XV

La lluvia enfanga la carretera de Basilé a Baney, ya bastante tortuosa de por sí. El rodeo para esquivar Santa Isabel hace que el viaje dure el doble.

Boluba azota a los dos caballos que tiran del carruaje.

Adolfo Leopoldo se fuma un puro mientras mira por la ventanilla, pensativo. Moisés se obsesiona con el reloj que encontró en la matanza.

—Usted conoce a bastante gente en Fernando Poo, ¿verdad? —pregunta Moisés.

—Menos de la que creía.

Moisés Corvo le muestra el reloj, el dibujo del escorpión, la cúpula de cristal rota, anclado en las ocho y veintiocho minutos.

—¿Usted conoce a un tal Minias Brota?

—No. —Ni se lo piensa—. ¿Por qué?

—Aquí está su nombre escrito.

Adolfo Leopoldo coge el reloj y lo examina, distraído.

—¿De dónde ha salido?

—Lo tenía en sus manos una de las víctimas de la última matanza.

El cubano arquea las cejas y le presta más atención.

—Entonces, ¿ha descubierto al autor?

—No: he encontrado un reloj con un nombre.

Adolfo Leopoldo le devuelve el reloj. Moisés se lo guarda en el bolsillo de la camisa.

—¿Todavía está empeñado en encontrar a los responsables?

—Ahora mismo, lo que más me interesa es seguir respirando. Y si me cruzo con Percival Cartwright o con el secretario del gobernador o con alguno de sus esbirros, no creo que me permitan tener ese vicio. Además, ¿qué consigo si encuentro a los asesinos? ¿Qué más da que identifique a ese tal Minias Brota y le señale como el culpable? Ahora mismo hay una guerra en Santa Isabel. Si la muerte campa libremente por la isla, a nadie le importa una mierda esos muertos.

—¿Sabe una cosa, señor Corvo? Su problema es que no sabe distinguir la justicia de la ley. Usted no quiere resolver las matanzas para llevar a los culpables a juicio. Como usted bien dice, es absurdo que intente que nadie pague por sus crímenes en un mundo donde estos son el pan nuestro de cada día. Pero la cotidianidad no los hace menos execrables. ¿Cree que a mí me gusta que haya alguien exterminando tribus enteras en mi isla?

—Pensaba que su isla era Cuba, señor Crespo.

Adolfo Leopoldo sonríe y da una calada al puro.

—A usted no se le escapa ni una. No puede evitarlo. Es usted demasiado joven para saberlo, pero necesita vivir en un mundo ordenado, en una burbuja aislada del caos. Y ese mismo orden puede ser visto como una alteración dentro del desorden.

—Me parece que usted no está fumando tabaco hoy, señor Crespo.

El cubano se acerca a Moisés.

—Lo que le estoy diciendo, señor Corvo, es que acepte que es como es. Y usted es de los que necesita que la balanza esté equilibrada, aunque todo el mundo acepte que un lado pesa más que el otro. Usted no busca a los asesinos de esas tribus para llevarles ante un tribunal. Sabe tan bien como yo que eso es un imposible. Usted les busca para plantarse ante ellos y decirles: sé lo que habéis hecho, sé lo que queréis hacer, y quiero que sepáis que lo sé y que os condeno. Restablecer el equilibrio, señor Corvo. Más allá de su lengua rápida y su aire chulesco. Ese es usted. Y lo vi la primera vez que vino a la plantación con el alférez Panzas. Y tal como le dije entonces, aún es usted muy joven, y ya lo irá aprendiendo.

—Tiene suerte de que su ron sea de primera, señor Crespo. Porque si no, sería usted inaguantable.