BASTA

Me imaginé que en aquel sendero que ahora se veía tan apacible habrían retumbado los gritos; e incluso llegué a creer que los oía todavía.

Robert L. Stevenson, La isla del tesoro

Cuando su padre se detuvo, Meggie se despertó. Habían alcanzado casi la cresta de la colina. Aún estaba oscuro, pero la noche palidecía y a lo lejos levantaba ya su falda para el nacimiento de una nueva mañana.

—Tenemos que descansar, Dedo Polvoriento —oyó decir Meggie a su padre—. El chico se tambalea, los pies de Elinor seguro que precisan un poco de reposo, y si quieres saber mi opinión, este lugar es tan bueno como cualquier otro.

—¿Qué pies? —preguntó Elinor dejándose caer al suelo con un gemido—. ¿Te refieres a esos muñones doloridos situados al final de mis piernas?

—Exacto —contestó Mo mientras la ayudaba a levantarse—. Pero todavía hay que caminar unos metros más. Descansaremos ahí enfrente.

A unos cincuenta metros a su izquierda, en la cima de la colina, se veía entre los olivos una casa, suponiendo que mereciese ese nombre. Meggie se descolgó por la espalda de su padre antes de emprender la ascensión. Los muros parecían construidos a toda prisa, como si alguien se hubiese limitado a apilar las piedras unas encima de otras, el tejado se había desplomado y en el lugar donde debía de haber existido una puerta, ahora bostezaba un agujero negro.

Mo necesitó agacharse mucho para atravesarlo. Las ripias rotas del tejado cubrían el suelo; en un rincón se veía un saco vacío, fragmentos de cerámica, quizá de un plato o de una fuente, y unos huesos, pulcramente roídos.

Mo suspiró.

—No es un sitio muy confortable, Meggie —le dijo—, pero imagínate que te encuentras en el escondite de los niños perdidos o…

—… en el barril de Huckleberry Finn —Meggie miró a su alrededor—. Creo que, pese a todo, prefiero dormir fuera.

Elinor entró. El alojamiento tampoco a ella pareció gustarle demasiado.

Mo le dio un beso a su hija y se encaminó hacia la puerta.

—¡Creedme, aquí dentro estamos más seguros! —aseveró.

Meggie lo miró intranquila.

—¿Adónde vas? Tú también necesitas dormir.

—¡Qué va, no estoy cansado! —No obstante, la expresión de su rostro desmentía sus palabras—. Ahora, a dormir, ¿de acuerdo? —Y acto seguido desapareció en el exterior.

Elinor apartó las ripias rotas con los pies.

—Ven —le dijo despojándose de la chaqueta y extendiéndola sobre el suelo—. Vamos a intentar instalarnos bien cómodas juntas. Tu padre tiene razón, nos imaginaremos que estamos en otro lugar. ¿Por qué las aventuras resultan mucho más divertidas cuando las lees? —murmuró mientras se tumbaba en el suelo.

Meggie se tendió, vacilante, a su lado.

—Al menos no llueve —constató Elinor con una mirada al techo derrumbado—. Y tenemos las estrellas por encima de nosotros, aunque ya palidecen. A lo mejor debería mandar que me abrieran un par de agujeros en el tejado de mi casa. —Con un ademán impaciente indicó a Meggie que apoyara la cabeza en su brazo—. Para que no te entren arañas en los oídos mientras duermes —precisó cerrando los ojos—. Ay, Señor —la oyó murmurar Meggie—. Creo que tendré que comprar un par de pies nuevos. Éstos no tienen salvación —y dichas estas palabras, se durmió…

Meggie, sin embargo, yacía con los ojos muy abiertos y los oídos prestos. Oyó a su padre hablar en voz baja con Dedo Polvoriento. ¿De qué? No logró entenderlo. En una ocasión creyó oír el nombre de Basta. Farid también se había quedado fuera. Pero del chico no se oía ni chispa.

