor para entonces has averiguado algo sobre el libro. —Dedo Polvoriento volvió a estrechar la mano de Resa; sus dedos estaban ásperos de tanto lavar y limpiar—. Te lo he repetido infinidad de veces: ten cuidado y mantente lejos de Basta.
Resa se encogió de hombros. ¿Qué otra cosa podía hacer ante un consejo tan inútil? Casi todas las mujeres del pueblo se mantenían lejos de Basta, era él quien se acercaba a ellas.
Dedo Polvoriento aguardó ante la puerta enrejada hasta que Resa regresó a su habitación y le hizo una señal desde la ventana con una vela.
El guardián del aparcamiento seguía con los auriculares puestos. Bailaba entre los coches sumido en sus cavilaciones, la escopeta entre las manos estiradas, como si abrazara a una chica. Cuando miró hacia el lugar donde se encontraban, hacía un buen rato que la noche había engullido a Dedo Polvoriento y a Farid.
De regreso a su escondrijo no se toparon con nadie, salvo un zorro de ojos hambrientos que se escabulló deprisa. Gwin se estaba zampando un pájaro entre los muros de la casa quemada. Sus plumas relucían en la oscuridad.
—¿Siempre ha sido muda? —preguntó el chico cuando Dedo Polvoriento se tendió a dormir bajo los árboles.
—Desde que la conozco —contestó Dedo Polvoriento dándole la espalda.
Farid se tumbó a su lado. Había actuado así desde el principio, y por más que Dedo Polvoriento se apartase… al despertar siempre encontraba al chico pegado a él.
—La foto de tu mochila es de ella —le informó.
—¿Y?
El muchacho calló.
—En caso de que le hayas echado el ojo —repuso Dedo Polvoriento sarcástico—, olvídalo. Es una de las criadas preferidas de Capricornio. Puede que le lleve el desayuno e incluso lo ayude a vestirse.
—¿Cuánto tiempo lleva con él?
—Cinco años —respondió Dedo Polvoriento—. Y durante ese período Capricornio no la ha autorizado a abandonar el pueblo ni una sola vez. Sólo le permite abandonar la casa en contadas ocasiones. Se escapó dos veces, pero no llegó lejos. Una de ellas la mordió una serpiente. Ella nunca me ha contado el castigo que le infligió Capricornio, pero sé que desde entonces jamás ha vuelto a intentar escaparse.
Tras ellos sonó un rumor; Farid se incorporó asustado, pero era Gwin. La marta saltó sobre la barriga del chico relamiéndose el hocico. Riendo, Farid le quitó una pluma de la piel. Gwin, presa de una enorme agitación, olfateó su barbilla, su nariz, como si hubiera echado de menos al chico, y a continuación volvió a desaparecer en la noche.
—¡La verdad es que es una marta muy simpática! —susurró Farid.
—De eso nada —replicó Dedo Polvoriento estirando la fina manta hasta su barbilla—. Seguramente le gustas porque hueles como una chica.
Farid contestó con un prolongado silencio.
—Ella se le parece —murmuró cuando Dedo Polvoriento estaba a punto de quedarse dormido—. La hija de Lengua de Brujo, quiero decir. Tiene la misma boca y los mismos ojos, y hasta se ríe como ella.
—¡Qué disparate! —repuso Dedo Polvoriento—. No se parecen en nada. Ambas tienen los ojos azules, eso es todo. Es bastante frecuente aquí. Y ahora duérmete de una vez.
El chico obedeció. Tras envolverse en el jersey que le había entregado Dedo Polvoriento, le dio la espalda. Pronto su respiración se tornó regular como la de un bebé. Dedo Polvoriento, sin embargo, pasó la noche entera en vela, mirando absorto la oscuridad.