EL TRAIDOR TRAICIONADO

Era un auténtico placer contemplar cómo algo era devorado, cómo se volvía negro y se convertía en algo distinto. […] le habría encantado colocar una salchicha ensartada en las brasas mientras los libros, aleteando como blancas palomas, morían pasto de las llamas delante de la casa. Mientras, los remolinos de chispas pulverizaban los libros y un viento ennegrecido por el incendio los dispersaba.

Ray Bradbury, Fahrenheit 451

Antes de amanecer, la bombilla que con su luz pálida les había ayudado a pasar la noche comenzó a temblar. Mo y Elinor dormían justo al lado de la puerta cerrada, pero Meggie yacía con los ojos abiertos en medio de la oscuridad y sintió que el miedo brotaba de los muros fríos. Oía la respiración de Elinor y de su padre deseando tan sólo una vela… y un libro que mantuviera a raya al miedo. Un miedo que parecía estar en todas partes, un ser maligno, incorpóreo, que había esperado a que se apagara la bombilla para aproximarse furtivamente a ella en la oscuridad y estrecharla entre sus gélidos brazos. Meggie se incorporó, respirando con dificultad y se arrastró a cuatro patas hasta su padre. Se enroscó a su lado, igual que hacía antes, en su más tierna infancia, y esperó a que la luz de la mañana se filtrase por debajo de la puerta.

Con la luz llegaron dos de los hombres de Capricornio. Mo acababa de incorporarse, cansado, y Elinor se frotaba la espalda dolorida mientras soltaba imprecaciones, cuando oyeron los pasos.

No era Basta. Uno de los hombres, grande como un armario, daba la impresión de que un gigante le había aplastado la cara con el pulgar. El segundo, bajo y enjuto, con barba de chivo sobre un mentón huidizo, no paraba de juguetear con su escopeta mientras los observaba con hostilidad, como si se muriera de ganas por pegar un tiro en el acto a los tres a la vez.

—¡Vamos, vamos! ¡Fuera todos! —les gritó enfurecido cuando salieron dando trompicones y parpadeando a la clara luz del día.

Meggie intentó recordar si también había oído esa voz en la biblioteca de Elinor, pero no estaba segura. Capricornio tenía muchos secuaces.

Era una mañana cálida y hermosa. El cielo, de un azul sin nubes, se curvaba sobre el pueblo de Capricornio, y en un rosal silvestre que crecía entre las viejas casas gorjeaban unos pinzones como si en el mundo no hubiera nada amenazador salvo unos pocos gatos hambrientos. Cuando salieron al exterior, Mo agarró el brazo de su hija. Elinor tuvo que ponerse primero sus zapatos, y cuando el hombre de la barba de chivo intentó arrastrarla sin miramientos por no ser lo bastante rápida, ella apartó sus manos de un empellón y lo cubrió con una avalancha de insultos. Su actitud provocó la risa de ambos hombres, por lo que a continuación Elinor apretó los labios y se conformó con dirigirles miradas hostiles.

Los hombres de Capricornio tenían prisa. Los condujeron de vuelta por el mismo camino por el que Basta los había traído la noche anterior. El de la cara plana iba delante, el de la barba de chivo detrás, con la escopeta montada. Aunque arrastraba la pierna al andar, no dejaba de azuzarlos como si quisiera demostrar que a pie era más rápido que ellos.

El pueblo de Capricornio parecía sumido en un extraño abandono incluso de día, y esa impresión no sólo se debía a las numerosas casas vacías que a la luz del sol parecían más tristes si cabe. Por las calles apenas se veía un alma, salvo unos cuantos chaquetas negras, como los había bautizado Meggie en secreto, o chicos flacos que corrían tras ellos como perrillos. En dos ocasiones, Meggie vio pasar presurosa a una mujer. No vio ningún niño jugando o corriendo detrás de su madre, sólo gatos, negros, blancos, de un rojo herrumbroso, moteados, atigrados, en las cálidas cornisas de los muros, en los umbrales de las puertas y en los dinteles del tejado. Entre las casas del pueblo de Capricornio reinaba el silencio y los acontecimientos parecían desarrollarse con absoluto sigilo. Los hombres con escopetas eran los únicos que no se ocultaban. Holgazaneaban a la puerta y en las esquinas de las casas, cuchicheando entre ellos y apoyados amorosamente en sus armas. No había flores delante de las casas, como Meggie había visto en los pueblos de la costa. En lugar de eso, los tejados se habían desplomado y los arbustos en flor crecían asomando por los huecos vacíos de las ventanas. Algunos exhalaban un perfume tan embriagador que mareaba a Meggie.

