WOODSBORO FIELDS CO.

es llamaban One, Two, Three, Four, Five y Six. No tenían ningún otro nombre porque no debían existir.

Varios agentes de la Woodsboro Fields Co. los habían comprado a las parturientas en el momento de nacer. Cuatro peniques mal contados y el dedo índice en los labios, chist, que quede entre tú y yo. Las madres, prostitutas de York, Brighton, Manchester, Nottingham e Ipswich. Mujeres que les alimentarían mal, con leche materna agria, con sabor a hollín, que les criarían como parásitos invisibles, mendigos en un mundo de ladrillos y chimeneas. Cenizas a las cenizas.

Sólo tenían una cosa en común: cinco de ellos morirían el 1 de enero de 1901, una mancha de tinta en un registro apretado y desordenado.

La Woodsboro Fields Co. les compró otro destino. Les alimentó, les educó y les entrenó. A cambio, una única condición: la fecha de su muerte era inmutable. Si no les mataban antes, y en esta expedición el riesgo era elevadísimo, los agentes de la compañía se encargarían de ejecutar la sentencia el primer día del siglo XX.

Pero cinco de ellos no lo sabían.

Era imprescindible que no lo supieran.

Por eso les habían criado como a hombres autosuficientes, sin necesidad de hablar más allá de lo imprescindible, sin ese miedo tan humano a los silencios. Eran carne de cañón, músculo y obediencia.

Por cuatro peniques.

Hacía una semana que habían zarpado de Portsmouth a bordo del Cassandra. Balanceo de motor y mutis en cubierta. Four se agachó a recoger los botes caídos por el oleaje. Se encargaba de la guardia de noche, mientras Two se aferraba al timón. Los demás dormían.

Four tenía las espaldas anchas como el lomo de una ballena. Subió hasta proa, y el aliento del océano le heló el rostro. Comprobó que los nudos no se hubieran aflojado durante el temporal, y cuando se aseguró de que todo estaba en orden, permaneció un rato mirando el horizonte dentado y oscuro, recortado a ráfagas por una luna escurridiza, secuestrada por las nubes que dejaban atrás.

El Cassandra era un barco de vapor rapidísimo, capaz de navegar hasta Sierra Leona en la mitad de tiempo que cualquier otro. Allí se abastecerían de alimentos para recorrer el último tramo del viaje.

Four se dirigió a la cabina de cubierta para asegurarse de que Two seguía despierto. Al verlo, este echó un vistazo al reloj del cuadro de mandos: aún faltaban cuatro horas para el cambio de turno. Two, que tenía una cicatriz que le cruzaba la cara, rondaba la treintena. Cuanto más bajo era el número, más viejo era el soldado. Six no llegaba a los veinte.

Bajó por las escaleras que conducían a la cabina. Echó una ojeada y se encontró con los ojos abiertos de felino de Three, con las manos cruzadas detrás de la nuca. Four nunca le había visto dormir.

Siguió la ronda de rutina hasta la bodega. Allí comprobó que el armamento estuviera en orden. Pistolas y revólveres con las iniciales WF grabadas en el mango, escopetas para lanzar redes, latas de gas clorobenzilideno malononitrilo y armaduras integrales de capas de seda y algodón compactado del doctor George Emery Goodfellow, Arizona. Luego abrió la compuerta y examinó los monos de cuero con bombonas de oxígeno y escafandra que utilizarían cuando llegaran al Punto Cero.

Four acarició el suyo lentamente, desde el cuello hasta los guantes. El doctor les había dicho que eran unos privilegiados. Que serían los primeros en muchos años en volver al Punto Cero.

A aquella remota isla donde, un día de 1472, el explorador portugués Fernão do Pó encontró, en medio de la jungla virgen, a sir Douglas Moriarty.