PIPPO, EL PARLANCHÍN

—Te han informado mal —le dijo Buttercup—. No hay ninguna aldea en varios kilómetros a la redonda.

—Entonces nadie os oirá gritar —replicó el siciliano, y le saltó encima con pasmosa agilidad.

William Goldman, La princesa prometida

A la mañana siguiente, a eso de las diez, Elinor telefoneó a Fenoglio. Meggie estaba arriba, con Mo, observando cómo libraba a un libro de su encuadernación enmohecida con exquisito cuidado, igual que si estuviese liberando de una trampa a un animal herido.

—¡Mortimer! —gritó Fenoglio desde la escalera—. Tengo al teléfono a una mujer histérica gritándome al oído cosas incomprensibles. Afirma ser amiga tuya.

Mo dejó a un lado el libro desnudo y bajó. Fenoglio le tendió el auricular con expresión sombría. La voz de Elinor escupía furia y desesperación en el tranquilo despacho. A Mo le costó trabajo formarse una idea clara de lo que ella gritaba, rabiosa, en su oído.

—¿Cómo sabía él…? Ah, sí, claro… —le oía decir Meggie—. ¿Quemados? ¿Todos? —Se pasó la mano por la cara y miró a su hija, pero ésta tuvo la sensación de que sus ojos la traspasaban—. Está bien —murmuró—. Sí, seguro, a pesar de que me temo que aquí tampoco te creerán una palabra. Y en cuanto a lo sucedido a tus libros, la policía de aquí no tiene competencias… Sí, de acuerdo. Por supuesto… iré a recogerte. Claro…

A continuación, colgó.

Fenoglio no podía disimular su curiosidad. Venteaba una nueva historia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con impaciencia mientras Mo permanecía hierático, con la vista clavada en el teléfono.

Era sábado. Rico colgaba como un monito de la espalda de Fenoglio, pero los otros dos niños aún no habían hecho acto de presencia.

—Mortimer, ¿qué te ocurre? ¿Es que no vas a contarnos nada? ¡Mira a tu padre, Meggie! Se ha quedado petrificado.

—Era Elinor —dijo Mo—. La tía de la madre de Meggie. Ya te he hablado de ella. Los hombres de Capricornio han irrumpido en su casa. Han sacado los libros de sus estantes, los han diseminado por toda la casa y los han utilizado como felpudos. Y los de su biblioteca… —vaciló un momento antes de continuar—, los más valiosos, los han amontonado y los han quemado en el jardín. Lo único que ha encontrado Elinor en su biblioteca ha sido un gallo muerto.

Fenoglio descolgó a su nieto de su espalda.

—¡Rico, ve a ver a los gatitos! —le ordenó—. Esto no es para tus oídos. —Rico protestó, pero su abuelo lo empujó sin miramientos fuera de la habitación y cerró la puerta tras él—. ¿Por qué estás tan seguro de que Capricornio está detrás de todo esto? —preguntó volviéndose de nuevo hacia Mo.

—¿Quién si no? Además el gallo rojo, por lo que acierto a recordar, es su distintivo. ¿Has olvidado tu propia narración?

Fenoglio calló agobiado.

—No lo recuerdo —murmuró.

—Y Elinor, ¿cómo está? —Meggie aguardaba con el corazón desbocado la respuesta de su padre.

—Por suerte aún no había llegado a casa, se tomó tiempo para regresar. Gracias a Dios. Pero puedes figurarte cómo se siente. Sus libros más hermosos, Dios mío…

Fenoglio recogía de la alfombra unos soldados de juguete con dedos torpes.

—Sí, a Capricornio le encanta el fuego —dijo con voz ronca—. Si de verdad ha sido él, ya puede alegrarse vuestra amiga de que no la quemara también a ella.

—Se lo diré. —Mo cogió una caja de cerillas depositada sobre el escritorio de Fenoglio, la abrió y volvió a cerrarla muy despacio.

—¿Y qué ha ocurrido con mis libros? —preguntó Meggie temerosa—. Mi caja… La escondí debajo de la cama.

Mo volvió a depositar las cerillas sobre el escritorio.

—Ésa es la única buena noticia —informó—. A tu caja no le ha pasado nada. Continúa debajo de la cama. Elinor lo ha comprobado.

Meggie soltó un suspiro de alivio. ¿Habría incendiado Basta los libros? No, el fuego le daba miedo. Meggie recordaba perfectamente cómo Dedo Polvoriento le había tomado el pelo con eso. Pero en resumidas cuentas daba igual cuál de los chaquetas negras hubiese sido el autor. Los tesoros de Elinor se habían volatilizado, y ni siquiera Mo sería capaz de devolvérselos.

