—¿Por qué me salvaste la vida?
—Hace un tiempo, tres niños enfermaron. No sabíamos qué era: simplemente, un día no tuvieron ánimo suficiente para levantarse. Uno era hijo mío, Diego. Los otros dos eran de Huevazos. Hasta entonces, la fortuna nos había sonreído: no habíamos perdido a ninguno, y todos crecían sanos y fuertes. Pero esta vez temía por sus vidas. Ninguno de nuestros remedios les hacía efecto.
Baltasar y Surgate han dejado atrás el acantilado que lleva al lago y caminan a través de la selva. El sendero es invisible, y sólo Baltasar parece verlo. Los otros bubis les siguen detrás. Hay dos mulatos, y Surgate deduce que deben de ser hijos suyos.
—Recuerdo a esos niños. Recuerdo que surgieron de la nada y que, cuando se recuperaron, se esfumaron.
—No sabíamos a quién recurrir. Ningún bojiammò sabía qué hacer. Así que decidimos bajar a Bolobe. Sabíamos que estarías allí y que cuidarías de ellos.
Surgate observa al viejo Baltasar mientras habla.
—No eres el mismo Tatuajes que acabo de ver hundiéndose en ese lago. Es el mismo cuerpo, más viejo, pero el hombre que vive dentro de él no es el mismo que hace cuatro días quería matarme.
—Yo te maté. O recuerdo haberte matado, hace muchos años. En aquella pelea, al pie de un cedro, te clavé el cuchillo en el pecho. Moriste al momento y me manché las manos con tu sangre.
—Pero eso no ocurrió…
—Sí ocurrió. Antes de que los ingleses nos lanzaran al lago. Antes de que nosotros volviéramos atrás y formáramos una familia. En ese recuerdo mío, tú no habías salvado la vida de ningún hijo mío, porque yo no tenía ninguno. No fue hasta que retrocedimos cuando nuestros destinos se cruzaron. No fue hasta entonces que fui consciente de que no podía dejarte morir. No podía permitir que yo te matara. No era justo.
—Tú eras el hombre que lo impidió.
—Sí. Me oculté el rostro con la tela, para que no me reconocieras. Y alteré el curso de la historia.
—Pero allí había otro…
—Santiago… —dice, y al ver que Surgate no le reconoce por el nombre de pila, añade—: Huevazos. Él se sacrificó para que tú vivieras.
—Se dejó matar.
—No quedaba otra opción.
Un cercopiteco pequeño de pelaje amarillo y patillas blancas se columpia en una liana hasta posarse sobre el hombro de Baltasar Coronado. Este saca una semilla de kola del zurrón y se la da. El mono la mordisquea con deleite.
—Esperó a que le dispararan. Se quedó quieto, cantando en vez de huir.
—Con los años, Chocolate, hemos aprendido algunas de las reglas que rigen esta parte de la isla. No todas. Bioko tiene muchos secretos que quizá no descubriremos nunca. Pero hay una condición inapelable para todo aquel que salga del Lago de los No-Nacidos: si salvas una vida, pierdes una vida. Bioko vela por el equilibrio de los destinos. Tú curaste a nuestros hijos, y estábamos en deuda contigo. Pero no podíamos evitar tu muerte sin que uno de nosotros te reemplazara. Santiago se ofreció. Él invocaría a los mmò del Eököríbba ba o bòllá para sacrificarse. Santiago era un hombre mayor, no el Huevazos que acabas de ver desaparecer. Intuía que su muerte estaba cercana, por lo que decidió elegir él mismo el momento.
—¿Huevazos murió para que yo viviera?
—Y lo hizo feliz, Chocolate.
Un arroyo les cierra el paso. Han descendido lo suficiente como para que la selva vuelva a ser ese muro de oscuridad por el que difícilmente se cuela la lluvia que cae perezosa sobre la isla.
—Ya hemos llegado —dice Baltasar, y señala las copas de los árboles.
Surgate levanta la vista y se queda boquiabierto.
Hay todo un entramado de cabañas de madera y puentes colgantes entre unas ceibas de una altura monumental. Las mujeres gritan de alegría al verlos regresar del estanque. Sabían que el riesgo de que no lo hicieran era muy alto. Lanzan flores de eritrina para recibirlos, y la lluvia roja de pétalos crea una alfombra en el sotobosque. Algunos niños descienden de los árboles como monos y corren a abrazarse a las piernas de Baltasar.
De una de las cabañas asoma la cabeza de Adán Clua. Pálido y ojeroso, pero ileso, después de que Baltasar ordenara a los suyos que lo llevaran hasta el poblado.
Baltasar le saluda con el puño cerrado y una sonrisa de niño. Tantos años después, toda una vida después, vuelve a estar donde estaba.
Pero ahora pertenece a la isla.
—Ven —dice, mientras empieza a trepar por la ceiba—. Te necesito. Aún tenemos trabajo por delante.
Atado al tronco de un árbol y custodiado por un Sincuello calvo y lleno de cicatrices, el último hombre de la Woodsboro Fields Co., Five.
Clua se añade a ellos y se abraza a Baltasar.
—¿Cómo ha ido?
—Están todos muertos.
Se vuelve hacia Five.
—Chocolate. ¿Tú hablas inglés?
—Muy poco. El hermano Lacunza sí lo habla.
—Os llevaremos a Bolobe. Quiero que traduzcáis un encargo. Quiero que este hombre vuelva a casa y les deje un mensaje. Quiero que esta gente sepa que, si vuelven a Bioko, son hombres muertos.