Elinor empezó a roncar al cabo de pocos minutos. Meggie, sin embargo, no lograba conciliar el sueño por más que lo intentaba, así que se levantó con absoluto sigilo y salió al exterior. Su padre permanecía despierto. Sentado con la espalda apoyada en un árbol, contemplaba cómo la mañana ahuyentaba a la noche por encima de las colinas circundantes. Dedo Polvoriento se había alejado unos metros. Cuando Meggie abandonó la choza, él levantó fugazmente la cabeza. ¿Pensaría en el fuego y en los duendes? Farid yacía a su lado, enroscado como un perro, y Gwin se acurrucaba a sus pies mordisqueando algo, Meggie apartó deprisa la vista.

El alba se apoderaba de las colinas, conquistando una cima tras otra. Meggie descubrió casas a lo lejos, diseminadas como juguetes por las laderas verdes. En algún lugar de allí detrás debía de estar el mar. La niña colocó la cabeza en el regazo de su padre y alzó los ojos hacia su rostro.

—Aquí ya no nos encontrarán, ¿verdad? —preguntó.

—No, seguro que no —respondió su padre, pero la expresión de su rostro denotaba mucha más preocupación que su voz—. ¿Por qué no duermes con Elinor?

—Ronca —murmuró Meggie.

Su padre sonrió. Acto seguido volvió a acechar con el ceño fruncido pendiente abajo, al lugar por donde, oculto por jaras, aulagas y hierba alta, discurría el camino que los había conducido hasta allí.

Tampoco Dedo Polvoriento quitaba ojo del sendero. La visión de los dos hombres vigilantes tranquilizó a Meggie y pronto se sumió en un sueño tan profundo como el de Farid… como si ante la casa en ruinas la tierra no estuviera cubierta de zarzas, sino de edredones de pluma. Cuando su padre la despertó sacudiéndola y le tapó la boca con la mano, lo juzgó una pesadilla.

Su padre se puso un dedo sobre los labios a modo de advertencia. Meggie oyó crujidos en la hierba y los gañidos de un perro. Mo la ayudó a levantarse y los condujo a ella y a Farid hacia la protectora oscuridad de la choza. Elinor continuaba roncando. La luz que la mañana en ciernes derramaba sobre su rostro la hacía parecer una chica joven, pero en cuanto Mo la despertó, el cansancio, las preocupaciones y el miedo se abatieron sobre ella.

Mo y Dedo Polvoriento se situaron junto a la abertura de la puerta con la espalda pegada al muro, uno a la izquierda, otro a la derecha. Unas voces masculinas rompían el silencio de la mañana. Meggie creyó oír el jadeo de los perros y deseó disolverse en el aire, en aquel aire inodoro e invisible. Farid estaba a su lado, con los ojos abiertos como platos. Meggie reparó por vez primera en que eran casi negros. Nunca había visto unos ojos tan negros, de pestañas largas como las de una chica.

Elinor, apoyada en la pared de enfrente, se mordía los labios de miedo. Dedo Polvoriento hizo una señal a Mo, y antes de que Meggie comprendiera lo que ambos se proponían, salieron al exterior. Los olivos tras los que se ocultaron tenían el tronco corto y sus ramas enmarañadas pendían hasta el suelo, como si el peso de las hojas los abrumara. Un niño habría podido ocultarse con facilidad detrás de ellas, pero ¿ofrecían también protección suficiente para dos adultos?

Meggie acechaba por la abertura de la puerta, ahogada casi por los latidos de su propio corazón. Fuera, el sol iba ascendiendo en el cielo. La luz del día penetraba en cada valle, bajo cada árbol y, de repente, Meggie deseó que llegara de nuevo la noche. Mo se había arrodillado para que no se divisara su cabeza por encima de la maraña de ramas. Dedo Polvoriento se apretaba contra el tronco encorvado y allí, muy cerca, a veinte pasos a lo sumo de ambos, vieron a Basta ascendiendo por la ladera entre los cardos y las hierbas que le llegaban a la altura de la rodilla.

