El repicar de las gotas de la lluvia sobre la superficie sólida y dorada del lago de orichalcum hipnotiza al capitán Finnley MacQuarrie.
El Lago de los No-Nacidos emite una refulgencia iridiscente.
Anota la latitud y la longitud en la cronografía. Anota la hora a la que ha comenzado la tormenta y detalla el segundo preciso en que cae cada relámpago.
—Fase dos, señores —anuncia.
Two se acerca con la clave y ambos abren la caja fuerte con las instrucciones. MacQuarrie se las sabe de memoria, pero lee en voz alta.
Julio Veracruz no puede oírle, oculto entre la vegetación. La lluvia amortigua la voz de los ingleses, y los truenos cada vez más frecuentes hacen del todo imposible saber de qué hablan.
Sin embargo, saben lo que se hacen.
Three y Four están plantando el pararrayos en la orilla, un tubo metálico de cinco metros de altura con varias ramas. Two es el encargado de clavar los ganchos en el orichalcum, donde se prenderán las pinzas que van conectadas a la antena, para conducir allí la electricidad.
Con una descarga de 300.000 voltios, estimularán el orichalcum para que se transmute de sólido a líquido. No podrán estabilizarlo como se logró en el laboratorio, en Hampshire, en 1984, pero tendrán el fluido en ese estado durante aproximadamente una hora. El tiempo suficiente para introducir a Six y a Two, y hacerles retroceder el máximo de tiempo posible. Buscar los límites del salto en estado puro, sin ninguna máquina. Two debería registrar y hacer llegar al presente un documento sobre el cronopunto al que lleguen. Six se encargará de intentar establecer una base desde donde, algún día, cuando la tecnología lo permita, puedan enviar el material necesario para construir una Reina Victoria 3. Si nunca llega a ser posible, es porque la ausencia de tecnología futura en el presente indica que o bien ya no hay orichalcum para viajar atrás —lo cual quiere decir que su misión ha fracasado— o bien no pueden enviar en el tiempo más que tejido orgánico.
Si no hubiera sido por Kugala, habrían tardado mucho más en encontrar el campamento de los ingleses. Habrían pasado por alto el sendero que sale de la selva y serpentea por un acantilado, un paso de no más de medio metro de anchura. Kugala a la cabeza, ágil como no habrían jurado al verlo, tan viejo y enclenque, y cinco porteadores negros detrás. Los soldados cargan sólo con los fusiles y los amuletos que el bojiammò de Oloitia les ha dado antes de partir. Visten una tela fina y cómoda que les cubre todo el cuerpo, anudada a la cintura con un cordel de caña. Les habían zurcido unos zapatos de cuero que les han permitido pisar con más seguridad por este camino sobre un precipicio de una cincuentena de metros de altura sobre la selva. Han aprovechado un cordaje de los ingleses para escalar hasta la planicie donde está el lago, rodeado por un anillo de selva que les sirve de escondite.
Baltasar Coronado apunta al capitán MacQuarrie con el fusil.
—Cabo, sólo tiene que dar la orden.
—Espera. —Julio Veracruz le detiene con un gesto de la mano—. Quiero ver qué hacen.
—Están montando una carpa. —Baltasar cierra un ojo y coloca a MacQuarrie en el punto de mirar—. Cabo, cuando usted quiera.
—No, espera, Tatuajes —dice Cejajunta, también curioso—. Hasta donde deducimos, ellos saben lo que buscan y nosotros no. Dejémosles hacer.
Baltasar aparta el fusil de mala gana. Surgate se agacha a su lado.
Two y Six cruzan miradas. Ahora ya conocen su destino, y no tienen más remedio que aceptarlo. Al fin y al cabo, les han estado entrenando desde pequeños para cumplirlo. Four y Three preparan los monos con escafandra que les han de aislar de la electricidad una vez estén dentro del orichalcum. Cuando se produzca la descarga, ellos podrán estar dentro del estanque sin peligro de saltar.
