El capitán Finnley MacQuarrie tose sangre.
Las lluvias de las últimas semanas pasan factura a su cuerpo envejecido. Camina renqueante por la selva, el hombro dolorido, las rodillas como dos guijarros. Duerme en una cabaña que se ha construido con hojas y troncos de palmera, cerca de la playa. Se pasa el día acechando el horizonte, a la espera de la visión de un barco, pero ya ha empezado a perder la esperanza.
Al salir del lago, Finnley MacQuarrie bajó la montaña hasta la costa. No había ni rastro de ningún otro miembro de la expedición de la Woodsboro Fields Co. De hecho, en todo el camino no se topó con ninguna señal de vida humana. Ni el poblado de Oloitia, ni tribus bubis, nadie. Al verle, los animalitos del bosque no lo rehúyen. Está solo. No es ninguna amenaza.
Le costó reconocer la gran bahía que se extendía ante él como el lugar que en otra época sería Concepción. Recorrió las playas durante kilómetros, siempre hacia el norte. El sonido de las olas era tan intenso que una noche se puso a gritar para no tener que oírlo. El viento le hace enloquecer.
Si supiera en qué año vive…
Sin familia ni ataduras, el capitán Finnley MacQuarrie aceptó la misión de Lord Wyndham con los ojos cerrados. Con el fin de enrolarse en la Woodsboro Fields Co., una compañía que operaba al margen de los inquilinos de Downing Street, pero bajo la supervisión de un puñado de lores, tuvo que abandonar la RAF por la puerta grande: simuló un accidente de aviación durante unas maniobras. Todos los honores póstumos y Medalla de la Orden del Imperio Británico, que acabó presidiendo la mesita de noche de su dormitorio en las instalaciones de Hampshire. Una vez eliminado el presente, tenía libertad absoluta para saltar al pasado.
MacQuarrie fue instruido con todo lo que necesitaba saber sobre los viajes en el tiempo. Aprendió las Reglas de la Inflexibilidad, tal como las había descrito el capitán Bakula en el diario de campo un siglo atrás. Estudió con los científicos de la Woodsboro la forma de calibrar los saltos. La precisión de estos era inconstante, y dependía en gran parte de la base fisiológica y motivacional del saltador: no todos exigían las mismas condiciones, por lo que era necesario un estudio en profundidad del viajero del tiempo antes de introducirlo en la Reina Victoria 2.
—O sea que tú eres el hombre del faro —le dijo el profesor Dudley—. Bienvenido a la Woodsboro.
El hombre del faro. No se lo había planteado desde este punto de vista, pero era la manera perfecta de definir su misión. Volver atrás en el tiempo y reclutar a un puñado de don nadies. Buscar la fuente de orichalcum en Bioko —en el presente, en 1984, los ingleses habían realizado prospecciones infructuosas por toda la isla— y mandar a los agentes a otras épocas para establecer campamentos que sirvieran de apoyo logístico a futuras expediciones temporales. Faros.
Los hombres del faro debían ser solitarios, gente entregada a su tarea, el deber de toda una vida. Perdería las comodidades del siglo XX para ir a parar a mediados del siglo XIX. Encontraría el consuelo puntual de otros como él, por supuesto. Los otros One: militares, científicos e historiadores, que debían convertir la Woodsboro Fields Co. en la empresa que acabaría siendo. Hombres que comprarían la compañía exportadora de aceite de palma que descubrió la existencia del Punto Cero en 1825 y la transformarían en el mayor mecanismo de control social y político de Occidente.
El capitán Finnley MacQuarrie se había acostumbrado a vivir fuera de su tiempo. En la Woodsboro Fields Co. habían incorporado, a pequeña escala, algunos de los avances médicos y tecnológicos que el resto del mundo aún desconocía, como la penicilina. Finnley MacQuarrie sólo añoraba poder volar. Estar ante los mandos de su aparato y dirigirlo con total libertad. Cada vez que miraba al cielo —un cielo ahumado durante el día, encapotado, pero tan cristalino y repleto de estrellas por las noches—, buscaba el rastro de un avión, como por instinto. Cuántas veces se había emborrachado con el capitán Bakula en el Turnpike Inn y habían acabado recordando batallitas y anécdotas que los parroquianos escuchaban asombrados, estos de la Woodsboro están locos.