Cuando llegaron a la plaza de la iglesia, Meggie pensó que los dos hombres los conducirían hasta la casa de Capricornio, pero la dejaron a la izquierda y los llevaron directamente al enorme pórtico de la iglesia. En el campanario parecía como si el viento y la intemperie hubieran roído con saña la obra de mampostería. La campana colgaba oxidada bajo el tejado puntiagudo, y apenas un metro más abajo una semilla arrastrada hasta allí por el viento se había convertido en un árbol delgado que ahora se aferraba a las piedras de color arena.

Sobre el pórtico de la iglesia se veían ojos pintados, estrechos ojos rojos, y a ambos lados de la entrada feos diablos de piedra de la altura de un hombre enseñaban los dientes como perros agresivos.

—Bienvenidos a la casa del diablo —dijo el hombre de la barba de chivo con una reverencia burlona antes de abrir la pesada puerta.

—¡Deja eso, Cockerell! —le increpó el de la cara plana y escupió tres veces a los polvorientos adoquines que pisaba—. Esas cosas traen desgracia.

El de la barba de chivo se limitó a reír y palmeó la oronda barriga de uno de los diablos de piedra.

—Venga, ya, Nariz Chata. Estás peor que Basta. No falta mucho para que tú también te cuelgues una hedionda pata de conejo al cuello.

—Soy cauteloso —gruñó Nariz Chata—. Se cuentan unas cosas…

—Sí. ¿Y quién las ha inventado? Nosotros, alcornoque.

—Algunas ya existían antes.

—Pase lo que pase —susurró Mo a Elinor y Meggie mientras los dos hombres discutían—, dejadme hablar a mí. Aquí una lengua mordaz puede ser peligrosa, creedme. Basta siempre tiene muy a mano su navaja, y además la utiliza.

—No es Basta el único que tiene navaja, Lengua de Brujo —le dijo Cockerell introduciendo a Mo en la oscura iglesia de un empujón.

Meggie corrió deprisa tras él.

El interior de la iglesia estaba fresco y en penumbra. Por unas cuantas ventanas muy altas penetraba la luz de la mañana y dibujaba manchas pálidas en paredes y columnas. En el pasado seguramente fueron grises como las baldosas del suelo, pero ahora en la iglesia de Capricornio predominaba un color. Las paredes, las columnas, incluso el techo, todo era rojo, rojo bermejo como la carne cruda o la sangre reseca, y durante un instante a Meggie le embargó la sensación de que se adentraba en el interior de un monstruo.

Junto a la entrada, en un rincón, se veía la estatua de un ángel; tenía un ala rota y uno de los hombres de Capricornio había colgado su chaqueta negra de la otra. De su cabeza salían unos cuernos demoníacos, como los que los niños se sujetan en el pelo por carnaval, entre los que flotaba todavía el aura. El ángel debió de estar emplazado algún día sobre el zócalo de piedra, delante de la primera columna, pero tuvo que dejar sitio a otra figura. Su rostro delgado, cerúleo, contemplaba a Meggie desde arriba. El escultor no conocía bien su oficio, la cara estaba pintada como la de una muñeca de plástico, con extraños labios rojos y ojos azules que carecían del horror de los ojos incoloros con los que el verdadero Capricornio observaba el mundo. La estatua en cambio era como mínimo el doble de alta que su modelo, y todo aquel que pasara ante ella tenía que echar la cabeza hacia atrás para contemplar la palidez de su rostro.

—¿Se puede hacer eso, Mo? —preguntó Meggie en voz baja—. ¿Exponerse a uno mismo en una iglesia?

—¡Oh, ésa es una costumbre muy antigua! —contestó Elinor en susurros—. Las estatuas de las iglesias rara vez son las de los santos. Porque la mayoría de los santos no podía pagar a ningún escultor. En la catedral de…

Cockerell le propinó un empujón tan rudo en la espalda, que ella trastabilló.

—¡Andando! —gruñó—. Y la próxima vez que paséis ante él, os inclinaréis, ¿entendido?

—¿Inclinarnos? —Elinor intentó detenerse, pero Mo la obligó a seguir—. ¡Es imposible tomarse en serio un teatrucho como éste! —exclamó, indignada.

—Si no cierras el pico —le respondió Mo en voz baja—, te vas a enterar de lo seriamente que se habla aquí, ¿entendido?

Elinor observó el rasguño de su frente, y calló.

En la iglesia de Capricornio no había bancos como los que Meggie había visto en otras iglesias, sino dos largas mesas de madera con asientos a ambos lados de la nave. Encima había platos sucios, tazas manchadas de café, tablas de madera con restos de queso, cuchillos, embutidos, cestos de pan vacíos. Varias mujeres, ocupadas en retirarlo todo, levantaron brevemente la vista cuando Cockerell y Nariz Chata pasaron por delante de ellas con sus tres prisioneros; a continuación volvieron a concentrarse en su trabajo. A Meggie le parecieron pájaros que hundían la cabeza entre los hombros para que no se la cortasen.

