POR AQUEL ENTONCES

Sostuvo en alto el libro.

—Te lo leeré en alto. Como distracción.

—¿En él también hay deporte?

—Esgrima. Luchas. Tortura. Veneno. Amor verdadero. Odio. Venganza. Gigantes. Cazadores. Malas personas. Buenas personas. Mujeres bellísimas. Serpientes. Arañas. Dolores. Muerte. Hombres valientes. Hombres cobardes. Hombres fuertes como osos. Persecuciones. Fugas. Mentiras. Verdades. Pasiones. Milagros.

—Suena bien —repliqué.

William Goldman, La princesa prometida

—Tú acababas de cumplir tres años, Meggie —comenzó Mo—, aún recuerdo cómo celebramos tu cumpleaños. Yo te había regalado un libro de estampas. El de la serpiente de mar que tiene dolor de muelas y se enrosca en un faro…

Meggie asintió. Aún continuaba en su caja y había recibido ya en dos ocasiones un vestido nuevo.

—¿Celebramos? —preguntó.

—Tu madre y yo —Mo se quitó unas briznas de paja del pantalón—. Por entonces, yo era incapaz de pasar de largo ante una librería. La casa donde vivíamos era muy pequeña… la llamábamos la caja de zapatos, la ratonera, le dábamos muchos nombres… Ese día yo había comprado otra caja llena de libros en una librería de viejo. A Elinor —sonrió dirigiéndole una mirada— algunos le habrían encantado. El libro de Capricornio figuraba entre ellos.

—¿Era suyo? —Meggie miró asombrada a su padre, pero éste negó con la cabeza.

—No, no, aunque… Bueno, vayamos por partes. Tu madre, al ver los libros nuevos, suspiró y preguntó dónde íbamos a meterlos, pero acabó desempaquetándolos, conmigo claro. En aquella época yo siempre le leía en voz alta por las noches.

—¿Que le leías en voz alta?

—Sí. Todas las noches. A tu madre le encantaba. Aquella noche escogió Corazón de tinta. A ella siempre le han gustado las novelas de aventuras, llenas de esplendor y de seres tenebrosos. Era capaz de enumerar todos los nombres de los caballeros del rey Arturo y lo sabía todo de Beowolf y Grendel, de los dioses antiguos y de héroes no tan antiguos. También le gustaban las historias de piratas, pero lo que prefería por encima de todo era que apareciese un caballero, un dragón o al menos un hada. Además, siempre se ponía de parte de los dragones. Éstos, por lo visto, brillaban por su ausencia en Corazón de tinta, que en cambio rebosaba esplendor y tinieblas y hadas y duendes… Los duendes también le gustaban mucho a tu madre: los brownies, los bookas, los fenoderes, los folletti con sus alas de mariposa, los conocía a todos. Total, que te entregamos un montón de libros ilustrados, nos instalamos cómodamente a tu lado sobre la alfombra e inicié la lectura.

Meggie apoyó la cabeza en el hombro de su padre y clavó la vista en la pared desnuda. Se vio a sí misma sobre el blanco sucio con el aspecto que conocía por las fotos antiguas: pequeña, con las piernas regordetas, el pelo rubio muy claro (se había oscurecido desde entonces), hojeando grandes libros ilustrados con sus cortos deditos. Cuando Mo le relataba algo, siempre sucedía lo mismo: Meggie veía imágenes, imágenes vivientes.

—La historia nos gustó —prosiguió su padre—. Era emocionante, estaba bien escrita y poblada de los seres más extraños. A tu madre le gustaba que un libro la condujera a lo desconocido, y el mundo en el que la sumergía Corazón de tinta era por completo de su agrado. A veces resultaba demasiado tenebroso, y cada vez que se ponía demasiado emocionante, tu madre se colocaba el índice sobre los labios y yo leía más bajo, aunque confiábamos en que estuvieses demasiado ocupada con tus propios libros como para escuchar una historia sombría cuyo sentido no habrías comprendido. Fuera había oscurecido hacía rato, me acuerdo como si fuera ayer, era otoño y el aire se colaba por las ventanas. Habíamos encendido el fuego, la caja de cerillas no disponía de calefacción central, pero sí de una chimenea en cada habitación, y yo comencé el capítulo séptimo. Entonces ocurrió…

Su padre enmudeció. Miraba ensimismado, como si se hubiera perdido en sus propios pensamientos.

