Kaa agachó la cabeza y la colocó suavemente sobre el hombro de Mowgli.
—Un corazón valiente y una lengua cortés —alabó—. Con eso llegarás lejos en la selva, niño humano. Pero ahora márchate enseguida con tus amigos. Échate a dormir, porque ya se está poniendo la luna y lo que viene a continuación no está destinado a tus ojos.
Rudyard Kipling, El libro de la selva
La verdad es que les trajeron comida en abundancia. Hacia el mediodía, una mujer les llevó pan y aceitunas, y al anochecer, pasta que olía a romero fresco. Eso no acortó las horas, que se les hicieron eternas, ni tampoco la barriga llena disipó el miedo a lo que podía depararles el día siguiente. Eso no lo habría logrado ni siquiera un libro, pero era inútil pensarlo. Allí no había libros, sino paredes sin ventanas y una puerta cerrada. Al menos del techo colgaba una bombilla nueva, así no tuvieron que matar el tiempo sentados a oscuras. Meggie escudriñaba sin cesar la rendija de debajo de la puerta para comprobar si se hacía de noche. Se imaginaba a los lagartos tumbados fuera al sol. Había visto unos cuantos en la plaza de la iglesia. El de color verde esmeralda que había salido serpenteando de entre las monedas ¿habría acertado a salir al exterior? ¿Qué habría sido del chico? Cada vez que Meggie cerraba los ojos, veía su cara de consternación.
Se preguntaba si a Mo le pasarían por la cabeza los mismos pensamientos. Desde que habían vuelto a encerrarlos apenas había pronunciado palabra. Se había dejado caer sobre el lecho de paja con la cara vuelta hacia la pared. Elinor no se mostraba más locuaz.
—¡Cuánta generosidad! —se había limitado a murmurar después de que Cockerell echase el cerrojo de la puerta tras ellos—. Nuestro anfitrión nos ha obsequiado con otros dos montones de paja mohosa.
Tras sentarse en un rincón con las piernas estiradas, empezó a examinar con expresión sombría primero sus rodillas y después la pared mugrienta.
—¿Mo? —preguntó Meggie cuando el silencio le resultó insoportable—. ¿Qué crees que harán con el chico? ¿Y cuál es ese amigo que tienes que sacar del libro para Capricornio?
—No lo sé, Meggie —contestó su padre sin volverse.
Lo dejó, pues, en paz, se construyó una cama de paja a su lado y caminó despacio a lo largo de las paredes desnudas. ¿Se encontraba el chico desconocido detrás de alguna de ellas? Pegó la oreja a la pared. No se oía el menor ruido. Alguien había grabado su nombre en el revoque: Ricardo Bentone, 19/5/96. Meggie recorrió las letras con el dedo. Dos palmos más allá halló un segundo nombre, y un tercero. Meggie se preguntó qué habría sido de ellos, de Ricardo, y de Ugo, y de Bernardo… «A lo mejor también yo debería grabar el mío —pensó la niña—, por si acaso…». Por precaución se negó a concluir la frase en su mente.
Detrás de ella, Elinor se estiró en su lecho de paja suspirando. Cuando Meggie se volvió hacia ella, le sonrió.
—¡Qué no daría yo ahora por un peine! —dijo apartando los cabellos de su frente—. Jamás habría osado imaginar que en una situación semejante echaría de menos un peine, pero así es. Cielos, ya me he quedado sin horquillas. Debo de parecer una bruja o un cepillo de fregar que ha conocido tiempos mejores.
—Qué va, la verdad es que tienes muy buen aspecto. Y de todos modos, las horquillas se te caían siempre —dijo Meggie—. Hasta creo que pareces más joven.
