Pero a la última pregunta contestaba:
—Probablemente voló más allá de las Regiones Oscuras, allá donde la gente no va, ni el ganado se adentra, donde el cielo es de cobre, la tierra de hierro y donde las fuerzas malignas viven bajo techos de setas y en los túneles que los topos abandonan.
Isaac B. Singer, «Neftalí, el narrador, y su caballo Sus»
El sol ya estaba alto en el cielo sin nubes cuando emprendieron la marcha. Muy pronto el ambiente dentro del coche de Elinor se caldeó tanto que a Meggie la camiseta empapada de sudor se le pegaba a la piel. Elinor abrió su ventanilla y les ofreció una botella de agua. Vestía una chaqueta de punto abrochada hasta la barbilla, y Meggie, cuando dejó de pensar en su padre o en Capricornio, se preguntó si Elinor no se habría derretido hacía rato debajo de la chaqueta…
Dedo Polvoriento se mostraba tan silencioso en el asiento trasero que casi se olvidaron de su presencia. Había sentado a Gwin en su regazo. La marta dormía mientras las manos de Dedo Polvoriento acariciaban sin descanso su piel. Casi siempre iba mirando por la ventanilla, ajeno a todo, como si sus ojos taladrasen las montañas y los árboles, las casas y las pendientes rocosas que desfilaban por el exterior. Su mirada parecía vacía y lejana, y en una ocasión en que Meggie se giró para observarlo, había tal tristeza en ese rostro surcado por las cicatrices que volvió a mirar deprisa hacia delante.
A ella también le habría gustado llevar un animal en el regazo durante ese larguísimo viaje. A lo mejor habría ahuyentado los pensamientos sombríos que con tanta tozudez se instalaban en su cabeza. Fuera, el mundo se plegaba formando montañas cada vez más altas; a veces parecían querer aplastar la carretera entre sus pétreas laderas grises. Sin embargo, los túneles eran aún peor que las montañas. En ellos acechaban imágenes que ni siquiera el cálido cuerpo de Gwin habría podido disipar. Parecían haberse escondido en la oscuridad con el único fin de aguardar allí a Meggie: imágenes de su padre en un lugar tenebroso, frío, y de Capricornio… Meggie sabía que era él a pesar de que cada vez presentaba un rostro diferente.
Durante un rato intentó leer, pero pronto se dio cuenta de que no retenía en la memoria ni una sola palabra, así que al final desistió de la lectura y se limitó a mirar por la ventanilla, igual que Dedo Polvoriento. Elinor conducía por carreteras secundarias, poco transitadas («De lo contrario, este viaje sería, lisa y llanamente, demasiado aburrido», decía). A Meggie le daba igual. Sólo ansiaba llegar a su destino. Observó impaciente las montañas y las casas en las que otros tenían su hogar. A veces captaba al vuelo por la ventanilla de un coche que se aproximaba la visión de una cara desconocida que desaparecía en el acto, como un libro que abres y vuelves a cerrar enseguida. Al atravesar un pueblecito vieron al borde de la carretera a un hombre que colocaba una tirita en la rodilla herida de una niña. Le acarició el pelo con un gesto de consuelo y Meggie no pudo evitar pensar cuántas veces había hecho lo mismo su padre, cómo a veces había recorrido toda la casa porque no encontraba una sola tirita, y el recuerdo hizo que se le saltaran las lágrimas.
—¡Cielo santo, esto está más silencioso que la cámara funeraria de una pirámide! —exclamó en cierto momento Elinor (Meggie opinaba que repetía con excesiva frecuencia «cielo santo»)—. ¿No podría al menos decir alguien de vez en cuando: «¡Oh, qué hermoso paisaje!»? O bien: «¡Ah, qué soberbio castillo!». Con este silencio sepulcral me quedaré dormida al volante antes de media hora.
Todavía no se había desabrochado ni un solo botón de la chaqueta.
—No veo ningún castillo —murmuró Meggie.
