Allí aparecieron ellos con osos bailarines, perros y cabras, monos y marmotas, corrían sobre el alambre, daban volteretas hacia delante y hacia atrás, lanzaban espadas y cuchillos y se arrojaban sobre sus puntas y filos sin herirse, tragaban fuego y trituraban piedras con los dientes, practicaban juegos de prestidigitación bajo abrigos y sombreros, con vasos mágicos y cadenas, obligaban a los títeres a batirse entre sí, trinaban como el ruiseñor, chillaban como el pavo real, silbaban como el corzo, luchaban y bailaban al son de la flauta.
Wilhelm Hertz, El libro del juglar
El día transcurrió con lentitud. Meggie sólo vio a su padre por la tarde, cuando Elinor regresó de la compra y media hora después les sirvió espaguetis con una salsa prefabricada.
—Lo siento mucho, pero no tengo paciencia para cocinar, me resulta tedioso —reconoció mientras colocaba los platos sobre la mesa—. Por casualidad, ¿sabe cocinar nuestro amigo del animal peludo?
Dedo Polvoriento se limitó a encogerse de hombros apesadumbrado.
—No, en eso no puedo ayudaros.
—Mo lo hace de maravilla —informó Meggie mientras removía la salsa aguada con los espaguetis.
—Él que restaure mis libros y se deje de cocinar —contestó Elinor con tono áspero—. ¿Y tú qué tal?
Meggie se encogió de hombros.
—Sé hacer tortitas —informó—. ¿Pero por qué no consigue unos libros de cocina? Tiene libros de todas clases. Seguro que le servirían de ayuda.
A Elinor la sugerencia no le pareció digna de respuesta.
—Ah, por otra parte, una regla más para la noche —dijo ella al ver que todos permanecían callados—. En mi casa no permito las velas. El fuego me pone nerviosa. Le gusta demasiado alimentarse de papel.
Meggie tragó saliva. Se sintió pillada en falta. Como es lógico, había traído consigo unas velas que ya estaban encima de su mesilla de noche. Seguro que Elinor las había visto.
Sin embargo, Elinor no miraba a Meggie, sino a Dedo Polvoriento, que jugueteaba con una caja de cerillas.
—Espero que también cumpla usted esa regla —dijo—, pues es evidente que vamos a seguir disfrutando de su compañía una noche más.
—Gracias por permitirme abusar un poco más de su hospitalidad. Mañana temprano me iré, se lo prometo.
Dedo Polvoriento seguía sosteniendo las cerillas en la mano. La mirada desaprobadora de Elinor parecía traerle sin cuidado.
—Creo que aquí hay alguien que tiene una imagen muy equivocada del fuego —prosiguió—. Admito que puede ser un animalito mordedor, pero es posible domesticarlo.
Y tras estas palabras sacó una cerilla de la caja, la prendió y se introdujo la llama en la boca abierta.
Cuando sus labios se cerraron alrededor del palito ardiendo, Meggie contuvo el aliento. Dedo Polvoriento volvió a abrir la boca, sacó la cerilla apagada y la depositó sonriendo sobre su plato vacío.
—¿Se da cuenta, Elinor? —le dijo—. No me ha mordido. Es más fácil de domesticar que un gatito.
Elinor se limitó a fruncir el ceño, pero Meggie, de pura admiración, apenas era capaz de apartar la vista de Dedo Polvoriento.
A Mo el pequeño truco del fuego no pareció haberle sorprendido, y a una mirada de advertencia suya, Dedo Polvoriento, obediente, hizo desaparecer la caja de cerillas en el bolsillo de su pantalón.
—Por supuesto que cumpliré la regla de las velas —dijo a renglón seguido—. Sin problemas. En serio.
Elinor asintió.
—Bien —repuso—. Pero hay una cosa más: si esta noche vuelve usted a salir nada más oscurecer como hizo ayer, le aconsejo que no regrese demasiado tarde, porque a las nueve treinta en punto conectaré mi dispositivo de alarma.
