LENGUA DE BRUJO

El caballero Trelawney, el doctor Livesey y los demás gentiles hombres me han pedido que relate los pormenores de lo que aconteció en la isla del tesoro, del principio al final y sin omitir nada excepto la posición de la isla […]; cojo, pues, la pluma en el año de gracia de 17… y me remonto a la época en que mi padre regentaba la posada del almirante Benbow, y el viejo lobo de mar con la cara tostada y marcada con un chirlo de sable vino a hospedarse bajo nuestro techo.

Robert L. Stevenson, La isla del tesoro

Así fue cómo Meggie, por primera vez después de nueve años, oyó leer a su padre en voz alta dentro de una iglesia, y todavía muchos años después, en cuanto abría alguno de los libros que él leyó aquella mañana, el olor a papel quemado hería su nariz.

Meggie también recordaría más tarde que en la iglesia de Capricornio hacía frío, a pesar de que en el exterior seguro que el sol ya estaba alto y calentaba cuando Mo inició la lectura. Se sentó sencillamente en el suelo, con las piernas cruzadas, un libro en el regazo y los demás a su lado. Meggie se arrodilló junto a él antes de que Basta pudiera sujetarla.

—¡Vamos, todos a la escalera! —ordenó Capricornio a sus hombres—. Nariz Chata, coge a la mujer. Sólo Basta se quedará donde está.

Elinor se resistió, pero Nariz Chata se limitó a agarrarla por el pelo y la arrastró con él. Los hombres de Capricornio se sentaron en los peldaños, uno al lado del otro, a los pies de su señor. Elinor, entre ellos, parecía una paloma con las plumas erizadas en medio de una bandada de cornejas rapaces.

El único que parecía perdido era el lector delgado, que había tomado asiento al final de la negra fila y seguía tocándose las gafas sin parar.

Mo abrió el libro que tenía en su regazo y, frunciendo el ceño, empezó a pasar las hojas, como si buscase entre esas páginas el oro que tenía que extraer para Capricornio leyendo en voz alta.

—¡Cockerell, rebánale la lengua a cualquiera que ose hacer ruido, por leve que sea, mientras lee Lengua de Brujo! —ordenó Capricornio, y Cockerell extrajo el cuchillo del cinto y recorrió la fila con la mirada, como si estuviese escogiendo a su primera víctima. En la iglesia pintada de rojo se hizo un silencio sepulcral, y Meggie creyó oír la respiración de Basta a sus espaldas. Pero a lo mejor se debía al miedo.

A juzgar por su expresión, los hombres de Capricornio no parecían sentirse a gusto dentro de su pellejo y observaban a Mo con una mezcla de hostilidad y miedo. Meggie lo entendía de sobra. A lo mejor uno de ellos desaparecía muy pronto dentro del libro que con tanta indecisión hojeaba su padre. ¿Les habría contado Capricornio lo que podía suceder? ¿Lo sabría él mismo? ¿Qué ocurriría si los temores de su padre se confirmaban y desaparecía ella misma? ¿O Elinor?

—Meggie, agárrate a mí como puedas, ¿vale? —le dijo su padre en voz baja como si hubiera adivinado sus pensamientos.

Ella asintió y se aferró con una mano a su jersey. ¡Como si eso sirviera de algo!

—Creo que he encontrado el pasaje adecuado —dijo Mo en medio del silencio.

Lanzó una última mirada a Capricornio, se giró de nuevo hacia Elinor, carraspeó… e inició la lectura.

Todo desapareció. Las paredes rojas de la iglesia, los rostros de los hombres de Capricornio y hasta el mismo Capricornio en su sillón. Ya sólo quedaba la voz de Mo y las imágenes que se iban formando a partir de las letras como un tapiz en el telar. Si Meggie hubiera podido odiar más aún a Capricornio, lo habría hecho ahora. Al fin y al cabo, era el culpable de que su padre no le hubiera leído en voz alta ni una sola vez a lo largo de todos esos años. ¡Qué no hubiera sido capaz de traer por arte de magia a su habitación con su voz, que confería un sabor diferente a cada palabra y una melodía distinta a cada frase! Hasta Cockerell se olvidó de su cuchillo y de las lenguas que debía cortar, y escuchaba atento con la mirada perdida. Nariz Chata miraba arrobado al infinito, como si un barco pirata con las velas desplegadas cruzase por una de las ventanas de la iglesia. Todos callaban.