—¡Ésos estarán ya abajo, en el valle! —oyó Meggie que decía una voz gruñona, y al instante siguiente Nariz Chata apareció junto a Basta. Traían consigo dos perros de mala catadura. Meggie vio cómo sus poderosas cabezas olfateaban la hierba.

—¿Con los dos niños y la gorda? —Basta meneó la cabeza y escudriñó en torno suyo.

Farid atisbo por delante de Meggie… y, al divisar a los dos hombres, retrocedió como si algo le hubiera mordido.

—¿Basta? —Los labios de Elinor dibujaron su nombre sin pronunciarlo.

Meggie asintió y Elinor palideció más aún si cabe.

—Maldita sea, Basta, ¿cuánto tiempo pretendes seguir pateando estos parajes? —La voz de Nariz Chata resonó muy lejos en el silencio de las colinas—. Dentro de poco se animarán las serpientes, y tengo hambre. Contaremos que se han despeñado con el coche hasta el valle. Si le damos un empujón más a ese trasto, nadie descubrirá la mentira. Seguro que las serpientes, acabarán con ellos de todos modos. Y si no, se perderán, se morirán de hambre, sufrirán una insolación, qué sé yo. Sea como fuere, no volveremos a verlos jamás.

—¡Les ha dado queso! —Basta, enfurecido, tiraba con violencia de los perros—. El maldito comefuego los alimentó con queso para arruinar su olfato. Pero nadie quiso creerme. No es de extrañar que aúllen de alegría cada vez que ven su horrenda cara.

—Les pegas demasiado —gruñó Nariz Chata—. Por eso no se esfuerzan. A los perros no les gusta que les peguen.

—Bobadas. Hay que pegarles, pues te muerden. Por eso quieren al comefuego, porque es igual que ellos, un llorica taimado y mordedor.

Uno de los perros se tumbó en la hierba y se lamió las patas. Iracundo, Basta le propinó una patada en el flanco y lo levantó de un tirón.

—Tú puedes regresar al pueblo —rugió a Nariz Chata—. Pero yo le echaré el guante al comefuego y le cortaré los dedos uno por uno. Ya veremos si después sigue siendo tan hábil con sus pelotas. Siempre he dicho que no se puede confiar en él, pero al jefe sus jueguecitos con el fuego le parecían taaaan entretenidos.

—Vale, vale, todo el mundo sabe que nunca lo has tragado —la voz de Nariz Chata sonaba aburrida—. Pero a lo mejor no tiene nada que ver con la desaparición de los otros. Ya sabes que él siempre ha venido y se ha marchado cuando le ha venido en gana, a lo mejor aparece cualquier día de éstos y resulta que no sabe nada de nada.

—Sí, sería capaz —gruñó Basta; siguió andando y con cada paso se acercaba más a los árboles tras los que se ocultaban Mo y Dedo Polvoriento—. Pero la llave del coche de la gorda la cogió Dedo Polvoriento de debajo de mi almohada, ¿verdad? No, esta vez de nada le servirá la mejor de las excusas. Porque además se ha llevado algo que me pertenece.

Dedo Polvoriento se echó la mano al cinto en un gesto involuntario, como si temiera que la navaja de Basta fuese capaz de llamar a su dueño. Uno de los perros alzó la cabeza venteando y tiró con fuerza de Basta en dirección a los árboles.

—¡Ha olfateado algo! —Basta bajó la voz, ronca por la excitación—. ¡Este estúpido animal ha olido algo!

Le quedaban unos diez pasos, puede que menos todavía, para llegar a los árboles. ¿Qué hacer? ¿Qué podían hacer?

Nariz Chata caminaba pesadamente tras Basta con expresión de desconfianza.

—Deben de haber olfateado un jabalí —le oyó decir Meggie—. Hay que tener cuidado con esas bestias, te derriban sin vacilar. Ay, maldita sea, creo que ahí hay una serpiente. Una de las negras. Llevas el antídoto en el coche, ¿no?