—Elinor viene hacia aquí en avión, tengo que ir a recogerla —informó su padre—. Se le ha metido en la cabeza azuzar a la policía contra Capricornio. Le he comentado que, en mi opinión, no existe la menor probabilidad de éxito. Aunque pudiera demostrar que fueron sus hombres los que irrumpieron en su casa, ¿cómo piensa probar que la orden la dio él? Pero, en fin, ya conoces a Elinor.

Meggie asintió con expresión sombría. Sí, conocía a Elinor… y la comprendía a la perfección.

Fenoglio se echó a reír.

—¡La policía! ¡A Capricornio no le asusta la policía! —exclamó—. El dicta sus propias normas, sus propias leyes…

—¡Cállate de una vez! ¡Esto no es uno de esos libros que escribes! —le interrumpió Mo con tono desabrido—. Te parecerá muy divertido inventarte un personaje como Capricornio, pero, créeme, no tiene la menor gracia encontrártelo. Me voy al aeropuerto, dejo aquí a Meggie. Cuida bien de ella.

Antes de que a su hija le diese tiempo a protestar, salió por la puerta. Meggie corrió tras él, pero Paula y Pippo venían por la calle hacia ella. La sujetaron y la arrastraron con ellos. Querían jugar al sacamantecas, a la bruja, al monstruo de seis brazos… personajes de las historias de su abuelo que poblaban su mundo y sus juegos. Cuando Meggie consiguió por fin sacudirse sus manitas, hacía rato que su padre se había ido. El sitio que ocupaba el coche alquilado estaba vacío y Meggie se encontró en la plaza, sola con el monumento a los muertos y unos cuantos viejos que contemplaban el mar con las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones.

Indecisa se acercó lentamente a los escalones del monumento y se sentó. No le apetecía perseguir por la casa a los nietos de Fenoglio o jugar con ellos al escondite. Prefería esperar sentada el regreso de Mo. El viento cálido que había soplado por el pueblo la noche anterior, dejando un rastro de fina arena sobre los alféizares de las ventanas, había seguido su camino. El ambiente era más fresco que en días pasados. Sobre el mar, el cielo aún estaba claro, pero desde las colinas se acercaban unos nubarrones grises, y cada vez que el sol desaparecía tras ellos sobre los tejados del lugar se proyectaba una sombra que hacía estremecer a Meggie.

Un gato se deslizó hacia ella, con las patas rígidas y el rabo muy tieso. Era un animalito gris, pequeño y flaco, lleno de garrapatas y con unas costillas que se dibujaban como estrías bajo el fino pelaje. Meggie lo atrajo en voz baja hasta que introdujo la cabeza bajo su brazo y ronroneó pidiéndole caricias. Parecía un gato sin dueño; no llevaba collar, ni mostraba un solo gramo de grasa que proclamara la existencia de algún propietario cuidadoso. Meggie le rascó las orejas, la barbilla, el lomo, mientras miraba la calle, que descendía por el pueblo y desaparecía detrás de las casas tras describir una curva cerrada.

¿Qué distancia habría hasta el aeropuerto más cercano? Meggie apoyó su rostro en las manos. En el cielo se iban acumulando nubes cada vez más amenazadoras, que se acercaban poco a poco, densas y preñadas de lluvia.

El gato frotaba el lomo contra su rodilla, y mientras los dedos de Meggie acariciaban su piel sucia, una nueva pregunta acudió de pronto a su mente. ¿Qué pasaría si Dedo Polvoriento no se había limitado a informar a Capricornio del emplazamiento de la casa de Elinor? ¿Y si también le había contado dónde estaba la suya y de Mo? ¿Hallarían otro montón de ceniza en el patio? No quería ni pensarlo. «¡Él no lo sabe! —murmuraba—. No sabe una palabra. Dedo Polvoriento no se lo ha contado». Musitaba estas frases sin parar, a modo de conjuro.

En cierto momento notó una gota de lluvia en la mano, luego otra. Alzó la vista hacia el cielo. Ya no se distinguía ni una manchita azul. ¡Qué deprisa cambiaba el tiempo a orillas del mar! «Bueno, pues esperaré en la casa», se dijo. A lo mejor quedaba un poco de leche para el gato. El pobre animalito apenas pesaba más que un pañuelo seco. Meggie tuvo miedo de romperle algún hueso al cogerlo.

