SECRETOS

—¿Qué hacen esos niños sin libros de cuentos? —preguntó Neftalí.

Y Reb Zebulun replicó:

—Tienen que apañarse. Los cuentos no son como el pan. Se puede vivir sin ellos.

—Yo no podría vivir sin ellos —dijo Neftalí.

Isaac B. Singer, «Neftalí, el narrador, y su caballo Sus»

Al amanecer, Meggie se despertó sobresaltada. La noche palidecía sobre los campos, como si la lluvia hubiera desteñido el borde de su vestido. En el despertador faltaba poco para las cinco, y Meggie se disponía a darse media vuelta y seguir durmiendo, cuando de repente sintió que había alguien en la habitación. Se incorporó asustada y vio a Mo parado ante su armario ropero abierto.

—Buenos días —saludó mientras depositaba en una maleta su jersey preferido—. Lo siento, ya sé que es muy temprano, pero hemos de salir de viaje. ¿Te apetece un cacao para desayunar?

Meggie asintió, borracha de sueño. En el exterior, los pájaros trinaban con brío, como si llevasen horas despiertos.

Mo guardó dos de sus pantalones en la maleta, la cerró y la transportó hasta la puerta.

—Ponte algo abrigado —le advirtió—. Fuera hace frío.

—¿Adónde vamos? —preguntó Meggie, pero él ya había desaparecido.

Aturdida, echó una mirada hacia el exterior. Casi esperaba ver allí a Dedo Polvoriento, pero en el patio sólo brincaba un mirlo sobre las piedras húmedas por la lluvia. Meggie se puso unos pantalones y se encaminó a la cocina andando a trompicones. En el pasillo había dos maletas, una bolsa de viaje y la caja con las herramientas de Mo.

Su padre estaba sentado a la mesa de la cocina preparando bocadillos. Provisiones para el viaje. Cuando ella entró, alzó la vista unos instantes y le dedicó una sonrisa, pero Meggie percibió su preocupación.

—¡No podemos irnos de viaje, Mo! —le dijo—. ¡Las vacaciones no empiezan hasta dentro de una semana!

—¿Y qué? Al fin y al cabo no es la primera vez que tengo que marcharme por un encargo sin que haya acabado el colegio.

En eso tenía razón. Sucedía incluso con frecuencia: cada vez que algún librero de libros antiguos, un bibliófilo o una biblioteca necesitaba un encuadernador, Mo recibía el encargo de liberar de moho y polvo a un par de valiosos libros antiguos o cortarles un traje nuevo. A Meggie le parecía que el calificativo de «encuadernador» no le hacía justicia al trabajo que realizaba su padre, por eso hacía unos años le había confeccionado un rótulo para su taller en el que se leía: «Mortimer Folchart, médico de libros». Y ese médico de libros jamás acudía a visitar a sus pacientes sin su hija. Así había sido siempre en el pasado y así seguiría siendo en el futuro, dijeran lo que dijesen al respecto los profesores de Meggie.

—¿Qué hay de la varicela? ¿He utilizado esa justificación alguna vez?

—La última. Cuando tuvimos que ir a casa de ese tipo horrible de las Biblias. —Meggie escrutó el rostro de su progenitor—. Mo, ¿tenemos que irnos por… por lo de anoche?

Durante un instante pensó que él iba a contarle todo lo necesario. Pero su padre negó con la cabeza.

—¡Qué disparate, no! —repuso metiendo en una bolsa de plástico los bocadillos que acababa de preparar—. Tu madre tenía una tía. La tía Elinor. Estuvimos una vez en su casa, siendo tú muy pequeña. Ella desea desde hace tiempo que arregle sus libros. Vive junto a uno de los lagos de Lombardía, siempre olvido su nombre, pero es un sitio precioso, y dista a lo sumo seis o siete horas de viaje de aquí —no la miró mientras hablaba.

¿Por qué tiene que ocurrir precisamente ahora?, deseaba preguntar Meggie. Pero se calló. Tampoco preguntó si había olvidado su cita de la tarde. Le atemorizaban demasiado las respuestas… y que su padre volviera a mentirle.

—¿Es igual de rara que los demás? —se limitó a preguntar.

Mo ya la había llevado a visitar a algunos parientes. Su familia y la de la madre de Meggie eran muy nutridas y estaban dispersas por media Europa, al menos así le parecía a Meggie.

Mo sonrió.

—Un poquito rara sí que es, pero te entenderás con ella. Posee libros que son una maravilla.

—¿Cuánto tiempo estaremos fuera?

—Puede que bastante.

Meggie dio un sorbo al cacao. Estaba tan caliente que se quemó los labios. Presionó con presteza un cuchillo frío contra su boca.

Su padre apartó la silla.

—Aún tengo que empaquetar un par de cosas en el taller —le informó—. Pero no tardaré mucho. Seguro que estás muerta de sueño, pero ya dormirás luego, en el autobús.

