II

Rosario yace muerta a los pies de Moisés Corvo.

Por orden de Judas Malthus, Jara y Tomás han arrastrado el cuerpo de Adolfo Leopoldo Crespo hasta la entrada. El holandés aún tiene el bebé entre sus manos.

—Al menos nos ayudarás a enterrarles —dice calmadamente a Moisés.

—No te molestaste en enterrar a la gente de los poblados, Judas.

Leonardo Osorio del Campoamor baja las escaleras, alborotado, ¿qué ha pasado?

—Vuelva arriba, señor Osorio.

El hombre contempla los cadáveres y el bebé en las manos de Judas.

—Esto no formaba parte de…

—He dicho que vuelva arriba —le corta, asertivo.

Tomás le acompaña o, mejor dicho, le empuja hacia las escaleras.

Moisés siente la mirada de Jara en la nuca.

—Esto ha sido un accidente de lo más lamentable. No tenía nada en contra del señor Crespo, Moisés. Nos habríamos ido con ella y él la habría llorado unos meses hasta que encontrara a otra que la sustituyera. Siento haber…

—¿Qué sientes? ¿Dices que lo sientes? ¿Y las docenas de personas que has matado ahí fuera, qué?

—No hace falta que te pongas así. —Le muestra las palmas de las manos, conciliador—. No tiene por qué gustarte nuestro trabajo, pero lo estás sacando de madre.

Moisés Corvo no da crédito a lo que está oyendo.

—¿Asesinas a sangre fría a gente indefensa y soy yo quien lo está sacando de madre?

La actitud de Judas pasa de la condescendencia a la irritabilidad.

—Ciertamente, no esperaba esta reacción tuya. Creía que eras de otra manera.

—Pues lo siento si voy dando la impresión de ser un asesino de mujeres y niños. No recuerdo haberte dicho: sabes qué, me apetecería matar a todo un poblado de negros un día de estos.

—Moisés, cálmate.

Pero Moisés ni se calma ni se quiere calmar. La tensión que ha ido acumulando durante todo este tiempo está a punto de estallar. Judas da un paso para acercarse, pero Moisés retrocede.

—En la isla, la gente cambia. ¿No fue eso lo que me dijiste en el San Francisco? ¿Que a la gente le trastorna el cerebro? Si me hubieras advertido de que hablabas de ti, habría sido todo un detalle.

—Tu reacción es infantil, Moisés. Tranquilízate y piénsalo bien un rato. Verás que estás montando un espectáculo.

—Montar un espectáculo, dice. ¿No te jode? ¡El hombre del guiñol de cadáveres mutilados!

Judas le cruza la cara con el dorso de la mano. Moisés calla, sorprendido. El holandés le señala con el dedo.

—Ahora resultará que tienes alma de misionero, Moisés. Ahora resultará que te importan unos negros cuya existencia ignorabas hace apenas dos meses. ¡Ahora resultará que eres alguien para echarme sermones!

—Sermones no, pero una hostia te la daba muy a gusto.

—Olvida esta armadura de hombre de bien con que te has protegido. Con nosotros no te hace falta. Sé cómo eres. Sé el Moisés Corvo que conocí, no esta copia mala del buen samaritano.

—Vete a la mierda.

—Reflexiónalo. ¿Qué te importan a ti estos negros? Viven y mueren en el rincón más oscuro del pozo más hondo de la tierra más remota. Ni siquiera sabes sus nombres, ni cómo viven. ¡Pero sí es cierto que han intentado matarte! Están esperando el momento adecuado para lanzarse sobre nosotros y pasarnos a cuchillo, ¿y tú aún los defiendes? ¡Vamos, hombre, vamos!

—Y por eso tenemos que matarles antes nosotros, ¿verdad?

—No. Por eso no. —Judas se agacha para dejar a la criatura sobre Rosario, despacio, y vuelve a levantarse—. Esto es sólo un negocio.

—Curiosa manera de cultivar la vainilla.

Judas sonríe.

—Pagan bien, créeme. Si no lo hicieran, no me arriesgaría a pisar esta isla traidora año tras año.

—Te pagan por matar negros.

—No: nos pagan para organizar cacerías. Sólo que las presas que buscamos no andan a cuatro patas.

—Te pagan por matar negros —insiste Moisés.

—¡No seas tan corto de miras, Moisés! ¡Esta gente podría morir de cualquier otra forma y tú ni te enterarías! Podría haber una inundación en un poblado, o un incendio, ¿y a quién culparías, entonces? La gente muere, Moisés. Constantemente. No hacemos nada que no haga la naturaleza.

—¿Torturar y asesinar a personas indefensas?

—¿Y qué hacen las enfermedades? Nos arrancan a las personas que queremos de nuestro lado. ¿No es eso una tortura, también? Un mosquito pica a tu hijo un mal día y al siguiente está muerto. ¿No es cruel? ¿Y a quién culpas? ¿Al mosquito?

—La naturaleza es inevitable.

—¿Y nosotros no? ¿Sólo porque podamos elegir quién y cómo morirá somos más perversos que la aleatoriedad de una infección?

—He visto lo que les habéis hecho. He visto a los niños decapitados y a las mujeres apiladas unas sobre otras.

Judas resta importancia a las palabras de Moisés con un gesto de la mano. Jara se acerca por detrás, el ceño fruncido y los brazos en tensión.

—La teatralidad nos facilita la tarea, no voy a negártelo. Hace que nos teman y, por tanto, sean más dóciles cuando llegamos con nuestro cliente. No queremos que se repitan errores del pasado.