La casa estaba oscura como una cueva. Mo había cerrado los postigos esa mañana para que el sol no calentara el ambiente. Cuando penetró en el fresco dormitorio mojada por la lluvia fina y pulverulenta, Meggie tiritaba. Depositó al gato sobre la cama deshecha, se puso el jersey de su padre, que le quedaba demasiado grande, y corrió a la cocina. La bolsa de leche estaba casi vacía, pero mezclada con un poco de agua caliente alcanzó justo para un platito.

Meggie le puso la leche junto a la cama y el gato se acercó tan deprisa que casi tropezó con sus propias patas. Fuera, la lluvia arreciaba. La niña oía las gotas estrellándose contra los adoquines. Se aproximó a la ventana y abrió los postigos. La franja de cielo entre los tejados estaba tan oscura como si el sol estuviera a punto de ponerse. Meggie caminó despacio hasta el lecho de su padre y se sentó encima. El gato seguía lamiendo el platito, pasaba la lengua con avidez por el esmalte con dibujo de flores para no perder ni una gota de aquel manjar. Meggie oyó pasos fuera, en el callejón, y a continuación unos golpes en la puerta. ¿Quién sería? Era imposible que Mo hubiera regresado. ¿Se habría olvidado algo? El gato había desaparecido; seguro que se había escondido debajo de la cama.

—¿Quién es? —gritó Meggie.

—Meggie —llamó una voz infantil.

Pues claro, Paula o Pippo. Sí, seguro que era Pippo. A pesar de la lluvia quizá deseaban que los acompañase a observar a las hormigas. De debajo de la cama asomó una zarpa gris que tiró del cordón de su zapato. Meggie salió al corto pasillo.

—¡Ahora no tengo tiempo para jugar! —gritó a través de la puerta cerrada.

—¡Por favor, Meggie! —suplicó la voz de Pippo.

Meggie abrió la puerta con un suspiro… y se encontró frente a frente con Basta.

—Caramba, pero ¿a quién tenemos aquí? —preguntó con tono amenazador mientras sus dedos se cerraban alrededor del delgado cuello de Pippo—. ¿Qué tienes que decir a esto, Nariz Chata? No tiene tiempo para jugar.

Basta empujó con rudeza a Meggie obligándola a retroceder y entró con Pippo. Como es natural, acompañado por Nariz Chata. Su orondo trasero casi no cabía por la puerta.

—¡Suéltalo! —increpó Meggie a Basta con voz temblorosa—. Le estás haciendo daño.

—¿De veras? —Basta bajó la vista hacia la pálida cara de Pippo—. No es muy amable por mi parte después de habernos revelado tu paradero —y al pronunciar las últimas palabras apretó con más fuerza el cuello de Pippo—. ¿Sabes cuánto tiempo permanecimos en esa choza mugrienta? —le siseó a Meggie.

La niña retrocedió.

—¡Muuuuuucho! —Basta alargó la palabra y acercó tanto su cara de zorro a la de Meggie que ella se vio reflejada en sus ojos—. ¿No es verdad, Nariz Chata?

—Las malditas ratas estuvieron a punto de devorar los dedos de mis pies —gruñó el gigante—. Me encantaría retorcerle la nariz a esta pequeña bruja hasta dejársela del revés.

—Quizá más tarde. —Basta empujó a Meggie hasta el oscuro dormitorio—. ¿Dónde está tu padre? —preguntó—. Este pequeño —soltó el cuello de Pippo y le atizó un golpe tan fuerte en la espalda que lo proyectó contra la niña— nos ha dicho que se ha marchado. ¿Adónde?

—A comprar —Meggie contuvo la respiración, aterrorizada—. ¿Cómo nos has encontrado? —susurró.

«Dedo Polvoriento», se respondió en su mente. Claro. ¿Quién si no? Pero ¿por qué los habría traicionado esta vez?

—Dedo Polvoriento —contestó Basta como si le hubiera leído el pensamiento—. No hay muchos chalados en este mundo que vagabundeen por ahí, escupan fuego y tengan una marta domesticada, y además con cuernos. Así que nos bastó preguntar un poco por ahí, y en cuanto descubrimos su rastro dimos también con el de tu padre. Seguro que ya os habríamos hecho una visita si este cretino —le dio un codazo tan fuerte en el estómago a Nariz Chata que éste profirió un gruñido de dolor— no os hubiera perdido de vista en el trayecto hacia aquí. Hemos registrado una docena de pueblos, nos hemos desollado los labios preguntando y los talones a fuerza de andar hasta que por fin llegamos aquí y uno de los viejos que se pasan el día mirando al mar recordó las cicatrices de Dedo Polvoriento. Y ése, ¿dónde anda? ¿Se ha ido también a la compra? —Basta esbozó una mueca sarcástica.

