La aparición de la caballería hace que muchos de los sublevados corran a esconderse en sus casas del barrio del Congo.
Los soldados les persiguen, sable en mano, aullando como lobos, separándose del grupo. Cuando la montura de Culogordo resbala con el barro y pierde el equilibrio, el jinete cae sobre el hombro y se rompe la clavícula. Los cuatro bubis a quienes perseguía se detienen de golpe y se dan la vuelta. Uno intenta subirse al caballo, pero no sabe cómo hacerlo y el animal se escapa, embravecido. Los otros tres le arrebatan el fusil y el sable.
En la calle de Sacramento, la Infantería se ha encontrado una barricada levantada a base de muebles y maderas de los comercios que han saqueado. Unos cuantos bubis calzan los zuecos que han cogido de la zapatería del señor Riudecols. Alguien rompe la puerta de la ferretería y reparte cuchillos y navajas entre los amotinados. El intento de encender la barricada se queda en nada a causa de la intensa lluvia que cae sobre Santa Isabel y que ya está apagando los edificios que habían incendiado.
El cabo primero Mostachos está al frente del pelotón.
—¡En fila, os quiero a todos en fila, mecagüenmiputavida!
Los soldados obedecen. Están a una cincuentena de metros de la barricada, y los bubis no son más que sombras móviles bajo la lluvia. Mostachos debe contenerles. Para muchos, la mayoría, es la primera vez que entran en combate. Si no lloviera tan fuerte, se les podría ver el ansia en los ojos, en la forma de aferrarse al fusil, en la respiración acelerada que les hincha el pecho. Unos pocos, curtidos en Filipinas o en Cuba, no tienen ninguna prisa. Estos tranquilizan a sus compañeros, la mano en el hombro, miradas a Mostachos, que no sabe muy bien qué hacer.
El cabo da la orden de avanzar sin perder la formación. Sobre todo no perdáis la formación, joder, al primero que salga le capo a dentelladas, ¿me oís? La formación es sagrada.
Los veteranos saben que estos nervios son tan peligrosos como los negros, así que ocupan las primeras filas del pelotón. Sin abrir la boca, el resto de los soldados ya sabe a quién debe imitar. A Mostachos le parece bien.
—¡Adelante!
Pecholobo corta la cuerda de la que cuelga Percival Cartwright y este, pálido, cae a peso sobre el cuerpo de Héctor. Despliega a algunos de sus hombres frente al palacio del gobernador y ordena al resto que ocupe todas las salidas de la plaza. De esta manera, tiene acorralados a una veintena de bubis que no saben adónde huir. A su orden, bajo la vigilancia del gobernador y el secretario, el círculo de soldados se estrecha y oprime a los bubis. Un par de negros intentan franquear la línea, pero chocan contra las bayonetas y caen malheridos. Otros arrancan los adoquines y los lanzan contra los militares. Abren cabezas y rompen piernas. Pinreles pierde el conocimiento, y ya no lo volverá a recuperar nunca más. Morirá dentro de dos semanas, de una hemorragia cerebral.
Los bubis están cada vez más juntos, acorralados por la táctica de Pecholobo. Los soldados bajan las bayonetas y siguen caminando despacio, saboreando el momento. El pánico transforma los rostros de los negros. Los hay que imploran clemencia, y otros callan y cierran los ojos.
Pecholobo pide permiso a la ventana del palacio. Roque Plaza grita:
—¡A por todos!
Y la sangre se mezcla con los charcos de agua y los tiñe de rojo.
Un bubi con una pica aparece por detrás de la barricada. En lo alto, clavado a una estaca, está la cabeza de Culogordo. La exhibe lanzando alaridos y carcajadas, y los negros gritan y se golpean el pecho.
Mostachos no puede contener el ataque de los suyos. Los soldados, al ver la provocación, han salido corriendo hacia la trinchera. Gritan como salvajes. Están empapados de pies a cabeza, los uniformes pegados al cuerpo, oscurecidos por el barro y la lluvia.
Nudillos tropieza, y en la caída se adentra la bayoneta en la mandíbula, lo que le mata al instante. Dos compañeros se detienen a socorrerle y, al comprobar que está muerto, le dejan en un portal de la calle Sacramento.
A media carrera, un grupo de bubis les sorprende desde la calle Reina María Cristina, que se cruza con la avenida. Llegan desde ambos lados y penetran con machetes dentro del grupo de soldados que, sorprendidos por la emboscada, no saben si seguir adelante o detenerse a luchar.
De las barricadas sale una treintena de bubis, muy superiores en número a los militares que ahora se ven obligados a luchar cuerpo a cuerpo. Los soldados disparan a ciegas y hieren a bubis y compañeros. Los negros amputan brazos y desgarran caras.
La caballería llega desde el barrio del Congo, donde han conseguido ahuyentar a bastantes sublevados, y se encuentra el campo de batalla en la avenida principal de Santa Isabel. Entran al galope y golpean a los insurgentes con las patas de las bestias. En pocos minutos, logran imponerse y controlar la situación.
Los negros son colocados en el suelo boca abajo, uno al lado del otro. En total, quince vivos, nueve muertos, y el resto ha logrado escabullirse.
Los soldados de retén en Villa Penitencia no deberán usar los dos cañones que apuntaban hacia Santa Isabel.