—¿Más joven? Hum, si tú lo dices… —Elinor contempló su cuerpo. Su jersey gris ratón estaba muy sucio y sus medias tenían nada menos que tres carreras—. ¡Cómo me has ayudado en la iglesia…! —dijo, estirándose el borde de la falda sobre las rodillas—. Has sido muy amable. Tenía miedo de que se me doblaran las piernas como si fuesen de goma. No sé qué me pasa. Me siento distinta, como si la buena y vieja Elinor hubiera vuelto a casa dejándome aquí sola. —Sus labios empezaron a temblar y por un instante Meggie creyó que estaba a punto de llorar, pero por lo visto la vieja Elinor aún seguía allí—. ¡Sí, en eso se nota otra vez! —prosiguió—. En la necesidad de demostrar de qué pasta está hecha una. Yo siempre pensé que estaba hecha de roble, pero por lo visto ha resultado ser más bien madera de peral o de cualquier otra clase blanda como la mantequilla. Basta con que uno de esos mierdas juguetee con su cuchillo delante de mis narices para que empiecen a saltar virutas.
Ahora sí que se desató el llanto, por mucho que Elinor intentó contenerlo. Se pasó el dorso de la mano por los ojos, irritada.
—Creo que te estás portando bien, Elinor. —Mo seguía con la cara vuelta hacia la pared—. Creo que las dos os estáis portando bien. Y yo debería retorcerme el pescuezo con mis propias manos por haberos metido en todo este embrollo.
—¡Bobadas! ¡Si hubiera que retorcerle el pescuezo a alguien, sería al tal Capricornio! —exclamó Elinor—. Y a ese fulano llamado Basta. Ay, Dios mío, jamás habría osado imaginar que sentiría un placer ilimitado al asesinar a otra persona. Sin embargo, estoy segura de que si alguna vez pudiera rodear el cuello de Basta con mis dedos…
Cuando reparó en la mirada estupefacta de Meggie, enmudeció con aire culpable, pero la niña se limitó a encogerse de hombros.
—A mí me pasa lo mismo —murmuró y empezó a raspar una M en la pared con la llave de su bicicleta. ¡Increíble! ¡Aún conservaba la llave en el bolsillo del pantalón! Como un recuerdo de otra vida.
Elinor pasó el dedo por una de las carreras de sus medias y Mo se puso boca arriba y clavó la vista en el techo.
—Cuánto lo siento, Meggie —dijo de pronto—. Cuánto siento haberme dejado arrebatar el libro.
Meggie raspó una E mayúscula en la pared.
—Bueno, de todos modos eso no cambia nada —dijo dando un paso atrás. Las ges de su nombre parecían oes mordisqueadas—. Lo más seguro es que nunca hubieras conseguido traerla de vuelta.
—Sí, seguramente —murmuró Mo, fijando de nuevo los ojos en el techo.
—No es culpa tuya, Mo —le dijo Meggie.
«Lo importante es que estés conmigo —quiso añadir—. Lo importante es que Basta jamás vuelva a poner su navaja en tu garganta. Yo no me acuerdo de ella, sólo la conozco por un puñado de fotos…».
Pero se calló, porque sabía que sus palabras, en lugar de consolar a su padre, lo entristecerían todavía más. Meggie intuyó por primera vez lo mucho que él añoraba a su esposa. Y durante un instante enloqueció… de celos.
Raspar una I en el revoque fue fácil… A continuación apartó la llave de la bicicleta.
Unos pasos se aproximaban por el exterior.
Cuando se detuvieron, Elinor se apretó la boca con la mano. Basta abrió la puerta de golpe. Le seguía una mujer; Meggie reconoció a la vieja que había visto en casa de Capricornio. Con cara avinagrada pasó pegada a Basta y colocó un vaso y un termo en el suelo.
—¡Como si no tuviera bastante que hacer! —gruñó antes de salir—. Ahora tenemos que alimentar encima a estos señoritos. Al menos obligadlos a trabajar, ya que tenéis que retenerlos aquí.
—Eso díselo a Capricornio —se limitó a responder Basta.
Después sacó su navaja, sonrió a Elinor y limpió la hoja en su chaqueta. Fuera anochecía, y su camisa blanca como el jazmín brillaba a la luz del crepúsculo.