Además de faltar los bancos, la iglesia de Capricornio también carecía de altar. Aún se distinguía su antiguo emplazamiento, en el que ahora se veía un sillón situado al final de la escalera que antaño desembocaba en el altar, una pieza pesada, tapizada en rojo, con abultadas tallas en patas y brazos. Cuatro peldaños bajos conducían hasta el sillón, Meggie no acertó a saber por qué los contó. Una alfombra negra los cubría, y en el peldaño superior, a escasos pasos del sillón, se sentaba Dedo Polvoriento, el pelo rubio rojizo alborotado como siempre, sumido en sus pensamientos, mientras dejaba que Gwin subiera por su brazo estirado.

Cuando Meggie recorrió el pasillo central en compañía de Mo y de Elinor, alzó brevemente la cabeza. Gwin se le subió al hombro y enseñó sus dientecitos afilados semejantes a esquirlas de cristal, como si se apercibiese de la aversión que la niña sentía hacia su señor. Meggie sabía ahora por qué la marta tenía cuernos y su gemelo se pavoneaba en la página de un libro. Ahora lo sabía todo: por qué a Dedo Polvoriento este mundo le parecía demasiado frenético y ruidoso, por qué no entendía nada de coches y por qué tantas veces miraba como si se encontrara en otro lugar completamente distinto. Sin embargo, no sentía ni un ápice de compasión por él, como sí le sucedía a Mo. Su rostro surcado de cicatrices sólo le recordaba que le había mentido, que la había inducido con artimañas a acompañarle, como el cazador de ratas del cuento. Había jugado con ella igual que con su fuego o con sus pelotitas de colores: «ven conmigo, Meggie»; «por aquí, Meggie»; «confía en mí, Meggie». Le habría gustado subir los peldaños de un salto y golpearlo en la boca, en su boca de embustero.

Dedo Polvoriento pareció adivinar sus pensamientos. Esquivó sus ojos y, en lugar de mirar a Mo o a Elinor, hundió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cajita de cerillas. Con aire ausente, extrajo una, la encendió y, tras contemplar la llama sumido en sus cavilaciones, la atravesó con el dedo, casi como una caricia, hasta que se quemó la yema.

Meggie apartó la vista. Prefería no verlo. Deseaba olvidar que él estaba ahí. A su izquierda, al pie de la escalera, había dos bidones de hierro, de un marrón herrumbroso, que contenían astillas recién cortadas, apiladas unas sobre otras. Meggie se estaba preguntando cuál sería su finalidad, cuando resonaron pasos en la iglesia. Basta caminaba por el pasillo central con una lata de gasolina en la mano. Cockerell y Nariz Chata le cedieron el paso, enfurruñados, cuando pasó ante ellos.

—Vaya, vaya, de modo que Dedo Sucio está otra vez jugando con su mejor amigo, ¿eh? —preguntó mientras subía los bajos peldaños.

Dedo Polvoriento bajó la cerilla y se incorporó.

—Aquí tienes —dijo Basta poniendo la lata de gasolina a sus pies—. Otra cosa más para jugar. Haznos fuego. Eso es lo que más te gusta.

Dedo Polvoriento arrojó la cerilla consumida que sostenía entre los dedos y encendió otra.

—¿Y tú? —preguntó en voz baja mientras colocaba la maderita ardiendo delante del rostro de Basta—. A ti todavía sigue dándote miedo, ¿verdad?

De un manotazo, Basta le arrebató la cerilla.

—¡Oh, no deberías hacer eso! —exclamó Dedo Polvoriento—. Trae mala suerte. Ya sabes lo deprisa que se ofende el fuego.

Por un momento, Meggie creyó que Basta iba a pegarle, y es evidente que no fue la única que lo pensó. Los ojos de todos estaban fijos en ambos. Pero algo pareció proteger a Dedo Polvoriento. A lo mejor fue realmente el fuego.

—¡Tienes suerte de que haya acabado de limpiar mi navaja ahora mismo! —silabeó Basta—. Pero otro jueguecito de ésos y te rajaré un par de bonitos dibujos en tu fea cara. Y con tu marta me haré una estola de piel.

Gwin dejó oír un ronroneo débil, pero amenazador, y se pegó al cuello de Dedo Polvoriento. Éste se agachó, recogió las cerillas quemadas y volvió a guardarlas en la caja.

—Sí, eso seguro que te divertiría —contestó sin mirar a su interlocutor—. ¿Para qué he de encender fuego?

—¿Para qué? Tú obedece y calla. Después nos ocuparemos del alimento. Pero procura que sea grande y voraz, no tan manso como los fuegos con los que te gusta jugar.

Dedo Polvoriento cogió la lata y descendió despacio los escalones. Estaba justo delante de los bidones herrumbrosos, cuando el portón de la iglesia se abrió por segunda vez.

