En las afueras de Baney, la finca de Vainillas Holandesas se alza junto a una zona pantanosa por la que revolotean los mosquitos.
A Moisés Corvo le cuesta creer que en ella alguien cultive vainilla ni nada que no sea malaria. Y menos aún esos tres tipos que juegan a perseguirse bajo la lluvia y a revolcarse por el fango como si fueran cerdos.
Adolfo Leopoldo abre un compartimiento de la cabina y extrae un bulto envuelto en un trapo mugriento. Lo desenvuelve y muestra un revólver. Tiene el cañón largo, estilizado, y al abrir el tambor, el cubano comprueba que tiene las seis balas.
—Tenga: el Ruso.
—No, no gracias. No creo que sea necesario.
—Es el último servicio que le pido: que me proteja. Y no es que no confíe en sus puños, pero el Ruso suele ser mucho más elocuente si surgen problemas.
—Créame: Malthus es de toda confianza.
—Es el hombre que ha secuestrado a mi esposa.
Moisés acepta el revólver —un Smith & Wesson del número tres, cartuchos de once milímetros— de mala gana y se lo coloca en el cinturón, escondido bajo la camisa. Pesa demasiado y se le clava en el costillar.
Boluba detiene el carruaje y baja. Abre el paraguas y la puerta y da cobijo al patrón. Adolfo Leopoldo se plancha la americana y espera a Moisés. Cuando se acercan a la finca, a pie, los tres hombres se paran y les observan con curiosidad.
Romero, Jara y Tomás están embarrados de pies a cabeza, y se preguntan quién coño son esos dos que vienen en un día tan asqueroso. No es hasta que están muy cerca que reconocen a Moisés. Entonces, Tomás se da media vuelta y entra en la casa, a buscar a Judas.
—Buenos días —les saluda Adolfo Leopoldo.
Jara convierte sus ojos en un par de rendijas, amenazante. Romero se lleva las manos al cinturón y dice:
—No tan buenos, jefe.
Ambos se ríen de la broma y la repiten como en un eco. No tan buenos, no tan buenos, qué cabrón.
—¿Puedo hablar con su patrón?
—Si quiere hablar conmigo, será mejor que lo hagamos a cubierto, ¿no cree?
Judas Malthus, de pie, desde el porche de la casa.
Romero y Jara dejan de reírse. Moisés se fija en que ambos se llevan las manos a la cadera, como en un gesto involuntario. Pero de involuntario no tiene nada. Moisés deduce que van armados. O un revólver o un cuchillo. Nada extraño, teniendo en cuenta las costumbres de la isla.
Una vez en el soportal, Judas saluda efusivamente a Moisés.
—Me alegro de verte por aquí.
Sin embargo, su rostro cambia cuando tiene que hablar con Adolfo Leopoldo.
Boluba se queda en un segundo plano, disparando miradas de recelo a Tomás, que es quien le vapuleó el día que fueron a buscar a Rosario a Basilé. Tomás le reconoce y le saluda a distancia, como si fueran viejos amigos, educadamente cínico.
Pasan al interior de la casa, un edificio de madera de dos plantas con goteras en todas las habitaciones. Las ventanas están cerradas, y el salón comedor adonde les conduce Judas es muy oscuro. Sentado en un sofá, la figura obesa de Leonardo Osorio del Campoamor se está zampando el costillar de un conejo.
—Me temo que no nos conocemos. —Judas estrecha la mano del cubano y le invita a sentarse en un sillón—. Judas Malthus, para servirle.
—Adolfo Leopoldo Crespo.
Se acomoda y cruza las piernas. Está en tensión. Todos lo notan.
Leonardo Osorio del Campoamor deja de masticar; un trozo de carne le cuelga de la comisura de los labios.
—¿En qué puedo ayudarles?
El cubano estudia a Judas con detenimiento, como un jugador de ajedrez valorando qué estrategia seguir.
Decide mover el caballo por delante de los peones.
—He venido a recuperar a mi mujer.
Judas se apoya en el respaldo de la silla. Se lleva las manos a la barba. Duda entre enrocar o desplazar un peón hacia el caballo de Adolfo Leopoldo.
—¿Qué le hace pensar que ella quiere volver?
Es el turno de las negras.
—Es mi mujer. Y el niño que espera es mi hijo. He venido a buscarles.
Así que Adolfo Leopoldo sigue atacando. Judas moviliza el alfil.
—Rosario es una mujer extraordinaria, señor Crespo. Si yo fuera usted, también habría venido a buscarla. Eso sí, se nos presentan un par de problemas: su esposa nos está ayudando como guía para localizar… para localizar los terrenos donde desarrollar nuestras actividades. Y necesitaremos su ayuda hasta que vuelva el San Francisco, dentro de dos meses. Ahora bien… Oh, disculpe, qué mal anfitrión estoy hecho, no le he ofrecido nada de nada. ¿Quiere un café o un cacao?