Tieso como un palo, sin moverse un ápice del sitio, clavaba los ojos delante de sus pies. Basta no le prestaba atención. Seguía al perro que olisqueaba. Unos pasos más y Mo podría tocarlo con la mano. Basta se quitó la escopeta del hombro y se detuvo, aguzando el oído. Los perros dieron un tirón hacia la izquierda y saltaron aullando hacia una de las ramas del árbol.

Gwin estaba agazapada entre las ramas.

—¿Qué te dije? —exclamó Nariz Chata—. ¡Han olido una marta! Esos bichos apestan tanto que hasta yo sería capaz de seguir su rastro.

—Ésa no es una marta corriente —silabeó Basta—. ¿No la reconoces? —inquirió clavando sus ojos en la choza derruida.

Mo aprovechó la ocasión y, saltando desde detrás del árbol, agarró a Basta e intentó arrancarle la escopeta de las manos.

—¡Atacad! ¡Atacadlo, asquerosos perros falderos! —bramó Basta.

Esa vez los canes obedecieron la orden y se abalanzaron sobre Mo enseñando los dientes amarillentos.

Antes de que Meggie pudiera correr hacia su padre para ayudarle, Elinor la sujetó igual que había hecho en su casa, a pesar de la resistencia de la niña.

Pero esta vez alguien echó una mano a Mo. Antes de que los perros llegaran a morderle, apareció Dedo Polvoriento. Cuando los apartó tirando de sus collares, Meggie pensó que le destrozarían, pero en lugar de eso lamieron sus manos, saltaron hacia él como si fuera un viejo amigo y estuvieron a punto de derribarlo mientras Mo le tapaba la boca a Basta con la mano para evitar que volviera a llamarlos.

Sin embargo, aún quedaba Nariz Chata. Por fortuna no era muy rápido de entendederas. Ese instante fugaz en el que se limitó a quedarse quieto mirando de hito en hito a Basta, que se retorcía entre los brazos de Mo, los salvó.

Dedo Polvoriento condujo a los perros hasta el árbol más próximo y, mientras ataba las correas al tronco rugoso, Nariz Chata salió de su estupefacción.

—¡Suéltalos! —gritó apuntando a Mo con la escopeta.

Dedo Polvoriento soltó a los perros maldiciendo entre dientes, pero la piedra que arrojó Farid fue más rápida y acertó a Nariz Chata en plena frente. Era un objeto de tamaño insignificante, pero el gigante se desplomó sobre la hierba, justo a los pies de Dedo Polvoriento, como un árbol recién talado.

—¡Quítame a los perros de encima! —gritó Mo, mientras Basta intentaba utilizar su escopeta.

Uno de los perros mordía con tesón la manga de Mo. Ojalá fuera sólo la manga.

Elinor intentó sujetar a Meggie, pero ésta echó a correr hacia la fiera y la agarró por el collar mellado. El perro no soltaba su presa por más tirones que le daba. Meggie vio sangre en la manga de su padre y por poco le ponen en la cabeza el cañón de la escopeta.

Dedo Polvoriento intentó llamar de nuevo a los perros, que en un principio le obedecieron, al menos soltaron a Mo. Sin embargo, en el ínterin Basta consiguió liberarse.

—¡Atacad! —vociferó, y los perros se quedaron gruñendo indecisos entre obedecer a Basta o a Dedo Polvoriento.

—¡Falderos del diablo! —rugió Basta apuntando con la escopeta al pecho de Mo, pero en ese preciso momento Elinor le puso en la cabeza la boca del cañón de la escopeta de Nariz Chata.

Le temblaban las manos y tenía la cara enrojecida, como siempre que se excitaba, pero parecía decidida a utilizar el arma.

—¡Baja la escopeta! —ordenó con voz temblorosa—, y ay de ti si vuelves a decir una mala palabra a los perros. Puede que no haya sostenido nunca un arma entre las manos, pero te garantizo que conseguiré apretar el gatillo.

—¡Apartaos! —ordenó Dedo Polvoriento a los perros.

Los animales dirigieron una mirada insegura a Basta, pero cuando éste calló, se tumbaron en la hierba y dejaron que Dedo Polvoriento los amarrase al árbol más cercano.