—¿Qué? —susurró Meggie—. ¿Qué pasó, Mo?

Su padre la miró.

—Que salieron —dijo—. Aparecieron ahí de repente, en la puerta que daba al pasillo, como si hubieran entrado desde el exterior. Cuando se giraron hacia nosotros se oían crujidos… como si alguien desdoblase un trozo de papel. Yo aún tenía sus nombres en los labios: Basta, Dedo Polvoriento, Capricornio. Basta agarraba a Dedo Polvoriento por el pescuezo como a un perro joven al que sacudes por haber hecho algo prohibido. Por entonces a Capricornio ya le gustaba vestir de rojo, pero era nueve años más joven y no estaba tan delgado como en la actualidad. Llevaba una espada, yo nunca había visto una de cerca. Basta también portaba otra al cinto, y una navaja, mientras que Dedo Polvoriento… —Mo sacudió la cabeza—. Bueno, él, como es lógico, sólo llevaba consigo a la marta con cuernos, gracias a cuyas habilidades se ganaba la vida. No creo que ninguno de los tres comprendiera lo sucedido. Yo mismo tardé mucho tiempo en comprenderlo. Mi voz los había arrancado del relato como si fueran marcapáginas que alguien ha olvidado entre las hojas. ¿Cómo iban a comprenderlo?

»Basta apartó de sí con tal rudeza a Dedo Polvoriento que éste se cayó y Basta intentó desenfundar la espada, pero sus manos, pálidas como el papel, evidentemente carecían de la fuerza necesaria. La espada se deslizó entre sus dedos y cayó sobre la alfombra. La hoja parecía tener sangre reseca adherida, pero quizá se debiera simplemente al fuego que se reflejaba en ella. Capricornio permanecía quieto escudriñando a su alrededor. Parecía mareado, se tambaleaba como un oso amaestrado que ha dado vueltas demasiado rato. Seguro que eso nos salvó, al menos así lo ha afirmado siempre Dedo Polvoriento. Si Basta y su señor hubieran estado en posesión de toda su fuerza, seguro que nos habrían matado. Pero aún no habían llegado por completo a este mundo, y yo cogí esa horrenda espada que yacía sobre la alfombra, en medio de mis libros. Era pesada, mucho más pesada de lo que imaginaba. Con ese chisme debía de tener una pinta ridícula. Es probable que lo aferrase como una aspiradora o un palo, pero cuando Capricornio se me acercó tambaleándose y yo le presenté el acero, se detuvo. Yo balbuceaba, intentaba explicarle lo sucedido, a pesar de que ni yo mismo lo entendía, pero Capricornio se limitaba a clavar en mí sus ojos pálidos como el agua mientras Basta, a su lado, la mano en su navaja, parecía esperar a que su señor le ordenase rebanarnos el pescuezo a todos nosotros.

—¿Y el comecerillas? —también la voz de Elinor sonaba ronca.

—Seguía tendido en la alfombra, como desmayado y sin proferir el menor sonido. A mí no me preocupaba. Si abres una cesta y salen dos serpientes y un lagarto, tú te ocupas primero de las serpientes, ¿no?

—¿Y mi madre? —preguntó Meggie en susurros, no estaba acostumbrada a pronunciar esa palabra.

Mo la miró.