Sin embargo, Elinor no tardó en descubrir uno.
—Siglo dieciséis —anunció cuando aparecieron en una ladera los muros caídos—, una historia trágica. Amores prohibidos, persecución, muerte, corazones dolientes. —Elinor relató una batalla que se había desencadenado justo en ese lugar entre triviales paredes de roca hacía más de seiscientos años—. Si cavas entre esas piedras, seguro que encuentras unos cuantos huesos y yelmos abollados —por lo visto, conocía la historia de cada campanario. Algunas eran tan extrañas que Meggie fruncía el ceño con desconfianza—. ¡Sucedió exactamente así, créeme! —decía entonces Elinor sin desviar la vista de la carretera. Por lo visto le encantaban sobre todo las historias truculentas: narraciones de desdichadas parejas de enamorados a los que habían decapitado, y príncipes a los que habían emparedado vivos—. Claro, ahora todo parece muy pacífico —afirmaba cuando Meggie palidecía al escuchar uno de sus relatos—, pero te lo aseguro, todos ocultan en alguna parte algo tenebroso. En fin, hace unos cuantos cientos de años los tiempos eran más emocionantes, justo es reconocerlo.
Meggie no sabía qué tenía de emocionante una época en la que la gente, de dar crédito a las palabras de Elinor, sólo podía elegir entre morirse de peste o a manos de soldados que vagaban de un lado a otro. Sin embargo, al contemplar un castillo reducido a cenizas el rostro de Elinor adquiría manchas rojas de excitación, y en sus ojos, habitualmente fríos como el pedernal, surgía un brillo romántico cuando hablaba de príncipes sedientos de guerra u obispos ávidos de oro que en otros tiempos trajeron el miedo y la muerte a aquellas montañas ahora surcadas por carreteras bien asfaltadas.
—Querida Elinor, es obvio que usted parece haber nacido en la historia equivocada —dijo en cierto momento Dedo Polvoriento. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde su partida.
—¿En la historia equivocada? Querrá usted decir en la época equivocada. Sí, yo también lo he pensado con frecuencia.
—Llámelo como quiera —repuso Dedo Polvoriento—. En cualquier caso, debería entenderse a las mil maravillas con Capricornio. A él le gustan las mismas historias que a usted.
—¿Pretende ofenderme? —preguntó Elinor agraviada.
La comparación debió de darle que pensar, pues a continuación guardó silencio durante casi una hora, de forma que a Meggie ya nada volvió a distraerla de sus sombríos pensamientos. Las horrorosas imágenes volvían a esperarla en cada túnel.
Comenzaba a anochecer cuando las montañas retrocedieron y detrás de las verdes colinas surgió de repente el mar, vasto como un segundo cielo. El sol, muy bajo, lo hacía relucir como si fuera la piel de una hermosa serpiente. Hacía mucho que Meggie había visto el mar. Fue un mar frío, de un gris pizarroso y pálido por el viento. Este mar era distinto, completamente distinto.
A Meggie, sólo con verlo, la reconfortaba, pero desaparecía con demasiada frecuencia detrás de aquellos edificios feos y de gran altura que proliferaban por doquier en la estrecha franja de tierra que se extendía entre el agua y las abundantes colinas. Pero a veces las colinas no dejaban sitio a las casas y se extendían mucho, agolpándose hasta llegar al mar para dejar que lamiera sus verdes pies. Y allí yacían a la luz del sol poniente como olas acurrucadas en la tierra.
Mientras seguían la sinuosa carretera de la costa, Elinor comenzó a relatar de nuevo algo sobre los romanos que, por lo visto, habían construido precisamente esa carretera por la que viajaban, y sobre su miedo a los salvajes moradores de esa estrecha franja de tierra…
Meggie escuchaba sin demasiada atención. Al borde de la carretera crecían palmeras de cabezas polvorientas y espinosas. Entre ellas florecían agaves gigantescos de hojas carnosas, acurrucados como arañas. El cielo tras ellos se teñía de rosa y amarillo limón mientras el sol iba hundiéndose cada vez más en el mar, y desde lo alto un azul oscuro se filtraba hacia abajo como tinta derramada. La vista era tan hermosa que estremecía.
