El doctor Rozadilla da permiso para entrar al gobernador y al secretario en la estancia del capitán Balboa.
—Cinco minutos, no más —les advierte—. Está consciente, pero muy débil. Parece que las inyecciones han funcionado y se irá recuperando, pero no está del todo lúcido.
Roque Plaza le aparta de malas maneras y entra. El olor a sudor y enfermedad le invita a salir de nuevo. El gobernador Montes de Oca se tapa la nariz haciendo pinza con los dedos.
El capitán Ulises Balboa yace en la cama, ojeroso, la piel amarillenta y la barba despeinada. Parece treinta años más viejo. Su loro Bob le clava pequeñas mordeduras en la enmarillecida barba. Esconde el orinal y les saluda con un cabezazo.
—¿Cómo se encuentra? —pregunta Montes de Oca.
—He tenido días mejores —responde, con un hilo de voz.
—Todos los hemos tenido —añade Plaza.
El capitán Balboa tose como si drenara un pozo.
—Todo está bajo control —dice el gobernador—. Sus hombres han hecho un magnífico trabajo. Cuando los ánimos estén más calmados, me gustaría condecorarles.
Ulises Balboa le mira, agotado. No se enfrenta nunca con los que mandan. Él es un militar y debe obedecer, a toda costa. Pero hoy hará una excepción.
—Hubiera preferido no tener que enterrar a nadie. Puede ahorrarse las condecoraciones.
El gobernador no puede ocultar la sorpresa ante la respuesta del capitán, pero la atribuye rápidamente a su estado de salud, que le debe de estar empañando el tino.
—Sepa que soy el primero en sentir un gran duelo por la pérdida de gente tan valiosa. Mañana mismo, el padre Juanola oficiará una misa por el alma de todos ellos.
—Me parece que no me he explicado del todo bien. —El capitán escupe una bola mucosa en el suelo, junto a los visitantes—. Ya les advertí que esto volvería a pasar, pero el señor Plaza estaba demasiado obcecado en ignorarlo.
—¡Lo que ocurrió ayer no demuestra más que todo es culpa de esos negros hijos de Satanás! —grita Roque Plaza, asustando a Bob, que revolotea, alarmado.
El gobernador tiene que serenarlo, y entonces vuelve a hablar con el capitán Balboa.
—Acordamos que tenía dos semanas para encontrar un culpable. No veo que haya habido ningún avance en ese sentido, capitán.
—Tengo a un hombre trabajando.
—¿A quién? —interroga Plaza, enfurecido.
—Tengo… —respira hondo— a un hombre.
—Pues ha fallado, capitán —razona Montes de Oca—. Necesitamos un culpable, y lo necesitamos ya.
—Será inútil. Esta ha sido sólo la segunda matanza. Mi hombre está convencido de que habrá tres. Si entregamos a un culpable ahora, cuando se repita…
—¿Y el soldado que tienen detenido? —interrumpe Plaza.
—¿Quién?
El capitán se incorpora en la cama. No le han dicho nada de ningún soldado arrestado.
—El pelotón que descubrió la matanza encontró allí a un soldado rodeado de cadáveres —explica Plaza.
El gobernador Montes de Oca asiente con la cabeza. Espanta una mosca con la mano. El anillo de rubí brilla a la luz del sol.
—Puede que si castigáramos a ese hombre de forma ejemplar… quizá se apaciguarían los ánimos.
—Tengo entendido que es un pendenciero —expone Roque Plaza—. ¿Cómo puede explicar que le encontraran allí, eh? Al fin y al cabo, él fue el primero en llegar a la matanza anterior. ¿Cómo sabía el camino, eh? Es mucha casualidad, ¿no cree?
La chispa dentro de la cabeza de Ulises Balboa tarda en encenderse, pero al fin ilumina un nombre.
—¿Corvo?
—¡Ese! ¡Ese es! —Roque Plaza le señala con el dedo—. El tipo que se emborrachó en la finca de Percival Cartwright.
—Dios le tenga en su gloria —murmura Montes de Oca.
—Y ahora Cartwright está muerto —remacha Roque Plaza.
—Su lógica no tiene pies ni cabeza. —El capitán Balboa trata de levantarse, pero sucumbe al esfuerzo y se desploma de nuevo sobre la cama—. El soldado Corvo es el hombre encargado de investigar la matanza de la tribu.
—Quizá ha puesto al zorro a cuidar de las gallinas —aventura el gobernador.
Ulises Balboa pide ayuda con la voz rota. El teniente Dedoslargos entra en la habitación inmediatamente.
—¿Señor?
—¿Por qué nadie me informó de que Bocas estaba arrestado?
—Lo siento, señor. No sé, señor. —Busca una explicación—. El trasiego de todo lo que ha pasado.
—Tráiganle aquí, por favor.
El teniente Dedoslargos pasa la mirada del capitán al gobernador, y de este al secretario. Luego la vuelve hacia al capitán.
—Me temo que no podrá ser, señor.
Ulises Balboa se marea y parece que la cabeza vaya a estallarle de un momento a otro.
—¿Se puede saber qué lo impide?
—Bocas se escapó del calabozo durante la revuelta. Hace un día que no sabemos dónde está.
El capitán cierra los ojos. El médico entra en la habitación y, discretamente, les insta a abandonarla, necesita reposo.
Por la noche, Dedoslargos recibe una orden de búsqueda y captura de Moisés Corvo, firmada por el ilustrísimo secretario del gobernador, el señor Roque Plaza Carbonell.
Se busca, vivo o muerto.