—Déjalo en paz —aconsejó Merlín—. A lo mejor no quiere hacerse amigo tuyo hasta que te conozca mejor. Con los búhos no da resultado la arrogancia.
T. H. White, Camelot
Dedo Polvoriento contempló el pueblo de Capricornio. Parecía al alcance de la mano. El cielo se reflejaba en algunas ventanas y en uno de los tejados uno de los chaquetas negras cambiaba un par de tejas rotas. Dedo Polvoriento lo vio limpiarse el sudor de la frente. Esos cretinos no se quitaban las chaquetas ni siquiera con ese calor. Por lo visto, sin su uniforme negro tenían miedo de desmoronarse. En fin, tampoco las cornejas se quitaban las plumas al sol, y ¿qué eran ellos sino una bandada de cornejas, de ladrones, de carroñeros, que hundían, complacidos, sus picos afilados en la carne muerta?
En un principio al chico le inquietó lo cerca que estaba del pueblo el escondite elegido por Dedo Polvoriento, pero éste le había explicado por qué en ningún paraje de las colinas circundantes estaban más seguros que allí. Los muros carbonizados apenas se vislumbraban ya. La lechetrezna, la retama y el tomillo silvestre se habían aferrado a las piedras ennegrecidas por el hollín, ocultando con sus ramas verdes el dolor y la desgracia. Los secuaces de Capricornio habían incendiado la casa poco después de haber tomado posesión del pueblo abandonado. La anciana que vivía en ella se había negado a marcharse, pero Capricornio no toleraba ojos curiosos tan cerca de su nueva guarida. Así que había soltado a sus cornejas, a los hombres negros, y éstos habían prendido fuego al gallinero y a la casa, que se componía de una única habitación. Tras pisotear los bancales plantados con esfuerzo, le habían pegado un tiro al burro, que era casi tan viejo como su dueña. Habían llegado al amparo de la oscuridad, como siempre. La luna alumbraba con especial claridad aquella noche, según refirió a Dedo Polvoriento una de las criadas de Capricornio. La anciana salió tropezando de la casa, llorando y chillando. Después los maldijo a todos ellos, pero mientras lo hacía sólo miraba a uno, a Basta, que se había mantenido algo apartado porque le tenía pánico al fuego, con su camisa inmaculada a la luz de la luna. Quizá sospechaba que ocultaba una cierta inocencia o un buen corazón. Obedeciendo a una indicación de Basta, Nariz Chata le había tapado la boca mientras los otros reían… y de repente cayó muerta. Yació sin vida entre sus bancales pisoteados, y desde aquel día a ningún lugar de las colinas temía tanto Basta como a aquellos muros carbonizados que asomaban por encima de la lechetrezna. Cierto, no había un lugar mejor para observar el pueblo de Capricornio.
Dedo Polvoriento solía sentarse en una de las encinas que en el pasado quizás habían proporcionado sombra a la anciana cuando se sentaba delante de su casa. Las ramas lo protegían de cualquier mirada curiosa que se perdiera ladera arriba. Hora tras hora se acurrucaba allí, inmóvil, para observar con los prismáticos el aparcamiento y las casas. Había ordenado a Farid que permaneciera siempre un poco más lejos, en la hondonada situada detrás de la casa. El chico había obedecido a regañadientes. Le gustaba pegarse como una lapa a los talones de Dedo Polvoriento. La casa quemada le resultaba inquietante.
«Seguro que su espíritu sigue aquí —solía repetir—, el de la vieja, quiero decir. ¿Qué pasaría si era una bruja?».
Dedo Polvoriento, sin embargo, se limitaba a reírse de él. En este mundo no había espíritus. Al menos no se dejaban ver. La hondonada estaba tan protegida que la noche anterior se había arriesgado incluso a encender una hoguera. El chico había cazado un conejo; colocaba los lazos con habilidad y era más despiadado que Dedo Polvoriento. Cuando éste cazaba un conejo no se acercaba hasta estar seguro de que el pobre animal había dejado de patalear. Farid desconocía esa compasión. Quizás había pasado hambre con demasiada frecuencia.