—Oh, entonces ayer por la noche tuve suerte de verdad. —Dedo Polvoriento hizo desaparecer unos espaguetis en la bolsa sin que Elinor reparase en ello, aunque sí Meggie—. Lo admito, me gusta salir a pasear de noche. Entonces el mundo me agrada más, está más tranquilo, casi sin gente y desde luego más misterioso. Aunque esta noche no tenía previsto dar ningún paseo, le rogaría que conectase ese dispositivo fabuloso un poco más tarde.
—¿Ah, sí? ¿Y me es lícito preguntar por qué?
Dedo Polvoriento guiñó un ojo a Meggie.
—Bueno, he prometido a esta jovencita una pequeña función. Comenzará cosa de una hora antes de medianoche.
—¡Ajá! —Elinor se limpió un poco de salsa de los labios con unos toques de la servilleta—. Una función. ¿Y por qué no la realiza de día?, al fin y al cabo la jovencita sólo tiene doce años y debería estar en la cama a las ocho.
Meggie apretó los labios. Había dejado de acostarse a esa hora desde su quinto cumpleaños, pero no se molestó en explicárselo a Elinor. En vez de eso, admiró la tremenda indiferencia con que Dedo Polvoriento reaccionaba a las miradas hostiles de Elinor.
—Bueno, de día los trucos que deseo mostrarle a Meggie no desplegarían su efecto en todo su esplendor —explicó reclinándose en su silla—, pues por desgracia requieren el negro manto de la noche. Pero ¿no le gustaría asistir también usted? Así entendería por qué todo debe desarrollarse a oscuras.
—Acepta la oferta, Elinor —le aconsejó Mo—. El espectáculo te gustará. Quizá después el fuego ya no te resulte tan inquietante.
—No me resulta inquietante. ¡Me disgusta, eso es todo! —precisó Elinor impasible.
—Además él también sabe hacer juegos malabares —se le escapó a Meggie—. Con ocho pelotas.
—Con once —la corrigió Dedo Polvoriento—. Pero los juegos malabares se practican durante el día.
Elinor recogió un espagueti del mantel y miró primero a Meggie y después a Mo con expresión enfurruñada.
—De acuerdo. No quiero ser una aguafiestas —anunció—. Yo, al igual que todas las noches, me acostaré a las nueve y media con un libro y antes conectaré la alarma, pero cuando Meggie me avise, antes de marcharse a esa función, la desconectaré durante una hora. ¿Es suficiente?
—De sobra —respondió Dedo Polvoriento con una reverencia tan profunda que la punta de su nariz estuvo a punto de chocar contra el borde del plato.
Meggie reprimió la risa.
Cuando llamó con los nudillos a la puerta de la alcoba de Elinor eran las once menos cinco.
—¡Adelante! —oyó decir a Elinor y, al asomar la cabeza por la puerta, la vio sentada en su cama, muy inclinada sobre un catálogo del grosor de una guía de teléfonos—. Caro, muy caro, carísimo —murmuraba—. Recuerda mi consejo: nunca te entregues a una pasión que tu dinero no sea capaz de colmar. Eso te corroe el corazón igual que la carcoma los libros. ¡Tomemos como ejemplo este de aquí! —Elinor golpeó con tal energía la página izquierda del catálogo con el dedo, que a Meggie no le habría asombrado que hubiera hecho un agujero—. Una edición magnífica y en muy buen estado. Llevo quince años deseando comprarla, pero es muy cara, demasiado cara.
Elinor cerró el catálogo suspirando, lo arrojó sobre la alfombra y levantó las piernas para salir de la cama. Para sorpresa de Meggie llevaba un camisón largo con estampado de flores. Con él parecía más joven, casi una niña que una buena mañana se hubiera despertado con arrugas en la cara.