—No, gracias.
—¿Y tú, Moisés?
Moisés Corvo niega con la cabeza. Judas llama a Tomás.
—¿Seguro que no quieren nada? También tengo aguardiente. Tomás, trae la botella, por favor.
Tomás sale por una puerta, esquivando una gotera.
—¿Cuál es el otro problema? —pregunta Moisés.
—¿Qué?
—Has dicho que había un par de problemas. Uno era que Rosario os sirve de guía.
—¿Dónde está ella? —interrumpe Adolfo Leopoldo, serio.
—¿Cuál es el otro? —continúa Moisés.
—El otro es que ella y el niño vendrán con nosotros.
Moisés mira de reojo a Adolfo Leopoldo, que no cambia el rictus ni un milímetro. Parece esculpido en alabastro.
—Ellos no van a ninguna parte.
Tomás entra de nuevo con una botella de aguardiente en una mano y tres vasos en la otra. Los deja sobre la mesa. Judas se toma su tiempo para llenarlos. Chinchín, y brinda solo antes de pulírselo de un trago. Al tragarlo, le quema la garganta, rediós, muestra los dientes, muy blancos.
—Yo de ustedes lo cataría: está realmente bueno. Es de aquí, de Baney, y no he bebido uno igual en toda la isla.
—Ellos se vienen conmigo —insiste Adolfo Leopoldo.
—No. —Judas mueve la torre y protege el rey, asertivo—. Señor Osorio, ¿le importaría dejarnos solos unos minutos?
—En absoluto —dice Leonardo—. Creo que me voy a acostar; tengo el estómago lleno y se hace tarde.
—No tardaremos, señor Osorio. —Judas espera a que se vaya escaleras arriba—. Ese niño es hijo de un cliente mío, señor Crespo. Aunque ya me imagino que esto usted ya lo sabía. Porque lo sabía, ¿verdad? Estos días he podido mantener varias conversaciones con Rosario, y no sabe lo harta que está de usted.
—¿Dónde está ella? —pregunta Moisés Corvo.
—Estoy hablando con el señor Crespo, Moisés.
—Quizá a ella también le interesaría estar presente.
Judas Malthus se lo piensa.
—No, mejor que no. Todavía no. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Usted la compró a ella, pero no puede comprarle ningún hijo. ¿Por qué cree que no han tenido descendencia? ¿No le ha contado todas las veces que ha abortado?
Adolfo Leopoldo aprieta los puños con rabia.
—Es mi mujer. Quiero verla ahora.
—No, seguro que no. Seguramente usted no sabe ni cuándo sale de cuentas, ¿verdad? Qué va a saber. Si ni siquiera lo engendró usted. Ella está a punto de dar a luz, y usted ni lo sabe. Ni se imagina que ella quiere tener a ese niño. Que ella amó al hombre que la fecundó. —Judas vuelve a llenarse el vaso de aguardiente—. Curioso, ¿verdad? Todos estos años juntos y ella no siente la más mínima estima por usted. En cambio, llega un hombre rico y apuesto de España, la hipnotiza en un santiamén y le hace un hijo. Beba, por favor. Hágame caso: será más sencillo si bebe. —Llena un vaso y se lo acerca—. Las penas, con alcohol, pasan más fácil. Eso dicen, ¿no?
—Judas… —Moisés, que ve cómo la conversación toma una deriva nada agradable.
—Espera. Estamos hablando, Moisés. —Y se dirige de nuevo al cubano, ahora moviendo las piezas a placer sobre el tablero—. El caso es que el padre de la criatura se enteró de su existencia. Es curioso lo rápido que pueden circular las noticias hoy en día, de un lado a otro del mundo en un abrir y cerrar de ojos. Y el padre la reclamó. ¡Él también se enamoró de Rosario! No me diga que no es bonito. Si no fuera porque usted es el malo de la función, sería como un cuento de hadas. Y claro, me envió de vuelta. Quiere el niño, y lo quiere en España. Y también la quiere a ella, no sé si se lo he dicho.
—Ella no se mueve de la isla.
Judas Malthus saca la pipa del bolsillo interior de la americana de lino, introduce el tabaco y la enciende. El aroma invade toda la estancia y se mezcla con el olor a tierra mojada que la lluvia ha levantado.
—Siento que se lo tome así. Pensaba que reaccionaría de otra manera.
—¿Usted secuestra a mi mujer y ahora me dice que se la lleva a ella y a mi hijo a Europa y piensa que yo me voy a cruzar de brazos?
—¿Sinceramente? —Judas aprieta el tabaco dentro de la cazoleta con el atacador—. Sí. Puede comprar cualquier otra. Esta isla está llena de negras.
—¿Cuánto le paga el hombre que la reclama?