—Que te aproveche el té, Lengua de Brujo —dijo mientras se deleitaba con el miedo que traslucía el rostro de Elinor—. Mortola ha echado tanta miel en el termo que con el primer trago a lo mejor se te pega la boca, pero seguro que mañana tu garganta estará como nueva.
—¿Qué habéis hecho con el chico? —quiso saber Mo.
—Oh, creo que lo han metido justo al lado. Cockerell lo someterá mañana a la prueba de fuego, tras la cual sabremos si nos servirá para algo.
Mo se incorporó.
—¿La prueba de fuego? —preguntó; su voz sonó amarga y burlona al mismo tiempo—. Bueno, seguro que tú no la has superado. Hasta las cerillas de Dedo Polvoriento te asustan.
—¡Vigila tu lengua! —le siseó Basta—. Una palabra más y te la corto, por valiosa que sea.
—Ni se te ocurra —advirtió Mo mientras se levantaba.
Se tomó tiempo para llenarse el vaso de té humeante.
—Eso ya se verá. —Basta bajó la voz, como si tuviera miedo de que lo oyeran—. Pero tu hijita también tiene lengua, y la suya no es tan valiosa como la tuya.
Mo le arrojó el vaso con el té caliente, pero Basta cerró la puerta tan deprisa que el recipiente se hizo añicos al chocar contra ella.
—¡Te deseo felices sueños! —gritó desde fuera mientras echaba el cerrojo—. Mandaré que te traigan otro vaso. Volveremos a vernos mañana.
Tras su marcha, ninguno de ellos pronunció palabra. Durante un buen rato guardaron silencio.
—Mo, cuéntame algo —susurró Meggie.
—¿Qué quieres que te cuente? —preguntó su padre pasándole el brazo por los hombros.
—Que estamos en Egipto —le rogó en voz baja—, buscando tesoros y soportando tormentas de arena y escorpiones y todos esos espantosos espíritus que se alzan de sus tumbas para vigilar sus tesoros.
—¡Ah, ese cuento! —dijo Mo—. ¿No me lo inventé por tu octavo cumpleaños? Por lo que recuerdo es bastante tenebroso.
—¡Sí, mucho! —afirmó Meggie—. Pero termina bien. Todo termina bien y regresamos cargados de riquezas.
—Yo también quiero oírlo —dijo Elinor con voz temblorosa. Seguro que todavía pensaba en el cuchillo de Basta.
Mo comenzó la narración, sin el crujido de las páginas, sin el interminable laberinto de las letras.
—Mo, al narrar nunca ha salido nada, ¿verdad? —preguntó Meggie preocupada.
—No —respondió su padre—. Para eso se requiere un poco de tinta de imprenta y una cabeza ajena que haya inventado la historia.
A continuación prosiguió su relato, y Meggie y Elinor escucharon atentamente hasta que su voz las trasladó lejos, muy lejos. Y se durmieron.
A todos ellos los despertó el mismo ruido. Alguien manipulaba la cerradura de la puerta. Meggie creyó oír una maldición ahogada.
—¡Oh, no! —cuchicheó Elinor, que fue la primera en ponerse de pie—. ¡Ahora vienen a por mí! La vieja los ha convencido. ¿Para qué alimentarnos? A ti, quizá —dijo lanzando una mirada nerviosa a Mo—, pero a mí, ¿para qué?
—Colócate junto a la pared, Elinor —le aconsejó Mo mientras colocaba a Meggie tras él—. Permaneced ambas lejos de la puerta.
Se escuchó el chasquido sordo de la cerradura y alguien abrió la puerta lo justo para deslizarse por ella. Era Dedo Polvoriento. Tras echar un vistazo al exterior, volvió a cerrar tras él y apoyó la espalda en la puerta.
—¡He oído decir que has vuelto a hacerlo, Lengua de Brujo! —musitó—. Dicen que el pobre chico aún no ha proferido una palabra. Le comprendo perfectamente. Créeme, es una sensación horrible ir a parar de repente a otra historia.