Meggie se había imaginado el lugar donde vivía Capricornio completamente distinto. La belleza y el miedo son casi irreconciliables.
Atravesaron una pequeña localidad, pasando frente a casas multicolores, como si las hubiera pintado un niño. Eran naranjas, rosas, rojas y, muy a menudo, amarillas: amarillo claro, amarillo tostado, amarillo arenoso, amarillo sucio, con persianas verdes y tejados marrón rojizo. Ni siquiera la progresiva oscuridad podía arrebatarles el colorido.
—Esto no parece muy peligroso —afirmó Meggie mientras pasaba ante su ojos a toda velocidad otra de esas casas rosas.
—¡Porque todo el rato te limitas a mirar a la izquierda! —le dijo Dedo Polvoriento detrás de ella—. Pero siempre hay una faceta clara y otra oscura. Fíjate a la derecha.
Meggie obedeció. Al principio también vio únicamente las casas de colores, que se alzaban pegaditas al borde de la carretera, apoyadas unas en otras como si se abrazasen. Pero después las casas desaparecieron de repente, y las laderas escarpadas en cuyos repliegues ya anidaba la noche bordeaban la carretera. Sí, Dedo Polvoriento tenía razón, su aspecto era inquietante, y las pocas casas parecían ahogarse en la oscuridad que se iba extendiendo.
La oscuridad aumentó con rapidez, en el sur la noche cae deprisa, y Meggie se alegró de que Elinor transitase por la muy iluminada carretera de la costa. Finalmente Dedo Polvoriento le indicó que se desviara por una carretera que se alejaba de la costa, del mar y de las casas de colores para adentrarse en la oscuridad.
La carretera se internaba en las colinas serpenteando, a veces subiendo, otras bajando, hasta que las pendientes al borde de la carretera se hicieron cada vez más empinadas. La luz de los faros caía sobre retamas y vides asilvestradas, sobre olivos encorvados al borde del camino como ancianos.
Sólo se cruzaron con dos coches. De vez en cuando surgían de la oscuridad las luces de un pueblo. Pero las carreteras que Dedo Polvoriento indicaba a Elinor se alejaban de todas las zonas iluminadas para sumergirse cada vez más profundamente en la noche. En varias ocasiones la luz de los faros cayó sobre los restos derrumbados de una casa, pero Elinor no supo referir nada de ninguno de ellos. Entre esos muros miserables no habían vivido príncipes, ni obispos de capa roja, sino tan sólo campesinos y braceros cuyas historias nadie había escrito, y ahora habían desaparecido bajo el tomillo silvestre y las prolíficas euforbiáceas.
—Supongo que no nos habremos perdido —murmuró en cierto momento Elinor, como si el mundo que los rodeaba fuera demasiado silencioso para hablar en voz alta—. ¿Cómo va a haber un pueblo en estos terrenos yermos dejados de la mano de Dios? Seguramente hemos tomado el desvío equivocado como mínimo en dos ocasiones.
Pero Dedo Polvoriento se limitó a mover la cabeza.
—Vamos bien —contestó—. En cuanto subamos esa colina de ahí divisaremos las casas.
—¡Eso espero! —gruñó Elinor—. Por el momento apenas acierto a distinguir la carretera. Cielo santo, no sabía que pudieran existir tales tinieblas en algún lugar del mundo. ¿No podría haberme dicho lo lejos que quedaba esto? Habría llenado el depósito. No sé si la gasolina nos permitirá retornar a la costa.
—¿De quién es el coche? ¿Mío? —replicó irritado Dedo Polvoriento—. Ya le dije que no me interesan nada estos artefactos. Y ahora mire hacia delante. Enseguida aparecerá el puente.