Al oír el crujido de las pesadas puertas de madera, Meggie giró la cabeza y vio a Capricornio aparecer entre las columnas rojas. Al pasar por delante, lanzó una breve ojeada a su efigie, a continuación recorrió a buen paso el pasillo. Llevaba un traje rojo, del mismo color que las paredes de la iglesia, sólo la camisa de debajo y la pluma de su solapa eran negras. Lo seguía al menos media docena de sus hombres, como las cornejas a un papagayo. Sus pasos parecían resonar hasta el techo.

Meggie agarró la mano de su padre.

—Ah, ya están aquí también nuestros invitados —dijo Capricornio cuando se detuvo ante ellos—. ¿Has dormido bien, Lengua de Brujo? —Tenía unos labios extrañamente blandos y abultados, parecidos a los de una mujer. Al hablar se los acariciaba de vez en cuando con el meñique, como si quisiera retocarlos. Eran tan pálidos como el resto de su rostro—. ¿No fui muy amable al mandar que te llevaran a tu pequeña anoche? Al principio pensé esperar hasta hoy para darte una sorpresa, pero luego me dije: Capricornio, en realidad estás en deuda con la niña, pues te ha traído voluntariamente aquello que llevas buscando tanto tiempo.

Sostenía Corazón de tinta en la mano. Meggie vio que su padre clavaba los ojos en el libro. Capricornio era alto, pero Mo le sacaba unos centímetros. Era evidente que ese hecho desagradaba a Capricornio, pues se mantenía tieso como una vela, como si quisiese compensar la diferencia de ese modo.

—Deja que Elinor regrese a casa con mi hija —rogó Mo—. Déjalas irse y te leeré en voz alta todo el tiempo que quieras, pero primero deja que se marchen.

Pero ¿qué estaba diciendo? Meggie miró estupefacta a su padre.

—¡No! —exclamó—. ¡No, yo no quiero irme, Mo! —pero nadie le prestó atención.

—¿Dejar que se marchen? —Capricornio se volvió hacia sus hombres—. ¿Habéis oído eso? ¿Y por qué iba a cometer yo semejante estupidez, ahora que están aquí? —Sus secuaces rieron, pero Capricornio volvió a dirigirse a Mo—. Sabes tan bien como yo que de ahora en adelante harás todo lo que te exija —anunció—. Ahora que ella está aquí, seguro que ya no te mostrarás tan obstinado y nos regalarás una demostración de tu arte.

Mo apretó con tanta fuerza la mano de su hija que le hizo daño en los dedos.

—Y por lo que respecta a este libro —Capricornio contempló Corazón de tinta con gesto de reprobación como si acabara de morder sus dedos pálidos—, este libro tan desagradable, ridículo e indiscreto, puedo asegurarte que no tengo la menor intención de volver a dejarme encadenar a ese relato. Todos esos seres superfluos, esas hadas revoloteando con sus voces atipladas, ese rebullir, esa peste a piel y a estiércol… En la plaza del mercado tropezabas con los duendes de piernas torcidas, y cuando salías de cacería, los gigantes con sus pies torpes te ahuyentaban las presas. Los árboles susurraban, los estanques murmuraban… ¿acaso había algo que no hablase? Y encima aquellos interminables caminos fangosos hasta la ciudad vecina, si es que podía llamarse ciudad a aquello… la ilustrísima y bien vestida chusma principesca en sus castillos, los campesinos apestosos, tan pobres que no había nada que quitarles, los vagabundos y mendigos, a los que se les caían los piojos del pelo… ¡Qué harto estaba de todos ellos!

Capricornio hizo una señal y uno de sus hombres trajo una enorme caja de cartón. Por la forma de transportarla se notaba que debía de pesar mucho. Con un suspiro de alivio, la depositó sobre las baldosas grises delante de Capricornio. Éste entregó a Cockerell, que estaba a su lado, el libro que Mo le había ocultado durante tanto tiempo, y abrió la caja. Estaba abarrotada de libros.

—La verdad es que me ha costado un gran esfuerzo encontrarlos todos —explicó Capricornio mientras introducía la mano en la caja y sacaba dos ejemplares—. Parecen diferentes pero el contenido es el mismo. Que la historia fuera redactada en diferentes idiomas dificultó la búsqueda… una peculiaridad sumamente inútil de este mundo: tantas lenguas distintas. Era más sencillo en nuestro mundo, ¿no es cierto, Dedo Polvoriento?

El interpelado no contestó. Permanecía con la lata de gasolina en la mano mirando la caja fijamente. Capricornio se aproximó lentamente a él y arrojó los dos libros a uno de los bidones.

—¿Qué hacéis? —Dedo Polvoriento alargó la mano hacia los libros, pero Basta lo apartó de un empujón.

—Ésos se quedan donde están —dijo.

Dedo Polvoriento retrocedió y ocultó la lata a su espalda, pero Basta se la arrancó de las manos.

—Parece como si hoy nuestro escupefuego quisiera ceder a otros la tarea de encender la hoguera —se burló.