Y finalmente, su pelotón había sido el seleccionado para alcanzar el Punto Cero. El lugar consignado por el contable de la Woodsboro, el señor Lance Beckett, en el diario personal que los rusos hallaron durante la Revolución de 1917 en las cadavéricas manos de su nieto, Nikolai Beckett. El diario que permitió a los soviéticos encontrar el orichalcum en 1934 y construir el Útero 0, la máquina con la que el doctor Iefremov realizó el primer viaje en el tiempo en febrero de 1948. Pero cómo iba a saberlo, el capitán MacQuarrie. La existencia de una compañía rusa rival, la Iefremov-Strugatski, se escondía bajo capas de modificaciones temporales y secretos de Estado. La Unión Soviética e Inglaterra estaban en guerra por el control del Tiempo, y los múltiples sabotajes de un lado y del otro hacían inútil llevar un registro exhaustivo. Cada batalla borraba la anterior. Tan sólo los protagonistas de cada acción bélica eran capaces de recordar las diferentes cronologías.
Hacía tantos años que MacQuarrie y Bakula vivían en el pasado que se habían amoldado a él. El siglo XX comenzaba a ser una ilusión, como el sueño nocturno que se desvanece a lo largo del día hasta dejar sólo una huella borrosa. El arrebato del presente, de su presente vívido y tangible, y la imposibilidad de regresar a lo que una vez fue su vida en un mundo moderno de máquinas y guerras frías, les había resignado al hecho de vivir y morir en una época que les había adoptado sin muchas dificultades. Poco a poco, MacQuarrie y Bakula —y todos los demás One— se difuminaron entre los coetáneos, en el habla, la vestimenta y las costumbres. Quizá de forma inconsciente se habían ido adaptando a una vida que no les correspondía, a un tiempo que no era el suyo.
¿Dónde está ahora el capitán MacQuarrie?
Bioko parece una isla desierta. No es que no haya ninguna señal de vida civilizada, es que en las semanas transcurridas desde que salió del lago —ya ha perdido la cuenta— no ha visto a nadie. Ahora mismo podría aparecer un dinosaurio de entre la selva que lame la playa y no le extrañaría lo más mínimo.
Finnley MacQuarrie ha estado buscando la manera de dejar constancia de su estancia en la isla, para que la Woodsboro localice su rastro en un futuro y mande una expedición a buscarle. Su incursión en busca del Punto Cero ha sido un fracaso, pero no es ni mucho menos el único comando que puede cumplir esta misión. La Woodsboro enviará más agentes, y tarde o temprano —qué irónico resulta pensar en esos términos—, tarde o temprano acabarán encontrándolo.
Pero necesita una cronolocalización y un documento que pueda pervivir durante todos los años que sean necesarios hasta que la Woodsboro le encuentre. Ha localizado una roca volcánica, cerca del lugar donde la Woodsboro levantará la factoría a principios de siglo XIX. Su superficie es lo suficientemente plana como para grabar un mensaje, pero necesitará un cincel o algún otro utensilio lo bastante duro. Y debe encontrar la manera de averiguar a qué año ha ido a parar.
Tenía que ser el hombre del faro, y se ha convertido en un náufrago.
Una mañana, el capitán MacQuarrie no tiene el ánimo suficiente para levantarse. Respira con dificultad, pitidos en los pulmones, la piel seca por el aire salado. Un hombre se le acerca y le pone una mano sobre la frente, para comprobar la fiebre. Es un hombre blanco, europeo, vestido como un salvaje. Como está a contraluz, no puede distinguir bien sus facciones ni adivinar su edad. Parece ligeramente calvo, con la cabeza alargada y el cuello delgado. Todo lo demás es oscuridad. Ha dejado una lanza en la entrada de la cabaña. El capitán cree que es un espejismo, hasta que el hombre habla.
—¿Кто ты? —pregunta, en ruso.
MacQuarrie no responde. Tan sólo le mira en silencio. El hombre vuelve a hablar:
—¿Ты русский?
One reúne todas las fuerzas posibles para decir su nombre y graduación.
—Soy el capitán de la RAF Finnley MacQuarrie.
El hombre sonríe aliviado, y responde en inglés:
—Encantado de conocerle, capitán MacQuarrie. Empezaba a pensar que no vería nunca más a ningún compatriota.
—¿Quién eres? —pregunta, con un hilo de voz.
—Soy Douglas Moriarty.
Le da un par de palmaditas en el muslo.
—¿Moriarty?
Intenta incorporarse, pero el hombre se lo impide.
—No haga esfuerzos. Descanse. Debe recuperarse. Entre los dos conseguiremos salir de esta isla.
Finnley MacQuarrie cierra los ojos. No está solo. Todavía tiene una posibilidad.
Douglas Moriarty.
El occidental que Fernão do Pó se encontró cuando descubrió la isla.
En 1472.