—¿El puente? —Elinor tomó la curva siguiente y pisó bruscamente el freno.
En medio de la carretera, iluminada por dos lámparas de las que se utilizan en las obras, una valla les impedía el paso. El metal parecía oxidado, como si la valla llevara años allí.
—¿Lo veis? —exclamó Elinor cruzando las manos sobre el volante—. Nos hemos equivocado. ¡Ya lo decía yo!
—De eso, nada.
Dedo Polvoriento apartó a Gwin de su hombro y se apeó. Mientras se dirigía despacio hacia la valla, acechó en torno suyo. Luego la arrastró hasta la cuneta.
Meggie casi no pudo contener la risa al ver la expresión estupefacta de Elinor.
—¿Pero es que se ha vuelto loco de remate ese tipo? —susurró—. No creerá que con esta oscuridad voy a bajar por una carretera cerrada al tráfico.
A pesar de todo, cuando Dedo Polvoriento, impaciente, le hizo una seña para que siguiera, puso el motor en marcha. En cuanto pasó a su lado, volvió a arrastrar la valla hasta la carretera.
—¡No me mire así! —exclamó mientras subía de nuevo al coche—. Esa valla siempre está ahí. Capricornio la mandó poner para ahuyentar a los visitantes indeseados. Pocas veces se atreve alguien a venir hasta aquí. La mayoría de la gente se mantiene lejos por las historias que corren sobre el pueblo de Capricornio, pero…
—¿Qué historias? —lo interrumpió Meggie a pesar de que en realidad no deseaba escucharlas.
—Historias terroríficas —respondió Dedo Polvoriento—. Las gentes de aquí son supersticiosas, como en todas partes. La historia más popular afirma que detrás de esa colina de allí mora el diablo en persona.
Meggie se enfadó consigo misma, pero no logró apartar la vista de la oscura cumbre de la colina.
—Mo dice que el diablo lo inventaron los seres humanos —adujo la niña.
—Bueno, es posible. —Dedo Polvoriento volvió a exhibir en sus labios su enigmática sonrisa—. Pero tú querías saber lo que se cuenta. Se dice que a los hombres que viven en ese pueblo no pueden matarlos las balas, que son capaces de atravesar las paredes y que cada noche de luna nueva cogen a tres chicos a los que Capricornio les enseña a robar, saquear y asesinar.
—¡Cielos! ¿Pero quién se ha inventado todo eso, la gente de la región o el propio Capricornio? —Elinor se inclinaba mucho sobre el volante. La carretera estaba llena de baches y tenía que circular muy despacio para que el coche no se quedase atascado.
—Ambos. —Dedo Polvoriento se reclinó en el asiento y dejó que Gwin le mordisqueara los dedos—. Capricornio premia a todo aquel que urda una nueva historia. El único que nunca participa en ese juego es Basta, pues es tan supersticioso que se aparta de los gatos negros.
Basta. Meggie recordaba ese nombre, pero Dedo Polvoriento continuó hablando antes de que pudiera preguntar. La narración parecía divertirle.
—¡Ah, sí! ¡Se me olvidaba! Por supuesto, todos los que viven en el pueblo maldito echan el mal de ojo, incluso las mujeres.
—¿El mal de ojo? —Meggie lo miró.
—Sí. Con una simple mirada suya caes enfermo de muerte. Y antes de los tres días estiras la pata.
—¿Y quién se cree semejante estupidez? —murmuró Meggie volviendo a mirar hacia delante.
—Los pazguatos.
Elinor volvió a pisar el freno. El coche derrapó sobre la grava. Ante ellos apareció el puente del que había hablado Dedo Polvoriento. Las piedras grises brillaban pálidas a la luz de los faros, y el abismo que se abría debajo parecía no tener fin.
—¡Siga, siga! —dijo con tono impaciente Dedo Polvoriento—. Aunque no lo crea, aguantará.
—Parece como si lo hubieran construido los antiguos romanos —gruñó Elinor—. Y además para burros, no para coches.
