SOLO

—Cariño —dijo ella al fin—, ¿estás seguro de que no te importa ser un ratón el resto de tu vida?

—No me importa en absoluto —afirmé—. Da igual quién seas o qué aspecto tengas mientras alguien te quiera.

Roald Dahl, Las brujas

A su regreso, Meggie encontró a Elinor en la puerta de entrada, intensamente iluminada. Se había puesto un abrigo encima del camisón. La noche era cálida, pero soplaba un viento frío procedente del lago. Qué desesperada parecía la niña… qué desvalida. Elinor recordó esa sensación. No la había peor.

—¡Se lo han llevado! —La rabia y la impotencia casi estrangulaban su voz. Meggie la miró con hostilidad—. ¿Por qué me sujetaste? ¡Podíamos haberle ayudado! —Tenía los puños cerrados, como si estuviera deseando pegarle.

Elinor también recordaba esa sensación. A veces te apetecía pegar al mundo entero, pero no servía de nada, de nada en absoluto. Eso no mitigaba el dolor.

—¡Deja de decir disparates! —replicó con tono áspero—. ¿Qué podíamos hacer? También te habrían llevado a ti. ¿Le habría gustado eso a tu padre? ¿Le habría servido de algo? No. Así que deja de comportarte como una estatua y entra en casa.

La niña, sin embargo, no se movió.

—¡Se lo llevan con Capricornio! —musitó, tan bajo que Elinor casi no logró entenderla.

—¿Con quién?

Meggie se limitó a menear la cabeza y se pasó la manga por el rostro humedecido por las lágrimas.

—La policía llegará enseguida —informó Elinor—. Les he avisado por el móvil de tu padre. Nunca he querido comprarme un chisme de ésos, pero ahora creo que lo haré. Ellos cortaron el cable.

Meggie seguía inmóvil. Temblaba.

—¡De todos modos hace mucho que se han ido! —musitó.

—¡Por Dios, ya verás como no le sucede nada! —Elinor se ciñó más el abrigo. El viento arreciaba. Traería lluvia, con toda seguridad.

—¿Y tú por qué lo sabes? —la voz de Meggie temblaba de rabia.

«Cielo santo, si las miradas matasen —pensó Elinor—, ahora estaría más tiesa que una momia».

—¡Porque quiso irse con ellos voluntariamente! —contestó malhumorada—. Tú también lo oíste, ¿no?

La niña agachó la cabeza. Claro que lo había oído.

—Cierto —musitó—. Le preocupa más el libro que yo.

Elinor no supo qué responder. Su padre siempre había defendido con firmeza la opinión de que había que ocuparse más de los libros que de los hijos. Y cuando de repente murió, ella y sus dos hermanas tuvieron la impresión durante años de que él continuaba en la biblioteca quitándole el polvo a sus libros, como solía hacer siempre. Sin embargo, el padre de Meggie era distinto.

—¡Qué desatino, pues claro que se preocupa por ti! —exclamó—. No conozco a ningún padre que esté ni la mitad de loco por su hija que el tuyo. Ya lo verás, pronto regresará. ¡Y ahora, entra de una vez! —tendió la mano a Meggie—. Te prepararé leche caliente con miel. ¿No se da algo parecido a los niños desgraciadísimos?

Pero Meggie ni siquiera se fijó en la mano. De repente se dio la vuelta y echó a correr. Como si se le hubiera ocurrido una idea.

—¡Eh, espera! —Elinor, despotricando, embutió los pies en sus zapatos de jardín y salió tras ella dando traspiés.

Esa boba corría hacia la parte posterior de la casa, al lugar donde el comefuegos le había ofrecido su función. Pero, como es lógico, la pradera estaba vacía. Sólo las antorchas consumidas seguían hincadas en el suelo.

—Vaya, el señor tragacerillas también parece haberse ido, —dijo Elinor—. Desde luego, en casa no está.

—A lo mejor los ha seguido. —La niña se acercó a una de las antorchas consumidas y acarició su cabeza carbonizada—. ¡Justo! Vio lo que pasaba y los ha seguido —miró a Elinor, esperanzada.

—Seguro. Así ha debido de suceder.

Elinor se esforzó de verdad por no parecer sarcástica. «¿Cómo crees que los siguió? ¿A pie?», continuó diciéndose a sí misma. Pero en lugar de expresarlo en voz alta, puso una mano sobre los hombros de Meggie. Dios santo, la niña seguía tiritando.

—¡Vamos! —le dijo—. Pronto llegará la policía y por el momento nosotras, a decir verdad, no podemos hacer nada. Ya lo verás, tu padre aparecerá dentro de unos días, y a lo mejor tu amigo que escupe fuego estará con él. Pero hasta entonces tendrás que quedarte conmigo.

Meggie se limitó a asentir y se dejó conducir hasta la casa sin oponer resistencia.

—Me queda otra condición —dijo Elinor cuando llegaron ante la puerta de entrada.

Meggie la miró llena de desconfianza.

—Mientras estemos aquí solas las dos, ¿podrías dejar de mirarme continuamente como si estuvieras deseando envenenarme? ¿O quizás es pedir demasiado?

En la cara de Meggie apareció furtivamente una sonrisa desvalida.

—Creo que no —contestó.

Los dos policías que aparecieron en el patio cubierto de gravilla hicieron muchas preguntas, pero ni Elinor ni Meggie acertaron a responderlas. No, Elinor no había visto nunca a esos hombres. No, no habían robado dinero ni tampoco ninguna otra cosa de valor, salvo un libro. Los dos hombres cruzaron una mirada divertida mientras Elinor les contaba lo sucedido. Malhumorada, les dio una conferencia sobre el valor de libros raros, pero aquello sólo empeoró la situación. Cuando Meggie dijo por fin que, si descubrían a un tal Capricornio, seguro que encontrarían a su padre, ambos la miraron como si la niña hubiera afirmado con absoluta seriedad que a su padre se lo había llevado el lobo feroz. A continuación, se marcharon. Elinor condujo a Meggie hasta su cuarto. Esa tonta volvía a tener los ojos llenos de lágrimas y Elinor no tenía ni la menor idea de cómo consolar a una niña de doce años, así que se limitó a decir:

—Tu madre también dormía en esta habitación —quizá la frase más equivocada que podía haber pronunciado. Por eso añadió a renglón seguido—: Si no te puedes dormir, lee algo. —Carraspeó un par de veces y acto seguido se dirigió hacia su cuarto por la casa oscura y vacía.

¿Por qué de repente le parecía tan inmensa y vacía? En los numerosos años que llevaba viviendo allí sola, nunca le había molestado que detrás de cada puerta sólo la esperasen libros. Había transcurrido mucho tiempo desde que jugaba al escondite con sus hermanas por las habitaciones y los pasillos. Con cuánto sigilo se deslizaban entonces hasta la puerta de la biblioteca…

En el exterior, el viento agitaba los postigos. «Señor, no podré pegar ojo», pensó Elinor. Pero luego, al recordar el libro que la aguardaba junto a su cama, desapareció en el interior de su alcoba con una mezcla de alegría anticipada y mala conciencia.