Un rayo desgarra el cielo nocturno sobre el estanque.
Baltasar Coronado aspira una bocanada de aire. Tiene los pulmones anegados de ese líquido gelatinoso. Vomita bilis y orichalcum y cree que le va a dar un ataque al corazón. El dolor es intensísimo, como si un enjambre de avispas estallara dentro de su cuerpo.
No sabe cómo, pero logra salir del lago. Se arrastra por la orilla, sobre el barro. Quiere arrancarse los ojos. Vuelve a vomitar. Pierde el conocimiento.
Cuando se despierta, es de día y ha dejado de llover. Es más: el sol del mediodía está resquebrajando el barro que cubre su cuerpo. Busca el origen de un zumbido persistente, hasta que descubre que está en el interior de su cabeza. Un escarabajo le pasa por delante de los ojos, un reflejo verdoso en las alas. Oye toser a alguien. Al volver la cabeza, cree que se ha roto todas las vértebras de la columna. Ve a Huevazos, desnudo, tumbado a un par de metros.
El lago es sólido.
Vuelve a desmayarse.
Cánticos de una voz profunda.
Abre los ojos con dificultad.
Vestido con hojas de plátano y huesos de antílope, un negro joven canta a poco más de un metro de distancia. Baltasar le reconoce. No hace ni cinco minutos que le ha visto por última vez. Es Kugala. No tiene ninguna duda. Pero allí donde había manchas de canas, ahora hay rizos azabaches; donde estaban los huesos marcados bajo la piel, ahora hay músculos en su plenitud.
—¿Kugala? —La voz de Baltasar es un ronco quebrado.
El bojiammò deja de cantar y le mira fijamente. Los dos blancos van pintados con los colores de la gente de Oloitia. El tatuado, además, conoce su nombre. Se agacha y le examina, sin miedo. Son los hombres que ha estado esperando. Son como el otro.
Kugala los conduce de vuelta a Oloitia. Los dos españoles le instan a ir más despacio. Parece que deban aprender a caminar de nuevo. Les crujen las articulaciones y la vista se estremece a cada paso. Descienden el acantilado y están a punto de despeñarse en un par de ocasiones. Al atardecer llegan al poblado y recorren la empalizada que lo protege del exterior.
Les reciben un montón de niños con gritos y chillidos. Les sale al paso el bojiammò de Oloitia, que no es el que les preparó para el asalto hace apenas veinticuatro horas. Ni el botuko, un hombre altísimo y corpulento, pero que tampoco es el gordo Sarpulan. De entrada, Baltasar y Huevazos piensan que les han llevado a otro poblado. Idéntico a Oloitia, pero habitado por otra gente.
Kugala, sin embargo, es el mismo. Mucho más joven, pero el mismo. Y ahora les conduce al interior de una cabaña, pooa pooa.
Sentado en un trono, sin piernas de rodillas para abajo, les recibe el cabo Cejajunta.
También está cambiado: mucho más viejo, calvo y con una papada que le cuelga. Junto a él hay una mujer sentada que le da un beso y se va al ver entrar a los soldados.
—Hacía tanto tiempo que os esperaba que ya temía no volver a veros —confiesa.
Cejajunta salió del Eököríbba ba o bòllá hace doce años. Aturdido por el dardo narcotizante, sólo había logrado sacar medio cuerpo cuando el estaque se solidificó, y perdió las piernas. Kugala le recogió y le llevó hasta el pueblo, donde pasó unas semanas entre la vida y la muerte.
Cuando se recuperó, dijo que quería volver a Concepción, pero los bubis se negaron. Nadie que salga del lago puede abandonar la selva. Es la ley.
—Entonces, ¿estamos atrapados aquí? —pregunta Huevazos.
—Estamos atrapados ahora —matiza Cejajunta.
El cabo les explica que nada de lo que conocían existe todavía. Que tardó cinco años en poder ver el puerto de Concepción, vigilado de cerca por los bubis, no fuera que intentara comunicarse con alguien.
—Está lleno de ingleses. A Veracruz le daría un síncope.
Corre el año 1855, más o menos, ya hace tiempo que ha perdido la cuenta, y faltan treinta y dos años para que vuelvan a su presente. El lago sólo funciona hacia atrás: es imposible viajar al futuro. Sin embargo, en Oloitia y en la selva, los días pasan más rápidamente que en el resto de la isla. Cuesta darse cuenta, porque una vez acostumbrados, el tiempo parece que transcurra de forma normal. Pero los hombres envejecen más lentamente.