Dedo Polvoriento le lanzó una mirada que destilaba odio. Atónito, contempló cómo los hombres de Capricornio arrojaban cada vez más libros a los bidones. Más de dos docenas de ejemplares de Corazón de tinta cayeron sobre la leña apilada, con las páginas dobladas, las pastas descuajeringadas como alas rotas.

—¿Sabes lo que en nuestro viejo mundo me enloquecía siempre, Dedo Polvoriento? —preguntó Capricornio mientras arrebataba la lata de gasolina de las manos de Basta—. El trabajo que costaba encender fuego. A ti no, claro, tú hasta podías hablar con él, seguro que te enseñó a hacerlo alguno de esos duendes gruñidores, pero para la gente como nosotros era una labor ardua: la madera siempre estaba húmeda o el viento revocaba el humo en la chimenea. Ya sé que te devora la nostalgia de los buenos viejos tiempos y que añoras a todos esos amigos tuyos alados de voz atiplada, pero yo no derramaré una sola lágrima por todo eso. Este mundo está infinitamente mejor organizado que aquél con el que tuvimos que contentarnos años y años.

Dedo Polvoriento no parecía escuchar las palabras de Capricornio. Clavaba sus ojos en la gasolina maloliente que derramaban sobre los libros. Las páginas la absorbían con avidez, como si diesen la bienvenida a su propio fin.

—¿De dónde han salido todos esos ejemplares? —balbució—. Siempre me dijiste que sólo quedaba uno, el de Lengua de Brujo.

—Sí, sí, algo te conté al respecto. —Capricornio introdujo una mano en el bolsillo de su pantalón—. Eres un muchacho tan crédulo, Dedo Polvoriento. Contarte mentiras me divierte. Tu ingenuidad siempre me ha dejado estupefacto, pues al fin y al cabo tú mientes con sorprendente habilidad. Y es que simplemente te complace creer lo que te viene en gana, eso es. Bueno, pues ahora puedes creerme: estos de aquí —dijo golpeando suavemente con el dedo el montón de libros empapados en gasolina— son los últimos ejemplares de nuestra patria, negra como la tinta. Basta y todos los demás han precisado años para descubrirlos en sórdidas bibliotecas de préstamo y librerías de viejo.

Dedo Polvoriento clavaba sus ojos en los libros como un muerto de sed en el último vaso de agua.

—¡No puedes quemarlos! —balbució—. Me prometiste que me llevarías de vuelta si conseguía el libro de Lengua de Brujo. Por eso te revelé su paradero, por eso te traje a su hija…

Capricornio se limitó a encogerse de hombros y arrebató a Cockerell el libro de pastas de color verde pálido que Meggie y Elinor le habían traído tan solícitas, el libro por el cual había mandado traer a Mo hasta esos parajes y por el que Dedo Polvoriento los había traicionado.

—Te habría prometido la luna si me hubiera sido útil —dijo Capricornio mientras arrojaba Corazón de tinta sobre el montón de sus congéneres con expresión aburrida—. Me encanta hacer promesas, sobre todo las que no puedo cumplir.

Acto seguido sacó un mechero del bolsillo del pantalón. Dedo Polvoriento intentó abalanzarse sobre él, quitárselo de golpe, pero Capricornio hizo una seña a Nariz Chata.

Nariz Chata era tan alto y tan corpulento que, a su lado, Dedo Polvoriento casi parecía un niño, y justo así lo agarró, como a un niño travieso. Gwin saltó del hombro de Dedo Polvoriento con la piel erizada, uno de los hombres de Capricornio intentó darle una patada cuando pasó rauda entre sus piernas, pero la marta escapó desapareciendo detrás de una de las columnas rojas. Los hombres se quedaron allí, riéndose de los desesperados intentos de Dedo Polvoriento por liberarse de la mano de Nariz Chata que lo atenazaba. A Nariz Chata le divertía mucho permitir que se acercara a los libros empapados en gasolina lo justo para acariciar los de arriba con los dedos.

Tamaña maldad sacaba de quicio a Meggie y Mo dio un paso adelante, como si pretendiera acudir en ayuda de Dedo Polvoriento, pero Basta se interpuso en su camino, empuñando la navaja. Su hoja era fina y reluciente y parecía muy afilada cuando se la puso a Mo en el cuello.

Elinor soltó un grito y cubrió a Basta con un torrente de insultos que Meggie no había oído jamás. La niña era incapaz de moverse. Se limitaba a permanecer quieta, mirando fijamente la hoja junto al cuello desnudo de su padre.

—¡Dame uno, Capricornio, sólo uno! —balbuceó su padre, y entonces Meggie comprendió que él no había querido ayudar a Dedo Polvoriento, sino que lo que le interesaba era el libro—. Te prometo que mis labios no pronunciarán una sola frase en la que aparezca tu nombre.