—¡No la descubría por ningún sitio! Tú continuabas arrodillada entre tus libros, observando estupefacta a los desconocidos, plantados con sus pesadas botas y sus armas. Yo sentía un miedo atroz por vosotras, pero para mi alivio, ni Basta ni Capricornio te prestaban la menor atención. «¡Se acabó la charla!», dijo finalmente Capricornio mientras yo me enredaba cada vez más en mis propias palabras. «Me trae sin cuidado cómo he venido a parar a este miserable lugar, llévanos de vuelta ahora mismo, maldito brujo, o Basta te cortará tu lengua parlanchina». Sus palabras no sonaban muy tranquilizadoras que digamos y yo ya había leído lo suficiente en los primeros capítulos sobre ambos para saber que Capricornio no bromeaba. Sentí vahídos, y sumido en la desesperación me devané los sesos para hallar el modo de poner fin a esa pesadilla. Levanté el libro, quizá si leía de nuevo ese pasaje… Lo intenté. Mis palabras salían atropelladas mientras Capricornio me miraba de hito en hito y Basta extraía la navaja del cinto. Nada sucedió. Los dos seguían ahí, en mi casa, y no parecían dispuestos a regresar a su relato. De repente me asaltó la certeza de que iban a matarnos. Dejé caer el libro, ese libro infausto, y recogí la espada que había dejado sobre la alfombra. Basta intentó anticiparse, pero fui más rápido. Tenía que sujetar ese maldito chisme con las dos manos, todavía recuerdo la frialdad de la empuñadura. No me preguntéis cómo, pero logré expulsar a Basta y a Capricornio al pasillo. Mientras tanto se rompieron muchas cosas, tan violentos mandobles di con la espada, y tú te echaste a llorar. Yo deseaba volverme hacia ti para decirte que todo aquello no era más que una pesadilla, pero estaba ocupadísimo manteniendo lejos de mí la navaja de Basta y la espada de Capricornio. Ha sucedido, me repetía sin cesar, ahora estás metido en medio de un relato, como siempre has deseado, y es espantoso. El miedo tiene un sabor completamente distinto cuando no se lee sobre él, Meggie, e interpretar el papel de héroe no resultaba ni la mitad de divertido de lo que me figuraba. Esos dos seguro que me habrían matado si no hubieran sentido todavía una cierta debilidad en las piernas. Capricornio vociferaba, los ojos casi se le salían de las órbitas por la rabia. Basta maldecía y amenazaba y me propinó un feo corte en el brazo, pero después la puerta de casa se abrió de repente y ambos desaparecieron en la noche, tambaleándose como beodos. Yo casi no logro echar el cerrojo, tanto temblaban mis dedos. Apoyado en la puerta, agucé los oídos, pero lo único que capté fueron los latidos desbocados de mi propio corazón. Después te oí llorar en el salón y recordé que aún quedaba el tercero. Regresé dando trompicones, empuñando todavía la espada, y encontré a Dedo Polvoriento en medio de la habitación. No portaba armas, sólo la marta encima de su hombro, y, cuando me dirigí hacia él, retrocedió, la cara pálida como un cadáver. Debí ofrecer un aspecto espantoso, la sangre corría por mi brazo y todo mi cuerpo temblaba, no habría podido decir si de miedo o de ira. «¡Por favor!», musitó él, «¡por favor, no me mates! No tengo nada que ver con ellos, sólo soy un pobre saltimbanqui, un escupefuegos inofensivo. Puedo demostrártelo». «Vale, vale, está bien. Sé que eres Dedo Polvoriento», le contesté. Entonces él se inclinó lleno de respeto ante mí, ante el mago omnisciente que lo conocía todo de él y le había arrancado de su mundo como a una manzana de un árbol. La marta bajó por su brazo, saltó a la alfombra y corrió hacia ti. Tú dejaste de llorar y alargaste la mano hacia ella. «Cuidado, muerde», advirtió Dedo Polvoriento y la espantó alejándola. Yo no le prestaba atención. De repente noté la calma que reinaba en la habitación. Lo silenciosa y vacía que estaba. Vi el libro tirado en la alfombra, abierto, tal como yo lo había dejado, y el cojín en el que se había sentado tu madre. Pero ella no estaba. ¿Dónde se había metido? Grité su nombre una y otra vez. Recorrí todas las habitaciones. Pero había desaparecido.

Elinor, sentada más tiesa que una vela, no apartaba los ojos de él.