Pero a pesar de todo siguió adelante. Meggie cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que oyó de nuevo rechinar la grava de la carretera bajo las ruedas.
—Capricornio estima mucho este puente —comentó Dedo Polvoriento en voz baja—. Un solo hombre bien armado basta para hacerlo infranqueable. Pero por fortuna no todas las noches monta guardia aquí un centinela.
—Dedo Polvoriento… —Meggie se volvió vacilante hacia él mientras el coche de Elinor se martirizaba subiendo las últimas colinas—. ¿Qué responderemos cuando nos pregunten cómo hemos encontrado el pueblo? Seguro que no será bueno que Capricornio se entere de que nos lo has contado tú, ¿verdad?
—Pues no, en eso tienes razón —murmuró Dedo Polvoriento sin mirar a la niña—. Aunque al fin y al cabo le traemos el libro.
Agarró a Gwin, que trepaba por el respaldo del asiento trasero, de modo que no pudiera soltarle un mordisco y atrajo el animal hasta la mochila con un trozo de pan. Desde que había oscurecido, la marta se mostraba inquieta. Ansiaba salir de caza.
Habían llegado a la cresta de la colina. A su alrededor el mundo había desaparecido, tragado por la noche, pero no muy lejos, en medio de la oscuridad, se dibujaban un par de pálidos cuadrados. Ventanas iluminadas.
—Ahí está —dijo Dedo Polvoriento—. El pueblo de Capricornio. O, si lo preferís, el pueblo del diablo —añadió con una risita.
Elinor se volvió enfadada hacia él.
—¡Déjelo ya! —le ordenó con rudeza—. Veo que esas historias le encantan. Quién sabe, a lo mejor las ha inventado usted mismo y el tal Capricornio no es más que un coleccionista de libros un tanto extravagante.
Dedo Polvoriento, en lugar de responder, se limitó a mirar por la ventanilla con esa enigmática sonrisa que a Meggie le habría gustado borrar de su boca en algunas ocasiones. También en ésta parecía significar una sola cosa: «¡Qué tontas sois!».
Elinor apagó el motor. El silencio que los rodeó a continuación era tan absoluto que Meggie apenas se atrevía a respirar. Miró hacia abajo, a las ventanas iluminadas. Siempre había juzgado acogedoras las ventanas claras en medio de la noche, pero éstas parecían más amenazadoras que la oscuridad que los envolvía.
—¿Y ese pueblo tiene también habitantes normales? —preguntó Elinor—. Abuelitas inofensivas, niños, hombres que no tengan nada que ver con Capricornio…
—No, Capricornio y sus secuaces son sus únicos habitantes —musitó Dedo Polvoriento—, y las mujeres que se encargan de cocinar para ellos, de limpiar y de cualquier otra cosa que surja.
—De cualquier otra cosa que surja… ¡Maravilloso! —Elinor soltó un resoplido de aversión—. El tal Capricornio me resulta cada vez más antipático. En fin, acabemos cuanto antes. Quiero regresar a mi casa, con mis libros, con una iluminación como es debido y una buena taza de café.
—¿De veras? Creía que añoraba usted la aventura.
«Si Gwin pudiera hablar —pensó Meggie—, tendría la misma voz que Dedo Polvoriento».
—Yo prefiero que luzca el sol —le replicó Elinor con acritud—. Cielo santo, cómo odio esta oscuridad, pero si nos quedamos aquí sentados hasta el amanecer, mis libros estarán mohosos antes de que Mortimer pueda ocuparse de ellos. Meggie, ve atrás y trae la bolsa. Ya sabes.
La niña asintió. Se disponía a abrir la puerta cuando una luz intensa la deslumbró. Delante de la puerta del conductor, alguien cuyo rostro no se distinguía iluminaba el coche con una linterna de bolsillo. Acto seguido golpeó con ella rudamente el parabrisas.