—¿Qué busca usted aquí? —le preguntó Elinor con tono grosero.
La visión de Dedo Polvoriento hizo desvanecerse en el acto el miedo en su rostro.
—¡Déjalo, Elinor! —Mo la apartó a un lado y se dirigió hacia Dedo Polvoriento—. ¿Qué tal tus manos? —le preguntó.
Dedo Polvoriento se encogió de hombros.
—Me las han embadurnado con no sé qué ungüento, pero la piel sigue tan roja como las llamas que la lamieron.
—¡Pregúntale qué ha venido a buscar aquí! —siseó Elinor—. Y si la única razón es contarnos que no tiene la culpa del embrollo en que estamos metidos, entonces, por favor, retuércele el gaznate a ese embustero.
Por toda respuesta, Dedo Polvoriento le lanzó un manojo de llaves.
—¿A qué cree usted que he venido? —repuso enfurecido mientras apagaba la luz—. No ha sido fácil robarle las llaves del coche a Basta, y tal vez sería conveniente darme las gracias, pero, en fin, eso lo dejaremos para más tarde. Ahora deberíamos largarnos de aquí sin tardanza. —Abrió la puerta con cautela y aguzó los oídos—. Arriba, en el campanario, monta guardia un centinela —susurró—, pero se limita a vigilar las colinas, no el pueblo. Los perros están en la perrera, y en caso de que tuviéramos que vérnoslas con ellos, a mí por fortuna me quieren más que a Basta.
—¿Por qué hemos de creerle? —susurró Elinor—. ¿Qué pasaría si ocultara algún plan diabólico?
—¡Tenéis que llevarme con vosotros! Eso es lo único que oculto —bufó Dedo Polvoriento—. ¡No tengo nada que hacer aquí! Capricornio me ha engañado. ¡Ha convertido en humo la pizca de esperanza que aún me quedaba! Cree que conmigo puede hacerlo, que Dedo Polvoriento no es más que un perro al que se puede patear sin que te muerda, pero se equivoca. Él quemó el libro, así que yo le arrebato el lector que le traje. Y por lo que se refiere a usted —señaló el pecho de Elinor con su enhiesto dedo quemado—, vendrá con nosotros porque tiene coche. Es imposible huir a pie de este pueblo, de los hombres de Capricornio y menos aún de las serpientes que reptan por las colinas. Yo no sé conducir, de manera que…
—¡Ah, claro, lo sabía! —Elinor olvidó bajar la voz—. Él sólo quiere salvar su propio pellejo. ¡Por eso nos ayuda! ¡No porque le remuerda la conciencia! ¡Oh, claro! ¿Por qué habría de remorderle?
—A mí me da igual por qué nos ayude, Elinor —intervino Mo impaciente—. Lo principal es salir de aquí. Pero nos llevaremos a otra persona más.
—¿Sí? ¿A quién? —Dedo Polvoriento le miró intranquilo.
—Al chico a quien he deparado el mismo destino que a ti —respondió Mo, mientras pasaba a su lado para salir al exterior—. Basta dijo que estaba encerrado aquí al lado, y para tus hábiles dedos una cerradura no supone un obstáculo.
—Estos dedos hábiles me los he quemado hoy —silabeó enfadado Dedo Polvoriento—. Pero en fin, como quieras. Tu blando corazón nos costará el cuello.
Cuando Dedo Polvoriento llamó a la otra puerta golpeándola con los nudillos, se oyó un suave crujido.
—Por lo visto pretenden dejarlo con vida —susurró mientras comenzaba a manipular la cerradura—. A los condenados a muerte los encierran en la cripta situada debajo de la iglesia. Desde que le gasté una broma contándole que el fantasma de una Mujer Blanca se pasea entre los sarcófagos de piedra, Basta se pone más pálido que un gusano del pan cada vez que Capricornio le ordena bajar allí.
Al recordarlo soltó una risita ahogada, como si fuese un escolar que ha conseguido gastar una jugarreta muy buena.