Con qué admiración contemplaba a Dedo Polvoriento cuando encendía fuego con un par de delgadas ramitas. El muchacho ya se había quemado todos los dedos jugueteando con las llamas. El fuego había mordido su nariz y sus labios, y a pesar de todo Dedo Polvoriento siempre lo sorprendía fabricando antorchas con algodón y ramitas, o jugando con las cerillas. En una ocasión había incendiado la hierba seca, y Dedo Polvoriento lo agarró y lo sacudió como a un perro desobediente hasta que al muchacho se le saltaron las lágrimas.
—¡Escúchame, porque no volveré a repetírtelo! ¡El fuego es un animal peligroso! —gritó enfadado—. No es tu amigo. Si lo tratas mal te matará y con el humo te delatará a tus enemigos.
—¡Pero es tu amigo! —balbució el chico con un deje de obstinación en la voz.
—¡Bobadas! Lo que ocurre es que tengo cuidado. ¡Yo presto atención al viento! Te lo he repetido cientos de veces: no enciendas fuego cuando haga viento. Y ahora, lárgate a buscar a Gwin.
—Digas lo que digas, ¡es tu amigo! —murmuró el chico antes de marcharse—. En cualquier caso te obedece más que la marta.
En eso tenía razón. Lo que no significaba gran cosa, porque una marta sólo se obedece a sí misma, y tampoco el fuego obedecía a Dedo Polvoriento en este mundo ni la mitad de bien que en el otro. Allí las llamas adoptaban la forma de flores cuando él quería. Se ramificaban como árboles en medio de la noche y proyectaban sobre él una lluvia de chispas. Gritaban y susurraban con voz crepitante, y bailaban con él. Aquí las llamas eran dóciles y testarudas al mismo tiempo, unos animales taciturnos y extraños que de vez en cuando mordían la mano que les daba de comer. A veces, en las noches frías, cuando el fuego era lo único que ahuyentaba la soledad, creía oír sus cuchicheos, pero no entendía sus palabras.
A pesar de todo, el muchacho seguramente tenía razón. El fuego era su amigo, pero también tenía la culpa de que Capricornio hubiera mandado que lo condujeran a su presencia en su otra vida.
«Enséñame a jugar con el fuego», le había dicho después de que sus hombres arrastrasen hasta él a Dedo Polvoriento, y éste había obedecido.
Hoy aún lamentaba lo que le había enseñado, pues a Capricornio le gustaba soltar las riendas al fuego y no volver a refrenarlo hasta que se había hartado de engullir cosechas, establos, casas, todo lo que no pudiera escapar con bastante rapidez.
—¿Aún sigue ausente? —Farid se apoyaba en la corteza rugosa del árbol.
El chico era sigiloso como una serpiente. Dedo Polvoriento aún se sobresaltaba cada vez que aparecía tan de improviso.
—Sí —contestó—. La suerte nos sonríe.
El día de su llegada, el coche de Capricornio estaba en el aparcamiento, pero por la tarde dos de sus chicos habían empezado a abrillantar la pintura plateada hasta que se reflejaron en ella, y poco antes de oscurecer se había marchado en él. Capricornio solía ordenar que lo llevaran de paseo en coche a los pueblos costeros, o a una de sus bases, como solía llamarlas a pesar de que muchas veces eran míseras chozas en medio del bosque con uno o dos hombres aburridos. Capricornio, al igual que Dedo Polvoriento, no sabía conducir un vehículo, pero algunos de sus hombres dominaban ese arte, aunque casi ninguno poseía carné de conducir, pues para eso era preciso saber leer.
—Sí, esta noche volveré a deslizarme a hurtadillas hasta allí —anunció Dedo Polvoriento—. No permanecerá fuera mucho tiempo y seguro que Basta también regresará pronto.
A su llegada el coche de Basta no estaba en el aparcamiento. ¿Continuarían él y Nariz Chata amarrados en las ruinas?