—¿A ti? ¿Estás loco? Tú eres el último a quien se lo daría —respondió Capricornio—. A lo mejor un buen día no puedes refrenar tu lengua y vuelvo a aterrizar en ese ridículo relato. No, gracias.

—¡Qué disparate! —exclamó Mo—. Yo no podría devolverte a tu mundo con la lectura aunque quisiera, ¿cuántas veces más he de repetírtelo? Pregunta a Dedo Polvoriento, se lo he explicado mil veces. ¡Ni yo mismo entiendo cómo y cuándo sucede, créeme!

Capricornio se limitó a sonreír.

—Lo siento, Lengua de Brujo, por principio no creo a nadie, deberías saberlo. Todos nosotros mentimos cuando nos beneficia.

Y tras estas palabras hizo brotar la llama del mechero y lo acercó a uno de los libros. Las páginas se habían vuelto casi transparentes debido a la gasolina, parecían pergamino, y se incendiaron en el acto. Incluso las tapas, fuertes y forradas de tela, ardieron enseguida. La tela se tiñó de negro bajo el beso de las llamas.

Cuando se incendió el tercer libro, Dedo Polvoriento le pegó una patada tan fuerte en la rótula a Nariz Chata que éste lo soltó con un alarido de dolor. Raudo como su marta, Dedo Polvoriento se escabulló de sus brazos poderosos y se acercó a los bidones dando traspiés. Hundió la mano entre las llamas sin vacilar, pero el libro que extrajo ardía como una tea. Dedo Polvoriento lo dejó caer al suelo y volvió a introducir la mano en el fuego, esta vez la otra, pero Nariz Chata había vuelto a agarrarle por el cuello y lo sacudió con tal brutalidad que casi le cortó la respiración.

—¡Fijaos en este loco! —se burló Basta mientras Dedo Polvoriento se miraba fijamente las manos con la cara desfigurada por el dolor—. ¿Puede explicarme alguien aquí de qué siente tanta nostalgia? ¿Quizá de esas mujerzuelas feas y musgosas que te adoraban cuando jugueteabas con tus pelotas en la plaza del mercado? ¿O de los agujeros mugrientos en los que te alojabas con los demás vagabundos? Demonios, eran unos lugares más hediondos que la mochila donde lleva a esa marta apestosa.

Los hombres de Capricornio rieron mientras los libros se convertían poco a poco en ceniza. En la iglesia vacía el olor a gasolina era tan intenso que Meggie tosió. Mo le pasó el brazo alrededor de los hombros con gesto protector, como si Basta no le hubiese amenazado a él, sino a ella. Pero ¿quién lo protegería a él?

Elinor observaba su cuello, preocupada, temerosa de que el cuchillo de Basta hubiera dejado alguna huella sangrienta en él.

—¡Estos individuos están locos de remate! —cuchicheó—. Seguro que conoces el dicho: donde se queman libros, pronto arderán también las personas. ¿Y si los siguientes en ir a parar a uno de esos montones de leña somos nosotros?

Basta la miró como si hubiera escuchado sus palabras. Tras lanzarle una mirada burlona, besó la hoja de su navaja. Elinor enmudeció como si se hubiera tragado la lengua.

Capricornio se sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo blanco como la nieve y se limpió con él las manos con exquisito cuidado, como si quisiera eliminar de sus dedos incluso el recuerdo de Corazón de tinta.

—Bien, esto ha quedado definitivamente zanjado —sentenció con una postrera mirada a la ceniza humeante.

Luego subió hasta el sillón que había sustituido al altar con aire satisfecho y con un profundo suspiro se acomodó en la tapicería de color rojo pálido.

—Dedo Polvoriento, que Mortola te cure las manos en la cocina —ordenó con voz de tedio—. Sin tus manos la verdad es que no sirves para nada.

Dedo Polvoriento dirigió una prolongada mirada a Mo antes de obedecer la orden. Pasó ante los hombres de Capricornio con paso inseguro y la cabeza gacha. El camino hasta la enorme puerta parecía no tener fin. Cuando Dedo Polvoriento la abrió, la deslumbradora luz del sol penetró en el interior de la iglesia durante unos breves instantes. Después, las puertas se cerraron a sus espaldas, y Meggie, Mo y Elinor se quedaron solos con Capricornio y sus hombres… y el olor a gasolina y a papel quemado.

—¡Y ahora, ocupémonos de ti, Lengua de Brujo! —dijo Capricornio estirando las piernas.

Llevaba zapatos negros. Contempló el cuero brillante rebosante de satisfacción y se quitó de la punta del zapato un jirón de papel carbonizado.

—Hasta ahora, Basta, yo y el lastimoso Dedo Polvoriento somos la única prueba de que puedes extraer de las pequeñas letras negras cosas muy asombrosas. Ni siquiera tú mismo pareces confiar en tu don, si damos crédito a tus palabras… Pero, como ya he dicho, no es mi caso. Al contrario, creo que eres un maestro en tu especialidad, y ardo de impaciencia por comprobar al fin tu pericia. ¡Cockerell! —Su voz sonó irritada—. ¿Dónde está el lector? ¿No te dije que lo trajeras aquí?