—Bueno, de todos modos tú seguramente nunca llegarás a estar tan loca como yo —refunfuñó mientras embutía los pies desnudos en un par de gruesos calcetines—. Tu padre no es propenso a las locuras y tu madre tampoco lo era. Al contrario, nunca conocí a nadie con la cabeza más fría. Mi padre, en cambio, estaba al menos tan majareta como yo. He heredado de él más de la mitad de mis libros, ¿y de qué le sirvieron? ¿Acaso lo preservaron de la muerte? Al contrario. Sufrió un ataque de apoplejía durante una subasta de libros. ¿No es ridículo?
Meggie no supo qué contestar.
—¿Mi madre? —inquirió—. ¿La conoció usted bien?
Elinor resopló como si le hubiera planteado una pregunta inadmisible.
—Por supuesto que sí. Tu padre la conoció en esta casa. ¿Es que no te lo ha contado?
Meggie negó con la cabeza.
—No habla mucho de ella.
—Bueno, tal vez sea mejor así. ¿Por qué hurgar en las viejas heridas? De todos modos tú no la recordarás. El símbolo de la puerta de la biblioteca lo pintó ella. Pero ahora acompáñame o te perderás la función.
Meggie siguió a Elinor, que recorría el pasillo sin iluminar. Por un instante, sin embargo, la acometió la delirante sensación de que su madre saldría por una de las numerosas puertas y le sonreiría. En aquella enorme casa había pocas luces encendidas, y en un par de ocasiones Meggie se golpeó la rodilla contra una silla o una mesita que no había visto debido a la oscuridad.
—¿Por qué aquí está todo tan oscuro? —preguntó en el vestíbulo cuando Elinor tanteó buscando el interruptor de la luz.
—Porque prefiero gastar mi dinero en libros a hacerlo en electricidad superflua —respondió Elinor lanzando una mirada furibunda a la lámpara que volvió a encenderse, como si opinara que ese estúpido chisme podía ser más ahorrativo con la luz. Luego arrastró los pies hacia una caja metálica que colgaba polvorienta de la pared junto a la puerta de entrada, oculta tras una gruesa cortina.
—Supongo que habrás apagado la luz de tu cuarto antes de venir a buscarme, ¿verdad? —preguntó mientras abría la caja.
—Claro —aseguró Meggie, aunque no era cierto.
—¡Date la vuelta! —ordenó Elinor antes de comenzar a manipular la instalación de alarma con el ceño fruncido—. Cielos, qué montón de botones, espero no haber vuelto a equivocarme en algo. Avísame en cuanto haya terminado el espectáculo. Y no se te ocurra aprovechar la ocasión para deslizarte a hurtadillas en la biblioteca y coger un libro. Piensa que estoy aquí al lado y tengo el oído más fino que un murciélago.
Meggie se tragó la respuesta que ya pugnaba por salir de sus labios. Elinor le franqueó la puerta de entrada. La niña pasó a su lado en silencio y salió. Era una noche templada, repleta de aromas extraños y del canto de los grillos.
—Oye, ¿y con mi madre también te mostrabas siempre igual de amable? —preguntó cuando Elinor se disponía a cerrar la puerta tras ella.
Elinor se la quedó mirando un momento, petrificada.
—Creo que sí —le contestó—. Sí, seguro. Y ella era siempre tan descarada como tú. Que te diviertas con el comecerillas. —Ya continuación cerró dando un portazo.
De pronto, cuando Meggie cruzaba corriendo el oscuro jardín situado detrás de la casa, escuchó música. Invadió la noche de repente, como si esperase su llegada: era una música extraña, un extravagante revoltijo de cascabeles, pífanos y tambores, alborozado y triste a la vez. A Meggie no le habría extrañado encontrarse con todo un enjambre de saltimbanquis esperándola en la pradera de detrás de la casa de Elinor, pero sólo encontró a Dedo Polvoriento.
Esperaba en el mismo lugar donde Meggie lo había visto esa mañana. La música procedía de un radiocasete depositado en la hierba junto a la tumbona. Dedo Polvoriento había colocado un banco de jardín al borde del césped para su espectadora. A izquierda y derecha del banco ardían dos antorchas clavadas en el suelo. Otras dos, en el césped, dibujaban en la noche sombras temblorosas que bailaban sobre la hierba como sirvientes de un mundo misterioso a los que Dedo Polvoriento hubiera convocado para la ocasión.
