Era en mitad de la noche; Bingo no podía dormir. El suelo era duro, pero estaba acostumbrado a eso. Su manta estaba sucia y desprendía un olor hediondo, pero también estaba acostumbrado a eso. Una canción le rondaba por la cabeza, y no podía ahuyentarla de su mente. Era la canción de triunfo de los Wendel.
Michael de Larrabeiti, Los Borribles, tomo 2:
«En el laberinto de los Wendel»
Las jaulas, como las había denominado Basta, que Capricornio ponía a disposición de sus invitados poco gratos estaban situadas detrás de la iglesia, en una plaza asfaltada en la que había contenedores de basura y bidones junto a montañas de escombros. Un ligero olor a gasolina se cernía en el aire, y las mismas luciérnagas que revoloteaban sin rumbo en la noche parecían no saber qué las había llevado hasta ese lugar. Más allá de los contenedores y de los escombros se alzaba una hilera de casas medio derruidas. Las ventanas eran simples agujeros en los muros grisáceos. Unos cuantos postigos podridos pendían tan torcidos de sus goznes que daba la impresión de que la próxima ráfaga de aire los arrancaría de cuajo. Sólo las puertas de la planta baja habían recibido, poco tiempo atrás, era obvio, una mano de pintura de un marrón sucio, sobre el que habían garabateado un número con torpeza, como si fuese obra de un niño. La última puerta, según Meggie pudo comprobar en la oscuridad, ostentaba el número siete.
Basta obligó a Elinor y a ella a dirigirse a la número cuatro. Por un momento, Meggie respiró aliviada al comprobar que no era una jaula de verdad, a pesar de que la puerta en el muro carente de ventanas no parecía precisamente acogedora.
—¡Todo esto es ridículo! —despotricaba Elinor mientras Basta abría con la llave y corría el cerrojo de la puerta.
Basta se había traído refuerzos de la casa, un chico enjuto que vestía el mismo traje negro que los hombres adultos del pueblo de Capricornio y que blandía, a todas luces con agrado, su escopeta con aire amenazador contra el pecho de Elinor cada vez que ésta abría la boca. Ese gesto, sin embargo, no la hacía callar.
—¿A qué os dedicáis aquí? —refunfuñó sin apartar la vista del cañón del arma—. He oído decir que estas montañas han sido siempre un paraíso para los bandidos, ¡pero vivimos en el siglo XXI, hombre! Nadie empuja a las visitas con una escopeta, y mucho menos un jovenzuelo como éste…
—Por lo que sé, en este magnífico siglo es todo igual que en el anterior —respondió Basta—. Y este jovenzuelo tiene la edad perfecta para ser nuestro aprendiz. Yo era aún más joven —abrió la puerta de un empellón. Tras ella, la oscuridad era más negra que la noche.
Basta introdujo de un empujón primero a Meggie, luego a Elinor, y cerró de un portazo.
Meggie oyó girar la llave en la cerradura. Basta farfulló algo y el chico rió. Luego sus pasos se alejaron. La niña alargó las manos hacia un lateral hasta que las puntas de sus dedos rozaron un muro. Sus ojos eran inútiles como los de un ciego, ni siquiera era capaz de percibir dónde se encontraba Elinor. Pero la oyó despotricar en algún lugar situado a su izquierda.
—¿No hay en este agujero al menos un miserable interruptor de la luz? Maldita sea mi estampa, me siento como si hubiera aterrizado en una de esas malditas, insufribles y mal escritas novelas de aventuras, en las que los malos llevan antifaz y lanzan cuchillos.
A Elinor le encantaba maldecir, Meggie ya se había apercibido de ello, y cuanto más se enfadaba más maldiciones mascullaba.
—¿Elinor? —la voz procedía de algún lugar de la oscuridad.
Alegría, susto, sorpresa, todas esas sensaciones provocó esa única palabra.
Meggie casi tropezó con sus propios pies al volverse con un gesto brusco.
—¿Mo?
—¡Oh, no, Meggie! ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—¡Mo! —Meggie, al dirigirse hacia el lugar de donde procedía la voz de su padre, tropezó en la oscuridad. Una mano la cogió del brazo y unos dedos recorrieron su rostro.
—¡Vaya, por fin! —Colgada del techo lucía una bombilla desnuda y Elinor, satisfecha, apartó los dedos de un interruptor polvoriento—. La luz eléctrica es verdaderamente un invento fabuloso —comentó—. Al menos es un claro progreso en comparación con otros siglos, ¿no os parece?