—¡Bien! ¿Cuándo nos ponemos en marcha? —A juzgar por el tono, Farid ardía de impaciencia por salir a la carrera—. ¿En cuanto se ponga el sol? Entonces se reunirán todos en la iglesia para cenar.
Dedo Polvoriento espantó una mosca de sus prismáticos.
—Iré solo. Tú te quedarás aquí a cuidar de nuestras pertenencias.
—¡No!
—Sí. Porque será peligroso. Quiero visitar a alguien, y para eso tendré que introducirme a escondidas en el patio situado detrás de la casa de Capricornio.
El chico lo miró asombrado. Sus ojos negros a veces daban la impresión de haber presenciado demasiadas cosas.
—¿Qué, te asombra, verdad? —Dedo Polvoriento reprimió una sonrisa—. ¿A que no te figurabas que tengo amigos en casa de Capricornio?
El chico se encogió de hombros y contempló el pueblo. Un vehículo penetró en el aparcamiento, un camión polvoriento.
Sobre la plataforma abierta se veían dos cabras.
—¡Algún campesino se ha desprendido de sus cabras! —murmuró Dedo Polvoriento—. Muy inteligente por su parte entregarlas, pues de lo contrario esta noche a más tardar se habría encontrado una nota pegada en la puerta de su establo.
Farid lo miró inquisitivo.
—«Mañana cantará el gallo rojo», diría la nota.
Es la única frase que los hombres de Capricornio saben escribir. En ocasiones se limitan a colgar un gallo muerto encima de la puerta. Eso lo entiende todo el mundo.
—¿Un gallo rojo? —El chico sacudió la cabeza—. ¿Es una maldición o algo por el estilo?
—¡No! ¡Demonios, vuelves a parecerte a Basta! —Dedo Polvoriento se rió en voz baja.
Los hombres de Capricornio descendieron del vehículo. El más bajo de ellos transportaba dos bolsas de plástico repletas, el otro tiró de las cabras obligándolas a descender de la plataforma.
—El gallo rojo es el símbolo del fuego con el que incendian sus establos o sus olivos. A veces el gallo también canta debajo del tejado o, si alguien se ha mostrado demasiado obstinado, en la habitación de los niños. Casi todo el mundo posee algo por lo que, en el fondo de su corazón, siente gran apego.
Los hombres arrastraron a las cabras hasta el pueblo. Uno de ellos era Cockerell. Dedo Polvoriento lo reconoció por su cojera. Siempre se había preguntado si Capricornio estaba al corriente de esos pequeños negocios o si sus hombres trabajaban también de vez en cuando en su propio beneficio.
Farid atrapó un saltamontes y lo observaba en el hueco de la mano entreabriendo los dedos.
—A pesar de todo iré —insistió.
—De eso, nada.
—¡No tengo miedo!
—Peor aún.
Después de la fuga de sus prisioneros, Capricornio había mandado instalar proyectores delante de la iglesia, en el tejado de su casa y en el aparcamiento. Eso no facilitaba precisamente el anonimato. La primera noche Dedo Polvoriento se había deslizado por el pueblo tras haber ennegrecido con hollín su cara surcada por las cicatrices, pues sus facciones eran muy fáciles de reconocer.
Capricornio había reforzado asimismo los centinelas que montaban guardia, seguramente debido a los tesoros proporcionados por Lengua de Brujo. Como es natural, habían desaparecido hacía mucho en los sótanos de su casa, a buen recaudo en las pesadas cajas de caudales que Capricornio había mandado instalar allí abajo. No le gustaba gastar su oro. Lo atesoraba como los dragones de los cuentos. A veces se adornaba los dedos con un anillo o colgaba un collar del cuello de la criada que le gustase en ese momento. O enviaba a Basta a comprarle una nueva escopeta de caza.
—¿A quién quieres ver?
—Eso a ti no te importa.