Él tenía el torso desnudo y su piel palidecía a la luz de la luna, suspendida justo sobre la casa de Elinor, como si también ella hubiera acudido expresamente a presenciar la función de Dedo Polvoriento.
Cuando Meggie surgió de la oscuridad, Dedo Polvoriento le hizo una reverencia.
—Tome asiento, por favor, bella señorita —exclamó en medio de la música—. La estaba esperando.
Meggie, turbada, se sentó en el banco y miró en torno suyo. Encima de la tumbona reposaban las dos botellas de vidrio oscuro que había visto en la bolsa de Dedo Polvoriento. Dentro de la de la izquierda se percibía un fulgor blanquecino, como si Dedo Polvoriento la hubiera llenado con un poco de luz de luna. Entre los travesaños de madera de la silla había introducido una docena de antorchas con cabezas de algodón blanco, y junto al radiocasete se veía un cubo y una enorme vasija panzuda que, si a Meggie no le fallaba la memoria, procedía del vestíbulo de la casa de Elinor.
Durante unos instantes su mirada vagó hacia arriba, hacia las ventanas de la casa. En la habitación de Mo no había encendida luz alguna, seguramente continuaba trabajando, pero un piso más abajo Meggie divisó a Elinor de pie tras su ventana iluminada. En cuanto Meggie la miró, corrió la cortina, como si hubiera reparado en su mirada, pero su sombra oscura siguió dibujándose tras la cortina amarillo pálido.
—¿Te das cuenta del silencio que hay? —Dedo Polvoriento apagó el radiocasete.
El silencio nocturno se depositó como algodón en los oídos de la niña. No se agitaba ni una hoja, sólo se oía el chisporroteo de las antorchas y el canto de los grillos.
Dedo Polvoriento volvió a conectar la música.
—He hablado ex profeso con el viento —anunció—, pues hay una cosa que debes saber: cuando el viento se obstina en jugar con el fuego, ni yo mismo puedo domeñarlo. Pero me ha dado su palabra de honor de que esta noche se mantendrá en calma y no nos estropeará la diversión.
Tras estas palabras agarró una de las antorchas que estaban metidas en la tumbona de Elinor. Tomó un sorbo de la botella que contenía luz de luna y escupió algo blanquecino en la enorme vasija. Después sumergió en el cubo la antorcha que sostenía en la mano, volvió a sacarla y acercó su cabeza goteante envuelta en algodón a una de sus ardientes hermanas. El fuego llameó tan súbitamente que Meggie se sobresaltó. Dedo Polvoriento se llevó la segunda botella a los labios y se llenó la boca hasta que sus mejillas con cicatrices se hincharon. Luego, cogió aire profunda, muy profundamente, tensó el cuerpo como un arco y escupió lo que llevaba en la boca sobre la antorcha ardiendo.
Una bola de fuego colgó sobre el césped de Elinor, una bola de fuego de intenso resplandor, que devoraba la oscuridad como si fuera algo vivo. Y era grande, tan descomunal que Meggie estaba segura de que un instante después todo cuanto la rodeaba, todo, la hierba, la silla y hasta el mismo Dedo Polvoriento, estallaría en llamas. Pero éste giró a su alrededor, alborozado, bailando como un niño, y volvió a escupir fuego. Lo proyectó muy alto hacia el cielo, como si pretendiera incendiar las estrellas. Acto seguido encendió una segunda antorcha y se acarició con la llama los brazos desnudos. Parecía feliz como un niño jugando con su animal favorito. El fuego lamía su piel como si fuese algo vivo, un ser que ardía en llamas cuya amistad se había granjeado, que lo acariciaba, que bailaba para él ahuyentando la noche. Lanzó la antorcha muy alto en el aire, allí donde momentos antes aún ardía la bola de fuego, la atrapó de nuevo, prendió otra, hizo juegos malabares con tres, cuatro, cinco antorchas. El fuego remolineaba a su alrededor, bailaba con él sin morderle: Dedo Polvoriento, el domador de llamas, el escupechispas, el amigo del fuego. Hizo desaparecer las antorchas como si la oscuridad se las hubiera tragado y se inclinó, sonriente, ante la atónita Meggie.