Meggie miró hacia la iglesia.
—¿Matan a gente con frecuencia? —preguntó en voz baja.
Dedo Polvoriento se encogió de hombros.
—No tanto como antes. Pero a veces ocurre…
—¡Deja de contar esas historias! —le increpó Mo enfurecido.
Ni él ni Elinor apartaban la vista de la torre de la iglesia. El centinela estaba sentado muy arriba, encima del muro, justo al lado de la campana. Meggie se mareaba sólo con alzar la vista.
—¡No son historias, Lengua de Brujo, es la pura verdad! ¿Es que ya no la reconoces cuando la ves? Cierto: es una chica fea y no es agradable mirarla a la cara. —Dedo Polvoriento se apartó de la puerta e hizo una reverencia—. Por favor. La cerradura está abierta. Podéis sacarlo de ahí.
—¡Entra tú! —dijo Mo a su hija en voz muy baja—. Seguro que le das menos miedo.
Al otro lado de la puerta estaba oscuro como boca de lobo, pero cuando se adentró en aquellas tinieblas, Meggie oyó otro crujido… como si un animal se moviera entre la paja.
Dedo Polvoriento introdujo el brazo por la puerta y entregó a la niña una linterna. Cuando Meggie la encendió, el rayo de luz cayó sobre el rostro oscuro del chico. La paja que le habían echado era aún más mohosa que aquella sobre la que había dormido Meggie, pero el chico tenía pinta de no haber pegado ojo desde que Nariz Chata lo había encerrado. Se agarraba las piernas como si fueran su único asidero.
A lo mejor seguía esperando a que finalizase aquella pesadilla.
—¡Ven! —le susurró Meggie alargando la mano—. ¡Queremos ayudarte! ¡Te llevaremos lejos de aquí!
Él no se movió. Se limitaba a mirarla con fijeza, los ojos entornados de desconfianza.
—¡Date prisa, Meggie! —susurró Mo desde la puerta.
El chico le miró y retrocedió hasta que su espalda chocó con el muro.
—¡Por favor! —musitó Meggie—. ¡Tienes que acompañarnos! Ésos te harán cosas horribles.
Él seguía mirándola. Después se incorporó vacilante, sin apartar los ojos de la niña. Era casi un palmo más alto que ella.
Y de improviso saltó hacia la puerta abierta. Empujó a Meggie apartándola de su camino con tal brusquedad que la tiró al suelo, pero no logró pasar junto a Mo.
—¡Eh, eh! —exclamó éste en voz baja—. ¿Tranquilo, vale? Queremos ayudarte, de veras, pero tienes que hacer lo que te digamos, ¿entendido?
El chico le dedicó una mirada hostil.
—¡Todos vosotros sois diablos! —musitó—. Diablos o demonios. —Así que entendía su idioma. ¿Y por qué no? Su historia se contaba en todos los idiomas del mundo.
Meggie volvió a ponerse en pie y se palpó la rodilla. Seguro que se había hecho sangre al golpeársela contra el suelo de piedra.
—Si quieres ver unos cuantos diablos, no tienes más que quedarte aquí —susurró mientras pasaba pegada al chico que ¡retrocedió ante ella! Como si fuera una bruja.
Mo tiró de él.
—¿Ves a ese centinela ahí arriba? —le dijo cuchicheando mientras señalaba hacia la torre de la iglesia—. Si nos descubre, nos matará.
El chico alzó la vista hacia el vigilante.
Dedo Polvoriento se puso a su lado.
—¡Vámonos de una vez! —cuchicheó—. Si no quiere acompañarnos, que se quede aquí. Y los demás quitaos los zapatos —añadió mirando los pies desnudos del chico—. O haréis más ruido que un rebaño de cabras.