Baltasar y Huevazos se niegan a creer una sola palabra de Cejajunta. Está claro que ha enloquecido. Una fiebre muy alta debe de haberle secado el cerebro y ahora se cree las fantasías de los bubis. Sin embargo, no pueden explicarse por qué Cejajunta es bastante mayor que unas horas antes, o cómo Kugala ha podido rejuvenecer como por arte de magia.
Cejajunta habla con el botuko. En bubi. Baltasar y Huevazos se miran entre ellos. ¿Cuántas sorpresas más les esperan?
El botuko manda llamar a su hijo mayor, de poco más de tres añitos. Un chiquillo rollizo con hoyuelos en las mejillas.
—¿Cómo te llamas? —le pregunta Cejajunta en castellano.
El niño se muerde un dedo, intimidado por la presencia de los dos blancos desnudos de pies a cabeza que hablan con Cejajunta y su padre. El cabo repite la pregunta, ahora en bubi.
—Sarpulan —responde el futuro botuko de Oloitia.
Durante meses, a Baltasar y a Huevazos les cuesta adaptarse al poblado. De noche, los guerreros les vigilan para que no se escapen. De día, deben pastar las cabras y ordeñar su leche, como cualquier otro bubi. Los olores, las incomodidades, las extrañísimas costumbres de sus anfitriones, todo se les hace muy cuesta arriba, hasta el punto de que Huevazos les confiesa a Baltasar y a Cejajunta que está pensando en suicidarse.
Poco después, un bubi ofrece a su hija como esposa a Huevazos. Silueba es guapa e introvertida, y se pasa tres semanas sin hablar con su marido después de casarse. Huevazos trata de hablarle siempre en castellano, y ella se queda mirándole como si le hablara un espíritu del bosque. Al cabo de un tiempo, ella enferma y él se pasa una semana a su lado, cuidándola. Huevazos busca la ayuda del bojiammò, ya que tiene prohibido ir a buscar un médico a Concepción. Silueba se recupera y Huevazos se da cuenta de que le mira con otros ojos. La timidez desaparece y su relación pasa a ser la de dos adolescentes enamorados que se buscan a todas horas. Al cabo de un año, nace el primer hijo de ambos, a quien bautizarán como Manuel, igual que el padre de él, y a quien en el pueblo todo el mundo conocerá como Menué.
Es más o menos por estas fechas cuando Sincuello sale del lago y Kugala le lleva a Oloitia.
Sincuello se empeña en volver a Villa Penitencia.
—Villa Penitencia aún no existe —le informa Cejajunta—. El destacamento vive en una goleta anclada en el puerto de Santa Isabel. Allí caen como moscas. Aquí, a esta altura, el aire es sano y respirable. Podemos vivir tantos años como queramos.
Pero el soldado no acepta ninguna de las explicaciones y planea huir de Oloitia. Baltasar, que lleva dos años viviendo entre negros y está harto, hace planes con él.
La noche que se escabullen de sus guardianes corren bosque abajo, sin detenerse hasta el amanecer. Se pierden, caminan en círculos y, finalmente, deciden descansar en un claro. Al despertarse, les rodean cinco guerreros bubis de Oloitia. Pero no les conducen de nuevo al poblado. Les bajan hasta Bolobe, donde, años más tarde, el hermano Lacunza instalará la misión, y de allí a Concepción. No llegan a entrar en la ciudad. Los guerreros les obligan a quedarse en las afueras. Bahía Concepción es mucho más pequeña de lo que la recordaban. Apenas hay españoles. Allí operan unas pocas compañías británicas, y por todas partes sólo oyen hablar inglés. Los guerreros les dan un arco y una flecha a cada uno. Sincuello no sabe ni cómo cogerlo, pero Baltasar ha estado practicando todo este tiempo y es bastante hábil. Los guerreros señalan a un marinero inglés que se acerca a los árboles para mear.
—Disparar bötyikka —ordenan, medio en castellano, medio en bubi.
—¿Al inglés? —pregunta Baltasar—. Se nos echará todo el mundo encima.
—Disparar —repite el jefe de los guerreros.