Meggie negó con la cabeza.

—Se ha marchado —respondió con voz inexpresiva—. Ya hace mucho.

Así pues, Dedo Polvoriento no los había traicionado. Al menos esta vez. Y había escapado de las manos de Basta. Meggie estuvo a punto de sonreír.

—¡Habéis quemado los libros de Elinor! —exclamó mientras estrechaba contra ella a Pippo, que seguía mudo por el miedo—. Eso lo lamentaréis.

—¿De veras? —Basta exhibió una sonrisa maligna—. ¿Se puede saber por qué? Seguro que Cockerell se divirtió una barbaridad haciéndolo. Y ahora, basta de charlas, no disponemos de toda la eternidad. Este chico —Pippo retrocedió ante Basta como si su índice fuera un cuchillo— nos ha contado un par de cosas muy curiosas acerca de un abuelo que escribe libros, y de un libro que interesa mucho a tu padre.

Meggie tragó saliva. Pippo imbécil. Imbécil, charlatán e indiscreto Pippo.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —inquirió Basta—. ¿O tengo que volver a apretar el flaco pescuezo al pequeño?

Pippo se echó a llorar con la cara apretada contra el jersey de Mo, que Meggie aún llevaba puesto. La niña le acarició el pelo rizado para consolarle.

—¡El libro en el que estás pensando ya no lo tiene su abuelo! —replicó furiosa a Basta—. ¡Vosotros se lo robasteis hace ya mucho tiempo!

Su voz destilaba odio y sus propios pensamientos la ponían enferma. Deseaba patear a Basta, pegarle, clavarle su cuchillo en la barriga, la navaja nuevecita que llevaba al cinto.

—Robado, hay que ver qué cosas pasan —Basta dirigió una sonrisa sardónica a Nariz Chata—. De eso preferimos convencernos con nuestros propios ojos, ¿verdad?

Nariz Chata asintió con aire ausente y miró en torno suyo.

—¿Eh, oyes eso?

Debajo de la cama se oían arañazos. Nariz Chata se arrodilló, apartó la sábana que colgaba y hurgó debajo del lecho con el cañón de su escopeta. El gato gris salió de su escondite bufando, y cuando Nariz Chata intentó agarrarlo, le clavó las garras en su horrenda cara. Nariz Chata se puso de pie con un alarido de dolor.

—¡Voy a retorcerle el pescuezo! —vociferó—. ¡Voy a abrirlo en canal!

Se abalanzó sobre el gato y Meggie quiso interponerse en su camino pero Basta se le adelantó.

—¡Quieto! —rugió a Nariz Chata mientras el gato gris desaparecía debajo del armario—. Es de mal agüero matar gatos. ¿Cuántas veces más tendré que repetírtelo?

—¡Majaderías! ¡Supersticiones tontas! Ya he retorcido el pescuezo a un montón de bestias de ésas —repuso enfurecido Nariz Chata mientras se apretaba la mano contra la mejilla ensangrentada—. ¿Acaso por eso he tenido menos suerte que tú? Hay que reconocer que a veces enloqueces a la gente con tu cháchara. No pises esa sombra de ahí, que trae mala suerte… ¡Eh, que te has puesto primero la bota izquierda, mala suerte…! ¡Ahí ha bostezado uno! ¡Demonios, mañana estaré muerto!

—¡Cállate! —rugió Basta—. Si aquí alguien se va de la lengua, eres tú. Lleva a los niños a la puerta.

Pippo se aferró a Meggie cuando Nariz Chata los empujó hacia el pasillo.

—¿A qué viene ese llanto? —le gruñó—. Ahora vamos a visitar a tu abuelo.

Mientras caminaban a trompicones detrás de Nariz Chata, Pippo no soltó la mano de Meggie ni una sola vez. Se aferraba a ella con tanta fuerza que sus uñas cortas se clavaban en la carne de Meggie. «¿Por qué no me escucharía Mo? —pensaba—. Ojalá nos hubiéramos marchado a casa…».