El lago sigue solidificado, con el agua de la lluvia formando arroyos entre las pequeñas olas inmóviles y doradas de la superficie.
—¿Ha quedado claro? —pregunta por última vez el capitán MacQuarrie.
—Cristalino, One —contesta al momento Two.
Six tiene la mirada perdida en la selva. Por un momento, Huevazos cree que le ha visto, sí, sí, mierda, el chaval me ha descubierto, pero en realidad Six está perdido en una nube de pensamientos tan negros como el que los sobrevuela.
—¿Ha quedado claro, Six?
—Sí —susurra.
Finnley MacQuarrie reposa las manos sobre los hombros del chico, paternal. Conoce muy bien esa mirada.
—¿Todo saldrá bien, vale? Llegarás allí donde nadie ha ido nunca. Serás un héroe de Inglaterra.
Un héroe sin título, un sir anónimo. ¿De qué le sirve?, piensa Six. Y MacQuarrie lo sabe.
Una vez vestidos, el mono gris cubriéndoles del cuello a los pies, las manos enguantadas y botas de caucho, Three y Four les ayudan a quitarse la ropa, poco a poco, ceremoniosamente. No se hacen preguntas, no cuestionan nada de lo que One ha leído. Se dedican a cumplir con su tarea, como si un resorte latente hubiera saltado dentro de su cerebro.
—¿Qué coño hacen? —Sincuello verbaliza lo que los soldados piensan.
Un relámpago impacta contra el pararrayos y hace estallar un enjambre de chispas. El lago emite un zumbido eléctrico, pero sigue sólido. Una de las pinzas que lo conectan con la antena ha saltado.
—Four, recolócala —ordena One.
Four pisa el lago y ahora lo nota diferente. Parece que camine por encima de musgo, como si este lago dorado de unos cuarenta metros de diámetro estuviera recubierto de gelatina. No sabe por qué motivo, Four recuerda los postres de los domingos en la Woodsboro, y eso le reconforta. No tiene miedo. Cuando se arrodilla para pinzar de nuevo el cable, otro relámpago impacta contra el pararrayos y la corriente lo hace saltar hacia atrás. Aturdido, levanta la cabeza para comprobar que el metal sobre el que caminaba hace unos segundos se ha convertido en un líquido espeso, de un color que le recuerda a la orina de un riñón con piedras.
—¡La puta! —exclama Veracruz, que instantáneamente se tapa la boca, arrepentido.
El capitán MacQuarrie ha oído una voz en el bosque. O quizá son imaginaciones suyas. Quizá sea Five, que les ha seguido hasta aquí.
—¿Five? —grita.
—Estamos perdiendo el factor sorpresa —se lamenta Baltasar Coronado a la sordina.
El capitán MacQuarrie da un paso en dirección al lugar donde se encuentran los soldados, lentamente. ¿Five?, repite. Desnudos, a orillas del lago, Two y Six cogen las pistolas de cerbatanas que llevan dentro de la mochila. Four acecha la oscuridad, en busca de la procedencia de la voz, aunque mareado por la descarga.
—De acuerdo —dice Julio Veracruz—. Entramos en escena.
—A la de tres, Baltasar dispara al viejo —planifica Cejajunta, inquieto—. Huevazos y Sincuello, encargaos de los que van en pelotas. A mí me toca el del mono. Una… Dos…
Baltasar se da cuenta demasiado tarde. Cuando está a punto de decir dónde está el quinto inglés, ve aparecer por el rabillo del ojo el cañón de la escopeta de Three, que se apoya en la nuca del cabo Cejajunta.
—Don’t even think about it —aconseja Three, con tranquilidad.
Tumbados sobre la hierba, los soldados no tienen ninguna posibilidad de reacción ni defensa. Huevazos trata de darse la vuelta, pero Three le clava la bota en la espalda mientras hace rechinar los dientes, no, no, no, no.
—Hands up —ordena Three, al que no entienden en absoluto. Con el cañón de la escopeta guía las manos de Julio Veracruz hasta la coronilla—. Manos arriba —silabea.