No se oía el menor ruido excepto la voz de Mo, que despertaba a la vida letras y palabras.

Sólo uno de los presentes parecía inmune al embrujo. Con rostro inexpresivo y sus pálidos ojos fijos en Mo, Capricornio permanecía sentado, esperando el melodioso tintineo de las monedas, en cajas de madera húmeda pesadas por el oro y la plata.

No necesitó esperar mucho tiempo. Ocurrió mientras Mo leía lo que Jim Hawkins, un muchacho apenas mayor que Meggie, vio dentro de una cueva oscura cuando vivió sus terribles aventuras:

Monedas de oro inglesas, francesas, españolas, portuguesas, jorges, luises, doblones y dobles guineas, monedas y cequíes, con las efigies de todos los reyes de Europa de los últimos cien años, extraños ejemplares orientales con marcas que parecían briznas de cuerda o trocitos de telaraña, monedas redondas y cuadradas, y perforadas en el centro como para llevarlas colgadas del cuello…, creo que casi todas las variedades de moneda que existen en el mundo se encontraban representadas en aquella colección; y en cuanto a su número, estoy seguro de que eran tantas como las hojas del otoño, de modo que me dolía la espalda de estar agachado, y los dedos, de contarlas.

Las criadas limpiaban las últimas migajas de las mesas cuando, de repente, las monedas comenzaron a rodar sobre la madera lustrosa. Las mujeres trastabillaron hacia atrás, dejaron caer los trapos y se apretaron las manos delante de la boca mientras las monedas caían a sus pies, monedas doradas, plateadas, cobrizas, que resonaban en el suelo de piedra y se amontonaban tintineando debajo de los bancos, cada vez en mayor número. Algunas rodaron hasta delante de los escalones. Los hombres de Capricornio se levantaron de un salto, se agacharon hacia los objetos relucientes que chocaban contra sus botas… y retiraron las manos. Ninguno de ellos se atrevió a tocar el dinero embrujado. Pues ¿qué era si no? Oro hecho con papel, tinta de imprenta… y el sonido de una voz humana.

La lluvia de oro cesó en el mismo momento en que Mo cerró el libro. Meggie vio entonces que tanto brillo resplandeciente aparecía mezclado aquí y allá con un poco de arena. Un par de escarabajos de un fulgor azulado se alejaban de allí a toda prisa, y por entre una montaña de monedas diminutas asomó su cabeza un lagarto verde esmeralda, que acechó a su alrededor con ojos fijos. La lengua bailaba delante de su hocico anguloso. Basta le lanzó su cuchillo, intentando quizás ensartar junto con el lagarto el pánico que los había embargado a todos, pero Meggie profirió un grito de aviso y el lagarto se escabulló tan deprisa que la hoja golpeó contra las piedras su afilada nariz. Basta, de un salto, recogió su navaja y apuntó amenazador a la niña.

Capricornio, sin embargo, se levantó de su sillón, el rostro tan inexpresivo como si nada digno de mención hubiera sucedido, y aplaudió altanero con las manos cuajadas de anillos.

—¡No está mal para empezar, Lengua de Brujo! —exclamó—. ¡Fíjate bien, Darius! Esto es oro, y no las baratijas herrumbrosas y deformes que me trajiste con tu lectura. Acabas de oír cómo se hace, y confío en que hayas aprendido algo por si vuelvo a necesitar tus servicios.

Darius no contestó. Miraba con tanta admiración a Mo, que a Meggie no le habría sorprendido verlo arrojarse a los pies de su padre. Cuando se incorporó, se dirigió vacilante hacia Mo.

Los hombres de Capricornio seguían inmóviles con la vista clavada en el oro, como si no supieran qué hacer con él.

—¿Qué hacéis ahí parados mirando embobados como las vacas en el prado? ¡Recogedlo!