—Oh, no, señor Crespo, no. No me haga hablar de dinero ahora. Es muy feo, ¿no cree?
—Se lo doblo. Doblo lo que cobre por ella.
Judas Malthus da una calada e inclina la cabeza hacia atrás. Se lo está pensando. Se da un masaje en las sienes, pobladas por una constelación de diminutas pecas. Luego se mesa el cabello, anaranjado como una llama.
—Tengo una reputación, ¿sabe? Un negocio que mantener. No puedo hacer un trato y cambiarlo unilateralmente. Esto arruinaría mi imagen. Personalmente, me da igual que Rosario se quede con usted o con mi cliente. Y aceptaría con agrado su oferta, pero soy un hombre de palabra y me he comprometido a que ella vuelva conmigo a España.
Moisés frunce el ceño. ¿Cliente? Si el hombre que dejó preñada a Rosario es un cliente, ¿qué hacía en la isla? Hasta hace un momento, Moisés creía que el hombre que había acompañado a Judas era uno de los dueños de Vainillas Holandesas. No tiene ningún sentido llevar allí a un cliente. Y menos a un lugar donde no hay ninguna plantación, como ha visto al llegar. Y menos aún a un lugar donde todavía están explorando terrenos, como acaba de decir el holandés. Y Leonardo Osorio del Campoamor, ¿qué es? Difícilmente será uno de los propietarios de Vainillas Holandesas, así que… ¿qué está haciendo aquí?
El olor dulce del tabaco de pipa.
—Ella podría haber sufrido cualquier accidente en todo este tiempo. La gente se muere en Fernando Poo, señor Malthus.
Judas mira a Adolfo Leopoldo, valorando todas las posibilidades. Finalmente, se decide.
—No. No me puedo arriesgar a que alguien se entere de que ella está viva. A que un comerciante o algún cliente mío hable más de la cuenta sobre una historia que oyó en Basilé sobre una salvaje que tiene un hijo de un español, y llegue a quien no debe llegar.
—Me encargaré de que nadie sepa que está viva. —Adolfo Leopoldo, apretando los dientes.
—¿Y el niño? ¿Y si la criatura crece y un día decide ir a buscar a su padre? Son demasiados riesgos.
Moisés no las tiene todas consigo. Rosario llamó a Chocolate porque temía por su vida y la de su hijo. No tiene ni pies ni cabeza que ahora quiera irse a España.
—¿Podemos verla? —pregunta Moisés—. ¿Podemos ver a Rosario?
—Está descansando. No conviene marearla mucho.
—Quiero preguntarle si realmente quiere irse. Quiero que sea ella quien me lo diga a la cara —exige Adolfo Leopoldo.
Judas consulta a Tomás con la mirada. Luego, responde a Adolfo Leopoldo. Un simple movimiento de peones.
—Tomás, despiértala y tráela aquí.
El chico sale de nuevo por la puerta y el sonido de los pasos en las escaleras —toc, toc, toc, toc— se mezcla con el de la lluvia chocando contra el techo.
Judas aprovecha para dirigirse a Moisés.
—¿Qué hay de nuevo en Villa Penitencia?
—Santa Isabel es un caos.
—¿Qué ha pasado?
—Ha habido una revuelta: los negros se han hartado de nosotros. Aproveché para escaparme. Espero que aún esté en pie la oferta de unirme a vosotros.
—Totalmente. Te meteremos como polizón en el San Francisco, para que no haya ningún registro de tu salida de la isla. No queremos que tus amigos sepan que te marchas, ¿verdad?
Tomás entra de nuevo en el comedor. Lleva a Rosario cogida de un brazo. Va completamente despeinada, y aún lleva el mismo vestido que la última vez que Moisés la vio. Tiene bolsas bajo los ojos y mal aspecto, pero aun así conserva una belleza feroz. Se lleva una mano a la barriga.
—¡Rosario! —exclama Adolfo Leopoldo.
—No quiero volverte a ver nunca más —dice ella mecánicamente.
Adolfo Leopoldo se levanta y se acerca a ella. Judas le hace un gesto a Tomás, está bien, deja que hablen. Tomás, sin embargo, no se separa mucho de ella. Jara y Romero están bajo el umbral de la puerta de entrada, los brazos cruzados, observándoles.
—Quédate conmigo —suplica Adolfo Leopoldo.
Ella no sabe qué responder. Moisés se da cuenta de que no es libre de decir lo que quiere. Rosario busca a Judas con la mirada. El holandés contempla la escena con una media sonrisa en los labios y la pipa en una mano.
El aroma del tabaco en la oscuridad. ¿Dónde lo ha olido antes?
—Déjanos marchar.
—¡Pero eres mi vida!
—No te quiero, Adolfo. Nunca te he querido.
Rosario llora, y cada lágrima es un martillazo en el corazón de Moisés.