—Pero, por el amor de Dios, ¿qué estás diciendo? —balbució—. ¡Tú me contaste que emprendió uno de esos estúpidos viajes de aventura y ya no regresó!

Mo apoyó la cabeza contra el muro.

—Algo tenía que inventar, Elinor —adujo—. Porque no podía contar la verdad, ¿no crees?

Meggie acarició el brazo de su padre con la mano, justo en la zona donde la camisa ocultaba la cicatriz pálida.

—Siempre me has dicho que te cortaste el brazo trepando por una ventana rota.

—Es cierto. La verdad era demasiado fantástica, ¿no te parece?

Meggie asintió. Su padre tenía razón, ella habría considerado esa explicación otro de sus cuentos.

—¿Y ella nunca volvió? —musitó a pesar de que ya conocía la respuesta.

—No —contestó su padre—. Basta, Capricornio y Dedo Polvoriento salieron del libro y ella entró en él, junto con nuestros dos gatos que siempre se sentaban en su regazo mientras yo leía. Seguramente a cambio de Gwin también desapareció otra criatura, una araña quizá, o una mosca o cualquier pájaro que aletease en ese momento alrededor de casa… —Mo calló.

A veces, cuando inventaba un cuento tan estupendo que Meggie lo consideraba verídico, de pronto sonreía y decía: «Te lo has tragado, Meggie». En su séptimo cumpleaños, por ejemplo, cuando le contó que fuera había descubierto hadas entre los crocos. Pero esta vez la sonrisa no asomó a sus labios.

—Cuando hube buscado en vano a tu madre por toda la casa —prosiguió— y regresé al salón, Dedo Polvoriento había desaparecido junto con su cornuda amiga. Lo único que seguía allí era la espada y era tan real al tacto que decidí no dudar de mi sano juicio. Te llevé a la cama, creo que te dije que tu madre ya se había acostado, y acto seguido comencé a leer Corazón de tinta de nuevo. Me leí el maldito libro de cabo a rabo hasta que me quedé ronco y fuera salió el sol, pero lo único que saqué fue un murciélago y una capa de seda con la que más tarde forré tu caja de libros. Durante los días y noches posteriores lo intenté en innumerables ocasiones, hasta que me ardieron los ojos y las letras bailaban por las páginas como borrachas. No comía, no dormía, inventaba para ti historias siempre nuevas sobre el paradero de tu madre y procuraba que nunca estuvieras en la misma habitación cuando yo leía, por miedo a que también tú desaparecieses. No me preocupaba mi propia persona; era curioso, pero tenía la sensación de que como lector estaba a salvo de desaparecer entre las páginas. Ignoro hasta la fecha si sucede realmente así. —Mo espantó un mosquito de su mano—. Leía en voz alta hasta que ya no era capaz de oír mi propia voz —prosiguió—, pero tu madre no regresó, Meggie. En cambio el quinto día apareció en mi salón un extraño hombrecillo transparente, como si fuera de cristal, y desapareció el cartero que en ese momento echaba unas cartas en nuestro buzón. Desde entonces supe que ni paredes ni puertas cerradas te mantendrían a salvo de desaparecer también a ti o a otras personas. Y decidí no volver a leer jamás un libro en voz alta. Ni Corazón de tinta ni ningún otro.

—¿Y qué fue del hombre de cristal? —preguntó Meggie.

Su padre suspiró.

—Se hizo añicos apenas unos días después, cuando un camión pasó por delante de nuestra casa. Es evidente que cambiar de mundo por las buenas sienta bien a poca gente. Ambos sabemos la felicidad que te puede reportar sumergirte en un libro y vivir su historia unos momentos, pero salir fuera de un relato y encontrarte de repente en el mundo real no parece traer demasiada felicidad. A Dedo Polvoriento le rompió el corazón.

—Pero ¿tiene corazón? —preguntó Elinor con tono de amargura.