La manga dé Mo se iba empapando de sangre. Al verla, Meggie notó que se mareaba.

Dedo Polvoriento vendó la herida con un pañuelo de seda rojo que embebía la sangre, ocultándola.

—No es ni la mitad de grave de lo que aparenta —explicó a la niña cuando se acercó con las rodillas temblorosas.

—¿Tienes algo en la mochila con que podamos atar a ése? —preguntó Mo señalando con la cabeza a Nariz Chata, que seguía inconsciente.

—Este navajero también necesita que lo empaquetemos —advirtió Elinor.

Basta la miró con una expresión rebosante de odio.

—¡No me mires así! —le ordenó ella poniéndole el cañón de la escopeta en el pecho—. Un arma de éstas puede hacer el mismo daño que un cuchillo, y, créeme, me pasan por la cabeza unas ideas perversas.

Basta torció la boca con desprecio, pero no quitaba ojo al índice de Elinor, que no se apartaba del gatillo.

En la mochila de Dedo Polvoriento hallaron una cuerda, no muy gruesa, pero sí fuerte.

—No bastará para los dos —constató Dedo Polvoriento.

—¿Por qué queréis atarlos? —preguntó Farid—. ¿Por qué no los matáis? ¡Eso es lo que ellos pretendían hacer con nosotros!

Meggie lo miró desilusionada, pero Basta se echó a reír.

—¡Qué cosas! —se burló—. ¡No nos habría venido mal este chico! Pero ¿quién dice que deseábamos mataros? Capricornio os quiere vivos. Los muertos no leen.

—¿Ah, sí? Y tú, ¿no pretendías cortarme unos cuantos dedos? —preguntó Dedo Polvoriento mientras ceñía la cuerda alrededor de las piernas de Nariz Chata.

Basta se encogió de hombros.

—¿Desde cuándo se muere uno por eso?

Elinor se desquitó atizándole tan fuerte en las costillas con el cañón de la escopeta, que retrocedió dando un traspié.

—¿Habéis oído eso? Creo que el chico tiene razón. Quizá deberíamos pegarles un tiro a estos tipos.

Pero no lo hicieron, claro.

En la mochila de Nariz Chata encontraron otra cuerda, y Dedo Polvoriento comenzó a atar a Basta con visible satisfacción. Farid le echó una mano. Era evidente que conocía el oficio.

Condujeron a sus dos prisioneros a la casa derruida.

—Muy amable por nuestra parte, ¿no es cierto? Aquí, de momento, las serpientes os dejarán en paz —informó Dedo Polvoriento mientras introducían a Basta por la estrecha puerta—. Como es lógico, a mediodía hará mucho calor, pero quizás os hayan encontrado para entonces. A los perros, los soltaremos. Si son listos, no regresarán corriendo al pueblo, aunque esos animales suelen ser tontos… de modo que toda la banda os estará buscando esta tarde.

Nariz Chata no se despertó hasta que estuvo tirado junto a Basta bajo el tejado agujereado. Sus ojos giraban furiosos en las órbitas y se puso más colorado que la grana, pero no fue capaz de proferir palabra, ni Basta tampoco, pues Farid los había amordazado a ambos, con mucha profesionalidad también.

—Un momento —dijo Dedo Polvoriento antes de abandonar a ambos a su suerte—. Nos queda una tarea pendiente que resolver, algo que siempre he deseado hacer.

Meggie, horrorizada, lo vio sacar la navaja de Basta del cinturón y acercarse con ella a los prisioneros.

—¿Qué significa esto? —le preguntó Mo interponiéndose en su camino.

Era obvio que pensaba lo mismo que Meggie. Dedo Polvoriento, sin embargo, se limitó a sonreír.

—Tranquilo, no voy a trazar en su cara el mismo dibujo con el que él embelleció la mía —le comunicó—. Sólo quiero atemorizarlo un poco.