Continuaba lloviendo con fuerza. Las gotas corrían por la cara de Meggie y resbalaban por su espalda. Las callejuelas estaban vacías y no se veía ni un alma que pudiera ayudarlos. Basta los seguía pegado a ellos. La niña lo oía maldecir la lluvia en voz baja. Cuando llegaron a casa de Fenoglio, Meggie tenía los pies empapados y Pippo los rizos pegados a la cabeza. «¡A lo mejor no está en casa!», se dijo Meggie esperanzada. Se estaba preguntando qué haría Basta en esa eventualidad cuando la puerta pintada de rojo se abrió y Fenoglio apareció en el umbral.

—¿Acaso habéis perdido el juicio? ¿A quién se le ocurre corretear por la calle con este tiempo? —gritó furioso—. Ahora mismo me disponía a salir en vuestra busca. Pasad, pero deprisita.

—¿Podemos pasar nosotros también?

Basta y Nariz Chata se habían colocado justo al lado de la puerta, con la espalda pegada a la pared, para que Fenoglio no los descubriera, pero en ese momento Basta apareció detrás de Meggie y le puso las manos sobre los hombros. Mientras Fenoglio lo miraba asombrado, Nariz Chata se adelantó y puso el pie en la puerta abierta. Pippo, ágil como una comadreja, pasó disparado a su lado y desapareció en el interior de la vivienda.

—¿Quién está ahí? —Fenoglio dirigió a Meggie una mirada de reproche como si los dos desconocidos hubieran venido por voluntad suya—. ¿Son amigos de tu padre?

Meggie se limpió la lluvia de la cara y le devolvió la mirada.

—En realidad ¡tú deberías conocerlos mejor que yo! —contestó.

—¿Conocerlos? —Fenoglio la miró sin comprender. Después escudriñó a Basta… y se quedó petrificado—. ¡Por el amor de Dios! —murmuró—. ¡Esto es imposible!

Tras su espalda asomó Paula.

—Pippo está llorando —anunció—. Se ha escondido en el armario.

—¡Ve con él! —le ordenó Fenoglio sin quitar la vista de encima a Basta—. Enseguida voy.

—¿Cuánto tiempo hemos de permanecer todavía aquí fuera, Basta? —gruñó Nariz Chata—. ¿Hasta que encojamos?

—¡Basta! —repitió Fenoglio sin apartarse.

—Sí, así me llamo, viejo. —Los ojos de Basta se estrechaban siempre que se reía—. Estamos aquí porque tienes algo que nos interesa, un libro…

Claro. Meggie estuvo a punto de soltar una carcajada. ¡Él no se enteraba de nada! Basta ignoraba quién era Fenoglio. ¿Y por qué iba a saberlo? ¿Por qué iba a saber que ese anciano había creado con tinta y papel su rostro, su navaja y su maldad?

—¡Déjate de rollos! —gruñó Nariz Chata—. Que me está entrando el agua en las orejas.

Apartó a Fenoglio de un manotazo como si fuera un moscardón y entró en la vivienda pasando a su lado. Basta lo siguió con Meggie. En la cocina, Pippo seguía sollozando dentro del armario. Paula, delante de la puerta cerrada, le hablaba para tranquilizarlo. Cuando Fenoglio irrumpió en la cocina con aquellos desconocidos, se volvió y observó preocupada a Nariz Chata. Tenía el rostro sombrío, como de costumbre, y es que sencillamente no parecía estar hecho para la sonrisa.

Fenoglio se sentó a la mesa y le hizo una seña a Paula para que fuera con él.

—Bueno, ¿dónde está?

Basta buscó con la mirada en torno suyo, pero Fenoglio estaba demasiado absorto en la contemplación de sus dos criaturas para responder. Era Basta el que atraía todo su interés, como si no diera crédito a lo que estaba viendo.

—Ya te lo he dicho: ¡aquí ya no queda ninguno! —contestó Meggie.

Basta se comportó como si no la hubiera oído y le hizo una seña impaciente a Nariz Chata.

—¡Búscalo! —ordenó, y Nariz Chata obedeció refunfuñando.

Meggie lo oyó subir armando ruido por la estrecha escalera de madera que conducía al desván.

—¡Vamos, habla de una vez, pequeña bruja! ¿Cómo disteis con el viejo? —Basta le propinó un empujón en la espalda—. ¿Cómo supisteis que aún conservaba un ejemplar?

Meggie dirigió una mirada de advertencia a Fenoglio, pero por desgracia tenía la lengua tan suelta como Pippo.

—¿Que cómo dieron conmigo? ¡Yo escribí el libro! —proclamó el anciano henchido de orgullo.

