COBARDE

¡El hogar! ¡Eso era lo que significaban aquellos reclamos acariciadores, aquellos suaves toques traídos por el aire, aquellas manos gráciles, invisibles, que tiraban y tiraban de él siempre en la misma dirección!

Kenneth Grahame, El viento en los sauces

Dedo Polvoriento se dirigió primero a la habitación de Meggie cuando estuvo completamente seguro de que dormía. La niña había cerrado su puerta con llave. Seguro que Elinor la había convencido de que lo hiciese, porque no confiaba en él y porque Meggie se había negado a entregarle Corazón de tinta. Dedo Polvoriento sonrió mientras introducía en la cerradura el delgado alambre. A pesar de haber leído tantos libros, ¡qué tonta era esa mujer! ¿Creía de verdad que una de esas cerraduras de puerta corrientes y molientes constituía un obstáculo para él?

—Sí, quizá lo sería para unos dedos tan torpes como los tuyos, Elinor —susurró mientras abría la puerta—. Pero a los míos les gusta jugar con fuego, y eso los ha hecho ágiles y muy habilidosos.

El afecto que sentía por la hija de Lengua de Brujo era un obstáculo más serio, y sus remordimientos de conciencia tampoco le facilitaban precisamente la labor. Sí, a Dedo Polvoriento le remordía la conciencia cuando se deslizó dentro de la habitación de Meggie… a pesar de que no se proponía nada malo. No pretendía en modo alguno robarle el libro, aunque Capricornio, como es natural, seguía queriéndolo: el libro y la hija de Lengua de Brujo, ésa era la nueva misión que le había asignado. Pero eso tenía que esperar. Esa noche Dedo Polvoriento acudía por un motivo diferente. Esa noche llevaba a la habitación de Meggie algo que le corroía el corazón desde hacía años.

Se detuvo junto a la cama y observó a la niña dormida, meditabundo. No le había costado delatar a su padre a Capricornio, pero con la niña las cosas transcurrían de otra forma. A Dedo Polvoriento su rostro le recordaba otro, aunque la pena aún no había dejado sombras oscuras en el de la niña. Qué curioso, cada vez que ella le miraba, él sentía el ansia de demostrarle que no merecía la desconfianza en sus ojos. Siempre había en ellos un poso de desconfianza, incluso cuando le sonreía. A su padre lo miraba de forma muy distinta… como si él pudiera preservarla de todo lo malo y siniestro del mundo. ¡Qué estúpida, qué idea tan estúpida! Nadie podría protegerla de eso.

Dedo Polvoriento se pasó la mano por las cicatrices de su rostro y frunció el ceño. Tenía que ahuyentar todos esos pensamientos inútiles y llevarle a Capricornio lo que ansiaba, la niña y el libro. Mas no esa noche.

Gwin se agitaba encima de su hombro, intentando quitarse el collar. Le gustaba menos que la cadena de perro que Dedo Polvoriento había sujetado al collar. Quería salir de caza, pero Dedo Polvoriento no la soltó. La última noche, mientras hablaba con los hombres de Capricornio, la marta se le había escapado. Basta aún aterrorizaba al pequeño diablo peludo. Dedo Polvoriento lo comprendía de sobra.

Meggie dormía como un tronco, la cara apretada contra un jersey gris. Seguro que pertenecía a su padre. Murmuraba algo en sueños, pero Dedo Polvoriento no logró entenderlo. De nuevo los remordimientos de conciencia conmovieron su corazón, pero ahuyentó esa molesta sensación. No le serviría para nada, ni ahora ni más tarde. La niña le traía sin cuidado, y con su padre ya estaba en paz. Sí, en paz. No tenía razón alguna para sentirse un infame malvado de lengua viperina.

Buscando, acechó a su alrededor en la oscura habitación. ¿Dónde diablos guardaba el libro? Al lado de la cama de la niña había una caja lacada en rojo. Dedo Polvoriento levantó la tapa. Al inclinarse hacia delante, la cadena de Gwin provocó un suave tintineo.