—Ha sido maravilloso —le cuchicheó Darius a Mo, mientras los secuaces de Capricornio empezaban de mala gana a llenar de monedas sacos y cajas. Tras las gafas, sus ojos brillaban como los de un niño al que alguien ha hecho un regalo largo tiempo ansiado—. He leído ese libro muchas veces —dijo con voz insegura—, pero nunca lo he visto con tanta claridad como hoy. Y no sólo lo he visto… he olido la sal, y la brea, y ese olor a podrido suspendido sobre la endiablada isla…

¡La isla del tesoro! Cielos, casi me lo hago en los pantalones de miedo. —Elinor apareció detrás de Darius y lo empujó bruscamente hacia un lado. Por lo visto, Nariz Chata la había olvidado por el momento—. «Enseguida aparecerá», me decía, «enseguida aparecerá el viejo Silver y nos molerá a palos con su muleta».

Mo se limitó a asentir, pero Meggie vio el alivio reflejado en su rostro.

—Aquí lo tiene —dijo a Darius entregándole el libro—. Confío en no tener que volver a leer una sola línea más. No conviene desafiar mucho a la suerte.

—Pronunciaste su nombre mal todas las veces —le dijo Meggie en susurros.

Su padre le acarició la nariz con ternura.

—¡Vaya, de modo que te has dado cuenta! —musitó—. Sí, pensé que quizá sirviera de ayuda. A lo mejor ese pirata viejo y cruel no se sentía aludido de ese modo y se quedaba en el lugar al que pertenece. ¿Por qué me miras así?

—Bueno, ¿y qué te figuras? —inquirió Elinor—. ¿Que por qué mira a su padre con tanta admiración? Porque nadie ha leído nunca así, aunque no hubiera sucedido lo de las monedas. Lo he visto todo ante mis ojos: el mar, la isla, todo, como si pudiera tocarlo, y a tu hija le habrá sucedido lo mismo.

Mo no pudo evitar una sonrisa. Apartó con el pie unas monedas que yacían en el suelo. Uno de los hombres de Capricornio las recogió y se las guardó furtivamente en el bolsillo. Al mismo tiempo dirigió a Mo una mirada de inquietud como si temiera que chasqueando la lengua lo transformase en una rana o en uno de los escarabajos que se arrastraban por entre las monedas.

—¡Te temen, Mo! —musitó Meggie.

El miedo se percibía incluso en la faz de Basta, aunque se esforzaba con todas sus fuerzas por ocultarlo, fingiendo cara de aburrimiento.

Capricornio era el único que aparentaba completa indiferencia por lo que acababa de suceder. Observaba a sus hombres con los brazos cruzados mientras recogían las últimas monedas.

—¿Cuánto tiempo durará esto todavía? —gritó al fin—. Dejad la calderilla y sentaos. Y tú, Lengua de Brujo, coge el libro siguiente.

—¿El siguiente? —a Elinor casi se le quebró la voz por la furia—. ¿Qué significa esto? El oro que sus hombres recogen a paletadas bastaría al menos para dos vidas. ¡Ahora nos vamos a casa!

Quiso dar media vuelta, pero Nariz Chata se acordó de ella y la agarró por el brazo con brusquedad.

Mo levantó la vista hacia Capricornio.

Basta, con una sonrisa maligna, puso la mano en el hombro de Meggie.

—¡Empieza de una vez, Lengua de Brujo! —le ordenó—. Ya lo has oído. Ahí hay un montón de libros.

Mo miró largamente a su hija antes de agacharse para coger el libro que ya había tenido antes entre las manos: Las mil y una noches.

—El libro interminable —murmuró mientras lo abría—. Meggie, ¿sabías que los árabes dicen que nadie es capaz de leerlo hasta el final?

Meggie negó con la cabeza mientras volvía a sentarse a su lado sobre las frías baldosas. Basta lo consintió, pero se sentó muy cerca, a sus espaldas. Meggie no sabía demasiado de Las mil y una noches. Tan sólo que el libro se componía en realidad de muchos volúmenes. El ejemplar que Darius había entregado a Mo sólo podía ser un pequeño compendio. ¿Incluiría los cuentos de los cuarenta ladrones y de Aladino y su lámpara? ¿Qué leería su padre?

En esta ocasión, Meggie creyó vislumbrar en los rostros de los hombres de Capricornio dos sentimientos encontrados: miedo a lo que Mo fuera a despertar a la vida, y al mismo tiempo el deseo casi devorador de que su voz volviera a transportarlos muy lejos de allí, a un lugar en el que pudieran olvidarse de todo, incluso de la propia existencia.