A lo mejor esperaba que Basta cayese en el acto de hinojos ante él, pero éste se limitó a torcer los labios en una sonrisa compasiva.

—¡No faltaba más! —replicó sacando su navaja del cinturón.

—¡Lo escribió de verdad! —exclamó Meggie, incapaz de contenerse.

Quería ver en la cara de Basta el mismo miedo que hizo palidecer a Dedo Polvoriento cuando se enteró de la existencia de Fenoglio, pero Basta se limitó a reír y empezó a tallar muescas en la mesa de la cocina de Fenoglio.

—¿Y quién se inventó esa historia? —preguntó—. ¿Tu padre? ¿Crees que tengo cara de tonto, eh? Todo el mundo sabe que las historias impresas son viejísimas y que fueron escritas por personas desconocidas que llevan mucho tiempo muertas y enterradas.

Clavó la hoja de la navaja en la madera, volvió a sacarla y la hundió por segunda vez. Por encima de sus cabezas, Nariz Chata caminaba ruidosamente de un lado a otro.

—Muertas y enterradas, interesante. —Fenoglio se sentó a Paula en el regazo—. ¿Has oído eso, Paula? Este joven cree que todos los libros han sido escritos en un pasado remoto, por personas muertas que captaron las historias en algún lugar prodigioso. ¿A lo mejor las recogieron del aire?

Paula no pudo contener una risita. En el armario reinaba el silencio. Seguramente Pippo escuchaba detrás de la puerta conteniendo la respiración.

—Yo no le veo la gracia —Basta se incorporó como una serpiente a la que hubieran pisado la cola.

Fenoglio no se fijó en él. Contemplaba sus manos sonriendo, como si recordase el día en que habían comenzado a escribir la historia de Basta. Acto seguido miró a su personaje.

—Tú… llevas siempre manga larga, ¿verdad? —le preguntó—. ¿Quieres que te diga por qué?

Basta entornó los ojos y lanzó un vistazo al techo.

—¡Maldita sea!, ¿por qué necesitará ese idiota tanto tiempo para encontrar un libro?

Fenoglio lo contemplaba con los brazos cruzados.

—Muy sencillo: no sabe leer —musitó—. Y tú tampoco, ¿o has aprendido mientras tanto? Ni uno solo de los hombres de Capricornio sabe leer, ni siquiera el mismo Capricornio.

Basta clavó tan hondo la navaja en el tablero de la mesa, que le costó trabajo sacarla.

—Pues claro que sabe leer, ¿de qué hablas? —se inclinó con gesto amenazador encima de la mesa—. No me gusta tu cháchara, viejo. ¿Qué pasaría si te hago unas cuantas arrugas más en tu cara?

Fenoglio sonreía. A lo mejor pensaba que Basta no podía causarle daño porque lo había inventado. Meggie no estaba tan segura de ello.

—Llevas manga larga —prosiguió Fenoglio despacio, como si quisiera darle tiempo a Basta para entender sus palabras— porque a tu señor le gusta jugar con fuego. Te quemaste los dos brazos, hasta los hombros, cuando incendiaste la casa de un hombre que se había atrevido a negarle su hija a Capricornio. Desde entonces, el fuego lo prende otro y tú te limitas a jugar con la navaja.

Basta saltó tan bruscamente que Paula se escurrió del regazo de Fenoglio y se escondió debajo de la mesa.

—¡Conque te gusta jugar al sabelotodo! —gruñó mientras colocaba la navaja debajo de la barbilla de Fenoglio—. Pero sólo has leído ese maldito libro. Bueno, ¿y qué?

Fenoglio le miró a los ojos. El cuchillo bajo su barbilla no parecía asustarle ni la mitad que a Meggie.

—Lo sé todo sobre ti, Basta —le dijo—. Sé que darías tu vida por Capricornio y que día tras día anhelas una alabanza suya. Sé que eras más joven que Meggie cuando sus hombres te recogieron y que desde entonces lo consideras una especie de padre. Pero ¿quieres que te revele algo? Capricornio te considera un estúpido y te desprecia por ello. Os desprecia a todos vosotros, sus leales hijos, a pesar de que él en persona se ha encargado de que sigáis siendo tontos. Y denunciaría sin vacilar a la policía a cualquiera de vosotros con tal de que le reportase alguna utilidad. ¿Te queda claro?

—¡Cierra tu sucia boca, viejo! —la navaja de Basta se situó amenazadoramente cerca del rostro de Fenoglio; por un instante Meggie pensó que le iba a rajar la nariz—. Tú no sabes nada de Capricornio. Sólo lo que has leído en tu estúpido libro. Creo que ahora debería cortarte el cuello.