—Mejor le iría si no lo tuviera —contestó Mo—. Transcurrió más de una semana hasta que reapareció delante de mi puerta. Era de noche, claro está, su hora favorita. Yo estaba haciendo las maletas. Había decidido que lo más seguro era marcharse, pues no quería volver a tener que echar de mi casa con una espada a Basta y Capricornio. Dedo Polvoriento confirmó mis preocupaciones. Apareció mucho después de medianoche, pero de todos modos yo no podía conciliar el sueño. —Mo pasó la mano por los cabellos de su hija—. Tú tampoco dormías bien por aquel entonces. Tenías pesadillas, por mucho que yo intentase ahuyentarlas con mis relatos. Estaba en mi taller recogiendo mis herramientas cuando llamaron a la puerta casi sin hacer ruido, casi a hurtadillas. Dedo Polvoriento surgió de la oscuridad tan de sopetón como hace cuatro días, cuando se plantó ante nuestra casa por la noche. ¿De verdad hace sólo cuatro días de eso? Por aquel entonces, cuando reapareció, parecía como si llevase mucho tiempo sin comer: estaba flaco como un gato vagabundo y tenía los ojos muy vidriosos. «Llévame de vuelta, por favor», balbuceaba. «¡Te lo ruego, llévame de vuelta! Este mundo me está matando. Es demasiado vertiginoso, demasiado repleto y demasiado ruidoso. Si no muero de añoranza, será de hambre. No sé de qué vivir. No sé nada de nada. Soy como un pez fuera del agua…». Sencillamente se negaba a creer que yo no podía hacerlo. Deseaba ver el libro e intentarlo en persona, a pesar de que apenas sabía leer, pero, como es lógico, yo no podía dárselo. Habría sido como desprenderme de lo último que aún poseía de tu madre. Por suerte lo había escondido bien. Le permití a Dedo Polvoriento dormir en el sofá, y cuando bajé a la mañana siguiente, todavía continuaba registrando los estantes. Durante los dos años siguientes apareció en numerosas ocasiones; fuera donde fuese, nos seguía, hasta que me harté y me marché en secreto al amparo de la noche. Después no volví a verlo. Hasta hace cuatro días.

Meggie le miró.

—Él todavía te da pena —le dijo.

Su padre calló.

—A veces —contestó al fin.

—Estás más loco de lo que creía —comentó Elinor con un resoplido de desprecio—. Ese bastardo es el responsable de que estemos encerrados en este agujero. Por su culpa puede que nos rebanen el pescuezo, ¿y te da pena?

Mo se encogió de hombros y levantó la vista hacia el techo, donde unas polillas aleteaban alrededor de la bombilla desnuda.

—Seguro que Capricornio le prometió que lo llevaría de vuelta —dijo Mo—. Al contrario que yo, él se dio cuenta de que Dedo Polvoriento haría cualquier cosa si le prometía eso. Regresar a su relato, eso es lo único que anhela. ¡Ni siquiera pregunta si termina bien para él!

—Bueno, eso no es distinto en la vida real —afirmó Elinor con expresión sombría—. Tampoco se sabe si terminará bien. En nuestro caso por el momento todo habla a favor de un final desdichado.

Meggie estaba sentada, rodeándose las piernas con los brazos, el rostro apoyado en sus rodillas, con la vista clavada en las paredes de un blanco sucio. Veía la N ante sus ojos, la N en la que se sentaba la marta cornuda, y sentía como si su madre se asomara por detrás de la letra mayúscula, su madre con el aspecto que tenía en la foto pálida oculta bajo la almohada de Mo. Así que no se había escapado. ¿Cómo le iría allí, en el otro mundo? ¿Se acordaría todavía de su hija? ¿O eran Meggie y Mo para ella una imagen que se desvanecía? ¿Sentía también nostalgia de su propio mundo, igual que Dedo Polvoriento?

¿Sentía nostalgia Capricornio? ¿Era eso lo que quería de Mo? ¿Que le hiciera volver? ¿Qué sucedería cuando Capricornio se diera cuenta de que Mo no tenía ni idea de cómo conseguirlo? Meggie se estremeció.