Cuando Mo comenzó a leer ya no olía a sal y a ron. La iglesia de Capricornio se tornó más cálida. A Meggie comenzaron a escocerle los ojos y cuando se los frotó se le adhirió arena a los nudillos. Los hombres de Capricornio escucharon nuevamente la voz de Mo, que los mantenía en vilo como si los hubiera transformado en estatuas de piedra. Y de nuevo fue Capricornio el único que pareció no percibir el embrujo. Sus ojos, sin embargo, demostraban que también él se sentía fascinado. Inmóviles como los ojos de una serpiente, estaban pendientes de la cara de Mo. El traje rojo hacía parecer aún más incoloras sus pupilas. Su cuerpo denotaba tensión, igual que el de un perro que ventea su presa.

Pero esa vez, Mo le decepcionó. Las palabras no liberaron los cofres del tesoro, ni las perlas y los sables cuajados de piedras preciosas que su voz hacía fulgurar y relampaguear, hasta el punto de que los hombres de Capricornio creían poder atraparlos en el vacío. Algo diferente salió de las páginas, algo que respiraba, de carne y hueso.

Un chico apareció de repente entre los bidones todavía humeantes en los que Capricornio había mandado quemar los libros. Meggie fue la única que lo vio. Todos los demás estaban demasiado enfrascados en el relato. Ni siquiera Mo lo vio, tan lejos estaba, en algún lugar entre la arena y el viento, mientras sus ojos recorrían a tientas el bosque de letras.

El chico debía de tener tres o cuatro años más que Meggie. El turbante que rodeaba su cabeza estaba sucio, en su tez morena el miedo ensombrecía sus ojos. Se pasó la mano por ellos como si quisiera borrar esa imagen falsa, ese lugar falso. Escudriñó a su alrededor la iglesia vacía. Daba la impresión de que nunca había visto un edificio igual. Y además ¿cómo? En su historia seguro que no había iglesias de torres afiladas, ni colinas verdes como las que lo esperaban fuera. Vestía ropas hasta los pies que despedían un brillo azulado como si fueran un pedazo de cielo dentro de la iglesia en penumbra.

«¿Qué pasará si lo ven? —pensó Meggie—. Seguro que no es lo que Capricornio espera».

Pero en ese momento también lo descubrió él.

—¡Alto! —gritó con tal dureza, que Mo se interrumpió en plena frase y levantó la cabeza.

Los hombres de Capricornio retornaron a la realidad abruptamente y a disgusto. Cockerell fue el primero en reaccionar.

—Eh, ¿de dónde ha salido éste? —gruñó.

El chico se encogió, miró a su alrededor con la cara petrificada de miedo y echó a correr, haciendo quiebros como un conejo. Pero no llegó lejos. Tres hombres salieron en el acto tras él y lo cogieron a los pies de la estatua de Capricornio.

Mo dejó el libro a su lado sobre las losas y enterró la cara entre las manos.

—¡Eh, Fulvio ha desaparecido! —gritó uno de los secuaces de Capricornio—. Se ha desvanecido en el aire.

Todos clavaron la mirada en Mo. El miedo se reflejó de nuevo en sus caras, pero esta vez no se mezclaba con admiración, sino con rabia.

—¡Haz que se largue el chico, Lengua de Brujo! —ordenó irritado Capricornio—. Me sobra gente como él. Y devuélveme a Fulvio.

Mo apartó las manos de su rostro y se irguió.

—Te lo he dicho una y mil veces: ¡no puedo traer a nadie de vuelta! —exclamó—. Y esto no se convierte en una mentira por el mero hecho de que tú no lo creas. No puedo hacerlo. No está en mi mano decidir quién o qué viene o se va.

Meggie se cogió de su mano. Unos cuantos hombres de Capricornio se aproximaron, dos de ellos agarraban al chico estirando sus brazos como si quisieran partirlo en dos. Con los ojos dilatados por el pánico, él clavaba la mirada en aquellos desconocidos.

—¡Volved a vuestros puestos! —gritó Capricornio a sus enfurecidos secuaces: unos cuantos ya se habían acercado a Mo con gesto amenazador—. ¿A qué viene tanta agitación? ¿Habéis olvidado acaso las tonterías de Fulvio durante la última misión? La policía estuvo a punto de echarnos el guante. Así que le ha tocado justo al indicado. Y ¿quién sabe? A lo mejor ese chico lleva dentro un incendiario de talento. A pesar de todo ahora me gustaría ver perlas, oro, joyas. Al fin y al cabo esta historia no trata de otra cosa, de manera que ¡manos a la obra!

