UNA SIMPLE IDEA

—Es posible que todo eso sea verdad —dijo el espantapájaros—. Pero lo prometido es deuda, y las promesas hay que cumplirlas.

L. Frank Baum, El mago de Oz

Tras la marcha de Dedo Polvoriento, no viajaron a casa de Elinor.

—Meggie, ya sé que te prometí que iríamos a casa de Elinor —dijo su padre cuando estaban parados, algo perdidos, en la plaza, delante del monumento—. Pero me gustaría retrasar nuestra partida hasta mañana. Ya te he dicho que tengo que discutir un asunto con Fenoglio.

El viejo seguía en el mismo lugar donde había hablado con Dedo Polvoriento, mirando calle abajo. Sus nietos tiraban de él y le hablaban con insistencia, pero parecía no reparar en ellos.

—¿De qué quieres hablar con él?

Mo se sentó en los peldaños del monumento y estrechó a Meggie contra su cuerpo.

—¿Ves esos nombres? —preguntó señalando las letras cinceladas que hablaban de personas ya desaparecidas—. Detrás de cada nombre hay una familia, una madre o un padre, hermanos, acaso una esposa. Si uno de ellos averiguase que es capaz de despertar esas letras a la vida, que podría volver a ser de carne y hueso lo que ahora es únicamente un nombre, ¿no crees que él o ella harían todo lo posible por conseguirlo?

Meggie examinó la larga lista de nombres. A continuación del primero, alguien había pintado un corazón, y sobre las piedras situadas delante del monumento reposaba un ramo de flores secas.

—Nadie puede resucitar a los muertos, Meggie —prosiguió su padre—. A lo mejor es verdad que con la muerte comienza una nueva vida, pero el libro en el que está escrita aún no lo ha leído nadie y su autor seguro que no vive en un pueblecito de la costa y se dedica a jugar al fútbol con sus nietos. El nombre de tu madre no figura en una piedra como ésa, se esconde entre los pasajes de un libro y yo tengo una vaga idea de cómo cambiar lo que aconteció hace nueve años.

—¡Quieres volver!

—No, no. Te he dado mi palabra. ¿La he roto alguna vez?

Meggie negó con la cabeza. «La palabra que le diste a Dedo Polvoriento —pensó— sí que la has roto». Pero silenció ese pensamiento.

—Lo comprendes, ¿no? —inquirió su padre—. Quiero hablar con Fenoglio, ésa es la única razón por la que deseo quedarme aquí.

Meggie contempló el mar. El sol se había abierto paso a través de las nubes y de repente el agua comenzó a brillar y a relucir como si acabaran de teñirla.

—No está lejos de aquí —murmuró la niña.

—¿Qué?

—El pueblo de Capricornio.

Su padre miró hacia el este.

—Así es. Qué raro que al final haya sentado sus reales precisamente en estos parajes, ¿verdad? Como si hubiese buscado un lugar parecido al país en el que se desarrolla su historia.

—¿Y qué ocurrirá si nos encuentra?

—¡Pamplinas! ¿Sabes cuántos pueblos hay en esta costa?

Meggie se encogió de hombros.

—Ya te encontró una vez, y entonces estabas muy, pero que muy lejos.

—Fue gracias a Dedo Polvoriento, y éste seguro que no le ayuda de nuevo. —Su padre se levantó y la ayudó a ponerse en pie—. Acompáñame, preguntaremos a Fenoglio dónde podemos pasar la noche. Además, tiene pinta de necesitar compañía.

Fenoglio no les reveló si Dedo Polvoriento tenía el aspecto que él se había imaginado. Mientras lo acompañaban hasta su casa, se mostró muy lacónico. Sin embargo cuando Mo le comunicó que les gustaría quedarse allí un día más, su rostro se iluminó. Hasta les ofreció para pasar la noche una casa que de vez en cuando alquilaba a los turistas.

Mo aceptó agradecido.

El anciano y él conversaron hasta el anochecer, mientras los nietos de Fenoglio perseguían a Meggie por aquella casa llena de recovecos. Los dos hombres se sentaron en el despacho de Fenoglio. Estaba ubicado justo al lado de la cocina, y Meggie intentó escuchar pegando la oreja a la puerta, pero Pippo y Rico la sorprendían siempre y, agarrándola con sus manitas mugrientas, la arrastraban hasta la cercana escalera antes de que hubiera logrado oír unas cuantas palabras seguidas.

Al final desistió. Dejó que Paula le enseñara los gatitos que holgazaneaban con su madre en el diminuto jardín trasero de la vivienda, y siguió a los tres hacia la casa donde vivían sus padres. Permanecieron en ella el tiempo necesario para convencer a su madre de que los dejase quedarse a cenar con su abuelo.

Tomaron pasta con salvia. Pippo y Rico, con cara de asco, apartaban de la pasta esa hierba de sabor acre, pero a Meggie y a Paula las hojas churruscantes les gustaban. Después de la cena, Mo y Fenoglio se bebieron una botella entera de vino tinto, y cuando el anciano condujo finalmente a Meggie y a su padre hasta la puerta, se despidió con estas palabras:

—Entonces, de acuerdo, Mortimer. Tú te ocupas de mis libros y yo me pongo a trabajar mañana mismo.

—¿De qué trabajo habla, Mo? —le preguntó su hija mientras recorrían juntos las callejuelas mal iluminadas. La noche apenas había refrescado. Un viento extraño y desconocido recorría el pueblo, caliente y arenoso, como si procediera del desierto situado más allá del mar.

—Preferiría que no le dieras más vueltas a ese asunto —repuso su padre—. Deja que durante unos días nos comportemos como unos simples turistas. Creo que todo esto tiene pinta de lugar de vacaciones, ¿no te parece?

Meggie contestó con una inclinación de cabeza. Sí, la verdad era que su padre la conocía al dedillo; con harta frecuencia adivinaba sus pensamientos antes de que se los comunicase, pero de vez en cuando se olvidaba de que ella ya no tenía cinco años y que ahora precisaba algo más que unas palabras amables para ahuyentar sus preocupaciones.

«¡De acuerdo! —pensaba mientras seguía en silencio a su padre por el pueblo dormido—. Si no me quiere contar lo que Fenoglio pretende, le preguntaré a cara de tortuga en persona. Y si él tampoco me lo revela, uno de sus nietos lo averiguará para mí…». Meggie ya no podía esconderse debajo de una mesa sin ser vista, pero Paula aún tenía el tamaño justo para convertirse en espía.