Elinor gruñó, pero obedeció. El chico los siguió, aunque vacilante. Dedo Polvoriento caminaba presuroso en cabeza, como si pretendiera huir de su propia sombra. Meggie tropezaba sin parar, tan empinado era el callejón por el que él los conducía cuesta arriba. Elinor mascullaba una maldición en voz baja cada vez que se golpeaba los dedos de los pies contra el irregular empedrado. Entre las casas, muy pegadas unas a otras, reinaba la oscuridad. Los arcos de mampostería se apoyaban en los edificios como si tuvieran que impedir que se desplomasen. Los faroles oxidados proyectaban sombras fantasmales. Cada gato que se deslizaba por una puerta sobresaltaba a Meggie.
Sin embargo, el pueblo de Capricornio dormía. Sólo en una ocasión pasaron junto a un centinela que fumaba en un callejón lateral apoyado en la pared. Dos gatos luchaban en algún lugar de los tejados y el guardián se agachó a coger una piedra para tirársela.
Dedo Polvoriento aprovechó la ocasión. Meggie se alegró mucho de que les hubiera hecho descalzarse, pues se deslizaron junto al vigilante con absoluto sigilo. Él continuaba dándoles la espalda, pero Meggie no se atrevió a respirar hasta que doblaron la siguiente esquina. De nuevo le llamaron la atención las numerosas casas vacías, las ventanas muertas y las puertas medio podridas. ¿Qué había destruido las casas? ¿Sólo la acción del tiempo? ¿Habían huido sus moradores de Capricornio o el pueblo ya estaba abandonado antes de que se instalase allí con sus hombres? ¿No había contado Dedo Polvoriento algo parecido?
Éste se había detenido. Alzó una mano y se puso un dedo sobre los labios a modo de advertencia. Habían llegado a las afueras del pueblo. Ante ellos se extendía el aparcamiento. Dos farolas iluminaban el asfalto agrietado. A la izquierda se alzaba una alta valla de tela metálica.
—¡Ahí detrás está el lugar donde Capricornio celebra sus fiestas! —susurró Dedo Polvoriento—. Antaño los jóvenes del pueblo debieron de jugar al fútbol en él, pero ahora Capricornio lo utiliza para sus fiestas infernales: fuego, aguardiente, unos tiros al aire, unos cuantos cohetes, rostros pintados de negro y ya está preparada la farsa para el vecindario.
Volvieron a calzarse los zapatos antes de seguir a Dedo Polvoriento hasta el aparcamiento. Meggie observaba sin cesar la valla de alambre. Fiestas infernales. La niña creía ver el fuego, los rostros pintados de negro…
—¡Ven de una vez, Meggie! —musitó su padre mientras tiraba de ella.
En algún lugar de la oscuridad se oía el rumor del agua y Meggie recordó el puente que habían cruzado durante el camino de ida. ¿Qué pasaría si esta vez se topaban con un centinela?
En la plaza había varios coches aparcados, incluyendo el de Elinor, algo alejado de los demás. Tras ellos, la torre de la iglesia se erguía por encima de los tejados: nada los protegía ya de los ojos del centinela que montaba guardia. Meggie no podía distinguirlo a esa distancia, pero seguro que continuaba sentado allí. Vistos desde arriba debían de parecer escarabajos negros reptando por el tablero de una mesa. ¿Y si disponía de unos prismáticos?
—¡Date prisa, Elinor! —susurró Mo al ver que ésta tardaba una eternidad en abrir la puerta de su coche.
—¡Ya, ya! —gruñó ella—. Yo no tengo las manos tan ágiles como nuestro amigo de dedos polvorientos.
Mo pasó el brazo por los hombros de su hija mientras acechaba preocupado a su alrededor, pero nada se movió, ni en la plaza ni entre las casas, salvo un par de gatos errabundos. Tranquilizado, empujó a Meggie al asiento trasero.
El chico vaciló un instante y contempló el coche como si fuera un animal extraño del que desconocía si era manso o le devoraría. Por fin acabó subiendo al vehículo.
Meggie le dirigió una mirada poco amistosa y se apartó lo más posible de él. Aún le dolía la rodilla.
—¿Dónde está el comecerillas? —musitó Elinor—. Maldita sea, no me digáis que ese tipo ha vuelto a desaparecer.