—Al parecer Capricornio dispone de otro lector —prosiguió Mo como si hubiera adivinado sus pensamientos—. Basta me ha hablado de él, seguramente para dejar claro que no soy en modo alguno imprescindible. Por lo que sé ya ha sacado más de un ayudante útil para Capricornio con la lectura de un libro.

—¿Ah, sí? ¿Entonces qué espera de ti? —Elinor se incorporó y, gimiendo, se frotó el trasero—. No entiendo nada. Confío en que todo esto sea una de esas pesadillas de las que te despiertas con dolor de cabeza y mal sabor de boca.

Meggie dudaba de que Elinor albergase de verdad esa esperanza. La paja húmeda y el muro frío contra su espalda eran demasiado reales. Lamentaba haber leído tan sólo una línea de Corazón de tinta. Desconocía por completo el relato en el que había desaparecido su madre. Sólo conocía los cuentos de Mo sobre lo que mantenía lejos a su madre, todos esos cuentos que le había narrado durante los años que estuvieron solos, historias de aventuras que ella vivía en países lejanos, con enemigos terribles que impedían continuamente su regreso a la patria, y acerca de una caja que ella llenaba sólo para Meggie depositando en su interior algo nuevo y maravilloso de cada lugar encantado.

—Mo, ¿crees que le gustará vivir en esa historia? —preguntó Meggie.

Su padre necesitó un buen rato para responder.

—Las hadas seguro que le gustan —contestó al fin—, a pesar de que son pequeños seres caprichosos, y, a juzgar por lo que la conozco, seguro que alimenta a los duendes con leche. Sí, creo que todo eso le gustará…

—Y… ¿qué es lo que no le gustará? —Meggie lo miró preocupada.

Mo vaciló.

—El mal —repuso al fin—. En ese libro suceden un montón de cosas atroces y ella nunca supo que la historia acaba más o menos bien, al fin y al cabo nunca terminé de leérsela… Eso no le gustará.

—No, seguro que no —intervino Elinor—. Pero ¿cómo puedes saber que la historia no ha cambiado? A fin de cuentas tú trajiste a Capricornio y a su amigo de la navaja leyendo en voz alta. Ahora esos dos nos están dando la lata a nosotros.

—Cierto —reconoció Mo—, pero a pesar de todo a lo mejor siguen también en el libro. Creedme, lo he leído muchas veces desde que lo abandonaron. El relato aún versa sobre ellos… sobre Dedo Polvoriento, Basta y Capricornio. ¿No significa eso que nada ha cambiado? ¿Que Capricornio continúa allí mientras nosotros nos peleamos aquí con su sombra?

—Para ser una sombra es bastante aterradora —opinó Elinor.

—Sí, eso es cierto —reconoció Mo suspirando—. A lo mejor todo eso ha cambiado. A lo mejor la historia impresa oculta otra historia mucho mayor que se transforma igual que lo hace nuestro mundo, ¿no? Y las letras nos van revelando lo mismo que una mirada por el agujero de una cerradura. A lo mejor no son más que la tapa de una cazuela que contiene mucho más de lo que podemos leer.

Elinor soltó un gemido.

—¡Cielos, Mortimer! —exclamó—. ¡Calla de una vez, me está entrando dolor de cabeza!

—Créeme, a mí también me ocurrió lo mismo cuando empecé a reflexionar sobre el asunto —respondió Mo.

Después los tres enmudecieron durante un buen rato, cada uno de ellos enfrascado en sus propios pensamientos.

Elinor fue la primera en tomar la palabra, aunque dio la impresión de que hablaba consigo misma.

—Ay, santo cielo —murmuró mientras se quitaba los zapatos—. ¡Cuántas veces he deseado introducirme en uno de mis libros favoritos! Sin embargo, lo bueno de los libros es que puedes cerrarlos siempre que se te antoja.

Suspirando, movió los dedos de sus pies y comenzó a caminar de un lado a otro. Meggie tuvo que reprimir la risa. Sencillamente Elinor tenía un aspecto de lo más gracioso mientras caminaba insegura con sus pies doloridos de la pared a la puerta y de la puerta a la pared, de acá para allá, como un juguete al que acaban de darle cuerda.