—¡Espera!

Basta se volvió hacia Meggie.

—¡Tú no te metas! De ti me encargaré más tarde, sabandija —le advirtió.

Fenoglio se había apretado las manos contra el cuello y miraba a Basta desconcertado. Era obvio que había comprendido al fin que frente a su navaja no estaba seguro.

—¡En serio! ¡No puedes matarlo —gritó Meggie— o…!

Basta acarició con el pulgar la hoja de su navaja.

—¿O qué?

Meggie buscó, desesperada, las palabras adecuadas. ¿Qué debía responder? ¿Qué?

—O… o también morirá Capricornio —balbució—. ¡Sí! ¡Justo! Todos vosotros moriréis, tú, y Nariz Chata, y Capricornio… ¡Si matas al viejo, moriréis todos, porque él os ha creado!

Basta esbozó una mueca burlona, pero apartó la navaja. Y durante un instante Meggie creyó descubrir en sus ojos algo parecido al miedo.

Fenoglio lo miró, aliviado.

Basta retrocedió, observó con detenimiento la hoja de su navaja como si hubiera descubierto alguna mancha, y la frotó con el pico de su americana negra.

—¡No creo una sola palabra, que os quede claro! —exclamó—. La historia es tan disparatada que a lo mejor también le gusta escucharla a Capricornio. Por eso —lanzó una última mirada a la navaja reluciente, la cerró y volvió a metérsela en el cinto— no sólo nos llevaremos el libro y a la niña, sino también a ti, viejo.

Meggie oyó resoplar a Fenoglio y le entró tal miedo que sintió que se le paralizaba el corazón. Basta pensaba llevársela. «¡No! —se dijo—. De ninguna manera».

—¿Llevar? ¿Adónde? —preguntó Fenoglio.

—Que te lo cuente la niña —Basta señaló con una mueca de burla hacia Meggie—. Ella y su padre ya han tenido el honor de ser nuestros invitados. Alojamiento, comida, todo incluido.

—¡Pero eso es una locura! —exclamó Fenoglio—. ¡Creía que lo importante era el libro!

—Pues te has equivocado. Nosotros ni siquiera sabíamos que quedaba uno. Sólo teníamos que llevar de vuelta a Lengua de Brujo. A Capricornio no le gusta que sus invitados se vayan sin despedirse, y Lengua de Brujo es un invitado muy especial, ¿verdad, tesoro? —Basta guiñó un ojo a Meggie—. Pero no está aquí y yo tengo cosas mejores que hacer que esperarlo. En consecuencia, me llevaré a su hija y de ese modo él nos seguirá por propia voluntad aunque sea a trompicones. —Basta se acercó a Meggie y le colocó el pelo detrás de las orejas—. ¿A que es un señuelo precioso? —preguntó—. Créeme, viejo, con la pequeña en nuestro poder, tenemos a su padre agarrado por el aro de la nariz como a un oso de feria.

Meggie apartó su mano de un manotazo. Temblaba de rabia.

—¡No vuelvas a hacerlo! —le susurró Basta al oído.

Meggie se alegró de que en ese momento Nariz Chata bajase con estrépito por la escalera. Apareció sin aliento en la puerta de la cocina con un montón de libros debajo del brazo.

—¡Toma! —exclamó mientras los descargaba encima de la mesa—. Todos empiezan con ese medio círculo, y después viene siempre el redondel. Tal como tú lo dibujaste.

Colocó un papel pringoso junto a los libros. Sobre él estaban garabateadas una C desmañada y una O. Las letras parecían haber sido trazadas por una mano que se había tenido que esforzar mucho porque no sabía escribir.

Basta extendió los libros sobre la mesa y los separó con la navaja.

—Falsos —dijo empujando dos hacia el borde de la mesa hasta que aterrizaron en el suelo con las páginas dobladas—. Y éstos también. —Otros dos fueron a parar al suelo, y finalmente Basta también empujó los restantes fuera de la mesa—. ¿Estás completamente seguro de que no queda ninguno? —preguntó a Nariz Chata.

—¡Sí!

—Ay de ti si te equivocas. Créeme, no seré yo quien se busque problemas, sino tú.

Nariz Chata lanzó una mirada inquieta a los libros caídos a sus pies.