Cockerell se acarició, nervioso, la barba de chivo.

—Aún estaba ocupado escogiendo los libros —balbució—, pero lo traeré enseguida —y con una reverencia apresurada se alejó renqueando.

Capricornio comenzó a tamborilear con los dedos en el brazo de su sillón.

—Seguramente te habrán contado que me vi obligado a recurrir a los servicios de otro lector mientras te mantenías oculto de mí con tanto éxito —comentó a Mo—. Lo encontré hace cinco años, pero es un chapucero terrible. Basta con mirar el rostro de Nariz Chata —el aludido agachó la cabeza, abochornado, cuando todas las miradas confluyeron en él—. La cojera de Cockerell también hay que agradecérsela a él. Y tendrías que haber visto a las chicas que sacó para mí leyendo sus libros. Contemplarlas era una pesadilla. Al final sólo le permitía leer en voz alta cuando tenía ganas de divertirme con sus engendros, y busqué a mis hombres en este mundo. Sencillamente me los traje cuando aún eran jóvenes. En casi todos los pueblos hay algún chico solitario al que le gusta jugar con fuego —dijo contemplando sonriente las uñas de sus dedos igual que un gato que se examinara las garras con gesto de satisfacción—. Encargué al lector que escogiese los libros adecuados para ti. El pobre diablo es un verdadero experto en libros, vive de ellos como uno de esos gusanos pálidos que se alimentan de papel.

—¿Ah, sí, y qué debo traerte con la lectura de sus libros? —la voz de Mo destilaba amargura—. ¿Unos cuantos monstruos, unos cuantos espantajos humanos que hagan juego con esos de ahí? —señaló con la cabeza hacia Basta.

—¡Por los clavos de Cristo, no le des ideas! —susurró Elinor dirigiendo a Capricornio una mirada de preocupación.

Pero éste se limitó a limpiar unas motas de ceniza del pantalón con una sonrisa.

—No, gracias, Lengua de Brujo —contestó—. Tengo hombres de sobra, y por lo que respecta a los monstruos, quizás abordemos el asunto más tarde. De momento nos las arreglamos muy bien con los perros que Basta ha adiestrado y con las serpientes de esta región. Como obsequios mortíferos, son ideales. No, Lengua de Brujo, hoy exijo oro como prueba de tus poderes. No te puedes imaginar lo codicioso que soy. La verdad es que mis hombres hacen todo lo posible por exprimir cuanto ofrece esta comarca. —Al oír estas palabras, Basta acarició su navaja con ternura—. Pero no alcanza en modo alguno para comprar todas las cosas maravillosas de este mundo infinito. Vuestro mundo tiene muchísimas páginas, Lengua de Brujo, casi una infinidad, y yo desearía escribir mi nombre en todas y cada una de ellas.

—¿Y con qué letras pretendes escribirlo? —preguntó Mo—. ¿Las cortará Basta en el papel con su navaja?

—Oh, Basta no sabe escribir —respondió Capricornio con tono de indiferencia—. Ninguno de mis hombres sabe escribir ni leer. Se lo he prohibido. Solamente hice que me lo enseñaran a mí, una de mis criadas. Sí, creo que me encuentro en una situación óptima para estampar mi sello en este mundo, y si algún día hay algo que escribir, el lector se encargará de ello.

Las puertas de la iglesia se abrieron de golpe, como si Cockerell aguardase esa señal. El hombre que traía con él hundía la cabeza entre los hombros y seguía a Cockerell sin mirar a su derecha ni a su izquierda. Era bajo y delgado y de una edad similar a la de Mo, pero encorvaba la espalda como un viejo y bamboleaba los miembros al andar como si no supiera qué hacer con ellos. Llevaba gafas que continuamente se subía con un gesto nervioso mientras caminaba; por encima de su nariz la montura estaba forrada de cinta adhesiva, como si se le hubiera roto en numerosas ocasiones. Con el brazo izquierdo estrechaba un montón de libros contra su pecho, tan fuerte como si le dispensaran protección contra las miradas que confluían sobre él desde todos los ángulos, y contra el inquietante lugar hasta el que lo habían conducido.

Cuando ambos llegaron por fin al pie de la escalera, Cockerell propinó a su acompañante un codazo en el costado y éste se inclinó con tal premura que dos de los libros se le cayeron al suelo. Tras recogerlos a toda prisa, volvió a inclinarse ante Capricornio por segunda vez.

—¡Te esperábamos, Darius! —exclamó Capricornio—. Espero que hayas encontrado lo que te encargué.

—Oh, sí, sí —tartamudeó Darius mientras lanzaba a Mo una mirada casi devota—. ¿Es él?