—¡Elinor, terminarás volviéndome loco de remate, siéntate! —dijo Mo.

—¡Ni lo sueñes! —replicó iracunda—. Porque si me siento seré yo la que enloquezca.

Mo torció el gesto y pasó el brazo por los hombros de su hija.

—¡Bueno, dejémosla correr! —le dijo al oído—. Cuando haya andado diez kilómetros, se desplomará. Ahora deberías dormir. Te cedo mi cama. No es tan mala como parece. Si cierras los ojos con fuerza puedes imaginarte que eres Wilbur, el cerdo, tumbado cómodamente en su cuadra…

—… o Wart, durmiendo en la hierba con los gansos salvajes.

Meggie no pudo evitar un bostezo. Cuántas veces habían jugado ella y Mo a ese juego: «¿Qué libro se te ocurre? ¿Cuál hemos olvidado? ¡Oh, sí, ése; hacía mucho tiempo que no lo recordaba…!». Cansada, se tendió sobre la paja.

Mo se despojó del jersey y la tapó con él.

—Porque, aunque seas un cerdo o un ganso salvaje, necesitas una manta —precisó.

—Pero tú pasarás frío.

—Bobadas.

—¿Y dónde vais a dormir Elinor y tú? —a Meggie se le escapó otro bostezo. No se había dado cuenta del cansancio que arrastraba.

Elinor continuaba caminando con paso cansino de pared a pared.

—¿Quién habla de dormir? —dijo—. Montaremos guardia, por supuesto.

—Vale —murmuró Meggie hundiendo la nariz en el jersey de su padre.

«Vuelve a estar aquí —pensaba mientras el sueño abatía sus párpados—. Todo lo demás carece de importancia». Y luego se dijo: «Si al menos pudiera leer el libro hasta el final…». Pero Corazón de tinta estaba en poder de Capricornio… y ahora no quería pensar en él, pues de lo contrario jamás lograría conciliar el sueño. Jamás…

Más tarde, no supo cuánto tiempo había dormido. A lo mejor la despertaron sus pies fríos o la paja punzante bajo su cabeza. Su reloj de pulsera marcaba las cuatro. Nada en la estancia sin ventanas permitía adivinar si era de día o de noche, pero a Meggie le resultaba inconcebible que la noche ya hubiera transcurrido. Mo estaba sentado junto a la puerta con Elinor. Ambos parecían cansados y preocupados, y conversaban en voz baja.

—Sí, todavía me consideran un mago —decía su padre en ese momento—. Ellos me dieron ese nombre ridículo, Lengua de Brujo. Capricornio está convencido a pie juntillas de que soy capaz de repetirlo en todo momento con cualquier libro.

—¿Y… eres capaz? —preguntó Elinor—. ¿Porque antes no lo contaste todo, verdad?

Mo permaneció un buen rato en silencio.

—¡No! —contestó al fin—. Porque no quiero que Meggie me tome por un mago o algo parecido.

—De modo que no es la primera vez que consigues sacar algo leyendo en voz alta, ¿eh?

Mo asintió.

—A mí siempre me ha gustado leer en voz alta, desde que era un crío. Un día, leyendo Las aventuras de Tom Sawyer a un amigo, de repente apareció un gato muerto sobre la alfombra, más tieso que la mojama. Hasta más tarde no me di cuenta de que a cambio había desaparecido uno de mis animales de peluche. Creo que los dos estuvimos a punto de sufrir un ataque al corazón, nos juramos que jamás le hablaríamos a nadie del gato y sellamos el juramento con sangre, como Tom y Huck. Más tarde, lo intenté una y otra vez a escondidas, sin testigos, pero al parecer nunca sucedía cuando yo deseaba. Por lo visto no existía ninguna regla en absoluto, salvo que sólo acontecía con los relatos que me gustaban. Como es lógico, conservé todo lo que salió, salvo el pepino hediondo que me deparó el libro del gigante amable. Y es que olía demasiado mal. Cuando Meggie era aún muy pequeña, salía a veces algo de sus libros ilustrados, una pluma, un zapato diminuto… siempre guardamos las cosas en su caja de libros, pero no le revelamos su procedencia. Seguro que no habría vuelto a tocar un libro en su vida por miedo a que saliera la serpiente gigantesca con dolor de muelas o cualquier otro ser aterrador. Pero nunca, Elinor, nunca salió algo vivo de un libro. Hasta aquella noche… —Mo se contempló las palmas de las manos como si vislumbrase en ellas todas las cosas que su voz había arrancado de los libros—. Y si tenía que pasar, ¿por qué no pudo ser alguien simpático, alguien como… Babor, el elefante? Meggie se habría quedado extasiada.