Sincuello agarra el arco como puede y trata de tensarlo. La flecha cae al suelo dos veces. No consigue hacer que funcione y, cabreado, lo tira a un lado. El guerrero se lleva el dedo a los labios, chist; si hace tanto ruido les descubrirán.
Baltasar tensa la cuerda y apunta la flecha hacia el inglés, que ya se está sacudiendo, satisfecho después de haber meado. Lo tiene a tiro, a unos seis metros, es imposible fallar. Apunta a la garganta, ya que no quiere que grite y les delate. En el momento de soltar la cuerda, esta hace algo extraño y la flecha se agrieta, se rompe y se pierde entre los matorrales. El guerrero le pasa otra. El hombre está dando media vuelta. Baltasar alza el arco y vuelve a disparar, pero una ráfaga de aire desvía la flecha hacia las maderas de un astillero, donde se clava sin que nadie se dé cuenta.
Ese día aprenden la primera de las lecciones del Lago de los No-Nacidos: no es su tiempo y, por tanto, no pueden hacer lo que les plazca. Tienen limitaciones. Les será muy difícil matar a alguien. La mayoría de las veces ocurrirá algo que se lo impedirá. Es un hecho. Sin embargo, no les será imposible. Pero hacerlo siempre traerá consecuencias inesperadas.
No pueden mezclarse con la gente de fuera de Oloitia, porque ya no pertenecen a este mundo. No hasta que lleguen a su presente.
Hay más limitaciones, pero tienen una vida muy larga por delante para irlas aprendiendo.
Huevazos tendrá otros dos hijos más antes de que Baltasar conozca a Meldrala. Es la prima de Sarpulan, y hacía tiempo que ella iba tras él. El día que Cejajunta enferma, Meldrala va al bosque a buscar hierbas para curarlo. Su tío, el botuko de Oloitia, aconseja a Baltasar que la acompañe. Ella le enseña de qué árboles puede sacar resinas que son buenas para la sangre y cuáles tienen frutos peligrosos.
Durante el día, el bojiammò pide a los espíritus que cuiden de Cejajunta. De noche, Meldrala acompaña a la esposa del soldado y lo cubre con hojas empapadas para bajarle la fiebre.
El duelo se extiende por el poblado el día que muere Cejajunta.
Los soldados le velan tres días en su cabaña. Su mujer llora desconsolada, dejadme morir con él. Los soldados cargan el cuerpo hasta el lago. El camino es dificultoso y hacía tiempo que no lo recorrían. Allí lo entregan a Kugala, que invoca a los mmò, los espíritus del Lago de los No-Nacidos. El cielo se llena de nubes negras como su ánimo, y pronto cae una tromba de agua. Colocan el cadáver de Cejajunta sobre la superficie dorada y sólida de orichalcum y se retiran. Un primer relámpago cae sobre el lago y lo transmuta en líquido. Un segundo relámpago hace desaparecer el cuerpo de su amigo. Huevazos y Silueba intentan consolar a la viuda. Meldrala se abraza a Baltasar.
Seis años más tarde, Baltasar tiene cinco hijos y Huevazos espera el séptimo. Sincuello siempre vaga solo, arisco, sin relacionarse con ninguna de las mujeres que van tras él. Discute a menudo con los guerreros de la tribu cuando salen a cazar. Escapa a menudo a Concepción, donde roba el aguardiente que enturbia su mente. En el poblado, se pelea con la gente por cualquier nimiedad. Se pierde durante días en la selva para no encontrarse con nadie.
El botuko lo habla con Baltasar. A la reunión asiste Sarpulan, que ya tiene edad suficiente como para ir aprendiendo de su padre a llevar los asuntos del poblado. Sincuello será expulsado de Oloitia. Baltasar intenta mediar por él, pero el botuko niega todo el rato con la cabeza, cerrado en banda. Al final, toman una decisión: los soldados abandonarán Oloitia y formarán otra tribu. Les acompañarán los padres y los hermanos de sus esposas. Son lo suficientemente numerosos como para establecerse por sí solos en la selva. Además, últimamente han avistado a bastantes exploradores ingleses internándose en la jungla, y no quieren poner a Oloitia en peligro con su presencia.
Se convertirán en sombras, en leyenda.
Con el tiempo, algún inglés perdido creerá verlos cazando o bañándose bajo una cascada, pero no les encontrarán.
Se convertirán en binokonokko böhótótó.
Los monstruos blancos.