Moisés Corvo tropieza y cae, y es Tomás quien le agarra por las manos atadas y le alza de nuevo.
Le han amordazado y le han obligado a caminar en dirección a la misión Basuala, y una vez allí se han desviado hacia el interior. Hace tres horas que andan por la selva y han encendido las lámparas de aceite. Las protegen con hojas de palma para que el agua de la lluvia no apague la llama.
Moisés se ha pasado los últimos cuatro días encerrado en el sótano de la finca de Baney. No ha podido oír más que el murmullo amortiguado de las palabras de Judas y los suyos haciendo planes para la última cacería, y la humedad le ha calado hasta los huesos. Un par de veces al día, Tomás bajaba y dejaba un plato de sobras para que comiera. Ahora, en el bosque, tiene el cuerpo medio entumecido y cree que le han dado algún tipo de sedante con el agua. No lo cree: está convencido. No reacciona ante las constantes amenazas de Jara, que no le perdona que hayan tenido que enterrar a Romero.
Judas Malthus no es el hombre que conoció en el San Francisco. No es aquel médico que le ayudó cuando Sietemares le pilló saliendo del camarote del capitán. Queda muy lejos aquella sentencia escondida dentro de las páginas del libro de Verne. Queda muy lejos, incluso, la imagen del protagonista de las novelas del francés de la que Judas Malthus presumía. Ahora podría ser perfectamente el villano.
—Por suerte, Rosario nos señaló esta tribu antes de que aparecieras —dice Judas Malthus—. Sin ella no la habríamos encontrado nunca. Y qué poco se imaginan ahora que un soldadito español se volverá absolutamente loco por todo el horror que ha contemplado en esta isla y les asesinará a sangre fría. Cuando tus compañeros te encuentren aquí y luego descubran que mataste por celos al señor Crespo y a su mujer embarazada, no se lo podrán creer.
Moisés intenta decir algo, pero la mordaza se lo impide. Judas frunce las cejas y Tomás le quita el pañuelo de seda de Adolfo Leopoldo Crespo de la boca. Moisés escupe antes de hablar; tiene la boca pastosa.
—Boluba les dirá lo que pasó.
—No, Moisés, no. Boluba está demasiado atemorizado en Basilé como para ni siquiera acercarse a un soldado. ¿Y tú crees que, tal como están las cosas, algún militar creería a un negro corto de entendederas como él? Boluba nos tiene miedo, porque ya sabe cómo las gastamos. Y hace bien, porque seremos lo último que vea antes de morir, cuando llevemos los cuerpos de Romeo y Julieta. Pero claro, eso a ti no debe preocuparte. Lamentablemente, decidiste darnos la espalda. Eres prisionero de tus propias decisiones, Moisés Corvo.
—Y tú eres prisionero de tu propia locura, Judas Malthus.
—Me parece que no lo has entendido bien: esto ya no es un diálogo. Ya no te escucho. Ahora eres una rueda más del reloj.
Y, al decir esto, recuerda que lleva encima el Dueber Hampden que le regaló Jules Verne, lo saca del bolsillo de la americana y se lo queda mirando.
—Tu reloj está roto.
—Sí. Lo mandaré reparar cuando vuelva a Europa. Me ha acompañado en muy buenos momentos. Y ahora ya me he cansado de hablar contigo. Tomás, por favor, vuelve a ponerle el pañuelo. Sí, gracias. Y apaga las lámparas, creo que ya estamos cerca.
La lluvia les ayuda a acercarse al poblado sin que sus habitantes se den cuenta. A pesar de ser de noche, aún es pronto para pillarles durmiendo, así que tendrán que esperar. Hay que cogerlos con la guardia baja, y ahora hay movimiento entre las cabañas, espectralmente iluminadas por los hogares que hay en su interior.
Deben de ser alrededor de las nueve, calcula Judas.
El reloj está parado a las ocho y veintiocho.
Incluso un reloj estropeado señala la hora exacta dos veces al día, piensa, y sonríe.
Abre el maletín y coge un escalpelo. Con él, pela un aguacate, que se come en cuatro mordiscos. Tiene las manos y las comisuras de los labios verdosos. Juega con el hueso y hace un par de muescas. Se lo muestra a Moisés: ha dibujado una cara triste.
Leonardo Osorio del Campoamor se impacienta:
—¿Lo hacemos ya?
—Tranquilo, no hay que precipitarse. Saboree el momento —responde Judas Malthus—. Y tú también, Moisés, disfrútalo.
Jara desenfunda dos machetes largos como sus brazos. Tomás se ata un cuchillo en cada puño con un par de harapos.
Judas Malthus muerde otro aguacate.
Se siente todopoderoso.
Nada puede detenerlo.
Las agujas del reloj no se mueven.