Meggie se limitó a asentir con una inclinación de cabeza y atisbo por la ventana de la cocina. Era una mañana gris. La niebla estaba suspendida sobre los campos que se extendían hasta las colinas cercanas, y a Meggie le pareció que las sombras de la noche se habían escondido entre los árboles.

—¡Guarda las provisiones y llévate lectura en abundancia! —le gritó Mo desde el pasillo.

Como si ella no lo hiciera siempre. Años atrás él le había construido una caja para guardar sus libros favoritos durante todos sus viajes, cortos y largos, lejanos y cercanos.

—Es agradable disponer de tus libros en lugares extraños —acostumbraba a decir su padre. Él mismo se llevaba siempre media docena como mínimo.

Mo había lacado la caja en color rojo amapola, la flor preferida de Meggie, cuyos pétalos se secaban de maravilla entre las páginas de un libro y cuyo pistilo estampaba el dibujo de una estrella en la piel. En la tapa, Mo había escrito con unas espléndidas letras entrelazadas «Caja del tesoro de Meggie» y la había forrado por dentro con un brillante tafetán negro. Sin embargo, casi no se veía porque los libros favoritos de Meggie eran muchos. Y siempre se añadía alguno más, durante un nuevo viaje, en cualquier otro lugar.

—Si te llevas un libro a un viaje —le había dicho Mo cuando introdujo el primero en la caja— sucede algo muy extraño: el libro empezará a atesorar tus recuerdos. Más tarde, te bastará con abrirlo para trasladarte al lugar donde lo leíste por vez primera. Y con las primeras palabras recordarás todo: las imágenes, los olores, el helado que te comiste mientras leías… Créeme, los libros son como esas tiras de papel matamoscas. A nada se pegan tan bien los recuerdos como a las páginas impresas.

Seguramente tenía razón. Pero Meggie se llevaba en cada viaje sus libros también por otro motivo. Eran su hogar cuando estaba fuera de casa: voces familiares, amigos que nunca se peleaban con ella, amigos inteligentes, poderosos, audaces, experimentados, grandes viajeros curtidos en mil aventuras. Sus libros la alegraban cuando estaba triste y disipaban su aburrimiento mientras su padre cortaba el cuero y las telas y encuadernaba de nuevo viejas páginas que se habían tornado quebradizas por los incontables años y dedos que habían pasado sus hojas.

Algunos libros la acompañaban siempre; otros se quedaban en casa porque no se adecuaban a la finalidad del viaje o porque tenían que dejar sitio para una nueva historia aún desconocida.

Meggie acarició los lomos abombados. ¿Qué relatos debía llevarse esta vez? ¿Qué historias eran un buen remedio contra el miedo que la noche anterior se había infiltrado dentro de casa? «¿Qué tal una historia de mentiras?», pensó Meggie. Mo le mentía, a pesar de saber que ella se lo notaba siempre en la nariz. «Pinocho», pensó Meggie. No. Demasiado inquietante. Y demasiado triste. Tendría que llevarse algo emocionante, algo que ahuyentase todos los pensamientos de su mente, incluso los más sombríos. Las brujas, claro. Se llevaría algo sobre las brujas calvas que convertían a los niños en ratones… y Ulises con el cíclope y la maga que convertía a los guerreros en cerdos. Más peligroso que ese viaje no podía resultar el suyo, ¿o sí?

A la izquierda del todo había dos libros ilustrados con los que Meggie había aprendido a leer —contaba cinco años por entonces, la huella de su diminuto y ambulante dedo índice aún se percibía en las páginas— y en el fondo, ocultos debajo de todos los demás, estaban los libros que había hecho la propia Meggie. Se había pasado días enteros recortando y pegando, pintando imágenes siempre nuevas bajo las que Mo tenía que escribir lo que veía en ellas: «Un ángel con cara feliz, de Meggie para Mo». Su nombre lo había escrito de su puño y letra, por entonces siempre se comía la e final. Meggie contempló las letras desmañadas y volvió a depositar el librito en la caja. Como es lógico, su padre la había ayudado a encuadernarlo y había provisto a todos los libros hechos por ella de tapas de papel con dibujos de colores, y para los demás le había regalado un sello que estampaba su nombre y la cabeza de un unicornio en la primera página, a veces con tinta negra, otras roja, según le apeteciera a Meggie. Mo, sin embargo, jamás le había leído sus libros en voz alta. Ni una sola vez.

Su padre la había lanzado al aire, muy alto, la había llevado a hombros por toda la casa o le había enseñado cómo confeccionar un marca páginas con plumas de mirlo. Pero nunca le había leído en voz alta. Ni una sola vez, ni una sola palabra, por mucho que ella le pusiera los libros en el regazo. Así que Meggie había tenido que aprender sola a descifrar los negros signos, a abrir la caja del tesoro…

Se incorporó.

En la caja aún quedaba algo de sitio. A lo mejor su padre le ofrecía algún libro nuevo que ella pudiera llevarse, uno muy gordo y maravilloso…

La puerta de su taller estaba cerrada.

—¿Mo?