La niña permanecía allí sentada, en el duro banco, hechizada, sin hartarse de ver cómo se acercaba una vez más la botella a la boca para escupir sin cesar fuego al rostro negro de la noche.
Más tarde Meggie no supo decir por qué había apartado sus ojos de las antorchas remolineantes y de las chispas que centelleaban para fijarlos en la casa y en sus ventanas. Quizá la presencia de la maldad se perciba en la piel como un calor o un frío repentinos… pero tal vez sus ojos captaron la luz que se filtró de repente por las contraventanas de la biblioteca, cayendo sobre los rododendros que presionaban sus hojas contra la madera.
Creyó oír voces, más altas que la música de Dedo Polvoriento, voces de hombre, y la acometió un miedo atroz, tan tenebroso y desconocido como la noche en la que Dedo Polvoriento había aparecido fuera, en el patio de su casa.
Al levantarse de un salto, a Dedo Polvoriento se le escapó de las manos una antorcha ardiendo y cayó sobre la hierba. Él apagó deprisa el fuego a pisotones, antes de que se propagara. Luego siguió la mirada de la niña y alzó también la vista hacia la casa sin decir palabra.
Meggie echó a correr. Mientras se apresuraba hacia el edificio, la gravilla rechinaba bajo sus zapatos. La puerta estaba entreabierta, en el vestíbulo no había luz, pero Meggie oyó voces altas que resonaban por el pasillo que conducía a la biblioteca.
—¿Mo? —gritó, y el miedo la invadió de nuevo, clavando el pico corvo en su corazón.
También la puerta de la biblioteca estaba abierta. Meggie se disponía a entrar cuando dos manos vigorosas la agarraron por los hombros.
—¡Silencio! —siseó Elinor arrastrándola hasta su alcoba. Meggie observó que al cerrar la puerta con llave sus dedos temblaban.
—¡Suelta eso! —Meggie tiraba de la mano de Elinor, intentando girar la llave de nuevo. Deseaba gritar que tenía que ayudar a su padre, pero Elinor, tapándole la boca con la mano, la arrastró lejos de la puerta, por más puñetazos y patadas que Meggie soltaba en todas direcciones. Elinor era fuerte, mucho más fuerte que ella.
—¡Son demasiados! —le susurró mientras Meggie intentaba morderle los dedos—. Cuatro o cinco tipos grandes, y van armados. —Arrastró consigo a la pataleante Meggie hasta la pared, junto a la cama—. ¡Me he propuesto cien veces comprarme uno de esos malditos revólveres! —susurró mientras apretaba el oído contra la pared—. ¡Qué digo cien, mil veces!
—¡Pues claro que está aquí! —Meggie oyó la voz incluso sin necesidad de pegar la oreja a la pared. Era áspera, como la lengua de un gato—. ¿Quieres que traigamos a tu hijita del jardín para que nos lo enseñe? ¿O quizá prefieres encargarte de ello tú mismo?
Meggie intentó de nuevo apartar la mano de Elinor de su boca.
—¡Cálmate de una vez! —le siseó Elinor al oído—. Sólo conseguirás ponerlo en peligro. ¿Me oyes?
—¿Mi hija? ¿Qué sabéis vosotros de mi hija? —ésa era la voz de Mo.
A Meggie se le escapó un sollozo. Los dedos de Elinor volvieron a posarse sobre su rostro.
—He intentado llamar a la policía —le cuchicheó al oído—, pero no hay línea.
—Oh, nosotros sabemos lo que necesitamos saber. —Ahí estaba de nuevo la otra voz—. De modo que contesta: ¿dónde está el libro?
