XI

Alaridos de guerra que silencian los truenos.

Las lanzas se clavan en los cuerpos desnudos de Two y Six y les hacen caer al lago. Otro relámpago les hace desaparecer, pero ya están muertos y no verán nunca qué les esperaba al otro lado.

Four logra zafarse de una lanza que iba dirigida a él. Se parapeta detrás de Three, que es alcanzado en el pecho por una flecha mortal. Four recoge el arma y dispara dardos a diestro y siniestro hasta quedarse sin munición.

El capitán MacQuarrie se zambulle en el orichalcum para esquivar una lanza. No llega a oír nunca el trueno que se lo lleva muy lejos.

A los ingleses de poco les sirven el entrenamiento, la preparación, la cronografía y las armas.

De la selva que circunda el lago surgen media docena de guerreros. A la cabeza, Surgate reconoce al monstruo blanco que le salvó el pellejo. Camina descalzo, vestido con harapos desde la nariz hasta los tobillos, el pelo canoso hasta media espalda. Lleva un cuchillo en la mano. Se planta ante Four, que no mueve ni un músculo, aterrado. El monstruo blanco se baja la máscara hasta el cuello y deja a la vista la cara de un europeo envejecido, surcada de arrugas y cicatrices.

Four frunce el ceño. ¿Dónde ha visto antes a este hombre?

El monstruo blanco no le deja tiempo para recordar y le clava el cuchillo en el estómago. Lo revuelve y lo saca, acompañado de una salpicadura de sangre. Luego, empuja a Four dentro del orichalcum, donde cae de espaldas. El monstruo blanco le coge por los tobillos, tal como Four había hecho con Cejajunta, pero esta vez para sacar la mayor parte del cuerpo del lago. Sólo deja sumergida la cabeza. El monstruo blanco aprieta el estómago de Four contra el suelo y le impide sacar la cabeza del orichalcum. El relámpago que hace vibrar el estanque le ciega. Unos segundos más tarde, Four es un cuerpo decapitado.

Los bubis de Oloitia cantan, arrodillados, con la frente tocando la orilla del lago. Kugala pone los ojos en blanco, en éxtasis.

Surgate no sabe qué hacer, petrificado por el horror que ha presenciado en un abrir y cerrar de ojos.

El monstruo blanco se tumba y le mira fijamente. Camina plácidamente hasta él y le ofrece la mano para levantarlo. Surgate duda mientras el viejo permanece con la mano extendida.

El monstruo blanco se ríe. Entiende que esté asustado. Él también lo estuvo hace muchos años. Se arremanga la tela que le cubre el brazo y deja a la vista un montón de tatuajes difuminados y azulados. Sobre el codo, el cuerpo de una mujer.

Lupita.

Surgate le reconoce. No de forma inmediata, no como cuando se reconoce a un familiar. Son esos segundos que siguen al despertar, en que las caras están borrosas y los nombres se escabullen.

Pero es él. Mucho mayor. No. No. Es imposible. Hace un momento que… Tiene sus mismos ojos redondos y pequeños, la nariz aguileña y algo torcida. Los tatuajes por toda la piel, ahora curtida por el sol.

—¿Tatuajes? —pregunta, al fin, Surgate.

—Hola, Chocolate.