Los soldados obedecen. Surgate agacha la cabeza y busca rápidamente una piedra o cualquier cosa que pueda servirle de arma en este momento. Hasta que llega Three y adivina sus intenciones.
—No te arriesgues por esta gente —dice, amigable—. ¿Me entiendes? ¿Me en tiandes?
Surgate niega con la cabeza.
Los ingleses les hacen ir hasta la orilla del lago y les obligan a arrodillarse.
—La cronografía no decía nada de una expedición de blancos —se queja Three.
—¿Quiénes sois? —pregunta One—. ¿Y qué coño estáis haciendo aquí?
Los soldados se limitan a mirarle. One pone a prueba su español, aprendido en Chile el verano del 72.
—¿Quianes son ustedes?
Por la reacción de sus caras, sabe que al menos son españoles.
—¿Qué hasen aquí?
Sólo obtiene un trueno por respuesta. Busca una alianza con Surgate, pero es inútil. Los bubis de Oloitia entonan una oración. Surgate la reconoce. Es la misma que el monstruo blanco cantó antes de recibir un disparo, cuando se enfrentó a Baltasar.
Otro rayo chasquea en el pararrayos, embraveciendo aún más el estanque.
—¿Qué hacemos? —pregunta Two al cabo de un rato.
La lluvia es caliente, pero si les sigue empapando sin ropa saldrán del salto con una neumonía peligrosa. Si saltar ya es doloroso —MacQuarrie se pasó una semana en la cama recuperándose—, hacerlo en malas condiciones puede acabar resultando mortal.
Deben apresurarse.
Pero en cuanto Two y Six salten, ellos se quedarán en inferioridad numérica.
Y tienen prohibido matar a nadie, salvo que ellos mismos estén en peligro de muerte.
La electricidad encrespa el oleaje del lago. Del orichalcum salen rayos de un azul puro que se retuercen en milésimas de segundo y desaparecen. El aire desprende un hedor metálico.
—Walk. —El capitán MacQuarrie toma la decisión y Two la entiende al instante—. Al lago.
—¿Qué? —Julio Veracruz, que se teme lo peor.
—Al lago. Anden al lago. —Y lo señala con la escopeta.
Los soldados se resisten. No piensan entrar. Se asarían vivos.
Four, tan ancho como poco sutil, agarra a Sincuello y lo tira al orichalcum. Sincuello cae de cabeza, y cuando consigue enderezarse parece que le hayan bañado en miel. Intenta gritar, pero no encuentra la voz. Tiene todo el pelo erizado. Se hunde poco a poco.
Cuando Four quiere repetir la operación con Cejajunta, este le esquiva y echa a correr. Six le dispara un dardo en la espalda. Necesitaría tres o cuatro para dormirle, y aun así el efecto no sería instantáneo. Pero ha bastado con uno para que Cejajunta caiga al suelo como si le hubiera atravesado una bala. Four le coge de un tobillo y lo arrastra dentro del lago. La electricidad ignora al inglés, protegido por el mono de caucho, y se apodera del cabo.
—No nos hagan ser insistentes —dice el capitán MacQuarrie—. No nos gusta perder el tiempo.
Baltasar Coronado, Huevazos y Julio Veracruz entran en el estanque por su propio pie. Les cuesta caminar: el orichalcum es muy denso, y parece que les penetre la piel y se adhiera a los músculos.
—Márchate. Vuelve con los tuyos —le dice Three a Surgate. Y luego, al resto de bubis—: Largaos.
Los soldados se hunden en el lago. Están perdiendo el conocimiento, como si les hubieran drogado. Cada vez les cuesta más saber dónde están. Quiénes son. Cuándo son.
Cae un relámpago directamente sobre el Lago de los No-Nacidos, y un estallido de luz les ciega a todos.
Los españoles ya no están.
Y es en este momento, y sólo en ese preciso momento, cuando empiezan a llover las flechas y las lanzas que deben acabar con la vida de los hombres de la Woodsboro Fields Co.