—El valenciano. —Moisés ata cabos—. El doctor Rozadilla me habló de él. Vicente, ¿verdad? Apareció en medio de una matanza con el brazo amputado. Era un cliente de las Vainillas que no quedó del todo contento de su servicio, me parece.

—Éramos novatos, no teníamos mucha experiencia. Y aquello fue un accidente lamentable que, por suerte, no afectó a la buena reputación de nuestra empresa.

—Un accidente como este.

Judas mira los cuerpos del cubano y su esposa. Jara se acerca a Moisés por detrás, sigilosamente.

—Una lástima, sí. El padre de la criatura amaba de verdad a Rosario. Y cuando supo que estaba embarazada insistió en recuperarlos a ella y al niño. Ahora perderemos la inversión.

—Un asesino que habla como un contable, creo que ya lo he visto todo.

—Aún puedes ver mucho más, Moisés. Ven. Únete a nosotros. La oferta sigue vigente. Trabaja para mí. Sé que serías de confianza.

—Me ofende que pienses que podría siquiera planteármelo.

—¿Acaso no has venido hasta aquí? ¿No era tu intención desertar? Estás solo, Moisés. No tienes a nadie de tu parte. Tus compañeros de Villa Penitencia te colgarán cuando te encuentren.

—No si les entrego al autor de las matanzas.

Judas hace una mueca de decepción.

—Me entristece profundamente oírte decir eso. Sé que, en el fondo, eres como yo creo.

—No sabes nada de mí.

—Te equivocas, te conozco como si fuera tu padre.

El ruido de las nueces rompiéndose. Moisés ahogando a Tadeo Corvo entre sus dedos. Para, para, suplica Antoni. El odio blanqueando sus nudillos. Las manos de Tadeo dejando de luchar, el hombre que se abandona, por fin, a la muerte. Para. Todos los gritos, todos los golpes, los insultos y las acusaciones, el cuarto de las ratas, los moratones en los ojos, la sangre seca de los labios agrietados, las noches de hambre, las sombras reptando por las escaleras hasta plantarse en la puerta de la habitación. Para. Y Moisés afloja la presa y se encuentra ante el rostro indefenso y aterrorizado de Tadeo Corvo, un eco lejano de la amenaza que era hasta que se ha enfrentado a él. Los mocos sobre el bigotito, el estallido de los capilares de los ojos, inundados de lágrimas. El miedo. El miedo a que su hijo haya cruzado la última frontera. La frontera por donde Judas se pasea cómodamente, a la espera de que vuelva la luz que un día muy lejano el muchacho enterró en la penumbra. Él no es así. No quiere serlo. No quiere volver a serlo. No volverá a aquel pantano tenebroso que creía haber dejado atrás y de donde surge todo este hedor a miedo.

Un relámpago ilumina la estancia. Moisés no ve la silueta de Jara, ya casi un aliento silencioso a su espalda. Pero sí ve a Rosario destripada en el suelo, sobre un charco de sangre. Como aquel chaval del poblado del bojiammò Siacca que, abierto en canal, le interrogaba con unos ojos de agua, como si le pidiera explicaciones, como si desde el más allá le impulsara a buscar respuestas.

Respuestas que, al fin, ha encontrado.

Desenfunda el Ruso y apunta a Judas Malthus.

—En nombre de la Corona de España… —murmura Moisés, para levantar la voz— en nombre de la Corona de España, y como soldado del Primer Regimiento Destacado de Infantería de Marina en Fernando Poo, te arresto por asesinato, Judas Malthus.

El holandés no espera el ataque de dignidad de Moisés Corvo, que le deja fuera de juego durante unos segundos. Después, se echa a reír y aplaude como si hubiera asistido a una función realmente divertida.

—Debo confesar que no dejas de sorprenderme, Moisés Corvo.

—Ahora me acompañarás a Villa Penitencia —dice, blandiendo el revólver—. Tú y los tuyos, donde seréis puestos a disposición del gobernador para que seáis juzgados…

—Realmente lamentaré que me obligues a hacer lo que voy a hacer, Moisés.

Y da una señal a Jara, que se le abalanza por la espalda. Jara es mucho más bajito pero bastante más corpulento que Moisés, que es más bien esbelto. El ataque por detrás hace que Moisés pierda el Ruso, caiga de bruces sobre la madera empapada de sangre y se golpee la nariz. Jara le agarra por las muñecas, apoyado en su riñonada, y no le suelta. Tomás se acerca para recoger el revólver del suelo.

Cuando Moisés deja de luchar para zafarse de Jara, Judas se coloca en cuclillas a su lado.

—Aún nos queda una tercera cacería antes de abandonar la isla y, bueno…, me hubiera gustado que esto terminara de otra manera. Será una lástima que tus compañeros acaben encontrando tu cuerpo entre los cadáveres del próximo poblado. Seguro que ese gobernador a quien me querías entregar no tendrá ningún escrúpulo en sentenciar que moriste por una puñalada de uno de los negros a los que intentabas asesinar. Enseñarán tu cadáver y en Santa Isabel todo el mundo se tranquilizará porque ya habrán encontrado al malvado que sembraba el terror en la jungla.

Moisés intenta hablar, pero tiene la boca contra los tablones del suelo y sólo consigue regarlos de saliva. Judas hace un gesto a Jara para que afloje.

—¿Quieres añadir algo antes de que te encerremos en el sótano?

Jara le levanta la cabeza agarrándole por los pelos; tiene una brecha en la nariz.

—Me preguntaba si el submarino de Nemo, el Nautilus

—¿Sí?

—Me preguntaba si sería muy difícil meterte el Nautilus por el culo.