Elinor, asustada, dio tal respingo que se golpeó la rodilla contra el volante, pero recuperó enseguida la presencia de ánimo. Maldiciendo, se frotó la pierna dolorida y abrió su ventanilla.
—¿Qué significa esto? —increpó al desconocido—. ¿A qué viene darnos este susto de muerte? Es muy fácil que te atropellen si te dedicas a deambular de noche por ahí como un ladrón.
Por toda respuesta, el desconocido introdujo por la ventanilla abierta el cañón de una escopeta.
—¡Esto es una propiedad privada! —masculló. Meggie creyó reconocer la voz de gato que había escuchado en la biblioteca de Elinor—. Y es muy fácil que te peguen un tiro si te dedicas a deambular de noche por una propiedad privada.
—Puedo explicarlo —Dedo Polvoriento se inclinó sobre el hombro de Elinor.
—¡Caramba, a quién tenemos aquí! ¡Dedo Polvoriento! —el desconocido retiró el cañón de la escopeta—. ¿Por qué te has presentado aquí en plena noche?
Elinor se volvió y lanzó a Dedo Polvoriento una mirada de recelo.
—Ignoraba que tuviera usted tanta confianza con estos supuestos diablos —afirmó.
Dedo Polvoriento, sin embargo, ya había descendido del coche. A Meggie también le extrañaba la familiaridad con la que cuchicheaban ambos hombres. Recordaba todavía muy bien lo que Dedo Polvoriento le había contado sobre los hombres de Capricornio. ¿Cómo podía hablar así con uno de ellos? Por más que Meggie aguzaba los oídos, no entendía una palabra de lo que ambos decían. Tan sólo captó una cosa: Dedo Polvoriento llamaba Basta al desconocido.
—Esto no me gusta —susurró Elinor—. Fíjate en esos dos. Están charlando como si nuestro amigo comecerillas entrara y saliera de aquí como Pedro por su casa.
—Seguramente sabe que no le harán nada porque traemos el libro —musitó Meggie sin quitar los ojos de encima a ambos hombres.
El desconocido traía consigo dos perros pastores. Los canes olfateaban las manos de Dedo Polvoriento y le daban empellones con el hocico en el costado mientras movían el rabo.
—¿Lo ves? —siseó Elinor—. Hasta los malditos perros lo tratan como si fuera un viejo amigo. ¿Qué…?
Antes de que pudiera seguir hablando, Basta abrió la puerta del conductor.
—Fuera las dos —ordenó.
Elinor salió de mala gana del coche. Meggie también y se situó a su lado. Estaba sobrecogida. Nunca había visto a un hombre con escopeta. Bueno, en televisión sí, pero no en la realidad.
—¡Oiga, no me gusta su tono! —increpó Elinor a Basta—. Hemos hecho un viaje en coche poco grato y sólo hemos venido a este paraje yermo para darle a su jefe, o capo, o como le llamen, algo que desea poseer hace mucho tiempo. Así que haga el favor de ser amable.
Basta le lanzó una mirada tan despectiva que dejó a Elinor boquiabierta y Meggie se cogió de su mano sin darse cuenta.
—¿De dónde has sacado a ésta? —preguntó Basta volviéndose de nuevo a Dedo Polvoriento, que permanecía inmóvil con expresión de indiferencia, como si todo aquello no fuera con él.
—La casa es suya, ya lo sabes… —Dedo Polvoriento habló en voz baja, aunque Meggie llegó a oír sus palabras—. Yo no quería traerla, pero es más testaruda que una mula.
—¡No hace falta que lo jures! —Basta volvió a mirar a Elinor de hito en hito, luego se giró hacia Meggie—. Entonces ésta debe de ser la hijita de Lengua de Brujo, ¿no? Pues no se le parece mucho.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó Meggie—. ¿Cómo se encuentra? —eran las primeras palabras que lograba emitir.
Tenía la voz ronca, como si llevara mucho tiempo sin utilizarla.