—Ah, sí, otro pequeño cambio: ¡también nos llevamos a éste! —Basta señaló con su navaja a Fenoglio—. Para que le cuente al jefe sus bonitas historias. Créeme, son muy interesantes. Y por si acaso guarda algún libro escondido, en casa tendremos tiempo de sobra para preguntárselo. Tú no pierdas de vista al viejo, yo vigilaré a la pequeña.

Nariz Chata asintió y tiró de Fenoglio, levantándolo de su silla. Basta agarró a Meggie por el brazo. Volver con Capricornio… Mientras Basta la arrastraba hacia la puerta de la cocina de Fenoglio, se mordió los labios para no echarse a llorar. No. Basta no la vería derramar ni una sola lágrima, no le daría ese gusto. «¡Al menos no han cogido a Mo!», pensó. Y de repente la asaltó otro pensamiento: ¿qué sucedería si se cruzase con ellos antes de abandonar el pueblo? ¿Qué pasaría si saliera a su encuentro en compañía de Elinor?

De pronto le entró muchísima prisa por marcharse, pero Nariz Chata se había detenido en la puerta abierta.

—¿Qué hacemos con la cría y con el llorón del armario? —inquirió.

El lloroso Pippo enmudeció y Fenoglio se quedó más blanco que la camisa de Basta.

—Bueno, viejo, ¿qué crees que voy a hacer con esos dos? —le preguntó Basta sarcástico—. No te será difícil adivinarlo, ya que presumes de saberlo todo sobre mí.

Fenoglio no lograba proferir palabra. Seguramente le pasaban por la cabeza todas las atrocidades que había inventado para su personaje.

Durante unos exquisitos minutos, Basta disfrutó del pavor que se reflejó en su rostro; luego se giró hacia Nariz Chata.

—Los niños se quedan aquí —le advirtió—. Con una mocosa es suficiente.

Fenoglio recuperó la voz a duras penas.

—¡Paula, marchaos a casa! —gritó mientras Nariz Chata lo obligaba a caminar por el pasillo—. ¿Me oís? ¡Marchaos a casa ahora mismo! Decidle a vuestra madre que estaré de viaje un par de días. ¿Entendido?

—Pasaremos de nuevo por tu casa —ordenó Basta en cuanto salieron a la calle—. He olvidado dejar a tu padre una nota. Al fin y al cabo tiene que saber dónde estás, ¿no te parece?

«¿Qué nota será ésa, si tú casi no sabes escribir bien dos letras seguidas?», pensó Meggie, pero evidentemente no lo dijo. Durante todo el trayecto la aterrorizó que pudieran encontrarse con Mo. Pero cuando llegaron a la puerta de casa, solamente una anciana bajaba por la callejuela.

—¡Una sola palabra y doy media vuelta y les retuerzo el pescuezo a los dos niños! —susurró Basta a Fenoglio cuando la mujer aminoró el paso.

—Hola, Rosalía —saludó Fenoglio con voz ronca—. Ya he encontrado otros inquilinos para mi casa, ¿qué te parece?

La desconfianza desapareció del rostro de Rosalía, y unos instantes después desapareció al final del callejón. Meggie abrió la puerta y dejó entrar por segunda vez a Basta y a Nariz Chata a la casa donde ella y Mo se habían sentido tan seguros.

En el pasillo recordó al gato gris. Escudriñó a su alrededor buscándolo, preocupada, pero no logró descubrirlo por ninguna parte.

—También tiene que salir el gato —dijo cuando se adentraron en el dormitorio—. De lo contrario se morirá de hambre.

Basta abrió la ventana.

—Ahora saldrá —anunció.

Nariz Chata soltó un resoplido desdeñoso, pero esta vez no hizo el menor comentario sobre las supersticiones de Basta.

—¿Puedo coger algo que ponerme? —preguntó Meggie.

Nariz Chata se limitó a soltar un gruñido. Fenoglio bajó los ojos mirándose con aire desdichado.

—Yo también necesitaría algo que ponerme —dijo, pero nadie le prestó atención.

Basta estaba ocupado dejando su nota. Con sumo cuidado, la punta de la lengua entre los dientes, grabó con la navaja su nombre en el armario. BASTA. Mo entendería de sobra el aviso.

Meggie guardó a toda prisa unas cuantas prendas en su mochila. Se dejó puesto el jersey de Mo. Cuando quiso meter los libros de Elinor entre la ropa, Basta se los arrebató de las manos con un gesto brusco.

—¡Éstos se quedan aquí! —vociferó.

No se toparon con Mo mientras se dirigían al coche de Basta. Ni tampoco durante el resto de aquel trayecto interminable.