—¿Qué hacéis aquí, Elinor? —preguntó Mo mientras estrechaba a su hija contra él—. ¿Cómo has podido permitir que la trajeran aquí?
—¿Que cómo he podido permitirlo? —a Elinor casi se le quebró la voz—. Yo no solicité interpretar el papel de niñera de tu hija. Sé cómo cuidar libros, pero con los niños, maldita sea, las cosas cambian. ¡Además estaba muy preocupada por ti! Quería salir en tu busca. ¿Y qué hace la tonta de Elinor en lugar de quedarse cómodamente en su casa? No puedo permitir que la niña vaya sola, pensé. ¡Pero esto es lo que he conseguido con mi nobleza! He tenido que escuchar maldades, permitir que me pusieran una escopeta delante del pecho y ahora, para colmo, soportar encima tus reproches…
—¡Está bien, está bien! —Mo apartó un poco a su hija y la contempló de los pies a la cabeza.
—¡Estoy bien, Mo! —le informó Meggie, aunque con la voz un poco temblorosa—. En serio.
Mo asintió y miró a Elinor.
—¿Le habéis traído el libro a Capricornio?
—Claro. Tú también se lo habrías dado si yo… —Elinor se ruborizó y miró sus zapatos polvorientos.
—Si tú no lo hubieras cambiado —concluyó Meggie. Y cogiendo la mano de su padre, la estrechó con fuerza. Le parecía increíble tenerlo de nuevo a su lado, sano y salvo excepto por el arañazo sangriento de su frente, que casi desaparecía bajo su pelo oscuro—. ¿Te han pegado? —Y, preocupada, deslizó su dedo índice por la sangre reseca.
Mo no pudo evitar una sonrisa, a pesar de que con toda seguridad no le apetecía.
—Oh, no es nada. Estoy bien. No te preocupes.
Meggie pensó que no le había respondido, pero no insistió.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Es que Capricornio volvió a enviaros a sus hombres?
Elinor negó con la cabeza.
—No hizo falta —contestó con amargura—. Ese amigo de lengua babosa, hipócrita y adulador se encargó de eso. Menuda serpiente metiste en mi casa. Primero te traicionó a ti, y después le sirvió en bandeja a ese tal Capricornio el libro y a tu hija. «La niña y el libro», acabamos de oírle decir al propio Capricornio, ésa fue la misión del comecerillas. Y él la ha cumplido a plena satisfacción.
Meggie se pasó por los hombros el brazo de su padre y ocultó el rostro en su costado.
—¿La niña y el libro? —Mo volvió a estrechar a su hija contra él—. Claro. Ahora, Capricornio estará seguro de que haré cuanto me pida. —Se dio media vuelta y caminando despacio se encaminó a la paja depositada en un rincón. Con un suspiro se sentó encima, apoyó la espalda contra el muro y cerró los ojos unos instantes—. Bueno, ahora Dedo Polvoriento y yo estamos en paz —anunció—. A pesar de todo, me pregunto qué le pagará Capricornio por tamaña traición. Lo que desea Dedo Polvoriento no puede dárselo.
—Estamos en paz. ¿A qué te refieres? —Meggie se sentó a su lado—. ¿Y qué tienes que hacer tú por Capricornio? ¿Qué quiere de ti, Mo?
La paja estaba húmeda, no era un buen sitio para dormir, pero seguía siendo preferible al desnudo suelo de piedra.
Mo calló durante un instante que pareció eterno. Contempló las paredes desnudas, la puerta cerrada, el suelo sucio.
—Creo que es hora de contarte la historia entera —dijo por fin—. A pesar de que en realidad no deseaba referírtela en un lugar tan desolador como éste, ni antes de que fueras algo más mayor…
—¡Ya tengo doce años, Mo!
¿Por qué creen los adultos que los niños soportan mejor los secretos que la verdad? ¿Es que no saben nada de las tétricas historias que uno urde para explicarse los secretos? Sólo muchos años después, cuando la propia Meggie tuvo hijos, comprendió que existen verdades que llenan el corazón de desesperación y que no agrada hablar de ellas, y menos aún a tus hijos, salvo que se disponga de un escudo contra la desesperanza.
—Siéntate, Elinor —dijo Mo ladeándose un poco—. Es una larga historia.
Elinor suspiró y se instaló con mucha parsimonia en la paja húmeda.
—Todo esto no es real —murmuraba—. Todo esto no puede ser real.
—Eso mismo pienso yo desde hace nueve años, Elinor —repuso Mo. Ya continuación comenzó su relato.