—Oh, está bien —respondió Basta lanzando una mirada a Dedo Polvoriento—. A pesar de que por el momento habría que llamarlo más bien Lengua de Plomo, por lo poco que habla.
Meggie se mordió los labios.
—Venimos a buscarlo —anunció. Su voz sonaba aguda y débil, a pesar de que se esforzaba con toda su alma por parecer adulta—. Tenemos el libro, pero Capricornio sólo lo conseguirá si deja en libertad a mi padre.
Basta se volvió de nuevo hacia Dedo Polvoriento.
—En cierto modo sí que me recuerda a su padre. ¿Ves su forma de apretar los labios? Y luego su mirada. Sí, el parentesco es evidente.
Hablaba con tono burlón, pero cuando volvió a mirar a Meggie su expresión no lo era. Tenía un rostro afilado, anguloso, con los ojos muy juntos, que entornaba ligeramente como si de ese modo viese mejor.
Aunque Basta era un hombre de mediana estatura y estrecho de hombros como un joven, Meggie contuvo el aliento cuando dio un paso hacia ella. Nunca una persona le había inspirado tanto temor, y eso no se debía a la escopeta que empuñaba. Había algo en él, algo furioso, cáustico.
—Meggie, saca la bolsa del maletero —Elinor se interpuso al darse cuenta de que Basta intentaba agarrar a la niña—. ¡No contiene nada peligroso! —exclamó irritada—. Sólo aquello que nos ha traído aquí.
En respuesta, Basta se limitó a apartar los perros del camino de un tirón brutal. Los canes soltaron un gañido.
—Meggie, escúchame con atención —le susurró Elinor cuando abandonaron el coche y, siguiendo a Basta, descendían por un empinado sendero que conducía hacia las ventanas iluminadas—. No sueltes el libro hasta que veamos a tu padre, ¿entendido?
Meggie asintió y apretó con fuerza la bolsa de plástico contra su pecho. Por otra parte, ¿cómo iba a sujetar el libro si Basta intentaba arrebatárselo? Pero por precaución no llegó a concluir este pensamiento…
Era una noche calurosa. Sobre las negras colinas, el cielo estaba tachonado de estrellas. El sendero pedregoso por el que Basta las conducía estaba sumido en tal oscuridad que Meggie apenas acertaba a ver sus pies. Sin embargo, cada vez que tropezaba una mano la sujetaba, la de Elinor que caminaba pegadita a ella o la de Dedo Polvoriento, que la seguía sigiloso como si fuera su sombra. Gwin continuaba dentro de la mochila y los perros de Basta no paraban de levantar el morro venteando, como si llegara hasta sus narices el olor acre de la marta.
Las ventanas iluminadas fueron aproximándose poco a poco. Meggie distinguió casas, viejas casas de piedra gris toscamente tallada, sobre cuyos tejados se alzaba, pálida, la torre de una iglesia. Muchas parecían deshabitadas cuando pasaron por delante de ellas, por unas callejuelas tan estrechas que Meggie sintió cierto agobio. Algunas carecían de tejados, otras eran poco más que un par de muros medio derruidos. El pueblo de Capricornio estaba sumido en las tinieblas, sólo unos cuantos faroles encendidos colgaban de arcos de mampostería sobre las callejas. Al final desembocaron en una pequeña plaza. En un lateral se alzaba el campanario que habían divisado desde la lejanía, y no muy distante de allí, separada por un callejón angosto, se levantaba una casa grande de dos pisos que no tenía nada de ruinosa. La plaza estaba más iluminada que el resto del pueblo, nada menos que cuatro faroles dibujaban sombras amenazadoras sobre el empedrado.
Basta los condujo directamente a la casa grande. Detrás de tres ventanas del piso superior se veía luz. ¿Estaría Mo allí? Meggie escuchó en su interior, como si pudiera encontrar allí la respuesta, pero los latidos de su corazón sólo le hablaban de miedo. De miedo y de preocupación.