Entre los hombres se elevó un murmullo de inquietud. A pesar de todo, la mayoría regresaron a la escalera y se sentaron de nuevo en los desgastados peldaños. Sólo tres seguían plantados delante de Mo, mirándolo con hostilidad. Uno de ellos era Basta.

—¡Bien, de acuerdo, Fulvio sobra! —gritó sin quitar la vista de encima a Mo—. Pero ¿quién será el próximo al que el maldito brujo hará desvanecerse en el aire? ¡No quiero terminar en una historia del desierto tres veces maldita, correteando de un lado a otro con un turbante!

Los hombres que estaban con él asintieron dándole la razón y dirigían a Mo una mirada tan sombría que a Meggie le cortó la respiración.

—Basta, no lo repetiré dos veces —la voz de Capricornio sonaba tranquila, pero amenazadora—. ¡Dejad que prosiga con la lectura! Y si a alguno de vosotros le castañetean los dientes de miedo, será mejor que se largue fuera y ayude a las mujeres a lavar la ropa.

Algunos de los hombres miraron con nostalgia el pórtico de la iglesia, pero ninguno se atrevió a marcharse. Al final incluso los dos que habían apoyado a Basta se dieron la vuelta sin decir palabra y se sentaron junto a los demás.

—¡Por Fulvio que me las pagarás! —le susurró Basta a Mo antes de situarse nuevamente detrás de Meggie.

¿Por qué no había desaparecido él?

El chico seguía sin pronunciar palabra.

—Encerradlo, ya veremos luego si puede sernos útil —ordenó Capricornio.

El chico no se resistió ni siquiera cuando Nariz Chata lo arrastró consigo. Lo siguió dando trompicones como si estuviese anestesiado e intentase recobrar la lucidez. ¿Cuándo comprendería que ese sueño no tendría fin?

Cuando se cerró la puerta tras los dos, Capricornio regresó a su butaca.

—Continúa leyendo, Lengua de Brujo —ordenó—. El día es muy largo.

Mo echó una ojeada a los libros que tenía a sus pies y negó con la cabeza.

—¡No! —replicó—. Ha vuelto a suceder, tú lo has visto. Estoy cansado. Date por satisfecho con lo que te he traído de la isla del tesoro. Esas monedas valen una fortuna. Quiero irme a casa y no volver jamás a ver tu rostro —su voz sonó más ronca de lo habitual, como si hubiera leído demasiado.

Capricornio le dirigió una fugaz mirada de desdén. Después examinó los sacos y cajas que sus hombres habían llenado de monedas, como si calculase mentalmente durante cuánto tiempo le endulzarían la vida.

—Tienes razón —dijo al fin—. Continuaremos mañana. Si no, es posible que el próximo en aparecer sea un camello maloliente u otro chico medio muerto de hambre.

—¿Mañana? —Mo dio un paso hacia él—. ¿Qué significa eso? ¡Date por satisfecho! ¡Ya ha desaparecido uno de tus hombres! ¿Quieres ser tú el siguiente?

—Asumiré ese riesgo —repuso Capricornio sin inmutarse.

Cuando se levantó de su asiento y bajó despacio los peldaños del altar, sus hombres se irguieron de un salto. Allí estaban como escolares, a pesar de que algunos eran más altos que Capricornio, con las manos cruzadas a la espalda, temerosos de que a su jefe le diese por inspeccionar la limpieza de sus uñas. Meggie no pudo evitar recordar lo que había contado Basta: lo joven que era cuando se unió a Capricornio. Y se preguntó si aquellos hombres agachaban la cabeza por miedo o por admiración.

Capricornio se había detenido delante de unos sacos llenos hasta los topes.

—Créeme, aún albergo muchos proyectos para ti, Lengua de Brujo —le comunicó mientras metía la mano en el saco y deslizaba las monedas entre sus dedos—. Lo de hoy sólo ha sido el principio. Al fin y al cabo tenía que convencerme primero con mis propios ojos y oídos de tu don, ¿no es cierto? La verdad es que todo este oro me vendrá al pelo, pero mañana me conseguirás algo distinto con tu lectura.

Se acercó lentamente hacia las cajas que habían contenido los libros, ahora reducidos a ceniza y a unos cuantos jirones de papel quemado, e introdujo la mano en su interior.