Meggie fue la primera en descubrir a Dedo Polvoriento deslizándose alrededor de los demás coches.
Elinor aferró el volante, como si le costara resistir la tentación de marcharse sin él.
—¿Qué se propone ese muchacho? —cuchicheó.
Ninguno de ellos supo contestar. Dedo Polvoriento permaneció lejos un tiempo dolorosamente largo, y a su regreso cerró una navaja.
—¿Y eso a qué ha venido? —le dijo Elinor en tono brusco mientras Dedo Polvoriento se apretaba junto al chico en el asiento trasero—. ¿No ha dicho usted que había que darse prisa? ¿Qué diablos ha estado haciendo con la navaja? No habrá usted abierto a nadie en canal, ¿eh?
—¿Acaso me llamo Basta? —replicó enfurecido Dedo Polvoriento mientras comprimía las piernas detrás del asiento del conductor—. Les he rajado las ruedas, eso es todo. Por precaución —explicó todavía con la navaja en la mano.
Meggie la contempló inquieta.
—Es la navaja de Basta —murmuró.
Dedo Polvoriento sonrió cuando la deslizó de nuevo en el bolsillo de su pantalón.
—Ya no lo es. Me habría encantado robarle también su ridículo amuleto, pero lo lleva colgado del cuello incluso de noche, y eso me pareció demasiado peligroso.
En ese momento empezó a ladrar un perro. Mo bajó su ventanilla y asomó la cabeza preocupado.
—Lo creáis o no, los que organizan ese escándalo infernal son sapos —explicó Elinor, pero lo que también Meggie oyó resonar de pronto a través de la noche no fue el canto de un sapo, y cuando miró, asustada, por la luneta trasera, vio descender a un hombre de uno de los coches aparcados, una camioneta de reparto blanca, polvorienta y sucia. Era uno de los secuaces de Capricornio, Meggie ya lo había visto en la iglesia. Acechó a su alrededor con cara de sueño.
Cuando Elinor puso el motor en marcha, se arrancó la escopeta de la espalda y se dirigió a trompicones hacia su coche. Por un momento a Meggie casi le dio pena, tan aturdido y adormilado parecía. ¿Qué haría Capricornio con un centinela que dormía en lugar de vigilar? Pero después apuntó con la escopeta y disparó. Meggie agachó la cabeza detrás del respaldo cuanto pudo, mientras Elinor aceleraba.
—¡Maldita sea! —gritó a Dedo Polvoriento—. ¿Es que no ha visto usted a ese tipo cuando merodeaba alrededor de los coches?
—¡No, no lo he visto! —vociferó a su vez Dedo Polvoriento—. ¡Y ahora, conduzca! ¡Por ese camino no! El que desemboca en la carretera es el de ahí delante.
Elinor giró el volante en una maniobra brusca. El chico se acurrucaba al lado de Meggie. A cada disparo entornaba los ojos y se tapaba los oídos con las manos. ¿Habría armas de fuego en su historia? Seguro que no, y coches, menos. Él y Meggie se golpeaban las cabezas entre sí, tan violentamente botaba el vehículo de Elinor al descender por el pedregoso camino. Cuando finalmente desembocó en la carretera, apenas se notó mejoría.
—¡Ésta no es la carretera por la que vinimos! —exclamó Elinor.
El pueblo de Capricornio colgaba por encima de ellos como una fortaleza. Las casas no parecían disminuir de tamaño.
—¡Sí, es la misma! Pero a nuestra llegada, Basta nos recibió mucho más arriba.
Dedo Polvoriento se agarraba al asiento con una mano mientras con la otra sujetaba la mochila. De ella salían gruñidos furiosos y el chico lanzó una mirada de horror a la mochila.
Meggie creyó reconocer el lugar donde habían encontrado a Basta cuando pasaron por delante, la colina desde la que había divisado el pueblo por primera vez. Después las casas desaparecieron de repente, engullidas por la noche, como si el pueblo de Capricornio no hubiera existido jamás.