El chico soltó al saltamontes. El insecto se alejó saltando apresuradamente sobre sus desgarbadas patas de color verde oliva.
—Es una mujer —le informó Dedo Polvoriento—. Una de las criadas de Capricornio. Ya me ha ayudado en un par de ocasiones.
—¿Es la de la foto de la mochila?
Dedo Polvoriento bajó los prismáticos.
—¿Y tú cómo sabes lo que contiene mi mochila?
El chico se encogió de hombros, como alguien que está acostumbrado a recibir palos por cada palabra inoportuna.
—Buscaba las cerillas.
—Si vuelvo a pillarte hurgando en mi mochila, le diré a Gwin que te arranque los dedos de un mordisco.
El chico sonrió.
—Gwin nunca me muerde.
Tenía razón. La marta sentía pasión por él.
—¿Y dónde se ha metido ese animal veleidoso? —Dedo Polvoriento atisbo entre las ramas—. Llevo sin verlo desde ayer.
—Creo que ha descubierto una hembra —Farid hurgaba con una rama entre las hojas secas.
Abundaban por debajo de los árboles y de noche delatarían a cualquiera que intentase acercarse furtivamente a su campamento.
—Si esta noche no me llevas contigo —dijo el chico sin mirar a Dedo Polvoriento—, te seguiré a escondidas.
—Como se te ocurra hacerlo, te zurraré la badana.
Farid agachó la cabeza y se miró los dedos de sus pies desnudos con rostro inexpresivo. Después contempló los restos de los muros tras los que habían instalado su campamento.
—Y ahora ¡no me vengas otra vez con lo del espíritu de la anciana! —exclamó Dedo Polvoriento malhumorado—. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? El peligro reside ahí enfrente, en esas casas. Si tienes miedo a la oscuridad, enciende una hoguera en la hondonada.
—Los espíritus no le temen al fuego —la voz del chico apenas era un susurro.
Dedo Polvoriento descendió de su atalaya suspirando. La verdad es que el chico era casi tan supersticioso como Basta. No temía las maldiciones, ni a las escaleras ni a los gatos negros, pero veía espíritus por doquier, y no sólo el de la anciana, que dormía enterrada en alguna zona de aquella dura tierra. No, Farid veía además otros espíritus, un tropel de ellos: criaturas malvadas, casi todopoderosas, que arrancaban el corazón del pecho a pobres chicos mortales para comérselo. Sencillamente se negaba a creer a Dedo Polvoriento cuando afirmaba que no habían llegado con él, que los había dejado atrás, en un libro, junto con los bandidos que le habían golpeado y pateado. Si se quedaba allí, solo, esa noche, seguramente se moriría de miedo.
—Bien, entonces acompáñame —accedió Dedo Polvoriento—. Pero no se te ocurra rechistar, ¿entendido? Porque esos de ahí abajo no son espíritus, sino hombres de carne y hueso armados con navajas y escopetas.
Farid, agradecido, lo rodeó con sus escuálidos brazos.
—¡Vale, vale, ya está bien! —rezongó Dedo Polvoriento con aspereza mientras lo apartaba—. Vamos, enséñame si has aprendido a sostenerte sobre una mano.
El chico obedeció en el acto. Con la cara muy colorada se balanceó primero sobre el brazo derecho, luego sobre el izquierdo, estirando sus piernas desnudas hacia arriba. Tres segundos después, aterrizó entre las duras hojas de una jara, pero volvió a incorporarse en el acto y lo intentó de nuevo.
Dedo Polvoriento se sentó debajo de un árbol.
Ya iba siendo hora de librarse del chico. Pero ¿cómo? A un perro podías espantarlo a pedradas, pero a un chico… ¿Por qué no se habría quedado con Lengua de Brujo? A él se le daban mejor los cuidados. Y al fin y al cabo, él lo había traído. Pero no, el chico había preferido seguirle a él.
—Voy a intentar encontrar a Gwin —dijo Dedo Polvoriento, levantándose.
Farid trotó detrás de él sin decir palabra.