—¡Sorpresa! —anunció sonriente mostrando un libro.

Era completamente distinto del que le habían traído Meggie y Elinor. Todavía tenía una sobrecubierta de papel, de colores, con un dibujo encima que de lejos Meggie no acertó a distinguir.

—¡Sí, aún me queda uno! —exclamó Capricornio mientras contemplaba, complacido, sus atónitos rostros—. Mi ejemplar de uso personal, cabría decir, y mañana, Lengua de Brujo, lo leerás en voz alta. Como ya dije, este mundo me encanta, pero dentro de ese libro queda un amigo de los viejos tiempos al que echo de menos. A tu sustituto jamás le he permitido ensayar su arte con él, me preocupaba demasiado que lo trajese sin cabeza o sin una pierna, pero ahora te tengo a ti… y tú eres una eminencia en tu especialidad.

Mo contemplaba el libro que Capricornio sostenía en su mano con tanta incredulidad como si esperase que se disolviera en el aire de un momento a otro.

—Descansa, Lengua de Brujo —le aconsejó Capricornio—. Cuida tu valiosa voz. Tendrás mucho tiempo para eso, pues he de marcharme y no regresaré hasta mañana a mediodía. ¡Devolvedlos a los tres a su alojamiento! —ordenó a sus hombres—. Dadles comida suficiente y unas mantas para pasar la noche. Ah, sí, y que Mortola se encargue de que le lleven té, que por lo visto obra milagros con la ronquera y la voz cansada. Darius, ¿no has asegurado siempre que lo mejor es el té con miel? —preguntó a su antiguo lector.

El interpelado asintió y miró a Mo lleno de compasión.

—¿A su alojamiento? ¿Se refiere usted acaso al cuchitril en que nos ha metido la última noche su hombre de la navaja? —El rostro de Elinor se tiñó de manchas rojas, Meggie no acertó a vislumbrar si de horror o de furia—. ¡Lo que está haciendo con nosotros es detención ilegal! ¡Qué va, secuestro! Sí, secuestro. ¿Sabe usted con cuántos años de cárcel está penado?

—¡Detención ilegal…! —Basta paladeó las palabras—. Suena bien. De veras.

Capricornio le sonrió. Luego contempló a Elinor como si la viese por vez primera.

—Basta, ¿nos sirve para algo esta dama? —inquirió.

—No, que yo sepa —respondió el interpelado sonriendo como un chico al que acaban de autorizar a destrozar un juguete.

Elinor palideció e intentó retroceder, pero Cockerell se interpuso en su camino sujetándola.

—¿Qué hacemos normalmente con las cosas inútiles, Basta? —preguntó Capricornio en voz baja.

El aludido seguía sonriendo.

—¡Acabad de una vez con eso! —increpó Mo a Capricornio—. Dejad inmediatamente de atemorizarla o no leeré ni una palabra más.

Capricornio le dio la espalda con expresión de aburrimiento. Y Basta sonrió.

Meggie vio cómo Elinor se tapaba los labios temblorosos con la mano. Rápidamente se situó a su lado.

—No es una inútil. Es una experta en libros, la mejor del mundo —dijo mientras apretaba la mano de Elinor.

Capricornio se volvió. La mirada de sus ojos produjo escalofríos a la niña: le pareció que alguien le pasaba los dedos gélidos por la espalda. Sus pestañas eran claras como las telarañas.

—Seguro que Elinor conoce más historias de tesoros que tu flaco lector —tartamudeó—. Sin la menor duda.

Elinor apretó los dedos de Meggie con tal fuerza que casi se los aplastó. Los suyos estaban húmedos por el sudor.

—Sí, claro que sí. Seguro —balbució con voz ronca—. Seguro que se me ocurren otras más.

—¡Vaya, vaya! —repuso Capricornio torciendo sus bien formados labios—. En fin, ya veremos.

Acto seguido hizo una señal a sus hombres, que empujaron a Elinor, Meggie y Mo por delante de ellos. Tras pasar junto a las mesas, la estatua de Capricornio y las columnas rojas, atravesaron la pesada puerta, que gimió al empujarla para abrirla.

La iglesia proyectaba su sombra sobre la plaza. Olía a verano y el sol lucía en un cielo sin nubes, como si nada hubiera ocurrido.