«Oh, sí, por descontado que sí», pensó la niña. Se acordó del zapato pequeño y también de la pluma. Era de color verde esmeralda, como las plumas de Polynesia, el papagayo del doctor Dolittle.

—Sí, bueno, pero las cosas también podrían haber transcurrido peor.

Era típico de Elinor. Como si no fuera ya bastante malo estar lejos del mundo encerrados en una casa en ruinas, rodeados de hombres vestidos de negro con caras de aves de presa y cuchillos al cinto. Pero era obvio que Elinor podía concebir algo peor.

—Imagínate que Long John Silver apareciera de pronto en tu salón, dispuesto a asestar un golpe mortífero con su muleta de madera —le dijo en susurros—. Creo que prefiero a Capricornio. ¿Sabes una cosa? Cuando regresemos a casa, a la mía quiero decir, te daré uno de esos libros encantadores, Winnie el osito, por ejemplo, o quizá Wilde-Kerle. En realidad yo nada tendría que objetar a un monstruo así. Te dejaré mi sillón más cómodo, te prepararé un café, y después leerás en voz alta. ¿De acuerdo?

Mo soltó una risita ahogada y por un momento la preocupación desapareció de su rostro.

—No, Elinor, no lo haré. A pesar de que resulta muy tentador. Me juré a mí mismo que no volvería a leer en voz alta. A saber quién desaparece la próxima vez. Y puede que incluso el libro del oso Winnie oculte un malvado al que hemos pasado por alto. ¿Qué sucedería si sacara al propio Pu? ¿Qué haría él aquí sin sus amigos y sin el bosque de las ciento sesenta mañanas? Su ingenuo corazón se partiría en pedazos, como le ha sucedido a Dedo Polvoriento.

—¡Qué va! —replicó Elinor con un gesto de impaciencia—. ¿Cuántas veces tendré que decirte que ese bastardo no tiene corazón? Pero en fin… Pasemos a otra cuestión cuya respuesta me interesa mucho. —Elinor bajó la voz y Meggie tuvo que esforzarse muchísimo por entenderla—. En realidad, ¿quién era el tal Capricornio en su historia? Seguramente el malo, claro, pero ¿no podría saber algo más de él?

Sí, también a Meggie le habría gustado conocer más datos de Capricornio, pero de repente el laconismo de su padre aumentó.

—Cuanto menos sepáis de él, mejor —se limitó a contestar.

Acto seguido enmudeció. Elinor insistió un rato, pero Mo eludió todas sus preguntas. Parecía no tener ninguna gana de hablar de Capricornio. Sus pensamientos vagaban por otros parajes muy distintos, Meggie lo veía reflejado en su cara. En cierto momento, Elinor se adormiló enroscada sobre el frío suelo, como si quisiera darse calor a sí misma. Mo continuó sentado, la espalda apoyada contra la pared.

Sus ojos contemplaron a Meggie cuando volvió a dormirse. Apareció en sus sueños como una luna oscura. Abría la boca y salían de ella figuras saltarinas: gordas, delgadas, grandes, chicas, que se alejaban dando saltos formando una larga hilera. Pero en la nariz de la luna, apenas más que una sombra, bailaba la figura de una mujer… y de repente la luna esbozó una sonrisa.