La caja estaba repleta de libros, libros maravillosos. Dedo Polvoriento sacó la linterna de debajo del abrigo y alumbró el interior.

—¡Caramba! —musitó—. ¡Pero qué beldades! Parecéis unas damas espléndidamente ataviadas para el baile de algún príncipe.

Seguramente Lengua de Brujo había vuelto a encuadernar cada uno de ellos después de que los dedos infantiles de Meggie hubieran estropeado las viejas tapas. Claro, allí estaba su distintivo: la cabeza de un unicornio. Cada libro la llevaba sobre su vestido, y cada uno estaba encuadernado en un tono diferente. La caja encerraba todos los colores del arco iris.

El libro que buscaba Dedo Polvoriento estaba abajo del todo, parecía sencillo, con sus pastas verde plateado, casi un mendigo entre los demás engalanados señores.

Dedo Polvoriento no se asombraba de que Lengua de Brujo le hubiera dado a ese libro un ropaje tan insignificante. Seguro que el padre de Meggie lo odiaba tanto como lo amaba Dedo Polvoriento. Lo sacó con cuidado de entre los demás. Hacía casi nueve años que lo había tenido en sus manos por última vez. Por entonces aún exhibía una encuadernación de cartón y una envoltura protectora de papel que estaba rota por debajo.

Dedo Polvoriento levantó la cabeza. Meggie suspiró y se dio la vuelta. Qué desgraciada parecía. Seguro que le asaltaba una pesadilla. Sus labios temblaban y sus manos aferraban el jersey como si buscase un asidero en algo… o en alguien. Sin embargo, en los malos sueños uno casi siempre se encuentra solo, terriblemente solo. Dedo Polvoriento recordó muchas pesadillas, y por un instante estuvo tentado de alargar la mano para despertar a Meggie. Pero estaba hecho un botarate más blandengue que la mantequilla.

Dio la espalda a la cama. Ahuyentó de sus ojos, de su mente, la figura de la niña. Después abrió el libro a toda prisa, antes de que cambiara de idea. Le costaba respirar. Pasó las primeras páginas, leyó, siguió pasando páginas y más páginas. Pero a medida que las pasaba sus dedos se tornaban más vacilantes hasta que cerró el libro de golpe. La luz de la luna se filtraba por entre las rendijas de los postigos. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba así, los ojos perdidos en ese laberinto de letras. Todavía era un lector muy lento…

—¡Cobarde! —susurró—. ¡Oh, pero qué cobarde eres, Dedo Polvoriento! —se mordió los labios hasta hacerse daño—. ¡Venga, hombre! —musitó—. Ésta es quizá la última ocasión, majadero. En cuanto el libro caiga en poder de Capricornio, seguro que ya no te permitirá echarle una ojeada.

Abrió de nuevo el libro, pasó las hojas hasta la mitad… y volvió a cerrarlo de golpe con tal fuerza que Meggie se sobresaltó en sueños y escondió la cabeza debajo de la manta. Dedo Polvoriento aguardó inmóvil junto a la cama hasta que la respiración de la niña se apaciguó; después, con un profundo suspiro, se agachó nuevamente junto a su caja del tesoro y depositó el libro junto a los demás.

Cerró la tapa con absoluto sigilo.

—¿Lo has visto? —le susurró a la marta—. No me atrevo y punto. ¿No preferirías buscarte un señor más valeroso? Piénsatelo bien.

El animal chilló bajito junto a su oído, pero en el caso de que eso fuera una respuesta, Dedo Polvoriento no logró entenderla.

Permaneció unos instantes observando la respiración tranquila de Meggie, al cabo de los cuales volvió a deslizarse hacia la puerta.

—Qué más da —murmuró de nuevo en el pasillo—. ¡Quién sabe cómo acabará todo…!

Acto seguido subió a la buhardilla que le había asignado Elinor y se tumbó en la cama estrecha alrededor de la cual se apilaban cajas y cajas de libros. Pero no logró conciliar el sueño hasta el amanecer.