—Sí. Muéstrale los libros que has elegido.

Darius asintió y se inclinó, esta vez ante Mo.

—Todas estas son historias donde aparecen grandes tesoros —balbució—. Encontrarlas no ha sido tan fácil como pensaba, pues finalmente —en su voz resonaba un levísimo reproche— no hemos hallado demasiados libros en este pueblo. Y por más que insisto no me traen ninguno nuevo, y cuando lo hacen, no sirve para nada. Pero de todos modos… aquí están. Creo que la selección te satisfará a pesar de todo. —Y arrodillándose en el suelo ante Mo, comenzó a extender sus libros sobre las losas de piedra, uno al lado del otro, hasta que todos los títulos quedaron a la vista.

Meggie sintió una punzada al leer el primero: La isla del tesoro. Miró intranquila a su padre. «¡Ése, no! —pensó—. Ése no, Mo». Pero su padre ya había elegido otro: Las mil y una noches.

—Creo que éste es el adecuado —opinó—. Seguro que hay bastante oro en su interior. Pero te lo repito: no sé qué sucederá. Nunca ocurre cuando yo quiero. Sé que todos me consideráis un mago, pero no lo soy. La magia procede de los libros, y yo conozco tan poco de su funcionamiento como tú o cualquiera de tus hombres.

Capricornio se reclinó en su butaca y examinó a Mo con rostro inexpresivo.

—¿No te cansas de contarme siempre lo mismo, Lengua de Brujo? —inquirió, aburrido—. Puedes repetirlo cuanto se te antoje, que no lo creeré. En el mundo cuyas puertas hemos cerrado hoy para siempre, tuve que vérmelas a veces con magos y con brujas, y enfrentarme con harta frecuencia a su terquedad. Basta te ha descrito con mucho énfasis cómo solemos quebrar nosotros la terquedad. Mas en tu caso, esos métodos dolorosos seguro que no serán necesarios ahora que tu hija es nuestra invitada —y tras estas palabras, Capricornio echó un breve vistazo a Basta.

Mo quiso sujetar a Meggie, pero Basta se le adelantó. De un tirón la atrajo a su lado y, colocándose detrás de ella, rodeó su cuello con el brazo.

—A partir de hoy, Lengua de Brujo —prosiguió Capricornio con indiferencia, como si hablara del tiempo—, Basta se convertirá en la sombra personal de tu hija. Eso la protegerá a ciencia cierta de serpientes y perros fieros, pero, como es natural, no del mismo Basta, que sólo se mostrará amable con ella mientras yo diga. Y esto dependerá a su vez de lo satisfecho que me dejen tus servicios. ¿Me he expresado con claridad?

Mo miró primero a Capricornio y después a su hija. Ésta se esforzaba con toda su alma por aparentar serenidad y convencer a su padre de que no había motivos de preocupación, al fin y al cabo ella siempre había sabido mentir mucho mejor que él. Pero en esta ocasión él no se lo creyó. Sabía que el miedo de su hija era tan grande como el que ella percibía en los ojos de él.

«¡A lo mejor esto también es un simple cuento! —pensaba Meggie desesperada—, y dentro de nada alguien cerrará el libro de golpe por lo terrible y abominable que es, y Mo y yo nos encontraremos de nuevo en casa y le prepararé un café…». Cerró los ojos con fuerza como si de ese modo pudiera hacer realidad sus pensamientos, pero cuando los entreabrió, parpadeando, Basta seguía detrás de ella y Nariz Chata se frotaba su nariz aplastada mientras contemplaba a Capricornio con su mirada perruna.

—De acuerdo —dijo Mo fatigado en medio del silencio—. Te leeré en voz alta. Pero Meggie y Elinor saldrán de aquí.

Meggie sabía perfectamente en qué pensaba: en su madre y en quién desaparecería en esta ocasión.

—Bobadas. Se quedarán aquí, por supuesto. —La voz de Capricornio ya no sonaba tan indiferente—. Y tú empieza de una vez, antes de que ese libro se convierta en polvo entre tus dedos.

Mo cerró los ojos unos instantes.

—De acuerdo, pero Basta mantendrá la navaja en su funda —dijo con voz ronca—. Porque como se le ocurra tocar uno solo de los cabellos de Meggie o de Elinor, te juro que os leeré la peste a ti y a tus hombres.

Cockerell miró a Mo asustado y hasta el rostro de Basta se ensombreció. Capricornio, sin embargo, se limitó a echarse a reír.

—Te recuerdo que estás hablando de una enfermedad contagiosa, Lengua de Brujo —le advirtió—. Y que no se detiene en modo alguno ante las niñas pequeñas. Así que, déjate de amenazas hueras y empieza a leer. Ahora mismo. En el acto. En primer lugar me gustaría escuchar algo de ese libro.

Señaló el que Mo había apartado a un lado.

La isla del tesoro.