III

El barco de la John Holt se columpia sobre las olas embravecidas.

Surgate se refugia en la bodega, el agua hasta los tobillos, el estómago a punto de abandonarle. No puede dejar de pensar que Musila está muerta. Que Adolfo Leopoldo Crespo la ha asesinado porque o eres mía o de nadie. Y que la puñalada también le ha quitado la vida al bebé. Boluba se lo ha dicho entre lágrimas, las manos temblorosas, qué voy a hacer ahora, qué será de mí. Y Surgate ha salido a buscarla. Necesita verla con sus propios ojos, o no lo creerá. Pero Boluba le ha convencido de que no vaya, que el pelirrojo que la secuestró y sus hombres son unos bukeubuilé, unos malvados, y que si se acerca le matarán, como han intentado matarlo a él. ¿Y Moisés? Se ha quedado allí y no le he vuelto a ver.

Así que ahora ella está muerta y él ha llegado demasiado tarde.

Si se hubiera quedado para protegerla, si nunca se hubiera ido a…

Puede volver atrás.

Puede enmendar el pasado.

La isla le da otra oportunidad.

Las carreras de la tripulación del Mermaid le sacan de sus pensamientos durante unos instantes.

—Look, guy, I don’t know if you can understand me, but this ship is gonna sink if you don’t help us!

El marinero le planta un cubo vacío en los morros. Surgate no ha entendido ni una palabra, pero sabe que le están pidiendo ayuda. Las siguientes horas se las pasa drenando el agua de la bodega, que da la sensación de que no se acabe de vaciar nunca.

Al cabo de un día de trayecto, el Mermaid llega a Concepción tocado de muerte. Ha caído el mástil principal y hay una vía de agua en la proa. Uno de los marineros ha sufrido un ataque al corazón durante la noche y ahora lo bajan al puerto amortajado y en silencio. La tripulación acusa a Surgate con la mirada, y sólo la intervención del capitán —a quien conoce porque provee la misión de lecturas— evita que le den una paliza por gafe.

Corre hasta Bolobe, adonde llega exhausto. El hermano Lacunza le acoge extrañado. ¿Qué ha pasado, Jeremías? Pero Surgate no quiere decir nada de sus intenciones, o le tomaría por loco. ¿Y Rosario?, pregunta Lacunza, pero Surgate no abre la boca.

Pasará la noche en la misión y se irá al amanecer. Ahora conoce el camino. Lo hizo de vuelta no hace ni cuatro días, cuando llevaron al inglés a Concepción. Sabe qué atajos debe tomar y dónde encontrar a los monstruos blancos para que le ayuden a volver atrás en el tiempo.

De madrugada sigue lloviendo a cántaros. Antes de la primera misa, muy temprano, Surgate coge una bota llena de agua y un zurrón con pan y carne de cerdo asado y deja atrás la misión. Va descalzo, los pies mojados, cuidando el paso. Hay dos días a buen ritmo hasta Oloitia, y Surgate sólo se detiene para dormir y comer.

Una familia de cercopitecos de pelaje amarillo le acompañan a poca distancia cuando pasa por delante de las arcadas de entrada a Oloitia. Surgate no se detiene y sigue caminando. Los monos le avanzan y juegan delante de él, pero nada le distrae.

En un arroyo vuelve a llenar la bota de agua y se encuentra con un guerrero mulato que le observa desde la copa de un árbol.

Es uno de los hijos de Huevazos.

Entonces ve a los otros tres, que le han estado siguiendo desde hace un par de horas.

Surgate está cerca. Retoma el paso y los guerreros le siguen a pocos metros sin hablar con él, actúa como si no les hubiera visto. Se cruzan con dos antílopes y los guerreros no les prestan atención.

Se está haciendo de noche, y aún no ha encontrado el poblado sobre los árboles de Coronado.

—¿Dónde estás? —pregunta a gritos.

A medida que la selva se oscurece, se desespera, porque los monstruos blancos no aparecen. Recuerda el camino hasta aquí, pero ahora todo es muy confuso y está convencido de que se ha perdido. O eso, o los binokonokko böhótótó se han esfumado.

Decide no detenerse para dormir y seguir caminando durante la noche, a pesar del riesgo de despeñarse por un acantilado. No lleva ningún arma para ahuyentar a los animales nocturnos, pero confía en que los hijos de Huevazos intervengan si llega el momento.

—¿Dónde estás? —vuelve a gritar, desesperado.

Una voz ronca le responde desde la copa de un árbol.

—Chocolate —dice Baltasar Coronado—. No esperábamos verte tan pronto.