—El niño nos unirá, vida mía. —Él intenta acariciarla, pero ella le aparta la mano del rostro—. El niño nos dará el amor.
—¡No! Cada vez que le mires verás un rostro que no es el tuyo. Te hará sufrir. Te conozco, Adolfo. Es mejor para ti. Es mejor para nosotros.
Él hunde la cabeza en los hombros de Rosario. Esta vez, ella posa la mano que tiene libre sobre su nuca. Tomás le suelta la otra. Ella abraza a Adolfo Leopoldo. Parece estar a punto de decirle algo al oído. Lo siento. Lo siento.
—Lo siento —dice él.
Adolfo Leopoldo saca un puñal del interior de una manga; jaque a la dama. Es pequeño, de no más de tres dedos de largo, pero se hunde en la espalda de Rosario como si cortara mantequilla. Ella muere en el acto, sin saber qué ha ocurrido. La hoja le ha atravesado la columna. Sus brazos caen a ambos lados. El cuello cede al peso de la cabeza, que se descuelga hacia atrás, la boca entreabierta. Adolfo Leopoldo sigue llorando, abrazado al cadáver de su esposa unos segundos antes de que el resto entienda qué ha pasado.
Tomás es el primero en reaccionar. Desenfunda un revólver y dispara a bocajarro a la cabeza del cubano. Mate al rey negro. El tiro le agrieta medio cráneo y lo hace caer redondo al suelo. Con él, arrastra el cuerpo de Rosario.
Boluba, desde el porche, abre unos ojos como platos. Romero y Jara se vuelven y se enfrentan a él con navajas en las manos. El mayordomo corre hacia el carruaje, perseguido por los dos chavales. Consigue subir al pescante a tiempo. Se deshace de Jara con una patada en la cara y arría los caballos. Romero se agarra a la calesa y trata de sorprenderle desde atrás. Boluba le oye a tiempo para apartarse y dejar que Romero caiga entre los animales, que le pasan por encima y le dejan malherido sobre el barro. Asustado y con su amo muerto, Boluba no parará hasta llegar a Basilé.
—¡Rápido, Moisés! —grita Judas, que salta de la butaca hacia los cadáveres—. ¡Necesito tu ayuda!
—¡Están muertos!
—¡Aún podemos salvar al bebé!
Tomás se está limpiando la sangre que le ha salpicado toda la cara. Judas se arrodilla y aparta el cuerpo de Adolfo Leopoldo de encima de Rosario. Moisés acude en su ayuda. Mierda, mierda, mierda.
Todas las piezas están tiradas sobre el tablero.
—Te juro que no sabía nada —dice.
—Ahora ya no estamos a tiempo de cambiarlo. Tomás, trae unos trapos y pon agua a calentar.
—¿Lo has hecho antes?
—Lo he visto hacer.
—¡Pero eres médico!
—Médico militar, Moisés. Los partos no son mi especialidad.
Mientras responde, Judas coloca a Rosario boca arriba. Comprueba que no tenga pulso y acerca la oreja a su barriga. No oye ningún latido. Rasga el vestido y mira a su alrededor.
—¿Qué buscas?
—Mi maletín. O algo que corte.
Moisés coge el puñal que hay al lado del cuerpo.
—¿Esto te sirve?
Judas lo examina.
—No. No tiene corte. Necesito un escalpelo. ¡Romero! ¡Romero!
Jara aparece con el maletín de Judas.
—El puto negro ha matado a Romero —masculla.
Judas abre el maletín. De entre todos los utensilios, elige un bisturí largo y afilado. Coloca las manos sobre la barriga de Rosario. Toma medidas.
El corte es limpio y profundo. No sale sangre. Las manos de Judas abren en dos la barriga de Rosario.
A Moisés le recuerda las heridas de las mujeres en los poblados masacrados.
—Ayúdame a sacar el feto.
Aliento a tabaco. El sutil olor que ya ha olido antes, en los asesinatos de la selva.
Judas arranca del interior de Rosario el cuerpo pequeñito y cianótico de la criatura. La criatura ahogada en la sangre de la madre.
No hay nada que hacer.
Judas se sienta en el suelo, las piernas cruzadas, el bebé muerto entre los brazos.
—¿Quién es Minias Brota? —interroga Moisés.
Judas alza la vista, confuso.
—¿Quién?
—Minias Brota. ¿Quién es?
Moisés le muestra el reloj.
Judas lo coge y lo observa. Lo mancha de sangre.
—Minias Brota no es nadie; significa «A mi hermano» en el idioma del capitán Nemo. Es mi reloj; me lo regaló Verne. Creía que lo había perdido. —Sale de su embeleso, el niño en una mano, el reloj en la otra—. ¿Dónde lo has encontrado, Moisés?
Jaque al rey blanco.