Y, agachándose, cortó de un tajo la cinta de cuero que Basta llevaba al cuello. De ella colgaba una bolsita cerrada con una cinta roja. Dedo Polvoriento se inclinó sobre Basta y balanceó la bolsa de un lado a otro por encima de su rostro.

—Me llevo tu suerte, Basta —dijo en voz baja mientras se incorporaba—. Ahora nada te protege del mal de ojo, ni de los espíritus y demonios, ni de las maldiciones, ni de los gatos negros, ni de cualquier otra cosa que pueda aterrorizarte.

Basta intentó propinarle patadas con las piernas atadas, pero Dedo Polvoriento las esquivó sin dificultad.

—¡Hasta nunca, Basta! —exclamó—. Y si nuestros caminos vuelven a cruzarse, recuerda que tengo esto —anudó la cinta de cuero debajo de su nuca—. ¿Seguro que contiene un mechón de tu cabello, eh? ¿No? Pues quizá sería conveniente que me llevase uno. ¿No provoca unos efectos espantosos exponer al fuego el pelo de otra persona?

—¡Déjalo ya! —dijo Mo tirando de él—. Vámonos. Quién sabe si Capricornio los echará en falta. ¿Te he contado que no quemó todos los libros? Aún queda un ejemplar de Corazón de tinta.

Dedo Polvoriento se detuvo en seco, como si le hubiera mordido una serpiente.

—Pensé que debías saberlo —Mo le miró pensativo—. Aunque acaso te haga discurrir ideas estúpidas.

Dedo Polvoriento se limitó a asentir. Acto seguido se alejó en silencio.

—¿Por qué no nos llevamos su coche? —propuso Elinor cuando regresaron al sendero por el que habían llegado—. Seguro que lo han dejado aparcado en la carretera.

—Es demasiado peligroso —contestó Dedo Polvoriento—. Quién sabe lo que nos aguarda en la carretera. Además, nos llevaría más tiempo volver que llegar al próximo pueblo, y un coche así es fácil de encontrar. ¿Quieres acaso poner a Capricornio tras nuestra pista?

Elinor suspiró.

—Era una simple idea —murmuró masajeándose sus doloridos tobillos.

No se apartaron del camino, pues entre la hierba alta ya rebullían las serpientes. En una ocasión, una de ellas, negra y delgada, se arrastró ante sus ojos por la tierra amarillenta. Dedo Polvoriento introdujo un palo bajo su cuerpo escamoso y la devolvió al zarzal del que procedía. Meggie se imaginaba a las serpientes más grandes, pero Elinor le aseguró que las más peligrosas eran las pequeñas. Elinor cojeaba, aunque hacía todo lo posible por no retrasar a los demás. También Mo caminaba más despacio de lo habitual. Intentaba disimularlo, pero la mordedura del perro le molestaba.

Meggie iba muy cerca de él, observando con preocupación una y otra vez el pañuelo rojo que Dedo Polvoriento había anudado alrededor de la herida. No tardaron en llegar a una carretera asfaltada. Un camión cargado de bombonas de gas herrumbrosas venía hacia ellos. Estaban demasiado cansados para ocultarse y además venía en dirección contraria al pueblo de Capricornio; Meggie vio cómo el hombre sentado tras el volante los observaba asombrado al cruzarse con ellos. Debían de ofrecer un aspecto deplorable, con sus ropas sucias, empapadas de sudor y desgarradas por los numerosos zarzales que habían sorteado con mucho esfuerzo.

Al poco rato divisaron las primeras casas… Cada vez había más colgadas de las laderas, enlucidas de colores y con flores delante de la puerta. Pronto llegaron a las afueras de una población de considerable tamaño. Meggie vio edificios de muchos pisos, palmeras con hojas polvorientas y de repente, en la lejanía y plateado por el sol, el mar.

—¡Dios mío, espero que nos permitan entrar en algún banco! —exclamó Elinor—. Tenemos pinta de haber sido atacados por una cuadrilla de bandidos.

—Bueno, eso es lo que nos ha pasado —replicó Mo—. ¿O no?