II

—Corvo, hijo de una maldita perra babilónica, engendrado por mil padres tullidos y retrasados —dice Romero desde la cárcel—, ya te llegará la hora, ya.

Moisés Corvo pone la cabeza entre los barrotes de su celda, desde donde sólo puede ver a Culitos dormitando sobre la silla.

—¿Siempre eres tan creativo?

Dedoslargos entra en el calabozo y le pega una coz a Culitos para despertarle.

—¿Te pesa el culo o qué, mecagüenlaputadeoros?

El soldado se levanta dando un brinco, todo son disculpas, y el teniente le ordena que abra la celda de Moisés.

—El capitán quiere hablar contigo.

Moisés Corvo pasa por delante de la celda donde están encerrados Romero y Leonardo Osorio del Campoamor, quien no ha dejado de llorar desde que entraron en ella. Por lo que le han dicho, Tomás está en el hospital del doctor Rozadilla, bajo vigilancia.

Al cruzar Villa Penitencia hasta el dormitorio del capitán Balboa, los compañeros le miran, culpabilizándole de todos los males. Nadie le habla, y más de uno escupe a su paso. Cuando el teniente Dedoslargos abre la puerta, Bob se sopla las alas y grita «¡Maringa!». Moisés recuerda la noche de la Anunciación, cuando Morritos descubrió entusiasmado que la maringa era un baile. Y se siente culpable, porque Morritos, Osvaldo Estrada, está muerto por su culpa.

—No hemos encontrado a Judas Malthus —es lo primero que dice el capitán—. Le estamos buscando desde la noche de autos, y se ha convertido en un fantasma. Quién sabe si no se habrá caído por algún barranco o le ha devorado una bestia en la selva.

—Mucho me temo que Judas Malthus no es de los que la diña fácilmente.

—Sea como sea, tenemos gente en los puertos con su descripción. Un hombre así no pasa desapercibido. Si quiere salir de la isla, lo sabremos.

—¿Y si lo consigue?

—Las Vainillas Holandesas tienen su sede en Valencia, según los registros de aduanas. Hemos enviado un cable para que le arresten. —Le tiende un cacahuete a Bob y le da un beso en el pico—. Lo tenía todo bien organizado, el hijoputa: una empresa de cacerías en África tropical bajo la tapadera de una compañía de importación de dulces. El gordo de la cárcel nos lo ha contado todo punto por punto. A cambio de un dineral, tenías derecho a una estancia de tres meses en Fernando Poo con tres incursiones en la selva. Y no está mal lo que cobran. Ni tú ni yo podríamos pagarlo en toda una vida. Bueno, puede que tú sí, con tus tejemanejes y tus contactos. Pero el caso es que se le ha acabado el negocio. Sus esbirros están a la espera de juicio, y no tardarán en colgar de la plaza mayor, junto a los negros que se rebelaron. Hacía años que traían clientes aquí, como nos advertiste. Se creían los dueños de la isla: al tipo de la aduana lo untaban bien para que no denunciara que nunca entraba ni salía ni una sola vaina de vainilla. Y no las tendría todas conmigo con que Roque Plaza no estuviera al corriente de sus actividades. Pero esto, obviamente, quedará entre tú y yo, porque ni se puede demostrar ni se debe demostrar. Piensa que, si fuera por el secretario del gobernador, tendríamos que haberte fusilado cuando te encontramos en Baney. Te quiere muerto.

—Siempre ha sido una persona muy cariñosa.

—Sí. Pero, afortunadamente, mi palabra aún tiene valor en Fernando Poo. He podido convencer al gobernador Montes de Oca de que no te formemos un consejo de guerra. Al fin y al cabo, has descubierto la trama de los asesinatos y nos has llevado a la detención de los culpables. Ahora ya tenemos unas cabezas con un collar de cuerda para enseñar a los bubis y calmar su sed de venganza. Pero también hay que tener en cuenta que tus faltas son muy graves e impropias de un soldado de la Corona Española. Contrabando, desacato, desobediencia, agresiones a compañeros… Estás hecho un código penal ambulante. Manchas el uniforme. Y es por este motivo por el que me veo obligado a expulsarte del cuerpo de Infantería de Marina sin honores, con carácter inmediato. Cuando terminemos esta conversación, dejarás el uniforme y todas tus pertenencias al teniente Dedoslargos y abandonarás Villa Penitencia. Lo hago por tu bien, porque sé que los compañeros te tienen ganas.

—¿Y adónde se supone que…?

—Tú sabrás. Búscate la vida. Me consta que lo sabes hacer a la perfección. El San Francisco llegará la primera semana de junio, y embarcarás con esto. —Le entrega dos sobres cerrados y sellados—. Uno es un billete para llegar a Cádiz.

—Fantástico, tengo muy buenos amigos en el San Francisco, y seguro que me recibirán con los brazos abiertos.

—Eso ya no es problema mío.

—¿Y el otro sobre?

—Es una carta de recomendación para el jefe de la policía de Barcelona. Tienes madera de policía, chico. Espero que mi colega no me tire los platos por la cabeza cuando descubra que también eres una buena pieza. Pero confío en que irás por el buen camino, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Así me gusta. Y ahora vete. Tengo la vejiga tan llena que creo que estoy a punto de reventar. Ya no tengo edad para esta isla, ¿sabes?

Moisés Corvo se da media vuelta y está a punto de salir por la puerta, pero se detiene y hace una última pregunta:

—Con su permiso, señor, pero ¿qué ha sido del hijo de Rosario?

—Ah, el bebé. Parece mentira que sea hijo de una negra, con esa piel tan rosadita. Qué cosas, ¿verdad? —Hace rechinar los dientes y mira fijamente a Moisés—. El señor Kruger se ha ofrecido a criarlo como hijo suyo. El gobernador no ha puesto ningún impedimento. Al fin y al cabo, la criatura no tenía familia. Quiere volver lo antes posible a Alemania, para bautizarlo. El padre Juanola se niega a ponerle el nombre del padre del señor Kruger: dice que no es cristiano.

—¿Y qué nombre es ese?

—Zeus, Zeus Kruger.