En el puente no había centinelas, ni tampoco junto a la verja herrumbrosa que cerraba la carretera que conducía hasta el pueblo. Meggie volvió la vista atrás hasta que se perdió en la noche. «Ya ha terminado —pensaba—. Ya ha terminado todo, de verdad».
La noche era clara. Meggie nunca había visto tantas estrellas. El cielo se tensaba sobre las negras colinas igual que un paño bordado con diminutas perlas. El mundo parecía componerse exclusivamente de colinas, lomos de gato delante de la faz de la noche, sin personas, sin casas. Sin miedo.
Mo se volvió y apartó el pelo de la frente de su hija.
—¿Va todo bien? —le preguntó.
Ella asintió y cerró los ojos. De repente sólo deseaba dormir… siempre que su corazón desbocado se lo permitiera.
—¡Esto es un sueño! —murmuró alguien a su lado con voz cansina—. Nada más que un sueño. ¿Qué si no?
Meggie se volvió. El chico no la miraba.
—¡Tiene que ser un sueño! —insistió mientras asentía fuerte con la cabeza intentando infundirse valor a sí mismo—. Todo parece falso, adulterado, una locura, como en los sueños precisamente, y ahora —señaló el exterior con un movimiento de cabeza—, ahora encima volamos. O la noche vuela pasando a nuestro lado. Cualquiera sabe.
Meggie estuvo a punto de sonreír.
«Esto no es un sueño», quiso decirle, pero estaba demasiado cansada para explicar aquella historia tan complicada. Contempló a Dedo Polvoriento, que acariciaba la tela de su mochila, seguramente con la intención de tranquilizar a su enfurecida marta.
—No me mires así —dijo al reparar en la mirada de la niña—. No seré yo quien se lo explique. Esa tarea le corresponde a tu padre. Al fin y al cabo es el responsable de su pesadilla.
Mo llevaba escrito en la frente el remordimiento cuando se giró hacia el chico.
—¿Cómo te llamas? —preguntó—. Tu nombre no figuraba en… —se interrumpió.
El chico lo contempló con desconfianza, después agachó la cabeza.
—Farid —respondió con voz apagada—. Me llamo Farid, pero creo que hablar en sueños trae la desgracia. Uno nunca encuentra el camino de vuelta. —Apretaba con fuerza sus labios, mientras fijaba los ojos en el infinito como si no quisiera centrarlos en nadie.
Enmudeció. ¿Tendría padres en su historia? Meggie no lo recordaba. Allí sólo se hablaba de un chico, de un chico sin nombre que servía a una banda de ladrones.
—¡Es un sueño! —susurró él de nuevo—. Sólo un sueño. Saldrá el sol y todo se desvanecerá. Eso es.
Mo lo miraba apenado y sin saber qué hacer, como alguien que ha tocado una cría de pájaro y presencia cómo los padres la expulsan del nido por eso. «Pobre Mo —pensó Meggie—. Pobre Farid». Sin embargo, otro pensamiento la avergonzaba. La asaltaba desde que el lagarto había aparecido en la iglesia de Capricornio en medio de las monedas de oro. «A mí también me gustaría ser capaz de hacerlo», musitaba desde entonces, muy bajito, pero sin parar. Ese deseo había anidado en su corazón como un cuclillo, se acomodaba y se esponjaba, por mucho que ella se esforzase por desterrarlo. «A mí también me gustaría poder hacerlo —susurraba—. Me gustaría poder tocar todas esas figuras. Quiero que todas esas figuras maravillosas se proyecten fuera de las páginas y se sienten a mi lado, quiero que me sonrían, quiero, quiero, quiero…».
Fuera seguía tan oscuro como si la mañana no existiese.
—¡No pienso parar! —exclamó Elinor—. Conduciré de un tirón hasta llegar a la puerta de mi casa.
De repente, muy por detrás de ellos aparecieron unos faros como si fueran dedos que tanteaban el camino en medio de la noche.