Meggie presionó el picaporte. La larga mesa de trabajo estaba limpia y reluciente, sin un solo sello, sin una cuchilla. Mo realmente lo había empaquetado todo. Así pues, ¿le había mentido?

Meggie entró en el taller y acechó a su alrededor. La puerta de la cámara del oro estaba abierta. En realidad era un simple trastero, pero Meggie había bautizado así ese cuartito porque su padre guardaba allí sus materiales más valiosos: la piel más fina, las telas más bellas, papeles jaspeados, sellos con los que estampaba dibujos dorados sobre el cuero… Meggie asomó la cabeza por la puerta abierta… y divisó a Mo envolviendo en papel un libro. No era muy grande, ni tampoco demasiado grueso. La encuadernación de tela verde pálido parecía gastada por el uso, pero Meggie no acertó a ver nada más, pues su padre, apenas reparó en su presencia, ocultó apresuradamente el libro a su espalda.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó con tono áspero.

—Yo… —durante unos instantes Meggie se quedó sin habla del susto, tan sombrío era su rostro— yo sólo quería preguntarte si tenías un libro para mí… los de mi cuarto ya me los he leído todos y…

Mo se pasó la mano por la cara.

—Claro. Seguro que encontraré algo —respondió, pero sus ojos seguían diciendo: «Vete. Vete, Meggie». Y a su espalda crujía el papel de embalar—. Iré a verte enseguida —le aseguró—. Sólo me queda empaquetar un par de cosas, ¿vale?

Al poco rato le llevó tres libros. Pero el que había envuelto en papel de embalar no figuraba entre ellos.

Una hora más tarde lo sacaron todo al patio. Al salir, Meggie se estremeció. Era una mañana fría como la lluvia de la noche pasada, y el sol colgaba pálido del cielo como una moneda que alguien hubiera perdido allí arriba.

Hacía apenas un año que vivían en la vieja granja. A Meggie le gustaba la panorámica de las colinas circundantes, los nidos de golondrina debajo del alero, el pozo seco que te bostezaba negrura en la cara como si bajase derecho hasta el corazón de la Tierra. La casa le había parecido siempre demasiado grande, con demasiadas corrientes y habitaciones vacías en las que moraban arañas gordas, pero el alquiler era ventajoso y Mo disponía de espacio suficiente para sus libros y el taller. Además, al lado de la casa había un gallinero, y el granero, en el que ahora estaba aparcado su viejo autobús, era óptimo para albergar unas vacas o un caballo.

—A las vacas hay que ordeñarlas, Meggie —le dijo su padre un día que Meggie le propuso probar al menos con dos o tres ejemplares—. Muy temprano, al despuntar la mañana. Y todos los días.

—¿Y un caballo? —inquirió la niña—. Hasta Pippi Calzaslargas tiene uno, y ella ni siquiera dispone de establo.

También se habría dado por satisfecha con unas cuantas gallinas o con una cabra, pero a estos animales también había que darles de comer a diario, y ellos salían de viaje con excesiva frecuencia. Así que a Meggie sólo le quedaba el gato de color naranja que acudía furtivamente a veces, cuando se había cansado de pelearse con los perros en la granja de al lado. El viejo campesino gruñón que vivía allí era su único vecino. En ocasiones, sus perros soltaban unos aullidos tan lastimeros que Meggie se tapaba los oídos. El pueblo más próximo, a cuyo colegio ella acudía y en el que vivían dos de sus amigas, distaba veinte minutos en bici, pero su padre solía llevarla en coche, porque era un camino solitario y la estrecha carretera serpenteaba a lo largo de los campos entre árboles de denso follaje.

—Cielos, ¿qué has metido aquí dentro? ¿Ladrillos? —preguntó Mo mientras sacaba de casa la caja de libros de su hija.

—Tú siempre dices lo mismo: los libros tienen que pesar porque el mundo entero está encerrado en ellos —respondió Meggie… haciéndole reír por primera vez aquella mañana.

El autobús, que estaba aparcado en el destartalado granero como un animal moteado de colores, le resultaba más familiar a Meggie que todas las casas en las que había residido con su padre. En ninguna parte dormía a pierna suelta como en la cama que él le había construido en el autobús. Como es natural, también disponía de una mesa, un rincón para cocinar y un banco, bajo cuyo asiento, al levantarlo, aparecían guías de viaje, mapas de carreteras y libros de bolsillo gastados de tanto leerlos.

Sí. Meggie amaba el autobús, pero aquella mañana titubeó antes de subir. Cuando su padre volvió a retroceder hasta la casa para cerrar la puerta, le embargó la súbita sensación de que nunca regresarían, de que ese viaje sería distinto a todos los demás, de que continuarían viajando sin cesar para huir de algo sin nombre. Al menos Mo no se lo había revelado.

—¡Bueno, al sur! —se limitó a decir cuando se acomodó detrás del volante. Y se pusieron en camino… sin despedirse de nadie, a una hora demasiado temprana en una mañana que olía a lluvia.

Dedo Polvoriento los esperaba junto al portón.