—¡Os lo daré! —La voz de su padre sonaba fatigada—. Pero os acompañaré, porque deseo recuperar el libro en cuanto Capricornio ya no lo necesite más.
Os acompañaré… ¿A qué se refería con esas palabras? Su padre no podía marcharse por las buenas. Meggie quiso acercarse a la puerta, pero Elinor la sujetó. La niña intentó apartarla de un empujón, pero Elinor la rodeó con sus poderosos brazos y volvió a presionar los dedos contra sus labios.
—Mejor que mejor. De todos modos teníamos que llevarte con nosotros —dijo una segunda voz que sonaba tosca y ampulosa—. No puedes imaginarte lo mucho que ansia Capricornio escuchar tu voz. Tiene una gran confianza en tus habilidades.
—Sí, el sustituto que encontró para ocupar tu puesto es un chapucero terrible —decía de nuevo la voz de gato—. Fíjate en Cockerell. —Meggie oyó ruido de pies en el suelo—. Cojea, y la cara de Nariz Chata también tenía mejor aspecto. A pesar de que nunca ha sido una belleza.
—Déjate de charlas, que no disponemos de toda la eternidad. Basta. ¿Qué tal si nos llevamos también a su hija? —otra voz diferente: sonaba como si alguien le tapase la nariz al hablante.
—¡No! —replicó Mo con tono áspero—. Mi hija se queda aquí, o no os entregaré el libro jamás.
Uno de los hombres se echó a reír.
—Oh, sí, Lengua de Brujo, claro que lo harás, pero no te preocupes. No se nos dijo que la llevásemos con nosotros. Una niña sólo nos retrasaría y Capricornio lleva ya demasiado tiempo esperándote. De manera que ¿dónde está el libro?
Meggie apretó la oreja contra la pared con tanta fuerza que se hizo daño. Oyó pasos y luego como si corriesen algo.
Elinor, a su lado, contenía el aliento.
—¡No es mal escondite! —dijo la voz de gato—. Guárdalo, Cockerell, y vigílalo bien. Tú primero, Lengua de Brujo. Andando.
Se marcharon. Meggie, desesperada, intentó retorcerse para librarse del brazo de Elinor. Oyó cerrarse la puerta de la biblioteca, alejarse los pasos, hasta que se apagaron. Después se hizo el silencio. Elinor la soltó al fin.
Meggie se precipitó hacia la puerta, la abrió sollozando y corrió por el pasillo hacia la biblioteca.
Estaba vacía. Ni rastro de su padre.
Los libros estaban bien ordenados en sus estantes, sólo se veía un hueco, ancho y oscuro. Meggie creyó percibir entre los libros, bien escondida, una trampilla abierta.
—¡Increíble! —oyó que decía Elinor a sus espaldas—. Es cierto, sólo buscaban ese libro.
Meggie la apartó de un empellón y corrió por el pasillo.
—¡Meggie! —gritó Elinor—. ¡Espera!
Mas ¿a qué iba a esperar? ¿A que los extraños se marcharan con su padre? Oyó a Elinor correr tras ella. Sus brazos quizá fueran más fuertes, pero las piernas de Meggie eran más veloces.
El vestíbulo seguía en tinieblas. La puerta de entrada estaba abierta de par en par y una corriente de aire frío salió al encuentro de Meggie cuando, sin aliento, se sumergió en la noche dando trompicones.
—¡Mo! —gritó.
Creyó ver faros de coche encendiéndose. Allí, donde el camino se perdía entre los árboles, un motor se puso en marcha. Meggie corrió hacia ese lugar. Tropezó en la gravilla, húmeda por el rocío, y se produjo una herida en la rodilla. La sangre recorrió, cálida, su pantorrilla, pero no le prestó atención y continuó su carrera cojeando y sollozando hasta que llegó abajo, ante la descomunal puerta de hierro.
Pero la carretera estaba vacía.
Y su padre había desaparecido.